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El último mordisco de un ladrón de plátanos

Patrick Chamoiseau

 

 

 

Si Cestor Livènaj no hubiera poseído aquel árbol de plátanos, nadie lo habría envidiado. No quiero hablar torpemente, y si mi palabra lo hace es con toda inocencia, pues la mía está bañada en el silencio de la noche, está limpia, bien brillada, balanceada con la fe en Dios. Pero bueno, a pesar de todo, Cestor Livènaj no tenía presentación. La gente de nuestro barrio (un barrio en lo alto del bosque donde el viento se confabula con el águila) no eran personas distinguidas, aunque, a buen decir buen hacer, hay un mínimo de cosas que se disponen cuando se vive sobre la tierra: una camisa blanca para moverse y descender a la misa del pueblo, un zapato lustrado que se sostiene con la mano en alto al pasar por el barrial, un sombrero bien puesto, un paraguas negro, un pañuelo perfumado con agua de colonia… cosas insignificantes pero que, en esta vida nada fácil, son el signo de una persona que enfrenta su destino en el eje de un hilo de plomo.  Pero hablo y hablo, y no digo la palabra, y siempre me pasa cuando describo a Cestor Livènaj. Hoy ya no está entre nosotros pero cuando lo estuvo, tan vivo como nosotros mismos, no se preocupaba ni de misas, ni de entierros, ni de vísperas, ni de serenatas cuando los cantores subían del pueblo. Ni se inmutaba en quitar el barro de los dedos de sus pies, ni en ponerse algún día de descanso un vestido comprado donde los sirios. Al verlo se diría que siempre estaba sudando en sus terrenos que nadie había visto, pero que parecían situarse en dirección de Morne-caco, justo después de Flond-blanchi. No dedicaba tiempo a quitar las lagañas de sus ojos, ni de peinar su cabello que era como un colchón de paja. Los domingos, a las cuatro de la tarde, cuando las mamás del barrio reunían a sus muchachas entre sus rodillas para trenzarles sus papillotes, Cestor Livènaj les gritaba que dejaran sus cabellos en libertad como los suyos, sobre los cuales un sombrero-bakoua se hundía hasta el borde de sus cejas. Su cabello de paja llevaba un extravío de existencia que cada uno podía constatar cuando, delante de una persona estimada, Cestor Livènaj, educado como guijarro de río, se inclinaba sobre el peso de un buenos días y levantaba su viejo sombrero amarillento. Pero había algo más que ese vestido de sudor y ese cabello crespo: nuestro hombre vivía solo como una mangosta en una choza de madera tejida según una ciencia oscura. Nadie sentía en esta choza un impulso de la vida para agarrar el destino. Quiero decir que era una choza “detenida”; parecía querer perderse en el fondo de una tierra roja que, en ciertos lugares, las lluvias abarrancaban con largos arañazos sangrantes, casi trágicos; quería volverse como la corteza de esos tres gruesos mangos que daban sombras inmensas, o la de esos mahoganys(1) que ningún viento removía, y no porque el viento no existiera, sino porque los árboles tenían demasiada edad. Es verdad, y esta no es una palabra inútil, que la gran edad de los árboles desalienta los vientos. Quien no lo sabe no sabe nada de la vida. En los barrios altos sabemos observar, pero sobre todo sabemos escuchar la palabra dicha, y es que Cestor Livènaj declaró un día que los árboles no se mueven cuando tienen más de mil años. Eso nos permite fechar nuestros viejos árboles y comprender que nuestro barrio, con sus pies de fruta de pan, de caimito, de anón y de raíz bomba, viene de un tiempo tan lejano que es difícil imaginarlo; a excepción tal vez de Cestor Livènaj. En sus soledades, nunca se lamentaba de no tener una almohada para calentar sobre la paja de su colchón, ni siquiera echaba de menos una prole que le probara al mundo que él también era capaz de engendrar. Estaba entre nosotros pero sin parecérsenos, sin moverse hacia el pueblo ni hacia la ciudad, justo aquí para hablar consigo mismo más a menudo que con nosotros, y para vivir en un tiempo más distante que el nuestro, más mágico, como si él viera mejor que los cocuyos en esa especie de oscuridad apremiante, no a la hora del crepúsculo, sino