Camilo Pineda
Presentamos los primeros tres capítulos de «Cianuro para ratones» de Camilo Pineda, libro ganador del I Premio de Novela Germán Espinosa – Sub 35. Evento organizado por nuestra editorial hermana Escarabajo Editorial. ¡Pronto en librerías de Colombia!
La noche del mierdero con mi hermana salí corriendo de la casa. Duré unas cuatro horas por fuera, pensando y tratando de calmarme. Doce, trece, catorce o quince cigarrillos para sopesar la rabia. Recorrí absolutamente todo el barrio caminando y mordiéndome las manos. No todo podía ser tan malo. Cuando regresé ella ya no estaba por ahí. Debió haber llegado una ambulancia o cualquier vecino sapo a ayudarla y se la llevaría para el hospital. Ya el dolor en el pecho aparecía y el dolor de cabeza me empezaba a taladrar la conciencia. Sería más la culpa que llevaría el resto de mi vida dentro de mi corazón y mis manos, que los recuerdos amables que tendría con Ana.
Intenté dormir, pero no pude. Me levanté a revisar los estragos de mi ira ―la que de niño me abrazaba y parecía no soltarme― con la que siempre estaba intentando lidiar: ponerla en una especie de bolsa de basura y metérmela en los zapatos para que se aplastara y no volviera a salir. Eso pensaba, pero no, eso no es ‘tan así’ como lo estoy escribiendo.
La sangre ya estaba seca. El vidrio del baño del segundo piso estaba roto y el lavamanos con el sifón tapado de tantos vidrios pequeñitos y filudos como espinas de dormidera. El rastro de sangre iba desde el baño del segundo piso hasta la puerta.
Para que Ana despareciera de la casa debió ser que empezó a gritar y alguien desde afuera la escuchó. “¿Será que le pasó algo a mi hermana?”, pensaba mientras trataba de reconstruir lo que había pasado. Alguien abriría la puerta y se la llevaría. Lo raro es que no hubiese policía por ahí cuando yo llegué. O tal vez ni siquiera le pasó nada. Sólo una simple hemorragia y se habría ido de urgencias al hospital. Nada de qué preocuparme.
¿El infierno me daría espera? Porque ya el cielo estaba muy lejos. No tenía para dónde correr. A duras penas tenía algo de la plata que había en la cuenta de la banda para hacer una gira por el país y una batería, ya vieja pero firme, que me ayudaba con mis ataques y me dejaba desahogarme y continuar con el desespero de la vida. La música había sido la única salida para dejar de lado mis problemas, me hacía sentir mejor persona de lo que realmente he sido. Haber perdido a los cuchos, a mi perro y al Sastre, que había sido mi guía y mi compañero durante tantos años, me había revolcado la cabeza y me había bajoneado un resto. Pero desde que empecé con Cronotopos, todo iba cogiendo buen ritmo. Buen camino. Una chimba.
Y ahí estaba. Parado, frente a la puerta. Azarado por cualquier ruido o cualquier movimiento que hiciera la gente allá afuera. Tenían que llegar por mí en cualquier momento. Había matado a ese pelado, la madre que sí. A mi hermana no le había hecho nada. Sólo la hice chorrear sangre y llorar. Pero no pasó a mayores.
Me puse a hacer cuentas… ¿Cuántos muertos llevaba? Este, tal, este otro. No, qué va. Era una puta gallina, más cagado que palo de gallinero y más miedoso que cualquiera. Nunca fui capaz de matar a nadie. Bueno, ―tal vez sí― a un perro.
Mi relación con Ana, mi hermana, nunca fue la mejor. Siempre peleábamos por cualquier maricada. Como yo era el menor, me zangoloteaba y me daba duro. Pero con el tiempo fui creciendo y como era más alto que ella, ya le daba miedo pegarme, así que siempre era a los madrazos que nos tratábamos.
Pero como todo en la vida cambia, apenas quedó embarazada y supe que iba a tener un varón, empecé a estar pendiente de ella y del bebé. Siempre le corría para cualquier vaina. Que el médico, que la comida, que cuidado se cae, que venga le ayudo. Una vez eran como las tres de la mañana y yo ya estaba durmiendo cuando empecé a escuchar que me llamaba a lo lejos. Del susto me puse de pie en un brinco y salí corriendo para el cuarto de ella. Apenas entré tenía una sonrisa de oreja a oreja. La muy malparida me había hecho levantar a esa hora, con tremendo susto, que para que le subiera una bola de helado con un vaso de leche, y yo como no le podía decir nada estando embarazada, me tocó aguantarme y correr a llevarle lo que ella quería. Eso me lo hizo como tres o cuatro veces más. Me iba acostumbrando a sus babosadas. Ella no hacía más que agradecerme y reírse de mi cara de trasnocho. Yo no podía ni hacerme la paja en paz. Era una tortura saber que, en medio de la faena, Ana me iba a estar llamando y entonces se perdía todo lo ya realizado.
