Henry Alexander Gómez
¡Para metaleros de verdad y engendros de la noche! Les traemos este cuento lleno de humor y crueldad sobre la violencia y la idiosincrasia de Bogotá ambientado con la música que corre por sus venas. El enano hace parte del libro Cuentos para hundir un submarino, Premio Internacional de Cuento “Juan Ruiz de Torres” en 2021. Gómez (Bogotá, 1982) es Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y cofundador de la Revista La Raíz Invertida.
Cuando se dispuso la lucha entre yo y Josafat,
a los veinte minutos lo puse con la espalda contra
el suelo y lo estrangulé. Desde entonces,
aquí no hay más enano que yo.
PÄR LAGERKVIST
A Giovanny Guillén
1
Esto es Colombia, o ¡Locombia, papá!, mi madre patria, la que queremos y odiamos, el país del más vivo. Porque al tiempo que nos matamos unos con otros somos “el país más hermoso del mundo”. Colombia, Rockombia, acá hay de todo y para todos. “Te robará el corazón y también la billetera”, leí un grafiti que alguien, con una generosa sensibilidad, escribió por ahí. Y así vivimos, el orgullo es grande, felices y contentos; de eso, que no les quepa la menor duda. Es que así nos hizo el amo del universo, mi Diosito, el Espíritu Santo, como lo llamamos. Él también nos dio el más grande prodigio que se le puede dar a un pueblo. Nuestro Dios, El Divino, nos bautizó con la desmemoria, y esto es lo más valioso que posee Colombia; nos dio el don, la gracia, la buenaventura, la cualidad, la gran virtud del olvido. No tenemos memoria. Somos amnésicos. Cada cosa la olvidamos, los genocidios, los políticos corruptos, y por ello somos el país más feliz del mundo. Olvida y serás feliz. Mi Colombia, ¡Alma máter! Y desde luego, así es Bogotá, su capital, Pogotá, Bogodeath, el resumen del país, a donde viene a parar toda su gente, a donde viene a parar toda la desmemoria.
…..¿Dónde puedo comenzar? ¡Ah sí! La historia, amigos, empieza en un bus de servicio público. Sí señores, ese aparato de latas y ruedas donde la mayoría de colombianos hemos “sentado los glúteos”, y digo “glúteos” para que nadie se escandalice. Hablo de esos buses viejos y destartalados, los clásicos, donde cada uno de nosotros aprendimos a ser ciudadanos, ilustres miembros de Locombia. No hay mejor escuela. Los buses que hoy están fuera de servicio porque se los llevó disque la “Posmodernidad”. ¡Así como suena!, con P mayúscula. Es que Colombia se saltó la modernidad, pasamos de la Edad Media a lo Postmoderno. Así somos.
…..Y yendo al grano, les hago la siguiente pregunta: ¿cuántas veces en su vida tuvieron el placer de subirse a un bus de servicio público y escuchar al interior algo de música clásica? Piénsenlo unos segundos. ¿Verdad que nunca? Pues yo sí, como lo oyen, una experiencia extraordinaria. Fue hace tiempo, cuando era estudiante de diseño industrial y mis días se justificaban en la vida universitaria. Una de tantas en que me dirigía al campus a clase de medio día. Totalmente sorprendido reconocí de inmediato el Concierto para piano y orquesta nº 1 en si bemol menor Op. 23 de Chaikovski. Bastante popular aunque no lo suficiente para Colombia. ¡Lo venían escuchando a todo volumen! Miré con extrañeza y curiosidad al conductor para ver que tenía de raro, pero era un hombre común, un chofer de bus común. Pagué con alegría el pasaje y tuve uno de los viajes más maravillosos que pudiera darme en un transporte de servicio público.