precisamente a la hora de la salida del sol, cuando era necesario escapar de la cáscara del sueño para intentar vivir. Cestor Livènaj parecía no tener ese problema, o se desenvolvía mejor con él. En ciertas horas del domingo, en el silencio de la fábrica y el adormecimiento de las piezas de caña, cuando estábamos en nuestra intimidad y sentíamos que las ganas de permanecer inmóviles aumentaban, bajo la capa del cielo y el viento que pasaba sin tocar nuestros árboles, Cestor Livènaj, ataviado de sudor, con su viejo sombrero, el barro en sus piernas, su pajero graneado, la vieja pipa de bambú negro que mamaba babeando, encontraba la fuerza necesaria para caminar, para subir y descender, no por un lugar preciso y en función de una cosa precisa, sino para recorrer a grandes pasos un espacio que ignorábamos y que, sin embargo, parecía extenderse a nuestro lado con horizontes de grandes vientos lluviosos. Y si le decíamos Pero Cestor ¿adónde vas? ¿Cuál es la pregunta? ¿En qué asuntos estás?… respondía ahí estoy ahí estoy mis negros, ahí estoy ahí estoy… Tenía también esa inquietud que caía, hecha palabras, de su boca; una palabra nunca inútil pero jamás del todo sensata, como si no manejara el lenguaje y utilizara su créole(2), o su francés como pequeñas rocas calientes que amontonaba rápido y aprisa y depositaba aún más rápidamente con una mueca de viciosa malicia. Siempre recogía una palabra de la frase que se le dirigía, y le daba vueltas de varias maneras, o repitiéndola hasta el infinito (le decías: Eh, Cestor ¿dónde está Fifise?… Y él respondía Fifise, Fifise, Fifise, Fifise, Fifise… hasta el infinito y sobre trece tonos), o la descomponía en sílabas que petrificaba en un borde de su lengua y te miraba fijamente. Y sucedía la impresión, esa angustia, de que tu palabra balanceada en su tono natural y amable, te llegaba más pesada y misteriosa que esos árboles inmóviles que, desde su revelación, habitaban nuestros sueños sin transformarlos en pesadillas, sino que les daban el espesor paciente de hornos de carbón de los cuales nadie sabía sobre qué madera ardían. Y todo esto se añadía al resto (pero ¿es necesario decir el resto y cómo decirlo con eficacia? ¿Cómo decir su presencia nocturna en el umbral de su casa para mirar la luna? ¿Cómo decir el amontonamiento de los cocuyos encima de su choza, como moscas sobre un jarabe, resplandeciendo hasta contrariar nuestros sueños a modo de fulgores de una tormenta? ¿Y de qué servía ese miedo que teníamos de las serpientes no compartido por él, pues lo veíamos surcar los grandes espacios sin hacer los gestos apropiados, sin evitar los lugares favorables a la Bestia, ni siquiera hacer una cruz para desorientar las vidas inquietas de los barrancos oscuros? Y bien todo esto que he dicho hacía que nadie lo envidiara. Tampoco se le temía. Ni era un vidente, ni un brujo, ni un maestro de palabras como aquellos que se levantan en medio de los velorios para destilar cuentos y de golpe transforman sus existencias en llamaradas de luz. No se había destacado en nada. No nos aportaba nada y parecía no esperar nada de esta tierra. Y eso era lo que nos incomodaba, pues allí donde procurábamos bandearnos, y luchar contra nosotros mismos y contra la vida, era difícil soportar al lado a uno que no enfrentaba nada y se entregaba a la facilidad de no encomendarse a Dios ni al Diablo. Era molesto, arduo de imaginar, pero sobre todo difícil de envidiar, y es por tal motivo que yo lo digo sin preocuparme de la maledicencia. Sin embargo, se presentó ese árbol de plátanos. Lo vimos crecer en los alrededores de su choza, al lado del río, en un sitio de agua y de sombra y de sol. Un lugar en el que habitualmente crecía un fango débil. Un día vimos brotar una escultura verdeante. La vimos codiciar las largas prolongaciones del sol, prometer un crecimiento, y, de repente, desplegar sus grandes hojas lustradas. El rocío le confiaba pequeñas gotas que la luz transformaba en joyas y ningún furor del sol podía secarlas. Hubo cálculos sobre el género del plátano: ¿plátano-manzana o plátano-bejuco? ¿plátano-tisana o plátano-kandja, que es áspero