Pablo Montoya
Abisinia Review tiene el gusto de compartir como primicia uno de los cuentos de La muerte anda suelta (Bogotá, 2023), volumen que reúne todos los cuentos, del poeta, novelista y crítico literario colombiano Pablo Montoya. Agradecemos a la editorial Random House Mondadori este abrebocas e invitamos a nuestros lectores a adquirir el libro.
Para Jairo Ruiz
Oigo resonancias de mi muerte
En la gota de agua que cae
VICENTE GERBASI
1
Lázaro hizo un gesto de dolor al hundir el primer pie. Esperó unos segundos para que su cuerpo se acostumbrara al ardor. Respiró y, lentamente, metió el otro. Al bajar el siguiente peldaño, se le extendió por los muslos una poderosa impresión de quemadura. Gimió cuando un filo de fuego le lamió los genitales, pero enseguida sintió el inicio de la tranquilidad. Suspendido en la calidez, se sumergió hasta el cuello. Sus pasos eran largos y pausados. El tiempo fue adquiriendo una elasticidad vaporosa. Con los ojos cerrados, logró deslizarse hacia el fondo de una evocación prenatal, y una suerte de mudez contemplativa se le impuso. Abriéndose paso con las manos, caminó hacia los dos chorros. Ellos le tocaron el pelo, el rostro y el cuello. Lo invadió el ahogo y, como una reacción de defensa, abrió los ojos. De inmediato tuvo ardor y volvió al mundo de las brumas. Pero esta vez se vio acogido por el desamparo. El sonido del agua aumentó. Lázaro quiso que su voluntad se resquebrajara. Deseó, pero su deseo era vacilante, que el sufrimiento cesara. Se hundió por completo en las mojadas hogueras e imágenes imprecisas lo asediaron. Situaciones fragmentadas en las que él apenas era un pálpito y una respiración sin identidad. Esperó algunos segundos, atrapado en un estado de ansiedad sorpresiva, con la esperanza de que ese temblor acabara. Pero sabía que el fin no llegaría así. Para su muerte buscaba una opción que, en la hora indicada, aceptaría sin vacilaciones. Los pies y los brazos por fin chapalearon con brusquedad y la cabeza emergió. El cuerpo se fue adaptando en tanto la ceguera menguaba. Ahora una tibieza, dividida en miles de brazos nutricios, le procuraba calma. El mundo, más allá de la pileta, era un vaho de amarillos esplendentes. Con la cabeza tirada hacia atrás, Lázaro lo observó y fue invadiéndolo algo similar al consuelo. Entrevió la silueta vaga de los helechos que lo rodeaban. Levantó las piernas y estiró los brazos. Estuvo flotando como un esquife extraviado y los chorros se hicieron lejanos y el universo se tornó aún más amplio. Pero, desde la otra orilla, brotó una voz. Al principio pareció provenir del oculto manantial de las termales. Lázaro se paró y vio al hombre. Estaba al borde de la pileta, tocado por una aureola de neblina. Señor, vamos a cerrar, dijo. La advertencia cayó en los oídos como un golpe de hielo. Lázaro subió los escalones, mientras el guardia desaparecía en la noche. El sendero de piedra, que conducía a la habitación, se llenó con las huellas de sus pies. Se tiró en la cama y se envolvió con las cobijas. Pretendía conservar, hasta el arribo del amanecer, el beneficio del baño. Pero ahí estaba de nuevo el dolor. Al principio parecía distante. Luego, como una saeta acelerada, se clavaba en su estómago.
