Benjamín León
Breve introducción para un final
Pasarán los recuerdos por la nieve
tendiendo su coraza lenta.
Se callarán las aguas dulces
en el final del túnel imposible
cuando la luna entregue sus magnolias.
Oh jinete, cabalga en el expiro
y guarda entre tus párpados la noche
porque también el día se ha cerrado.
Amanecer de camposanto
Amanecer de camposanto:
qué soledad más cierta.
Los príncipes se apagan a esta hora
en que la luz acude.
Entre las piedras va mi voz,
doblándose en las calles de este duelo
que no se extingue.
El frío no pretende ser
pero es un litoral abierto,
un cáñamo esperando la ventisca
después de haber caído,
después de haber llorado con el hielo
de todas las ausencias.
Amanecer aún;
color que se resguarda y que aproxima
el frío y la ternura
donde la noche fue,
donde el silencio fue,
donde tu cuerpo estuvo.
Pero la soledad es larga y nos convoca
en su jilguero libre
que nos contiene. No tenemos patria,
quizás nunca tuvimos,
pero este campo lleva nuestros nombres
poblándose en su ropa y en su alero;
y no tenemos agua que nos calme
mientras el día ignora sus medallas
y no recuerda despertar
el sueño abarcador de nuestra sombra.
Estoy pensando en las orillas
Del otro lado, madre, el lodo;
estoy pensando en las orillas.
Acá la noche es larga y honda;
el viento que estremece
las fábulas del bosque me seduce.
Hay algo como puertas,
como sonidos lánguidos y ríos
que caen
o gotean.
Acá la soledad es de paloma
o de quebrada luz en las iglesias.
Acá entre las tinieblas puedo
gritar tu nombre y renegarme,
volver a la canción del nido
o cercenar el aire para siempre.
En la oquedad del mar soy bruma,
y triste como un muerto avanzo.
Golpeo, llamo, nombro;
vislumbro puro invierno y frío,
un lago oscuramente inmenso
donde reclamo el tiempo de la infancia.
Escucho soledad por todos lados
y de mis ojos beben cuervos
las lágrimas que insisten.
Estoy pensando en las orillas,
en los diluvios,
en los sonidos de los árboles
que impactan con la hierba
que lentamente muere en el otoño.
Estoy pensando, madre,
en tu hermosura y tu pureza,
en los caminos que se esconden,
en los retornos mudos,
en el temblor del día,
en la imposible juventud del agua,
en la infinita ausencia
que llora eternidad.
Estoy pensando en las orillas
mientras en calma y en silencio
oigo caer la tarde.
El pulso de la nieve
Inevitable el frío encanto de la nieve,
el clima evaporado en chimeneas
y la tiniebla de la voz.
Las jaulas que se extienden con el viento
anuncian todas las preguntas,
la noche casi pálida,
el tiempo de astronómico retorno
y el juicio verdadero de los niños
que bajo el mismo viento duermen.
El llanto forma usanzas lúgubres
y entonces los caballos
avanzan en galope ciego,
se quiebran los insectos de la edad
y surge así el otoño.
En todo este martirio la palabra
abre sus letras vírgenes
que bajan despobladas a mis uñas
para escribir la muerte.
Jamás imaginé la aguja del silencio
quebrándose en los meses del ayer
o sobre el día
que ocurre desolado.
Esta es al fin la cuerda floja,
el pánico del mundo
llevándote a su grito.
Jamás imaginaste la cárcel del jardín,
ni sus barrotes húmedos en llanto,
ni su invisible cruz
que arrastra todo el tiempo.
Preferible es callar cuando es de noche
y oír casi dormidos el pulso de la nieve.
Fugacidades
Fugaz la voz.
Fugaz el grito.
Fugaz la arena abriéndose al recuerdo
de los paseantes,
de los inútiles retornos
o de los pájaros de mar.
Fugaz la soledad del día,
que pasa, que transgrede o cruza;
que extiende con su jaula al mundo
y luego, en sensatez,
queda en silencio.
Fugaz el cuerpo unido en el amor,
el tiempo de la sangre,
la sal que cae libre hasta las venas
y quiere hacer la vida
y no recuerda que a la muerte
le están naciendo a diario nuevos hijos.
Fugaz el taladrar del tiempo en la memoria,
los árboles del miedo
que intentan desprenderse de los bosques
para crecer o estar
o ir nombrando al polvo en su costumbre.
Todo fugaz, aún el cuerpo;
el pasajero efímero en la escarcha,
que extiende su figura y se detiene
como un puñal sin rumbo,
como una bestia hambrienta y sin salida
que al fondo, en el destierro,
propaga la quietud de lo imposible.
De Para no morir, Sevilla, 2013
Benjamín León nació en La Serena, Chile, en 1974. Es profesor de Castellano y Filosofía. Ha publicado La luz de los metales, Diputación de Cáceres, España, 2009, Premio Flor de Jara; Para no morir, Sevilla, 2013; Canciones para animales ciegos, Editorial Premium, Sevilla 2013, Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de la obra Puerto de Londres, 1906,
del pintor, ilustrador y escenógrafo francés © André Derain