Written by 3:38 am Norteamericana, Poesía

Cien hambres / One Hundred Hungers

Lauren Camp

 

Los poemas de esta publicación pertenecen a la versión inédita en español del libro One Hundred Hungers (Tupelo Press, 2016) de la poeta norteamericana Lauren Camp. Sus galardones incluyen el Premio Dorset y la mención como finalista del Premio del Libro Árabe Americano. Agradecemos en exclusiva para Abisinia Review la traducción de Sandra Toro.

 

 

 

 

 

Un hambre podía comerse a todas las demás

Nos sentamos a la mesa larga. Mi abuelo habla hasta que el abecedario existe en la palma de mi mano. Trago, pero no logro distinguir una palabra.

Afuera están las ramas, iluminadas por dentro.
………………………..La última razón y consuelo: el canto de nuestros padres.

En esta casa, nuestros labios envuelven el pan, la yema de huevo y la miel, la trenza de la levadura, nuestros lamentos. Los hombres fuman sin apuro. Las mujeres salen de la habitación y vuelven con el pelo blanco.

Nos sentamos enfrente del que aparezca: tías de Toronto, Tel Aviv, Londres, Sudáfrica. Primos lejanos, tíos y socios comerciales.
Retenemos los nombres, las sílabas golpeadas en escabeche. Los vamos a volver a ver.

Acá está mi abuela. Se había quedado en la cocina, preparando el pollo para la cena. En los platos, arroz con pasas. En los bols, chauchas y ocra. Trae la comida, bendiciendo a sus hijos sin hablar. Mi abuela, la desdentada.

La verdad vive en el kitchri de mi abuela, con la manteca a raudales y los cachetes colorados de las lentejas. En las ollas y los platos amplios y blancos.

Por semanas y por años volvemos, a aprovechar todas las remolachas y los higos, piel y huesos, a comernos con los dedos tajadas y glándulas, mirando a la gacela invisible, oyendo al búho. Esto sigue y sigue. Mis tíos se pelean. La defensa de cada uno es lo más cerca que llegan de la caricia.

Un tío se rasca la barba. Otro saca la billetera —todos billetes de cien—. Se asegura de que lo veamos contar, para adelante y para atrás. Papá suspira en su silla en la habitación de las ventanas altas. Las pestañas amontonadas se le doblan para abajo. Una vez me dijo que en nuestros ojos queda atrapado el polvo. Puedo salir al mundo gracias a mis pestañas.

Comemos años y años. Comemos como pordioseros. Nos comemos hasta los huesos y los bordes de los platos. Nos comemos el trayecto que hicieron para llegar acá, la multitud de mitos que dejaron detrás de ellos. Nos servimos con las manos, con la boca todavía llena. Comemos hasta que el mantel se mancha con la conversación y la lengua cortada de una vaca, el dolor de la remolacha y el aire del pueblo.

Miren a la mayor de las tías —Victoria, con su chal cansado y rojo y sus cajas de tortas rancias. Todos hablan sin puntuación, y la sala es un río de sonido que baja por la tela extensa con destellos de granate.

Nos comemos cada puñado de dulce, de salado, de grasa y tribulación. Detrás de muchos boles y tenedores. Hasta quedar demolidos, atiborrados. Lo perdido es más suculento que lo que se ganó. Comemos hasta que la mesa vuelve a ser mesa, una colección de platos con perlitas del aceite que sobró.

En la pileta de la cocina, se apilan platos y utensilios. Restos de grasa y granos de arroz adornan arroyitos de agua tibia.

En la puerta de atrás, cuando anochece entre los cajones y el mosquitero, un gato negro con la cola rota se enreda en las margaritas. Mi tía le sirve un poco de leche con sus dedos torcidos y cansados. Un tren chilla al pasar. El gato resplandece y se atraganta de líquido. Los dos sonidos, codo a codo, desbordan de la oscuridad.

La línea gruesa de la vida es toda de hambre. Comemos mientras el cielo se pierde en capas incontables y diáfanas. Comemos como una lógica, leales. Sabiendo que se va a terminar.

O estamos llenos —o cansados del aullido.

Después de medianoche, nos vamos a casa en auto por el puente, pasando el trigo espeso y el azúcar que mancha el Bronx, pasando por todas las referencias, atravesando la oscuridad imperturbable.