2
Al regresar a Medellín, encontró en su buzón una invitación que le hacían de Buenos Aires. Organizaban un salón de fotografía y querían que su trabajo estuviera allí. Lázaro contestó y se mostró disponible para las actividades programadas. Se aferró a la participación en el evento con un entusiasmo repentino. Debía trabajar en la impresión de las fotografías que había tomado en los últimos meses. Los organizadores aprobaron que presentara las que se referían a la lluvia. Podía enviar el disquete con las diapositivas, o imprimirlas en su laboratorio y mandarlas, pero manifestó su deseo de ir a la inauguración. En el fondo trataba de sortear la enfermedad. El viaje se le insinuaba como una posibilidad de cambio. Con todo, el dolor seguía ahí. Era una punzada que no lo dejaba en paz en la vigilia y le estremecía los sueños con brutalidad. Atiborrado de infusiones, de baños medicinales y del polvo de un hongo panacea que tomaba varias veces al día, trataba de mantenerse ecuánime. Pero el suyo era un estado de caída postergada. Y en esta postergación residía la esperanza de unos días más que se le daban para culminar su obra. Ella consistía en fotografías de diversas formas del agua. Esa serie de nubes, de lagunas, de ríos, de mares y piletas, mirada con diversos lentes, era la máscara de una obsesión. No sabía en qué momento ella lo había poseído. Al preguntárselo, terminaba vinculado a estados primigenios en los que el agua lo inundaba. De niño pasaba horas enteras perdido en un relieve de espumas, mientras su madre le gritaba que no se quedara tanto rato en el baño. Durante la estación de las lluvias, volvía de la escuela empapado y dejaba que ella, amonestándolo con levedad, le limpiara el lodo de sus travesuras. Siendo adolescente, lo llevaron a un volcán de pantano en las cercanías del mar. Flotando en el magma tibio, supo que si había un paraíso para él tendría que estar tramado de una sustancia acuosa semejante. Otra vez acampó en un bosque atravesado por arroyos. Se vio penetrado por un ensueño nostálgico y comprendió que las aguas tejían, entre musgos, lajas y aleteos veloces, todos los secretos de su existencia. Por fin conoció el mar e irrumpió en llanto. La certidumbre que tuvo, en medio de un vendaval de imágenes, era que del mismo modo en que el olor brotaba de cualquier sustancia, él lo hacía del agua. Su necesidad de sentirla se traducía en varias duchas que tomaba al día. Entraba a los baños solo para abrir los grifos y sentir mojadas sus manos y su rostro. Al beberla, conocía un nuevo sabor, un nuevo aroma, un nuevo color. Un placer siempre diferente lo embargaba cuando el agua que entraba a su cuerpo salía como un riachuelo tibio por su uretra. La soledad, definida a través de secreciones sucesivas, marcaba su vida sexual. Lázaro practicaba un onanismo que parecía un estado déltico atravesado de espasmos zigzagueantes. Se sentía como una red de canales seminales en la cual él era un arbusto que recibía corrientes remotas de agua. Y no se creía ese hombre que irrigaba una cavidad honda, una pradera seca o un vasto mundo vegetal. Lo suyo era saber que una gota de agua podía invadir su ser para disolverlo en una oscuridad húmeda y sin memoria.
