Conversación con A. Juliana Enciso
Por Tawny Moreno Baloco
Su boca está llena de sal.
Durante más de veinte años, Andrea Juliana Enciso ha naufragado por los mares. La he visto arribar a las costas japonesas con la cara mojada y los ojos llenos de sol. También ha atracado su barco en los puertos del Caribe y de Norteamérica, en busca de un lugar para asentarse y plantar albahaca con sus manos callosas. Sin embargo, algo en ella la empuja siempre hacia nuevos destinos, hacia otras geografías. De tanto navegar, se ha vuelto extranjera en todos los continentes: el salitre le ha cuarteado la lengua.
La viajera que nos habla en Derivas de la piel posee una voz de caracola: sus murmullos conjugan todos los verbos de la exploración y la aventura, y son una celebración de la belleza del mundo.
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De acuerdo con Andrea Juliana Enciso, devenir escritora implica que una cree para sí una lengua y un territorio propios. Derivas de la piel (Mackandal, 2020), su más reciente poemario, da cuenta de la travesía que esta autora bogotana (hija adoptiva de las costas pacíficas y del Caribe) realizó por muchos cuerpos y geografías para presentarnos una escritura que, en palabras de Patricia Iriarte, «nos conmueve de una manera tan profunda como misteriosa».
Hace unas semanas, y a propósito de este libro, conversé con Juliana sobre sus relaciones con cierto canon homoerótico de la poesía latinoamericana; las figuras de la «amante» y la «escritora» como mujeres que se hacen cargo de su deseo; los cambios que su escritura ha experimentado desde la publicación de su poemario Laberíntica (2000); las metáforas del viaje, la errancia y la exploración que están presentes en Derivas; la vida «entre lenguas» y la condición permanente de «extranjera»; su radical llamado al cuerpo, la piel y la materialidad; algunas críticas a ciertos dogmatismos feministas y la reivindicación de lo queer a la que nos invita su obra.
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«Si me pidieran definir en solo tres palabras lo que esperamos los mortales de la poesía, esas tres palabras serían para mí hoy: rozar la belleza», escribió la poeta colombiana Patricia Iriarte a propósito de tu más reciente publicación. Derivas de la piel nos brinda la posibilidad de rozar la belleza. Este goce y admiración por lo bello atraviesan tu escritura, y se observan ya desde el epígrafe de Xavier Villaurrutia con el que abre el poemario. Cuéntame cómo percibes la exploración que llevas a cabo en esta obra en lo que respecta a, por un lado, la celebración desinteresada de los cuerpos bellos y, por otro, tu relación (como lectora y autora) con lo que podríamos llamar el canon homoerótico de la poesía latinoamericana (pienso en figuras como Salvador Novo, Raúl Gómez Jattin, Néstor Perlongher o el mismo Villaurrutia).
Yo asumí el proyecto de Derivas en un acto de terquedad. Cuando se escribe como mujer desde un devenir lésbico (siguiendo, por ejemplo, a Monique Wittig), se espera que una escriba sobre otros «cuerpos de mujer» y que hable sobre las interacciones cotidianas que una tiene con esos cuerpos «femeninos». En la poesía lésbica latinoamericana (como sucede con Cristina Peri Rossi o Liliana Ramos Collado) la relación con el cuerpo de las amantes es sumamente directa: allí los cuerpos son lugares en construcción, territorios que una habita y recorre como cartógrafa. Derivas de la piel, por su parte, surge desde la conciencia de la bisexualidad que acarrea todo acto de escritura.
El proyecto inició con mi fascinación por la poesía homoerótica latinoamericana y con la intención de retratar (desde cierta distancia emocional) cuerpos que sencillamente son bellos. Me interesaba pensar y explorar la belleza que no posee utilidad alguna. Ejercitar una contemplación que a lo largo de los siglos se ha emparentado con el ocio y la rebeldía. Derivas dialoga con el registro de algunas voces gays masculinas (especialmente las que hacen parte del grupo mexicano «Los Contemporáneos»), pues me llama la atención la manera en la que estos poetas toman distancia frente al cuerpo bello del amado para observarlo (y para gozar en ese ejercicio de observación, por supuesto). Allí no hay ningún compromiso, ninguna «transacción» afectiva. A partir de este ejercicio ocioso germinaron los poemas. Una de las grandes premisas que guió la construcción de estas geografías-hombre es: se puede acariciar —y casi devorar— lo bello con la mirada y con todo el cuerpo, sin pretender obtener algo más que ese placer de espectadora.