Para masturbarme me tocaba esperar el fin de semana a que ella fuera a algún control del médico y yo le sacaba cualquier excusa de la banda para no acompañarla y ahí sí me quedaba solo en mi casa, a mis anchas. Ponía el televisor en las noticias del medio día y me iba frotando la iguana poco a poco, mientras encontraba una buena razón para hacerla llorar. En esas soledades, alcanzaba a masturbarme cuatro o cinco veces en una tarde, apenas para ponerme a dormir. No hay nada mejor que un buen sueño luego de una buena paja. Esos eran los mejores días. Sin nadie que jodiera, sin impedimentos, sin afán. Porque masturbarse con afán también es complicado, no es lo mismo. Mejor era un polvo de afán con una nenita, por ahí en un sitio prohibido. Una vez atarzané a una mona como a la una de la mañana, cuando salimos de la casa de Ancho, el guitarro de la banda, por allá por Salitre, y le bajé los pantalones detrás de un árbol sobre la Avenida La Esperanza. Eso sí, uno con la adrenalina al cien se viene rápido. No fueron más de veinte culazos que le pegué y de una torcí los ojos. Es que claro, uno en la madrugada, con ese frío y por ahí pillando que no pasara algún tombo o un sapo, eso es rapidito que se acaba la cuestión. Pero eso sí, a la nena la dejé contenta.
Tuve que dejar hasta de tocar batería mientras Ana estuviera en la casa porque a ella le molestaba el ruido. Me tocaba esperar hasta que ella saliera de la casa para ponerme a darle a los tarros. Pero me fui acostumbrando y aprendí a sobrellevar ese embarazo. Ya hasta me levantaba temprano a subirle algo de desayuno a la cama y le ayudaba a recoger el chiquero del cuarto. Ella se ponía a ver pelis los domingos y yo, mientras tanto, me le hacía al lado y le ponía unos audífonos a la barriga. Desde antes que naciera, yo quería que el pelado supiera lo que era la buena música. Le ponía algo de salsa, punk, guaguancó y rock británico para que fuera sabiendo cómo era la vuelta. Al pelado le fascinaba el punk rock, era evidente. Eso mandaba patadas y puños dentro de la barriga, que apenas se alcanzaban a ver por encima, y si uno le ponía la mano, se sentía que el man movía los brazos al ritmo de la canción.
Una vez Ana se emputó y me mandó a comer mierda. Berrinches de vieja histérica y embarazada. Que dejara de ponerle tanta música al pelado porque podía dañarle el cerebro. Pero yo como no podía permitir que ella no me dejara estar pegado al pelado, le hice caso y empecé a leerle cuentos de unos libros que tenía por ahí. Pero eso sí, me tocaba hacer la lectura en voz baja para que Ana pudiera ver la dichosa televisión que tanto le encantaba, mientras yo le contaba historias al pelado y le leía. De pronto iba a ser flojo para leer, porque nunca reaccionaba a mi voz ni a las historias. Lástima.
En ocasiones cogía un marcador y me ponía a hacerle figuras en la piel, para que el pelado no se viera tan triste ahí dentro de esa barriga parada y blanca, pálida, sin gracia. A veces le pintaba una guitarra, o una especie de grafiti con el nombre de Pedro, como se iba a llamar él, o en ocasiones le pintaba un jardín con rosas, margaritas y unas matas de yuca, para que creciera sabiendo qué era lo necesario, a ver si algún día dejábamos ese mierdero de ciudad para irnos a parchar relajados por allá entre árboles y ríos, entre tierra, mierda de vaca y aguadepanela fría.
Yo me había vuelto un buen compañero para Ana, eso lo sé. Ella siempre tenía que depender de mí para todo. Que la acompañara al baño, que fuéramos a tal lado a ver ropa para el bebé, que ella había visto una cuna lo más de linda en Chapinero. Nos íbamos caminando y dábamos vueltas por allá. Luego cogíamos para La Frutería que ella tenía a revisar todo, me mandaba mi buena ensalada de frutas con helado y kiwi y nos devolvíamos a eso de las seis de la tarde para la casa. Sí, ella tenía una frutería en San Andresito. De eso vivía, bueno, vivíamos.