en tu lengua? ¿o ese plátano-moloye que se derrama como crema tierna y te da la impresión de tragar una leche de savia? Así eran las primeras preguntas y los primeros deseos a medida que el vástago de plátano se lanzaba hacia el cielo. Se abría con una majestuosidad tanto más asombrosa cuanto que nosotros empezamos (de pronto) a darnos cuenta de que en el barrio, bajo los árboles inmóviles, la fruta del pan y las otras frutas seleccionadas según confusas leyes, ninguna exigencia había sacado de nuestras tierras un sólo pie de plátanos. Y todo esto contrariaba nuestros sueños, tanto que vimos a Cestor Livènaj encontrar una suerte de interés en la vida. Pero no era que se pusiera a existir, sino que, más bien, comenzó a efectuar mejores gestos dirigidos hacia la existencia. Pudimos, por ejemplo, ver al fin el trabajo de su machete cuando arrancaba los pequeños retoños del plátano que surgían en la noche y se abalanzaban, egoístas e impacientes, oponiéndose a la subida misma del tronco; lo vimos, atento, acechando las grandes hojas que se partían por la frecuentación del viento; lo vimos combatir los bichos invisibles atareados en las raíces, lo vimos transportar baldes de boñiga cuando ciertas hojas se volvieron pardas y comenzaron a secarse, y lo vimos luchar por sostener el tronco cuando a éste una curva se le producía bajo el peso del florecimiento y luego bajo la carga gloriosa del racimo. Nuestra envidia se volvió insoportable cuando fue claro para todos que se trataba de un árbol de plátanos amarillos, y de buena calidad, del que te perfuma hasta siempre el recuerdo cuando lo ves en el corazón de un pequeño caldo de treinta y dos pescados rojos, o cuando lo mezclas a la excelencia cremosa de un ñame-bocodji y que, encima, sabes sazonarlo bien con guiso de cerdo. El racimo de plátanos engordaba a medida que nuestros sueños se paralizaban y encallaban, cada vez más a menudo, sobre los árboles inmóviles y sobre los faros nocturnos de las luciérnagas. Empezamos a decirle buenos días, a mostrarnos un poco más amables, incluso a reflexionar sobre las palabras que él nos lanzaba, e incluso a decirle Pero ¿qué es lo que me has dicho, Cestor? Mientras que antes todo eso se lo dejábamos al misterio. Cada uno esperaba estar allí en el momento en que él descolgara el manojo bendecido. Cada uno se veía regresar a su choza con dos, tres plátanos, y ponerse a vivir de una manera diferente. Y cada mañana, a la salida del sol, a medida que el racimo de plátanos maduraba, nosotros envidiábamos a Cestor Livènaj, percibíamos mejor el ritmo de su vida, comprendíamos mejor sus ires y venires incesantes, apreciábamos mejor la localización de su choza en las sombras y en las luces, y entendíamos de manera increíble una especie de sentido justo de lo que era necesario vivir en esta vida insensata. El día de la cosecha se aproximaba. Cada uno minimizaba el sueño. Cada uno disminuía la velocidad de sus desplazamientos para estar allí en el buen momento y merodear la choza y decir el buenos días que incita al reparto. Pero nadie vio madurar el racimo. Una mañana, a la hora del despertar, escuchamos el grito desesperado de Cestor Livènaj. En la noche, un canalla se había llevado el racimo. El vástago de plátanos pendía decapitado. Cestor, en calzoncillos, daba vueltas, no más inquieto que de costumbre. Entonces dudamos si el grito había sido lanzado por él. Sin duda, nosotros mismos lo habíamos lanzado pues él, su vieja pipa en el labio, no hacía más que girar alrededor, y mirar y mirar. Le murmuraba palabras al árbol que parecían no acabarse en ningún-tiempo-jamás. Taló el plátano tan pronto que un nuevo retoño se elevó de las raíces. Y fue la misma agitación: nuestros sueños contrariados, nuestras ganas, y esa oleada de palabras que él derramaba sobre el árbol cada vez que el racimo a punto de madurar desaparecía de repente. Una vez, dos veces, tres veces, hasta que el cuarto fue suciamente mortal. En efecto, hubiéramos podido esperar allí pero cada uno de nosotros fue sorprendido. Hubo como un bello estremecimiento en el barrio al ver desaparecer de este modo los