3
La lluvia tiene diferentes semblantes. Lázaro supo esta verdad solo cuando retrató hasta el cansancio a modelos bañados por ella. Eran fotografías técnicamente perfectas, pero quedaba con la sensación de haber mirado dos realidades que, en lugar de complementarse, se anulaban. O al menos, en sus propias fotografías, él se sentía ante una circunstancia redundante. Muchas de esas imágenes habían caído en lo publicitario. Gotas de agua rodando por pezones y ombligos, o lo que era más o menos lo mismo, por pétalos de rosas u hojas de anturio. Otras, al no superar el artificio, se asfixiaban en el espectáculo que mostraban. Estaba, por ejemplo, aquella serie titulada Bajo la oscuridad del agua, que había provocado tantos elogios en la crítica, y en la que una mujer desnuda se bañaba en aguas penumbrosas. Aunque Lázaro ya era consciente de esos yerros en los días en que se lanzó a fotografiar las dimensiones de la lluvia. Durante ese período la enfermedad se agudizó. Fue una situación paradójica, porque mientras se empecinaba en mirar el paisaje devastado de su organismo sin hallar mayor cosa, el del agua se le ampliaba cada vez más. Dejó a un lado toda alusión secundaria que pudiera entorpecer la caída de una o de miles de gotas de agua. Trató de separar lo que impedía que la lluvia cayera libremente. Al hallar este camino, no vaciló en destruir muchos negativos que había considerado valiosos. Lázaro se convirtió en un observador minucioso de las lluvias. Visitó varias veces el Chocó. Allí no pudo ceder, al principio, a la tentación de fotografiar burros copulando en medio de los aguaceros, perros bebiendo de charcos hediondos, niños que le abrían la boca al cielo para beber la limpieza que jamás podían obtener en los grifos de sus ranchos miserables. Incapaz de dejar a un lado su éxtasis diluviano, Lázaro se desnudaba en los amaneceres y gritaba de júbilo cuando sentía que su cuerpo era un territorio totalmente mojado. Luego se dedicó a indagar la relación entre las gotas de rocío y las plantas. No tardó en ver cómo la lluvia se fundía en las solitarias gotas evaporadas. Hizo una serie de imágenes que muestran las diferencias luminosas entre gotas de lluvia que se beben mutuamente. Pero el clima del Chocó terminó por agravar su mal, y Lázaro tuvo que regresar a Medellín, contento de haber vivido los días más felices de su vida, pero agobiado por vómitos y diarreas.
4
Las fotografías del salón marcaban el final de una búsqueda. Lázaro lo sabía y con esa certeza seleccionó las imá genes. Las horas que pasó en su laboratorio, dedicado al retoque de las fotos y a su impresión, fueron insoportables. El dolor no cejaba. Era una tenaza que le despedazaba el estómago. Hasta el más ligero bocado le caía mal. Una agriera se le instaló y era como si mil teas crepitaran en su garganta. Dormir profundamente era imposible. Y en las pocas horas que podía hacerlo, despertaba con una sensación de sequedad extendida en todo el cuerpo. Esos eran los instantes más difíciles que su ánimo debía sortear. El último médico visitado recomendó un tratamiento urgente. Pero Lázaro no quería postergar el viaje. Le recetaron unas pastillas para el dolor que, pasados unos días, dejaron de obrar. Incrementó entonces las infusiones de las yerbas y, con unas gotas homeopáticas, enfrentó a Buenos Aires. Caídas, así tituló su trabajo. Pretendió acompañar cada una de las fotografías con un verso. Hizo una pesquisa de poemas y copió varios fragmentos referentes a la emoción suscitada por el agua. Pero él sabía que la lluvia y sus facetas eran ya el poema. La ausencia de palabras, además, otorgaba a la serie una dimensión a la vez arcaica y reciente. Se trataba de transmitir la intemporalidad de la lluvia sin desconocer la mediación de los lentes más sofisticados. Cualquier vínculo con el imaginario literario, como la más mínima exageración de la presencia técnica, podía malograr la esencia de la exposición. En el manejo de este equilibrio acuático y visual estaba el hallazgo del fotógrafo. Las imágenes penetraban las geografías de un sueño. Y este no era más que un relieve de abismos. Extensas o diminutas regiones de agua que cada mirada interpretaba a su manera. Las gotas caían, individuales o tumultuosas, lentas o raudas, simultáneas o incompatibles, y dibujaban a un ser inasible, así se reflejaran por instantes sus contornos. La sobriedad del blanco y negro, dueño de una amplia gama de grises, era otro de los aciertos y causaba una impresión de sosiego extraño. En la inauguración, Lázaro tuvo una crisis de vómitos. Pero haciendo un esfuerzo, abatido por las náuseas, recibió algunos saludos de entusiasmo. Respondió con frases breves a una entrevista que le hicieron para una revista especializada. Dijo sí, y su sonrisa fue una mueca de exasperación, a una invitación proveniente de París. Su malestar era tan visible que se le excusó sin problemas. Rehusó cualquier compañía y agradeció al chofer que debía llevarlo de regreso. En medio de la calurosa noche, Lázaro regresó caminando al hotel.