Hay varios elementos en tu respuesta sobre los que me gustaría detenerme. En primer lugar, pienso en las relaciones que se tejen entre dos pares de figuras que la escritora Carolina Sanín ha abordado en algunos de sus ensayos sobre crítica feminista: por un lado, la amada y la amante y, por otro, la musa y la escritora (es decir, la mujer que es escrita por otro u otra, y la mujer que escribe). En mi opinión, en Derivas de la piel nos enfrentamos a una polifonía de voces femeninas que son fundamentalmente amantes. Y resalto aquí el rol que desempeña la amante: es ella la que ejerce la acción. Como Sanín ha señalado, existe una estrecha relación entre la figura de la amante y el oficio de la escritora: ambas están haciéndose cargo del propio deseo. El deseo de acariciar lo bello y de narrar nuestro paso por el mundo, así como el deseo amoroso y erótico que atraviesa los actos de habla.
En este sentido, te pregunto: ¿cómo entiendes tú ese rol de amante (y, por ende, de cuerpo que desea) que desempeñan las voces femeninas del poemario? Y, ¿de qué manera crees que esa figura de la amante se relaciona con el oficio de la escritora?
En cada ejercicio de escritura los roles frente al texto van cambiando. A propósito de lo que mencionas sobre la escritora como amante: algo que siempre me ha llamado la atención en lo que respecta a cierta tradición de poesía latinoamericana escrita por mujeres es que la relación que estas establecen con sus amantes (hombres, fundamentalmente) es de súplica; pensemos en Juana de Ibarbourou, por ejemplo, quien escribe sus poemas para reclamar al amado su ausencia o para celebrar la satisfacción de su petición. La voz poética que construyen autoras como Ibarbourou —o como Meira Delmar en sus publicaciones tempranas— es siempre la voz de una mujer que exige actividad por parte del otro. Y este es el rol que las sociedades patriarcales le han permitido desempeñar a la mujer: el de mendicante, el de satélite.
En Derivas de la piel me interesaba construir amantes que se hicieran cargo de su deseo, por supuesto. Y no solo de manera narcisista, como sucede en algunas poéticas masculinas que únicamente contemplan a la otra para verse a sí mismos y regocijarse en ese ejercicio auto-erótico. Algo que yo deseaba explorar en este poemario, y que es un elemento sumamente importante en el canon homosexual con el que dialogo, es el tema de la hospitalidad. (Recuerdo ahora ese poema de Cristina Peri Rossi que se titula «Leyes de la hospitalidad»). Cuando uno es hospitalario no solo se vuelve penetrable para el otro, no solo recibe y acoge, sino que uno también entrega lo que tiene y lo que es. Tal ofrecimiento no exige nada a cambio: cuando el huésped se marcha, el don de la hospitalidad ya ha sido entregado. Esta apertura de la hospitalidad puede entenderse como pura ofrenda, puro dar. Y esto era importante para mí al momento de escribir Derivas de la piel, pues yo no quería crear voces mendicantes. Siento que, en el caso de este libro, esa vocación de hospitalidad está íntimamente relacionada con el ejercicio irresponsable de contemplación de lo bello: las amantes del poemario no le exigen nada a los amados; sencillamente, penetran, se dejan penetrar y celebran la belleza del encuentro y del cuerpo del otro.
La poeta Johanna Barraza Tafur me dijo hace unas semanas que las mujeres de Derivas eran unas devoradoras de cuerpos. Me gusta esa metáfora. Este poemario está poblado de mujeres-amantes que poseen, mastican, tragan y hacen catástrofes sin pedir nada a nadie.
Después de escucharte hablar sobre esa posición de amada-suplicante que han asumido algunas escritoras latinoamericanas, me gustaría saber cómo percibes tú las distancias que existen entre Derivas de la piel y una obra como Laberíntica (2000), el primer poemario que publicaste. Y no me refiero a los cambios de registro en términos formales y visuales, sino puntualmente a este problema del deseo femenino. En el Prólogo al poemario que hoy nos convoca, Patricia Iriarte afirmó que el tono y las resonancias de Derivas se encuentran ya muy «lejos de la niña asustada que habitaba los primeros poemas de Andrea Juliana». Sin embargo, me gustaría que fueses tú misma quien se extendiera un poco más sobre este asunto.