…..Esto es insólito. El turbio universo que se vive al interior de los buses, hablo de las congestiones, de los tumultos y abrazos a la malas, de los olores, esos aromas donde la combustión de gasolina y aceites de motor se mezclan con axilas sudorosas, o alientos de boca y otros, como los perfumes que algunos se embadurnan, en fin; esos aromas particulares siempre vienen acompañados (y aquí sí me importa un culo herir susceptibilidades) de burdos vallenatos, de rancheras mediocres, de horribles canciones de reguetón, o lo que se les pueda ocurrir. Y no es que yo esté por fuera del común, aclaro, o que sea más civilizado o culto que otros, pero, ¡demonios! ¿Qué valor cultural le pueden dar ustedes a frases como: «un osito dormilón le regalé, y un besito al despedirse ella me dio», o «a ella le gusta la gasolina (dame me gasolina)», o, «traigan la Maizena porque voy a dar serrucho»? ¡Por favor! Dan sinceras ganas de vomitar. Comprenderán porque cada paseo en bus se me convierte en un tormento, sobre todo cuando los conductores le suben el volumen a sus radios, y está Candela Estéreo al aire, o Tropicana, y al lado tengo un estúpido que me canta las canciones al oído. ¡Vaya suplicio! Entonces no puedo evitar imaginarme al volante (les prometo que pronto realizaré éste interesante experimento social), con el poder del estéreo en mis manos y a cien kilómetros por hora; full equipo de sonido a toda potencia con Cannibal Corpse o Nile. ¡A ver si les gusta a los pasajeros! Seguro que protestarán y me nombraran a mi madre mil veces. “Tolerancia”, “convivencia”, se reclama, aunque no se aplica y, como ejemplar ciudadano de Locombia, no la aplico.
…..Así es la vida. La resignación es la ramera que nos chupa a diario las ganas de hacer bien las cosas. ¿Y a qué con esto? Pues esta simple anécdota en un bus bogotano me llevó a conocer y a encontrarme con “El Enano”.
…..Al principio, no vi la importancia y mucho menos la conexión, si es que hay conexión alguna. Disfruté como una bestia dormida aquella pieza de Chaikovski que duró lo que consistió mi viaje en el bus. Viendo la hora y con tiempo de sobra para llegar a la universidad, me bajé unas cuadras antes con el ánimo de caminar un poco. ¡Qué buenas ganas de vivir nos otorga la música! Pero basta un serio acontecimiento en la república de Locombia para que volvamos a repudiar la vida. Caminaba por la Carrera Séptima rumbo a la Calle 40 cuando vi, por vez primera, aquel adefesio de la naturaleza. Ustedes, serios amantes de la literatura, habrán leído El enano de Pär Lagerkvist. Allí el escritor sueco nos muestra la historia de Piccolino, un cruel y despiadado enano que milita en la corte de un palacio italiano en tiempos del renacimiento. Piccolino, en la novela, es la reencarnación del mal (como lo somos cada uno de los colombianos), no solo por el odio a la humanidad si no por el odio a sí mismo. Este personaje se reconoce dentro de una raza superior y desprecia lo que le rodea, no temiéndole a nada. Pues señores, acá es cuando la ficción se materializa o, al revés, la realidad supera la ficción. Caminaba rumbo a mi universidad cuando reconocí, de inmediato, a Piccolino, el tremebundo personaje de Lagerkvist. Se atravesó y me ofreció un par de cassettes piratas de Deicide y Cradle of Filth.
…..Un tipo extraño. Su físico no distaba de los enanos, su estatura oscilaba entre los 65 y 70 centímetros, moreno y sobresalía una enorme frente. Lo anormal era su aspecto que contrastaba con el imaginario que siempre retratamos en relación a estos individuos; vestía con toda “la pinta” de un buen metalero: una chamarra de cuero encima de una camiseta de Sepultura, un pantalón de cuero apretado y unas botas con punta de acero. Un aura oscura lo rodeaba de los pies a la cabeza.
…..—Entonces qué loco, ¿me va a comprar unos casecitos…? —dijo, con una voz fuerte, muy chillona.
…..—Parce, no tengo dinero —confieso que no pude disimular mi consternación.