5
En el cruce de la calle Talcahuano con Córdoba vio el aviso. Las cataratas lo sacaron del letargo. Poseído por la revelación, apresuró los pasos. Pasó en vela en medio de una intensa expectativa. Intentó leer, pero no lograba seguir la reflexión que el autor del libro hacía sobre los abrazos del agua con los sueños. Se perdía en disquisiciones que lo sometían a una escritura que fluía por entre un lecho de piedras misteriosas. Pero no lograba entrar en esos laberintos húmedos, ni en esa sucesión de praderas líquidas que se presentaban ante sus ojos, ni tampoco en los seres que se precipitaban por acequias caudalosas. Dejó el libro y trató de superar la tortura de las horas con la lupa y los contactos. No supo explicarse por qué había traído esas viejas fotografías. Correspondían a un período de su juventud en el que él mismo había sido el objeto retratado. En ninguno de los contactos estaba su rostro. En verdad, a Lázaro nunca le interesó ver su cara. Lo que buscaba, al mirarse dibujado en el agua, era comprender cómo iba fragmentándose su imagen hasta que toda esa representación hecha de luces y sombras se fundía en la desmemoria. Los contactos mostraban genitales. Su pene desmadejado entre las bolsas testiculares, fotografiado a través de una especie de telón acuoso. Este efecto era el producto de una sencilla experiencia en el revelado. Algunas personas cercanas a su intimidad habían visto esta serie y creían que era el vestigio de una eyaculación melancólica. Al amanecer, se le cerraron los ojos y escuchó, proveniente de algún lugar, una voz femenina. Varias veces se sobresaltó por sus sonidos transparentes. En uno de los intervalos del sueño, resolvió destruir los contactos. Luego, antes de salir para el aeropuerto, recibió una llamada de los organizadores del salón. Lo invitaron a una emisión televisiva para hablar de su exposición. Respondió que estaría dispuesto en horas de la tarde. Dejó sus pertenencias, salvo la cámara, organizadas en el hotel, y le dijo al recepcionista que regresaría al día siguiente.
6
Llegó a Puerto Iguazú al mediodía. Le informaron del periplo de la tarde por las cataratas. En la habitación del hotel se miró al espejo y vio las ojeras y la palidez de sus pómulos. Estuvo un rato tirado en la cama. Desde el baño le llegaba el sonido de la ducha abierta. Hablaba incoherencias y se aferraba a los recuerdos. Buscaba con desesperación las lejanas sensaciones de la humedad. Las que le había prodigado en los primeros años su madre ya perecida. Las del cráter limoso de Arboletes. Las de sus poluciones nocturnas mientras caían los aguaceros del Chocó. Era inevitable que, al ver distantes esas sensaciones, irrumpiera en un llanto sin lágrimas. Pero se sentía feliz de haber llegado a Iguazú, y pasaba del interlocutor de la ducha a la masa de agua que le esperaba más allá de los follajes. Se estaba echando manotadas de agua en el estómago cuando el bus llegó. Se sentó al lado de una mujer que le preguntó de dónde venía. Lázaro no contestó. Hizo, en cambio, un par de señales cortantes. Molesta, la mujer se acomodó y miró por la ventanilla el verde de la selva que iba abriéndose ante ellos. Un guía explicaba la historia del parque. Hablaba de un pueblo que vivía para adorar el prodigio acuático que lo rodeaba. Lázaro escuchaba, incómodo, el problema de las fronteras nacionales y las cataratas, la construcción de una gigantesca central hidroeléctrica, las cifras de litros cúbicos de agua, el eco de un verano reciente que había secado el río. Hasta que entraron al parque. La humedad otorgaba a la vegetación una vitalidad descomunal. Los turistas tomaban fotos por doquier. A las lagartijas, a los tucanes, a los caotíes, a los lapachos florecidos. Un viejo se perdió por unos minutos. Cuando encontró al grupo, alegó con el guía por haberlo abandonado. Fue una crisis de manotazos al aire donde un español de palabras mal pronunciadas se atragantaba en medio de insultos en inglés. Lázaro maldijo entre dientes su decisión de entrar al parque con toda esa gente, pero no había hallado otra alternativa. Lo mejor, recomendó el guía, era no separarse hasta llegar al tren que los llevaría a la pasarela.