Sí, ¡las distancias son enormes! Y creo que cada libro da cuenta de cierta postura en lo que respecta a las maneras en que una se concibe como hablante, escritora y mujer. Cuando salí del país para hacer mi doctorado y comencé a leer con mucha atención autores y teóricos posmodernistas¹, empecé a darme cuenta de lo «tradicional» que era la voz poética que yo había construido en Laberíntica. Por supuesto, ese era un registro que dialogaba muy bien con las poetas latinoamericanas que estuvieron cerca del modernismo, a quienes yo conocía y había leído. Si bien estas son mujeres que expresan su rabia y demandan activamente lo que desean, lo hacen sin salir de la posición de subalterna y de sujeto sin agencia que nos ha asignado la sociedad patriarcal. Todo esto está muy presente en Laberíntica (aunque yo me di cuenta después), y creo que el proceso de escritura de ese libro fue sumamente doloroso para la joven que yo era en aquel entonces. Creo, incluso, que esa idea de la mujer como mendicante atraviesa Laberíntica hasta sus fibras más hondas: yo no había encontrado aún un lenguaje femenino que no fuese un lenguaje subalterno. Pienso que las mujeres (o, al menos, las de ciertas generaciones) hemos crecido con la idea de que el mundo letrado es un mundo masculino, y que nosotras solo podemos participar si suplicamos y rogamos que nos concedan un pequeño espacio.
Afortunadamente, entre Laberíntica y Derivas hay veinte años de lectura, de experiencia, de viajes y de escritura. Durante ese período, mi voz y mi lengua se reinventaron numerosas veces. Siento que el paso de los años me ha ayudado a cerrar un poco la herida abierta que yo exhibía en mi primer poemario. El lenguaje que construí en Laberíntica es un lenguaje herido, que demanda sutura; en Derivas, por el contrario, nos topamos con la visión de una cicatriz: allí mi lengua es un queloide. A veces el queloide se pone morado y en otras ocasiones se torna rojo. Como cicatriz, narra una historia y un camino. Ahora que lo pienso, quizás las palabras «cicatriz» y «crítica» compartan una etimología común.
Entre un poemario y otro hay veinte años de lecturas, amores y, sobre todo, viajes. En Derivas de la piel resulta evidente que la escritura y la voz están atravesadas por la experiencia vital de una viajera, de alguien que se ha sabido extranjera en tierras lejanas y luego en la geografía natal. Creo que las figuras de la exploradora y la mujer errante son fundamentales en este libro. Además, si consideramos que el orden en el que han sido presentados los poemas traza una suerte de narrativa, se puede entrever que las piezas finales ratifican la condición de vagabunda (al mejor estilo de Colette) que poseen las voces femeninas del poemario.
¿Cómo entiendes tú las diversas aristas que, en Derivas de la piel, poseen las figuras de la extranjera y la exploradora?
Antes de aterrizar sobre mi experiencia como viajera, me gustaría hablar sobre una condición de extranjería aún más fundamental. Cuando me acerqué por primera vez, hace ya muchos años, al pensamiento de autoras como Hélène Cixous o Luce Irigaray, me resultó revelador comprender que las mujeres hemos sido siempre extranjeras y outsiders en la patria de la lengua. Hace unos días estaba leyendo el discurso que ofreció Raúl Zurita cuando ganó el Premio Reina Sofía; allí él afirma que cada poeta pertenece a una patria: su lengua materna. Y yo pensaba: claro, la lengua que él llama patria ha sido construida para que la habiten sujetos masculinos; por ende, él logra sentirse a gusto y «en casa» cuando escribe en español (un idioma que, además, está sumamente gendered).
Cuando las mujeres escribimos, nos enfrentamos a numerosas dificultades a la hora de nombrar y narrar nuestras propias experiencias. Para devenir escritora resulta necesario crear una lengua propia. Esto lo han sabido las feministas y las grandes creadoras de los siglos pasados. Y yo creo que esta es la primera forma de extranjería que atraviesa mi obra: la certeza de que las mujeres somos outsiders de la lengua. Para hacernos cargo de nuestro propio deseo, debemos buscar nuevas formas de bautizar el mundo. Si escribimos y creamos utilizando las herramientas del amo, seremos siempre cuerpos subalternos y voces suplicantes.