…..—Hágale metacho que usted tiene pinta de que le gusta Deicide.
…..—No loco, no tengo, ando con lo de los buses.
…..—Están bien grabados. Yo mismo los copié del original. El Legión es una joyita.
…..Traté de continuar con mi camino pero se paró justo enfrente y me mostró los cassettes.
…..—Ese ya lo tengo y “Cradle” no me mata.
…..—Acá tengo otros metacho, lo que usted quiera, death, black, doom…
…..—No me interesa —le dije, intentando zafarme.
…..El enano me impedía continuar; llegaba casi a la violencia al insistir en la compra.
…..—Viejo, no traigo dinero —dije alzando la voz—. Voy tarde para clase.
…..—“Voy tarde para clase”—imitó mi voz—. ¡Así no hablamos los metaleros!
…..Se puso agresivo y tuve que empujarlo levemente con el cuerpo para poder seguir. Esto terminó por disgustarlo. “Gomelo hijueputa. Facho de mierda”, escuché que alcanzó a decir. No volteé a mirar, no podía rebajarme de esa forma, y seguí con mi recorrido a la universidad, ya muy fastidiado. ¿No les dije que basta con caminar un poco por Bogotá para terminar odiándola una vez más? Luego de dos o tres cuadras, cuando trataba de olvidar mi desagradable encuentro, sentí un agudo puntillazo en la pantorrilla izquierda.
…..El enano, cagado de la risa, salió a correr en dirección contraria. A pesar de su corta estatura, el golpe fue hecho con la fuerza de un buen futbolista, me dolió hasta el espinazo. Y, en efecto, acá empezó mi Colombia a manifestarse como la puta que es. Vi un montón de gente alrededor mío que no aguantaba las ganas de reírse. Yo, con una ira que me cocinaba la cabeza y, me imagino, rojo como un tomate, no supe qué hacer. Les pregunto: ¿qué puede hacer una persona frente a la agresión de un enano? No podía ir a buscarlo para devolverle su patadón. ¿Quién es capaz de pegarle a un enano? Yo sí, pero no en un espacio público delante de las personas, idiota no soy. También era ridículo buscar un policía para decirle que me acababa de atacar un enano. No tuve más remedio que seguir con mi frustrado vagabundeo de medio día por Bogotá aguantándome el dolor en la pantorrilla y la risa no disimulada de los transeúntes de esa hora. Mi orgullo fue cruelmente pisoteado por la módica existencia de un enano.
2
Era viernes 30 de mayo de 1997, lo recuerdo porque estábamos en el Festival de Rock Al Parque en su día de metal. El cartel lo tengo grabado en mi mente a la perfección: Neus, Cancerbero, Posguerra, Sangre Picha, Masacre, Neurosis INC, La Pestilencia, A.N.I.M.A.L y Agony. El público se dio una gran fiesta aquella tarde. También lo recuerdo porque fue mi segundo tropezón con mi amigo Piccolino. Mientras escuchábamos “The last power”, y la agrupación Agony ajustaba el último riff de la noche, vi su complexión oscura y diminuta robándole una chaqueta a uno de mis compañeros.
…..El mundo estaba hecho trizas con toda aquella explosión de música y descansábamos en las gradas con unas cervezas. Mi amigo Mario colocó su chaqueta a un lado y se distrajo con el cierre del enardecido concierto. A pesar de que nos rodeaba una luz débil pude ver claramente el movimiento sigiloso del enano detrás de nosotros y, con la agilidad de un gato, tomar la chaqueta para perderse entre la multitud. No fueron más de tres segundos. “Mario, huevón, te acaban de robar”, le dije. Mario, asustado más por la borrachera que por mi advertencia, tardó en darse cuenta que le hacía falta su chaqueta. “Me costó como quinientos”.
