Francisco García González
Era un buen trabajo.
Aunque no me gustaba había escalado en la cadena evolutiva de la clase trabajadora. Solo tenía que abrir y cerrar puertas, cargar maletas o bolsas de compra, saludar y sonreírles a los residentes. Con mi inglés bastaba.
Todavía estaba a prueba.
Era un trabajo fácil y me iba estupendo con Lucy Liu.
—Deme a Scarlett Johansson —dije al tipo de la tienda.
—Lo siento, no queda ninguna —dijo con una sonrisa perfecta de vendedor estrella—. Fue una edición limitada y había muchos clientes. Somos muy profesionales y sabemos lo que la gente quiere.
—Vale —dije contrariado—. Y qué más tiene por ahí.
—Si no le gustan las citas con las mujeres de ahora —la voz del vendedor estrella era segura— nos quedan dos Lucy Liu, modelo avanzado. Debería verlas son una preciosura.
Asentí dudoso.
Me pidió que lo siguiera entre estantes de mercancías empaquetadas.
Allí estaban empaquetadas.
Al final del salón.
A tamaño real.
Sonrientes.
Retiró el envoltorio.
—Acaríciele el cabello.
Lo hice.
Pasé mis dedos por el rostro de una de ellas. Lucy abrió los ojos. Sonreímos.
Me fijé en el precio.
Una valía cincuenta dólares más que la otra.
—A qué se debe la diferencia de precio.
—Una tiene el pubis velludo y la otra no —explicó con voz neutra—. En lugar de vello tiene tatuado uno de esos dragones voladores.
No importaba que la mercancía se pagara a plazos. Deseché el dragón volador y me ahorré cincuenta dólares.
—¿Existe alguna organización que se encargue de proteger los derechos de mujeres como Lucy Liu? Es que he leído sobre el tema y me gusta ser cuidadoso con las formas —pregunté mientras pagaba.
El dependiente me miró. A pesar de su corrección sus ojos decían: «No te basta con gastar el dinero en estas porquerías artificiales y encima haces preguntas estúpidas».
—Claro que no, a nadie le importa lo que haga con su muñeca, la silicona es silicona y látex es látex —dijo sonriente y comenzó a explicarme cómo usarla para obtener de ella el máximo rendimiento.
El manual de instrucciones parecía una revista porno. Pero un porno profundo, descriptivo más allá del amor, la vida y la muerte. Como daban fe la cantidad de circuitos urdidos, sutiles pistones y demás piezas raigales ocultos bajo la piel de Lucy Liu.
El mismo dependiente deshizo el envoltorio y la colocó en el asiento junto al chofer.
Entonces me la llevé.
A Lucy Liu.
Fue una linda noche incluida pérdida de la virginidad. En mis arranques podía morderle el cuello o la espalda y no le quedaban marcas. No sentía dolor, pero el comando de quejidos y chillidos era el más exquisito e imaginativo jamás visto. Ni en Internet ni en la vida real.
Lucy Liu siempre sonreía. No exigía nada que no fuera cierta cantidad de corriente alterna.
El manual no se equivocaba. Lucy me proveía de placer en el dormitorio y fuera de este para que, en calidad de dueño, tuviera una vida perfecta.
La pasábamos requetebién, y el bill de HydroQuebec apenas aumentó dos dólares.
Al poco tiempo de haberla traído comencé a trabajar de portero en un edificio de la compañía The Nest Apartments, 3007 de la calle Maisonneuve East.
Llevaba menos de un mes en el edificio. Una mañana subí un pedido de bandejas de entremeses y postres al 1303 del piso trece. Tras las bandejas llevé los guardarropas. Luego una mesa grande y una docena de sillas. Navidad se acercaba. Los residentes recibían familiares y amigos para celebrar almuerzos o reuniones.
A las once comenzó el desfile de invitados. Ancianos en su mayoría.
—Enjoy the party —dije a los segundos que montaban al ascensor y por primera vez me gustó mi pronunciación de la palabra party.
Eso de insinuar y aspirar una t y evadir su pronunciación no se me daba bien.
Esa mañana brotó con naturalidad.
—Enjoy the party.
—Enjoy the party.
De repetirlo tantas veces fue pasando de lo verbal a lo erótico. Disfrutar de la fiesta. Eso haría cuando llegara a casa. Había dejado a Lucy Liu sentada en el sofá frente a la tele. A las dos pasaban su telenovela favorita. Destino de mujer. Capítulo 37. Estrenaríamos bragas de encaje negro.
—Lucy, querida, no hagas mucho caso a lo que les ocurre a esas chicas de la tele, babe —le dije antes de despedirme esa mañana.
Lucy Liu tenía los ojos abiertos y en modo ronroneo, un ruido armonioso. De esos que presagian atardeceres memorables de tan melancólicos y tenues, ajenos al dolor.
Después la besé en la frente y me fui a trabajar.
No veía que llegaran las cuatro de la tarde. El recuerdo de Lucy apenas me dejaba concentrar.
Recuerdo las últimas invitadas.
Aparecieron de repente. Tres mujeres soberbias embutidas en sendos vestidos negros. El cabello tan oscuro como el de Lucy. Zapatos altos. Piernas de infarto. Carne apretujada por todas partes. Más un no sé qué siniestro.
—Enjoy the party —dije y las tres me miraron con idéntica expresión.
Así debían mirar las parcas a los que tienen en su lista. Un escalofrío recorrió mi espalda.
—¿Chicas, han visto antes a alguien tan imbécil, de dónde lo sacarían? —preguntó en voz baja una de las parcas.
El ascensor se cerró y me quedé sin saber la respuesta.
El elevador desapareció. Debajo quedaron el aroma de su perfume y una sensación de indefinida aprensión.