Por supuesto, esta extranjería frente a la lengua se complejiza aún más cuando las mujeres hemos sido racializadas o nos encontramos en situaciones de pobreza. En esos casos es todavía más urgente que nos atrevamos a torcer el lenguaje, a malearlo a nuestra medida, pues solo así podremos conquistar el territorio de la escritura para hacerlo un lugar cada vez más hospitalario frente a la diferencia.
Me resulta fascinante lo que dices, y me parece interesante que asumas tu posición de mujer-escritora como una «primera forma de extranjería».
Hablemos ahora de lo que implica vivir «entre lenguas» (para usar una expresión de Silvia Molloy), saltar entre idiomas diferentes. Como te conté hace unas semanas, recientemente leí un ensayo de George Steiner que se titula «Extraterritorial». Y me llamó mucho la atención la forma en que él expone las complejas relaciones que algunos autores sostienen con su lengua materna y con las lenguas de los países que los han acogido. Parece que algunos creadores —o, en este caso, creadoras— nunca logran sentirse «en casa» en ningún idioma. Y, de alguna manera, esa sensación de estar siempre en tierras ajenas los impulsa aún más a la exploración y la experimentación con las posibilidades del lenguaje. ¿Qué piensas tú sobre todo esto?
Hay varios asuntos allí. Yo creo que una se hace extranjera cuando escribe desde cierta posición de enrarecimiento frente al lenguaje. Por otro lado, cuando una no solo ha aprendido varios idiomas, sino que ha construido su cotidianidad en más de una lengua (es decir, cuando se vive «entre lenguas»), las pasiones y los apegos más fundamentales comienzan a trasladarse y a viajar entre idiomas. El bilingüismo juega un papel importantísimo en mi escritura y en la persona que soy hoy, pues yo vivo entre Barranquilla y California (sociedades portuarias las dos) y he creado una red cercana de amigos que está fundamentalmente compuesta por escritores y expatriados. A veces siento que me muevo entre comunidades flotantes. Y, por supuesto, esta situación alimenta las sensaciones de enrarecimiento a la hora de nombrar. Hace poco la poeta María Matilde Rodríguez me dijo que mi escritura en español poseía muchos ritmos del inglés. Es posible que así sea, pues mi cotidianidad (mis lecturas, mis conversaciones con mi pareja) está marcada por el inglés. Sin embargo, lo que yo siento es que me encuentro en constante traducción, en una suerte de intermedio que amplifica las sensaciones de extranjería, tanto en español como en inglés.
Claro, cuando una ha tenido que «salir» del útero de la lengua madre (porque se está en un territorio extranjero y es necesario comunicarse con los otros) empieza a notar e, incluso, a cuestionar las estructuras, sonoridades y ritmos del idioma natal.
Sí. Cuando una pasa demasiado tiempo inmersa en la lengua materna le resulta más difícil percibir las particularidades de esa lengua. A propósito de eso, te cuento: en los últimos días he estado leyendo mucho sobre el escritor Jaime Manrique. Él, por ejemplo, lleva más de 50 años viviendo en Estados Unidos: llegó en 1972. En 1975, viviendo ya en territorio extranjero, ganó el Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus. Parece que Manrique ha dicho con frecuencia que escribe poesía en español y narrativa en inglés. A mí su caso me resulta muy interesante, pues, aunque lleva casi medio siglo viviendo como hispano en Estados Unidos, sigue afirmando que no se siente a gusto en ninguna de las dos lenguas y que prefiere que lo recuerden como «un practicante del inglés». Y eso que, a nivel latinoamericano, él hoy día es una de las grandes autoridades en poesía queer. Su trabajo me parece maravilloso, y pienso que da cuenta de ese estar constantemente in between.
En mi caso, la experiencia de estar entre lenguas y entre tierras ha hecho que yo cuestione la naturalidad del lenguaje. También me ha permitido tomar distancia frente a ciertos ritmos enquistados en el español. Confieso que no me gusta el barroquismo de cierta poesía escrita en español. Soy alérgica a la falta de economía y al derroche. Detesto las palabras innecesarias, los ritmos alambicados y las cacofonías. Tengo una gran propensión por lo narrado. Además, creo mucho en algo que decía Jaime García Mafla cuando yo era más joven, y es que el poema es «canto y cuento».
En los últimos años me he dado cuenta de que los autores que más me llaman la atención suelen estar vinculados a cierta tradición angloparlante: una tradición americana marrón, indígena y migrante.