…..¿Quién diablos iba a encontrar un enano entre las ochenta mil personas que llenaban esa noche el Parque Simón Bolívar? El puto enano me vio la cara de idiota otra vez, me dije. Igual, cada uno de mis amigos sabía quién era Piccolino. El adefesio era mundialmente conocido por sus fechorías, las cuales realizaba con la mayor de las impunidades; nadie era capaz de desafiar su condición de enano. En los conciertos le podía coger el culo a una chica, se podía robar una chaqueta o pegarle un puntapié a una persona para salir a correr y esconderse. Nadie se atrevía a desafiarlo o hacerle algún tipo de reclamo. Lo apodaban Annihilator, como la banda de thrash metal canadiense. Piccolino, Annihilator, Adefesio, ¿Qué diferencia hay? Por consuelo, nosotros no éramos los primeros en ser atacados por el engendro.
****
Algún día pienso escribir un libro que lleve por título: Historia crítico-musical del transporte público en Colombia; sé que ningún editor se va a arriesgar con tan ridícula empresa, pero será divertido hacerlo. En fin, abandonamos el Simón Bolívar, corrimos por la Avenida 68 y buscamos un transporte para irnos derechito a la casa de Mario con el ánimo de tomarnos otras cervezas. Los buses estaban al tope. Una mancha más negra que la noche salía del Simón Bolívar y las ochenta mil personas necesitábamos un transporte para llegar a nuestros respectivos destinos. Al fin logramos colarnos en un “Soacha directo” y con ello se hizo visible el extraño laberinto de las coincidencias humanas. Más apretados que los diferentes archivos procesales que se pudren en los juzgados de Bogotá y donde se difumina la sombría y oculta historia de Colombia, arrancamos con el ruido de motores por la Avenida 68 rumbo a la casa de Mario.
…..Al rato, mis oídos, que siempre están abiertos a escuchar lo que dice el pueblo, me permitieron auscultar la conversación del chófer y su ayudante. Estaban aterrados con tanto mechudo metalero que transitaba por las calles y con lo extraño que era cargar con más de cincuenta personas en su bus, todas vestidas de negro. Muy reflexivos a cerca del tipo de población que llevaban a cargo, y con la buena intención de regalarles un rato musical agradable, vi cómo buscaban entre sus cassettes algo apropiado para tan insignes pasajeros. “Acá está”, oí que dijo, “rock and roll para mi gente”. Y empezó a trinar el disco ¿Dónde jugarán los niños? de la agrupación mexicana Maná.
…..Honorables miembros del estado de Rockcombia, ¿hasta cuándo vamos a vivir sumergidos en la ignorancia?, ¿es que no somos capaces de ver más allá de lo que nos vende la televisión? No, por desgracia. Señor conductor, si usted llega a leer algún día esto, aunque lo dudo mucho, sepa muy bien que no todo mechudo que coge una guitarra eléctrica hace música, que no todo lo que tiene una batería es rock and roll. Maná es pop, y pop del malo, no es rock y mucho menos metal. Lo cierto es que, esa noche, aprendimos literalmente a sentir lo que es “vivir sin aire” con tanta estrechez y con las canciones que hacen estos malos cuates, las cuales no hicieron más que arañar nuestros oídos el bendito trayecto y hacernos llorar “más que un río”.
3
Y sigo con mi improductivo inventario sobre la banda sonora del transporte público colombiano, confundida con la minúscula historia del malvado Piccolino. En otro de mis viajes singulares por Bogodeath, me subí a una ruta de la antigua empresa Buses Verdes. Era por la Calle 13, directo a un concierto en el auditorio Sofasa, cerca de Fontibón. Esta vez, venían con el grupo chileno Los Prisioneros: “Muevan las industrias”, “¿Por qué no se van?”, “Sexo”. El chofer y su acompañante eran dos jóvenes que cantaban a coro, muy efusivos, casi a los gritos, cada uno de los temas. El interior del bus parecía como si cada elemento llevara el ritmo frenético de las canciones: hombres, madres, niños, perros, asientos, espejos, latas, tornillos, todo, todo, se movía al compás de “El baile de los que sobran”, como si, a propósito, celebraran el mortal signo de la marginación social. Hasta el motor del bus, con sus rugidos de guitarra, parecía que le hacía el coro a “We are sudamerican rockers”.