7
La máquina empezó a moverse. La gente silbó, gritó y levantó los brazos. En la banca donde iba Lázaro, una pareja celebraba la aventura del paseo a través de una mariposa de alas anaranjadas. El insecto se había posado en la camisilla de la mujer y parecía succionar el pezón. El hombre se inclinó varias veces con su cámara digital. Ella infló el tórax, rozó las puntas de las alas, posó con gesto alegre. Lázaro se detuvo por unos segundos en ese prendedor sediento y esbozó una sonrisa de nostalgia. Con la cámara colgada del cuello, bajó del tren y alcanzó la pasarela. La gente que venía del lado contrario estaba empapada y en sus ojos flotaban las huellas del ser que habían visto. El brazo del río Iguazú estaba manso y no tenía nada que ver con el torrente que más adelante se precipitaba. Lázaro miraba la docilidad del agua como si estuviera preparándose para su iracundia. El grupo era el último que hacía el recorrido. La orden era atravesar la pasarela, mirar el espectáculo y reunirse más tarde en la salida del parque. Lázaro decidió detenerse. Aprovechó que no había nadie cerca, se internó en la vegetación y esperó. Vio unas raíces, como mujeres acostadas, que bebían del río. Se introdujo en las aguas hasta la cintura y tomó las últimas fotografías. Pero le sobrevino una crisis más y defecó la podredumbre de su cuerpo. Una tranquilidad súbita lo envolvió. Sus fuerzas emergieron de algún rincón desconocido y supo que eran las suficientes para caminar el último tramo. Anochecía cuando buscó de nuevo la pasarela. La ausencia de gente le hizo sentir un escalofrío. Con premura llegó hasta el final. Lo que estaba en frente lo dejó sin aliento. Le decían la Garganta del Diablo. Pero a Lázaro le pareció que el diablo era lo que tenía en el estómago. Una bestia invisible que le había carcomido la vida. En cambio, lo que veía en ese instante, a través de los estertores de la luz selvática, era el rostro de Dios. Un Dios rabioso pero limpio. Elemental pero inmenso. Estruendoso pero sabio. El agua se detenía por un segundo y enseguida adquiría la aceleración del salto. Lázaro tuvo terror y dicha al mismo tiempo. Las piernas le temblaban. Sus ojos se inundaron de lágrimas y estiró la mano hacia el abismo. Entonces empezó a caer.
Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963) Premio Rómulo Gallegos 2015 por su novela Tríptico de la infamia. Profesor de literatura de la Universidad de Antioquia. Ha publicado los libros de cuentos Cuentos de Niquía (Vericuetos, París 1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (El propio bolsillo, Medellín, 1997), Habitantes (Índigo, París1999), Razia (Eafit, Medellín, 2001) Réquiem por un fantasma (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2006) y El beso de la noche (Panamericana, Bogotá, 2010); los libros de prosas poéticas Viajeros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2007) y Sólo una luz de agua; Francisco de Asís y Giotto (Tragaluz Editores, Medellín, 2009); los libros de ensayos Música de pájaros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2005) y Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso (Universidad de Antioquia, Medellín, 2009) y las novelas La sed del ojo (Eafit, Medellín, 2004) y Lejos de Roma (Alfaguara, Bogotá, 2008). Ha participado en diferentes antologías de cuentos y poesía colombiana y latinoamericana. Sus traducciones de escritores franceses y africanos y sus ensayos sobre música, literatura y pintura han sido publicados en diferentes revistas y periódicos de América Latina y Europa.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de una obra del artista colombiano © Fercho Yela