Pasando a otros asuntos: me gustaría que conversáramos sobre ese radical llamado al cuerpo que Derivas de la piel nos plantea. Aquí vale la pena resaltar el diálogo que Farides Lugo (editora de Mackandal) y su equipo lograron crear entre tus textos y los collages de Lv Noctva que los acompañan. Las texturas de esas pieles que los lectores observamos en las piezas gráficas son una maravilla. Como objeto, el poemario es precioso.
El abordaje de los cuerpos humanos que realizas en esta obra se complementa, además, con las numerosas metáforas que construyes para interpelar a la «naturaleza salvaje», a las montañas, a los océanos inabarcables, a los viejos yarumos y a las panteras oncas de los bosques tropicales. En breve, podríamos decir que esta obra es una bella celebración de la materialidad.
Es muy importante eso que señalas. Y me parece fundamental que hables de una «interpelación» y no simplemente de un «retratar». Durante mis años como estudiante de doctorado, una de las líneas de investigación que más me llamó la atención fue la ecocrítica. Gracias a este corpus teórico comencé a comprender que la idea tradicional del «paisaje» como entidad pasiva es resultado de los procesos burgueses de «objetivación» y «mercantilización» del mundo, los cuales se agudizaron a finales del siglo XVIII. En la literatura y, sobre todo, en la pintura esto es sumamente factible: las y los burgueses compran «paisajes» para colgarlos en las paredes. Además, aunque en español la palabra «paisaje» posee una denominación masculina (es «el paisaje»), este siempre ha sido visto como una entidad «femenina»: penetrable, conquistable, dócil… sin agencia.
En Derivas intenté realizar un ejercicio diferente: en este poemario asistimos a la destrucción del paisaje. Aquí las geografías son entidades vivas que están en constante conversación con los seres que las habitan y las recorren. Ellas afectan y penetran tanto como se dejan afectar y penetrar. Así, creo que en este libro no hay fronteras sólidas entre el mundo humano y aquello que lo desborda y que está más allá.
Este llamado radical a la materia es también una invitación a re-pensar el deseo en toda su riqueza y complejidad, y a comprender de maneras más amplias nuestras relaciones con el mundo vivo. Pues sucede que uno no solo desea «personas»: siempre estamos estableciendo afectos con aquellos seres que se encuentran más allá de lo humano. Y cuando hablo de deseo no me circunscribo a lo «sexual» como un tipo de placer que, en general, se asocia a la reproducción. A mí me interesa entender el placer como lo abierto, y vivir nuestras relaciones con el mundo de maneras más horizontales: deseantes.
Si una rompe con las visiones patriarcales de la «naturaleza» y lo «femenino», y rompe también con la supremacía que la razón occidental le ha asignado a la vista, puede comenzar a dejarse afectar por el mundo con todos los sentidos abiertos. La belleza que me interesa celebrar está también allí: en lo animal, lo vegetal y lo mineral. Y también en el tacto, el olfato y el gusto.
Yo, en todo caso, creo que la contemplación (para aludir aquí a mi primera respuesta), entendida desde el budismo, es también resistencia. Resistencia frente a un sistema que, como mujeres racializadas, nos condena a la infelicidad y al desarraigo. Derivas de la piel es una invitación a gozar como cuerpos abiertos y hospitalarios.
Al principio de la conversación, hablamos sobre tu relación con cierto canon homoerótico de la poesía latinoamericana y sobre el ejercicio de exploración de los cuerpos que llevas a cabo en esta obra. Conversamos también sobre las relaciones que se tejen entre las figuras de la amante y la escritora, y la manera en que ambos roles afirman y celebran el deseo «femenino».
A modo de cierre, me gustaría que hablaras sobre las críticas que tu poemario ha recibido por cuenta de algunas representantes del feminismo lésbico. Por ejemplo, sé que la poeta Margaret Randall afirmó que Derivas de la piel no es un poemario «feminista». Entiendo que, a raíz de la represión histórica que han sufrido los cuerpos diversos, para autoras como Randall es fundamental que una se asuma pública y activamente como «escritora lesbiana». Sin embargo, creo que en algunas ocasiones las categorías identitarias se tornan excesivamente rígidas (y, por ende, peligrosas), y repiten en cierta medida las lógicas excluyentes del patriarcado y del falocentrismo. ¿Cómo percibes tú estos debates?
Una de las consignas que he escuchado con frecuencia durante las últimas semanas, en el marco del Paro Nacional, es: «debemos validar la rabia». Y yo estoy de acuerdo. Pero creo que es importante recordar que la rabia es un camino, no un punto de llegada.