…..No sabría explicar el por qué pero mi intuición, mi agudo e insaciable sexto sentido, me decía que algo de estos ejercicios musicales que se presentaban en los buses tenían que ver con Anihilator, al cual iba a encontrarme de inmediato. Desde luego, así sucedió. El vivo “azar” de los acontecimientos humanos.
…..Una larga fila se proyectaba a las afueras del Auditorio Sofasa. Ansiábamos la apertura de las puertas para entrar a ver a Kreator, maestros del thrash metal alemán. ¿Por qué les gusta venir a estas agrupaciones de metal extremo a Colombia? La razón es sencilla: acá vivimos la violencia de frente. El metal es puro, oscuro, menos impostado, cantamos nuestros propios muertos. ¿Y el pogo? Acá se hace pogo de verdad. No es con toquecitos y empujaditas huevonas. Acá la gente se da golpes de verdad. ¡Es que es Rockombia, Pogotá, Bogothrash!
…..Annihilator, el enano, no tardó en aparecer. Corría, como un gnomo siniestro, de un lado a otro haciendo de las suyas. Esta vez, traicionaba al verdadero Piccolino y hacía muy bien el papel de bufón. Portaba una máscara de Tommy, el bebé protagonista de la serie Rugrats o Aventuras en pañales, lo que ofrecía un cuadro ridículo y grotesco. Una avispa negra que se movía de acá para allá buscando a quien clavarle su aguijón. El muy malvado, inspiraba miedo, eso pude verlo con creces, nadie quería tener problemas con Anihilator, los rockeros trataban de evitarlo o se cuidaban con el trato que le daban. Vaya respeto que se había ganado este enano. Nos topamos varias veces pero, para mi suerte, parecía que me había olvidado en absoluto. Yo era uno más de los tantos altercados a los que, de seguro, estaba acostumbrado.
…..Tuve que esperar muy poco para verlo ejecutar la maldad del día. No era un hombre solitario, su base de operaciones se concentraba en un grupo de hippies que tomaban aguardiente; no hacían fila, pero esperaban entrar al concierto, uno de esos “parches” que llegan a los toques por la sola intención de embriagarse, fumar marihuana y ver si pueden encontrar alguna forma de entrar sin pagar la boleta (es que más “aviones” que nosotros, lo colombianos, no hay). Piccolino, se quitaba la máscara de Tommy y bebía profundos tragos de aguardiente. Se colocaba otra vez el artilugio y se filtraba entre la muchedumbre.
…..“Enano hijueputa, lárguese de acá”. No alcancé a entender qué problema tenía con un grupo de chicas con las que empezó a discutir. Se veían furiosas y no escatimaban en tratar mal al enano. Piccolino, no se inmutaba, se divertía a sus anchas con la situación. Era un ser ruin y depravado. Luego desapareció.
…..Yo, que ya conocía el modus operandi del enano, el del ocultamiento para luego atacar a una víctima desprevenida, sabía bien lo que iba a pasar. Debo decir, y esto es lo que me hace un perfecto colombiano, que estuve atento, muy emocionado, esperando el acto de maldad que pronto iba a materializar el astuto Piccolino. Entre tanto, las chicas, se calmaron y bajaron la guardia, en especial, con un pequeño tumulto de bolsos y maletas que hicieron con anterioridad, con la intención de descansar de sus sobre-equipajes, mientras esperaban a que abrieran las puertas del concierto. Fueron largos minutos en los que trataba de adivinar qué haría el enano.