 

 

One Hunger Could Eat Every Other

We sit at the long table. My grandfather speaks until the entire alphabet exists in the palm of my hand. I swallow but can’t discern a word.

Outside, branches stand, lit from within.
………………………..The last reason and consolation: the song of our fathers.

In this house, our lips envelop the bread, the egg yolk and honey, the braid of the yeast, our lamentations. Men are smoking, unhurried. Women leave the room and return with gray hair.

We sit across from whoever appears, aunts from Toronto, Tel Aviv, London, South Africa. Distant cousins and uncles and business partners. We remember their names, their bruised pickled syllables. We’ll see them again.

Here is my grandmother. She stayed in the kitchen, cooked chicken for dinner. Onto plates, rice with raisins. Into bowls, string beans and okra. She brings out the food, blessing her sons without speaking. My grandmother, toothless.

The truth lives in my grandmother’s kitchri, the butter-gush and redcheeked lentil. In the wide white pans and platters.

For weeks and years we return, seizing all beet and fig, skin and bone, eating slabs and glands with our fingers, watching invisible gazelle, hearing owl. This goes on and on. My uncles argue. Each defense is as close as they come to caress.

One uncle pulls at his jowls. Another pulls out his money—all C-notes. He makes sure we see as he counts, forward and back. My father sighs from his chair in the room with tall windows. His eyelashes crowd together, curve down. He once told me—The dust gets trapped in our eyes. My lashes let me go out in the world.

We eat for years and years. We eat like beggars. We eat to the bones and the edges of our plates. We eat the road they took to get here, the many myths they left behind. We grab with our hands, our mouths still full. We eat until the tablecloth is stained with conversation and the severed tongue of a cow, beet-grief, the village air.

Watch the elderly aunt—Victoria, with her tired red shawl and box of old cakes. Everyone talks without punctuation, and the room is a river of sound down the long cloth with its flashes of garnet.

We eat each clutch of sweet, salt, fat, plight. After many bowls and forks. Until gorged, until demolished. What is lost is more succulent than what was gained. We eat until the table is again table, a collection of plates with small pearls of leftover fat.

In the kitchen sink, dishes pile up with utensils. Remaining grease and grains of rice embellish warm rivulets of water.

At the back door at dusk behind boxes and screen, a black cat with a broken tail is entangled in the yellow-eyed daisies. My aunt pours him some milk, her fingers tired and bent. A train bleats as it rolls past. The cat flares, then gorges on liquid. Both sounds spill out from the dark, side by side.

The thick line of life is all hunger. We eat as the sky recedes to countless diaphanous layers. We eat as logic, loyal. Knowing it will end.

Either we are full—or tired of the howl.

After midnight, we drive home, over the bridge, past the thick wheat and sugar smearing the Bronx, past every reference, through the confident dark.

 

 

Sangre coagulada

La primera vez que la sangre espesa le mojó el musgo nuevo del cuerpo, la chica abrió la puerta recóndita en su interior. La madre observó mientras un abecedario líquido se derramaba de su tierra con cada sílaba acalambrada esparciéndose en un idioma, rojo agrio rehogado. La madre le enseñó a hacer retroceder la tormenta hasta el trono de su hinchazón, y a sentarse como una reina en un reino de sangre.

Después, en la oscuridad, probó con la punta del dedo la sal de lo que se echó a perder. Le dijo basta por favor a la fuerza ceremonial de ese ciclamen que la retorcía invirtiéndole su centro. Pero todos los meses las entrañas bajan en diamantes, rayas y coágulos a adornarle las sábanas con su enredo, la punta roma del dolor.

 

 

Muddy Blood

The first time her thick blood dampened the new moss of her body, the girl opened the door cloistered inside. Her mother watched as an alphabet of liquid spilled out of her earth, each cramped syllable spreading into an idiom, braised sour red. Her mother taught her to push the storm back into the throne of her swelling, and sit like a queen in a kingdom of blood.

Later, in the dark, she tasted the salt-spoil on the tip of her finger. Please stop, she said to the ceremonial force of this cyclamen twirling up and inverting her center. But each month her insides descend in diamonds, dashes and clots, ornamenting sheets with their tangle, the blunt end of pain.