plátanos. Y, a cada desaparición, nos precipitábamos al lado de Cestor para llamar nuestra indignación, pero sobre todo para observar mejor el tallo del plátano que parecía provenir más de otra parte que de esta tierra. Queríamos de este modo escuchar sus oraciones a la hierba, pero, aunque nos aproximáramos, aunque escucháramos su voz, nos era imposible comprender su murmullo. Parecía ser una palabra del más allá de las palabras. Y ella nos irrigaba como si fuera un rocío fresco. Ese lenguaje, en verdad, se nutría de nuestras propias carnes y de nuestras propias sombras. Por eso al tercer robo estuvimos, con Cestor, silenciosos y amargados. Nos callamos para participar mejor de su decir al plátano, y para hallar en el fondo de nuestro corazón un vestigio de lenguaje, no de vocablos, sino de esas palabras interiores, de las que palpitaban en nosotros desde tiempos inmemoriales, que ensombrecían nuestros sueños e invadían nuestras vidas, y que nos perforaban sin que lo supiéramos, excepto en ciertas horas en que el uno y el otro, agarrado de una huella, se ponía a gritar algo que no era un grito. Quizá fue después del tercer robo, que participamos verdaderamente de la palabra de Cestor, alrededor de la hierba gruesa. Ella bebió todo lo que nosotros le enviábamos en medio de nuestra desesperanza de no poder probar su promesa. Lo tragó todo, como un agua, como una luz, como un sol. Su tronco tomó un verde diferente que habría podido alertarnos, e incluso sin cambiar de retoño, devolvió un nuevo e imposible racimo, una nueva esperanza, un enorme racimo de plátanos amarillos inconcebibles que el ladrón, justo la noche de la recolecta, robó una vez más. Pero en esta ocasión, Cestor Livènaj no ofreció ninguna palabra a su vegetal majestuoso. Nosotros, reunidos, permanecimos mudos. No sabíamos hablar como él lo hacía. Cestor solamente había mirado al plátano y luego se había volteado para ocuparse de sus asuntos habituales. Estuvimos silenciosos bajo el sentimiento de una fatalidad irremediable, imposible de nombrar. Y fue una semana después que se descubrió a un vecino de Cestor Livènaj, un tal Fabrice Silistin, muerto en su casa, con el resto de un racimo de plátanos colgado arriba de su cama. Fabrice Silistin era una buena persona, tan bueno como era necesario, y nadie habría podido dudar que en la noche se levantaba para concretar nuestras envidias, y transportar para él solo nuestro deseo del racimo, y comerlo en y por el nombre de todos nosotros. No dejó a nadie, pues su koulie(3) se había establecido desde hacía tiempo en la ciudad con sus siete hijos, no dejó más que su choza y los sobrados del racimo que nadie tocó. El plátano hizo madurar de nuevo cargas de frutas que Cestor ignoró, y nosotros todavía más. Y nadie se arriesgó a dar un mordisco a esa maravilla que nuestra verdadera palabra, nuestra imposible palabra, había envenenado por los siglos de los siglos.

 

 

1. Arbol de Caribe. Variedad de caoba. (N.d.T.)
2. Lengua hablada en las Antillas francesas. (N.d.T)
3. Viende del inglés coolies. En las Antillas de habla francesa se denomina así a los habitantes procedentes de la India.
Tiene también una connotación peyorativa. (N.d.T.)

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Traducción: Pablo Montoya

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Patrick Chamoiseau (Fort-de-France, el 3 de diciembre de 1953). Es un autor francés de Martinica conocido por su trabajo en el movimiento créolité. Es autor de novelas, cuentos, ensayos y guiones para cine. Se destacan sus novelas Crónica de septiembre de miseria (1986), Solibo hermosa (1988), Camino de la escuela (1994), El esclavo y el hombre viejo mastín (1997). Su novela más aclamada por público y crítica en Francia, Texaco (1992), fue galardona­da con el premio Goncourt en 1992. Ganó además el Premio Príncipe Claus en 1999.

La composición que ilustra este post fue realizada a partir de una obra de la artista Elia Hatzandonis

 

año 1 ǀ núm. 1 ǀ septiembre – octubre 2020
Etiquetas: , , , , , , , Last modified: noviembre 12, 2020

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