…..Al fin apareció. Con la agilidad y astucia con la que lo vi robarse la chaqueta de mi amigo Mario, casi imperceptible (un miembro de las Fuerzas Especiales no tendría la habilidad y velocidad que demostraba Piccolino para realizar una operación sorpresa), vi como hizo a la perfección su blitzkrieg. Ahora, les pido el favor que dibujen la siguiente escena en sus mentes: un enano vestido de metalero, con una máscara de Tommy, el bebé de Aventuras en pañales, con full pantalón de cuero abajo, con un gran y flácido mango, orinando encima de los bolsos y las maletas. Con aquélla faena, las chicas apenas si pudieron reaccionar. Alguna alcanzó a tirarle una piedra que fue esquivada fácilmente. Piccolino, además, era un gran maestro del escape. No lo volvimos a ver en el concierto. Su venganza fue perentoria.
…..Efecto mariposa, Teoría del caos, circunstancias que se cruzan y que no tienen relación alguna, al final, ustedes pueden llamarlo, o no, como se les venga en gana. Algún sustantivo del azar se cruzaba entre el enano y la banda sonora del transporte público porque todavía hubo un episodio más.
4
En uno de tantos sábados, cerca del día de brujas, estábamos en un concierto de bandas caleñas. Las agrupaciones que conformaban el cartel eran MistyFate, Occultus y la bogotana Deathless. Un verdadero hálito de oscuridad bañaba nuestros rostros, Bogoblack se manifestaba en toda su crudeza. El ambiente era turbio pero animoso; hombres y algunas pocas mujeres, alentados ya por el alcohol, coreaban con éxtasis las canciones y se movían al simular los acordes y punteos eléctricos de las guitarras. Movían sus cabezas al ritmo de la batería y el pogo era el artífice que bandeaba la noche de un lado a otro. Los metaleros, bebíamos fuertes tragos de Ron Jamaica mientras los gritos de furor se esgrimían con las notas de “Open Wounds” o “Lágrimas negras”.
…..En medio del alboroto, a mitad de esta guerra musical, apareció, una vez más, el siniestro Piccolino. Se movía con su indumentaria de siempre, entre las sombras profundas y la pequeñez. Mi mal amigo, era un verdadero error de la naturaleza, un ser, en absoluto, despreciable; cada uno de sus rudos movimientos, cada una de sus chillonas palabras, solo podían inspirarme aquellos sentimientos, no podía dejar de abrigar una fina (no puedo decir que cruel) repugnancia. Algo tramaba entre sus pensamientos porque este ser no podía actuar de otra forma.
…..Entre tanto, el concierto tomó abismos inesperados. A pesar de que el local era el peor lugar para realizar un toque, y a pesar de que había muy poco espacio para el pogo, este se recrudeció con las guitarras y batería de Deathless, los golpes y movimientos bruscos de piernas se manifestaron más de lo normal; parecía que iban a matarse. Entonces, ¡Dios es grande!, me surgió una idea desde el fondo de mi corazón, un golpe de dados para anticiparme, vengarme y ganarle la partida al hediondo enano Piccolino.
…..“¡Pogo, hijueputa! ¡Pogo!”, comencé a gritar, tal y como lo hacía en mis buenos tiempos, y empecé a mezclarme entre los danzantes del metal. Entraba y salía del pogo, soltaba patadas y golpes de mano, y ejecutaba un ritual admirable, muy al ritmo de las guitarras, con disimulo, sin quitarle la vista a mi amigo en ningún momento. Después, rodeándolo mientras danzaba y sin que él adivinara, pude pararme justo a sus espaldas. Entonces, logré culminar a la perfección mi pequeña vendetta. Lo empujé lo más fuerte que pude, levantándolo por los aires y lo mandé al centro del pogo.