 

 

 

Una mujer de valor

(para Mary Mourad Mukamal)

La abuela nunca levantó la vista del delantal de cocina. Nunca habló del tamizado del yo, de la silueta gorda del kibbeh ni de la sangre de las remolachas en la palma de su mano. Nada más dejaba los platos y se retiraba mientras la familia comía, implacable y satisfecha, la instauración a fuego lento de toda comida. Una matriz elaborada de sabores rodeaba la lengua de cordero estofada en tomate, el hígado en las galletas, la hendidura del comino triturado sobre una corteza de arroz bañada en manteca. Cuando le agradecíamos, se encogía de hombros en el templo de la exposición y con la cabeza le asentía a la alfombra, aturdida.

Donde nos sentáramos, bajo el ojo ancho de la tarde, con sus hoyuelos y su asfixia, la voz tierna y aguda de ella sazonaba la habitación. Volvía a la cocina, bajando por el sótano y la despensa, a las pilas de ollas y aceites, a lo último del khakha que fascinaba a todos. Al cuarto sencillo con el borboteo del agua de lavar los platos, donde aspiraba el aroma intenso de todo lo sellado asado guisado y cuando levantaba la vista entre los vidrios en fila de la ventana sobre la pileta lo que veía era una sombra opaca del yo en una orilla breve de estrellas.

 

 

A Woman of Valor

(for Mary Mourad Mukamal)

Her grandmother never looked up from her apron of cooking. Never spoke of the sifting of self, the thick shape of the kibbeh or the bloodjuice of beets in her palm. She just set down the plates and retreated as her family ate, relentless and satisfied, the slow-simmered foundation of food. An elaborate matrix of tastes surrounded the lamb’s tongue braised in tomato, the liver on crackers, the cleft of crushed cumin in a crust of butter-drenched rice. When we thanked her, she shrugged in the temple of exposure, and nodded, ruffled, into the carpet.

Where we sat, under the wide eye of evening, its dimples and smother, her tender thin voice spiced the room. She backed into the kitchen, past steps to the basement and pantry, toward pan-piles and oils, the last of the khakha everyone loved. Into the simple room and its burble of dishwater, where she inhaled every strong scent of everything seared sizzled stewed and when she looked up through ordered panes of the window over the sink what she saw was a dull shade of self in a small shore of stars.

 

 

 

Variación: Visita a Irak

Por qué mirar
el desborde salado
del dijla

que baja
exprimido del cielo
con vainas
de tamarindo

o por qué amar
el pulso de almizcle
de ese idioma de
empuñadura larga
que viste las calles

o por qué dirigir
los ojos marrones
hacia los capullos pesados
de la luz

qué pasa si ella se queda
acá—

un lugar cincelado
en rastros y fragancias

donde se sacudió
el corazón

 

 

Variation: Visit to Iraq

why watch
the salty runoff
of the dijla

that runs
with tamarind pods
wrung
from the sky

or why love
the long-handled
musk-pulse
of language
robing the streets

or why turn
brown eyes
to heavy blossoms
of light

what if she stays
here —

a place chiseled
from traces and fragrance

where she shook out
her heart

 

 

 


Lauren Camp es autora de cinco colecciones de poesía, la más reciente Took House (Tupelo Press). Sus galardones incluyen el Premio Dorset y la mención como finalista del Premio del Libro Árabe Americano, el Premio del Libro Housatonic, el Premio del Libro Norteamericano y el Premio del Libro de Nuevo México-Arizona. Sus poemas han sido traducidos al mandarín, turco, español, serbio y árabe. Algunos de ellos están incluidos en la antología 12 poetas (Ediciones La Herrata Feliz, 2017). Para más datos, visitar www.laurencamp.com

 

 

Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1968. Es traductora, correctora y bloguera. Trabajó para Abisinia Editorial la traducción del libro Estrella de mar sobre una playa: los poemas de la pandemia de la poeta norteamericana Margaret Randall. Es reconocida por difundir sus versiones rioplatenses de poesía escrita en lengua inglesa a través de los blogs El Placard, Loba y Denise Levertov en castellano.

La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de:
Cabeza de niño
Técnica mixta: Pintura acrílica y barro
130cm x 130cm
de © Jorge Lopez

 

año 2 ǀ núm. 9 ǀ enero – febrero 2022
Etiquetas: , , , , , , , , , , , , , , , , , Last modified: enero 18, 2022

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