Los idiotas salen de donde mismo sale el resto de la gente. Además, todo el mundo hace cosas idiotas constantemente, pensé para darme ánimos.
Quizás estaba cansado.
Dejaron de llegar invitados.
Me situé junto a la puerta del parqueo.
Una de las mujeres que hacía la limpieza del lobby estaba en plena actividad. En una mano llevaba un búcaro y en la otra un plumero.
—Qué triste —dijo—. ¿No lo notas?
No tenía idea de a qué se refería.
—Hace dos días falleció la señora Smith.
No sabía quién era la señora Smith.
—Era la dueña de todos los hoteles para gatos de la ciudad. Se murió en la sinagoga, en medio del sermón le dio un ataque cardiaco.
—¿Y de qué trataba el sermón?
—No sé. Nunca he estado en una sinagoga.
—Qué desgracia. Es muy triste —dije de manera mecánica.
La mujer sacudió el polvo de la mesa junto a la puerta trasera y colocó el búcaro.
Otra vez se apoderó de mí la sensación insondable de horas antes cuando las parcas desaparecieron en el elevador.
—¿Qué estaría diciendo el rabino? —insistí.
—Eso no importa, por eso hago bien mi trabajo. Una nunca sabe dónde te va a sorprender la guadaña.
Asentí sin comprender la conexión entre hacer bien el trabajo y la sorpresa de la muerte en medio de un templo.
Se alejó.
A diferencia de las parcas, apenas tenía nalgas. ¿Cómo se podía ir así por el mundo sin nalgas y trabajando bien? No obstante, sentí que aquella humilde empleada, a diferencia de mí, hacía feliz a alguien.
A media tarde los invitados comenzaron a desfilar hacia el parqueo.
No volví a ver a las parcas. Quizás solo habían venido a supervisar la calidad de su trabajo y luego habían marchado sin que nadie lo percibiera.
Entonces vino el jefe de personal.
—Sube a la oficina, míster Luger quiere verte.
En mi cuerpo se dispararon todas las alarmas. No me gustan las oficinas de los jefes.
Subí al segundo piso. Me paré en la puerta.
El señor Luger tenía la vista fija en la pantalla del ordenador.
Sus cejas espesas, rebeldes, y su tez verdosa le imprimían un aspecto entre matón, criminal de guerra y enfermo terminal.
—Siéntate —ordenó.
Vi en su rostro la misma expresión que en el de las parcas.
Tenía la boca semiabierta. Los ojos amenazantes. Una mueca peligrosa que hacía honor a su apellido.
Esperé su disparo.
Me pregunté si aquel viejo amargado podría con Lucy Liu.
—La señora Smith murió el martes y usted les ha dicho a todos los dolientes que disfrutaran de la fiesta.
Extendió un papel.
—Mire, más de diez quejas, incluyendo dos del señor Smith.
La difunta no solo dejaba gatos que la habían sobrevivido. Sino que, además, dejaba varado en la soledad a su esposo.
Cerró su boca. Sus labios tenían un desagradable aire de obscenidad. Apretó la mandíbula desafiante y supe que no. Que un tipo como él no le alcanzaría a Lucy Liu ni para comenzar con la opción low intensity.
Luego comprendí el lío en que andaba metido.
—Enjoy the party —dijo el gerente y pude admirar la excelencia de su pronunciación por debajo del tono irónico.
Entrelazó sus dedos y recibí un nuevo disparo.
—No hay elección, tengo que despedirlo. El señor Smith es el jefe del consejo de residentes, si no lo hago va a rodar mi cabeza.
Imaginé su cabeza rodando por la alfombra del lobby con los ojos abiertos. La lengua afuera. Mi cuerpo se hundió aún más en la butaca.
—En mi país cuando la gente muere nadie come. Los familiares lloran y patalean y no falta el que se abraza al ataúd para que se lo lleven con el cadáver. Dan gusto los funerales.
—De dónde es usted.
—Soy cubano.
—Yo estaba en Cuba en febrero del 69.
Nos quedamos callados por un instante. Doscientas libras de pesado silencio.
—Devuelva el uniforme y no venga más.
Apelé a mis derechos. A la justicia social.
—Vaya con un abogado si desea, pero ahora márchese —fue su último disparo.
Me levanté del butacón.
Detrás del escritorio del gerente colgaba la reproducción de un paisaje invernal. Un paisaje que era la soledad misma. Seguro el alma de la señora Smith andaría vagando por un lugar semejante.
Abandoné la oficina.
Entregué el uniforme.
De nuevo estaba sin empleo. A merced de las agencias.
Cerca del edificio había dos carros de bomberos y varias ambulancias.
El fuego, que había comenzado por la tienda de mascotas de al lado, se extendía a mi edificio. Del piso de abajo brotaba una columna de humo negro.
Uno de los bomberos me preguntó si guardaba explosivos o algún objeto de valor en casa. En vano intenté recordar el material con que estaba fabricada Lucy Liu. Tenía la mente en blanco.
—¿Has visto Los ángeles de Charley? —le pregunté y el tipo agitó el hacha y se encogió de hombros.
Montreal. Septiembre de 2016
Francisco García González (Cuba, 1963). Graduado en la Universidad de La Habana en 1990 en la especialidad de Historia de América, Francisco García González es narrador, guionista de cine y periodista. Tiene publicados once volúmenes de cuentos, entre ellos La cosa humana (2009), The walking Immigrants (2015), El año del cerdo (2017), Asesino en serio (2019) y Nostalgia represiva (2020). Relatos y artículos suyos han aparecido en publicaciones en Cuba, México, Argentina, Chile, España, Estados Unidos y Canadá.
La composición que ilustra este post fue realizada a partir de una ilustración del artista Cristhian Ram