…..Hazte fama y échate a dormir, sé una blenorragia y no esperes misericordia del que intenta curarse, el que a hierro mata, a hierro debe morir. Con ese desorden, con ese desborde de adrenalina, o nadie lo vio, o fingieron no verlo. Allí quedó, en medio de los bultos, los golpes y las patadas “al aire”. Lo cierto es que al terminar la banda de tocar, apareció en la mitad del salón, dormido en medio de un oscuro sobretodo. “Un enano muerto a puntapiés”, un pequeño pedazo de carne nadando la muerte. Yo no era el único que le cargaba rabia al enano, cada quien sabía quién era Annihilator y su larga lista de crímenes que, hasta el momento, vivían en la más completa impunidad, no hubo individuo que no quisiera desquitarse, que no lanzara algún puño o patada, para hacer justicia a su modo.
…..El concierto terminó. No tardó en llegar la policía. Desde luego, nadie vio ni escuchó nada. Fue un producto de la confusión, de la adrenalina, de la música. Era un enano, ¿quién diablos lo iba a ver en medio de un pogo? Un accidente desafortunado. Un mal día para este personaje. ¿Por qué diablos se metía un enano a un pogo? Prácticamente, había sido un suicidio. Un problema enorme para los organizadores del concierto, fallaron las medidas de seguridad. Los de la banda siguieron con el toque sin percatarse que algo ocurría. ¿Quién putas iba a reclamar por la suerte de un enano? Murió en su ley, como un buen metalero. Al final, todo el mundo para sus casas. Ocurrió un trágico accidente.
…..Así que, tan pronto como abrieron las puertas de salida, “los que se pierden”, a buscar rápido un transporte, derechito a mi casa en el más insigne mutismo. Pero yo no fui el único que se arrojó al bus en medio del naufragio, de alguna manera, algo sabía mal en nuestras bocas con la muerte del enano Annihilator, mi perverso amigo Piccolino. El mundo trató de irse del concierto lo más pronto posible.
…..Directo Séptima, destino final, Verbenal. El bus se llenó de inmediato con mechudos mal olientes que llevaban a sus espaldas la pesada y dulce piedra de la venganza. Por supuesto, algo se había roto en el azar, el sello mágico que marcó mi banda sonora con respecto al enano estaba fracturado. El conductor del bus, como buen ciudadano de Locombia, le subió el volumen a su estéreo y allí tronó “No me digas nada” del grupo Los diablitos; “ranchenato”, “paseo llorón”, como lo llaman. Al rato, un héroe de la patria gritó desde el fondo del bus: “Quite esa vaina”, “apague la radio que a nadie acá le gusta esas porquerías”, con lo cual se hizo el eco y muchos apoyamos esta pequeña revolución musical. Entonces, el conductor apagó la música y frenó con violencia. Después sacó un machete de no sé dónde y se paró en medio. “A ver malpariditos, a quien no le gustó la música para que venga y me lo diga en la cara”, gritó mientras agitaba el brillo de su arma en nuestros rostros. Un silencio, más hondo que un pozo, nos mordió la carne. “Ahora sí, ¿no? Nadie tiene los pantalones bien puestos para venir a joderme, marihuaneros hijueputas”. Permaneció en esta posición otros segundos, nos insultó otra vez y se sentó de nuevo al volante para encender la música y subirle aún más el volumen a la música. El fin de aquella noche bogotana se abrió azarosa por los cristales sucios de mi transporte a casa.
5
¡Annihilator! ¡Piccolino! Olvida y serás feliz. Así debe ser. Por eso es que te quiero tanto Colombia, ¡Rockombia!, porque vos sí sabes hacer bien las cosas.
Henry Alexander Gómez (Bogotá, 1982). Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Ha recibido diferentes distinciones, entre ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba (2016). Otros libros publicados: Memorial del árbol (2013); Diabolus in música (2014), Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso (2018); La noche apenas respiraba (2018) Mención Honorífica Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz y Finalista del Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura. En el 2021 recibió el Premio Internacional de Cuento “Juan Ruiz de Torres” por el libro Cuentos para hundir un submarino. Es cofundador y editor de la Revista La Raíz Invertida, (www.laraizinvertida.com). Foto autor: Laura Castillo
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de:
Hombre de raíces y barro
Escultura
de © Jorge Lopez