Es posible que, al ser yo una mujer cis-género que ama a otra mujer, se espere que mi «postura frente a los hombres» encaje en ciertos círculos del feminismo actual. Pero ese no es el caso. Margaret, por ejemplo, me dijo que en términos editoriales el libro le había parecido bellísimo (y allí el mérito lo tiene Mackandal), pero que no era un poemario «feminista». Yo pienso que tenemos formas diferentes de entender «lo feminista». Honestamente, considero que es muy peligroso construir una reivindicación de mi identidad a partir de la negación del otro. Al ir por ese camino reforzamos la idea patriarcal de que la diferencia es pura negatividad: lo radicalmente «Otro». Al hacer de lo diferente una negatividad amenazante, estamos negándole al otro su sensibilidad. Creo que no han sido únicamente los movimientos racistas o nacionalistas los que se han ido por esta vía: algunos movimientos feministas han pretendido operar también bajo lógicas binarias y excluyentes.
Yo, por supuesto, soy feminista, y también soy lesbiana, pero no veo por qué eso me impediría reconocer y celebrar la belleza del otro. Mi feminismo está abierto a la diversidad y a la diferencia, y yo pienso que el acontecimiento de la belleza es un espacio de conciliación y de encuentro. Admirar y celebrar lo bello es estar en íntima conexión con la vida y con toda su riqueza y complejidad: siento que celebrar la vida es mi mayor acto de resistencia. En Derivas de la piel los hombres no son para mí negatividades amenazantes: son sencillamente cuerpos-otros que me permiten abrazar lo diferente y lo que está fuera de mí; la belleza de esos cuerpos es para mí un motivo de celebración, y no creo que eso me haga menos lesbiana o menos feminista.
Por otro lado, algunos de los deseos que atraviesan el poemario son en realidad más que humanos: son deseos animales. Derivas de la piel es un poemario sumamente queer (entendiendo lo queer como lo torcido). En el marco de la comunidad LGBTQ+, lo queer ha sido objeto de múltiples discusiones en virtud de su indeterminación, de su condición escurridiza. Lo queer es puro flujo, exploración constante, un no afincarse en identidades predeterminadas. Y, precisamente, aquí los elementos están torcidos: en Derivas hay voces «femeninas» que utilizan un canon «masculino» homosexual para nombrar objetos de deseo animalizados. Todo ello bajo un aparente orden heteronormativo. Así que los lentes y las posibilidades de interpretación son bastante amplios.
- Vale la pena aclarar que aquí la autora no está pensando en los movimientos filosóficos y artísticos de la posmodernidad europea. Al hablar de posmodernistas, Enciso hace referencia a aquellos autores y autoras latinoamericanos cuyas obras desafiaron las estéticas impuestas por el modernismo rubendariano. Estos autores posmodernistas o «modernistas tardíos» también han sido catalogados por las y los críticos como «escritores de la retaguardia». La poeta uruguaya Delmira Agustini es un gran ejemplo de la escritura posmodernista a la que Enciso alude.
Andrea Juliana Enciso. Nació en Bogotá en 1979. Es poeta, crítica, ensayista e investigadora literaria. PhD. en Lenguas y Literatura Hispánica de la Universidad de Pittsburgh. Publicó los libros de poesía Laberíntica (2000) y Panóptico: Pabellón para tercos y fantasmas (2005). Su trabajo hace parte de las antologías Conjuro capital poetas bogotanos (2008) y Todo boca abajo, antología Latinale 2018 (2019). Actualmente enseña literatura en la Universidad del Norte en Barranquilla, Colombia. Fotografía: Omar Chacón.
Tawny Moreno Baloco. Editora de Literatura, Cuerpo y Feminismo en Abisinia Review. Nació en Barranquilla, Colombia. Es docente, ensayista y crítica literaria. Profesional en Relaciones Internacionales, con una especialización en Teorías Políticas Contemporáneas. Realizó estudios de Filosofía y Humanidades en la Universidad del Norte (Barranquilla), y actualmente se encuentra culminando su tesis de posgrado en Filosofía. Es co-fundadora de Aluvión, un proyecto de crítica literaria sobre autoras y autores del Caribe colombiano.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de un fragmento de la obra nodo con sangue tela bianca e rossa de © Jorge Eduardo Eielson. Agradecemos a Martha L. Canfield, presidenta Centro Studi Jorge Eielson, Florencia, Italia.