Yo ya me soñaba dándole consejos sobre chicas al pelado. Diciéndole que, así como el Sastre me había enseñado, a las nenas tocaba tratarlas suavemente. Bueno, eso depende. Porque es que también hay peladas que son una gonorrea. Que sólo lo buscan a uno para tirar o fumar alguito y suerte. Eso está bien, pero uno debe tener cuidado con esas, porque esas eran las peores, de las que uno más fácilmente se enamoraba. Entre más gonorrea fuera la nena, yo más estaba al culo de ella. Pero bueno, es que tocaba ver. Una cosa era estar al culo de ella y otra que lo cogieran a uno de huevón. Porque hay viejas que buscan que uno las mantenga y quieren comérselo a uno, por quedar embarazadas y tenga para que se entretenga. Su chino. Con eso sí amarran a cualquiera.
A mí siempre me gustó tomarme mis chorros por ahí, pero Ana me criticaba diciéndome que yo no podía tomarme un guaro o algo que me picara la lengua, porque de una vez se me pegaba la aguja y decía que si yo no me volvía mierda no paraba de tomar. Pero no siempre era así. Obviamente de vez en cuando uno que estaba contento se echaba sus chorros y pues si había que tomar, se tomaba, o si tocaba dormir, se seguía tomando. Uno llega a este mundo para dos cosas. Para beber y para comer. Ya es decisión de uno qué come. Yo por ejemplo bebía y comía cada nada. Cuando no había qué comer, me buscaba una nenita por ahí, y comía. No me alimentaba, pero pasaba el rato y olvidaba la sensación del hambre. El caso era comer, lo que fuera, pero comer. Eso sí, gurrero nunca fui. Yo le tenía un grandísimo respeto a mi pipí y no iba a permitir que se metiera a cualquier hoyo, aunque los hoyos vienen siendo la misma mierda todos, pero toca verle la cara al santo antes que le soplen la vela.
En mis borracheras con algún parcero que llegaba a la casa, ya cuando estábamos más allá que acá, resultábamos cantando rancheras. Eso sí, que no se pierda lo aprendido en el billar, las raíces, papá. Nos íbamos con un Antonio Aguilar, pasábamos por Vicente Fernández y rematábamos la tanda con Cornelio Reyna. En las tomatas empezábamos con salsita suave, luego ya los niveles subían y nos tocaba poner algo de heavy o de hard rock y ya después brincábamos con uno que otro punk rock que nos rompía la cabeza de la mera energía que nos generaba. Una chimba, eso sí para qué, nos pegábamos severos fiestones. Luego de que se hubiese terminado el guaro o la pola, o lo que fuera, ya tocaba ponernos a armar un porrito de lo que había sobrado de otra vez, y luego nos cruzábamos, apenas para ir a dormir y despertar al otro día plenos para seguir con el siguiente round. Antes de despertarme veía en mi mente la vieja esa que desfila en bikini mostrando las carteleras del round siguiente. Algunas veces alcanzó a llegar al noveno round.
Puede que Ana tuviera razón. Pero, es que no era cosa de todos los días. Uno se tomaba algo entre semana, pero suave. Fijo los viernes y los sábados sí tocaba, apenas terminábamos de tocar con la banda. Y como muchas veces no nos pagaban en efectivo, sino que nos daban era chorro, pues tocaba aprovechar. En ocasiones sí nos daban plata, pero eso lo guardábamos para el tema de grabaciones y ensayos, porque esa rentica siempre fue brava. Nadie dijo que la música era otra empresa a la que tocaba meterle y meterle plata para que luego diera frutos. Yo al principio pensaba que eso era ensayar una vez a la semana y hágale de una a tocar a todo lado. Que se atuviera Colombia porque Cronotopos iba a ser la banda de Rock más grande de todos los tiempos. Pero qué va, pura mentira. Eso de la rosca siempre fue muy gonorrea. Si uno no tenía uno que otro contacto por ahí, paila, no lo hacían sonar a uno ni en las emisoras AM. Menos mal cuando entró Ana a hacer parte del proyecto (más por pedido de los integrantes que mío), ella nos empezó a ayudar con la gestión de todo el tema empresarial. Que registrar el nombre, que crear una empresa, una cuenta bancaria a nombre de la banda, bueno, mejor dicho. Siempre nos hizo falta toda esa vuelta. Lástima que Ana se tuvo que abrir luego de los primeros meses de embarazo, dejó la banda botada y nosotros sin saber qué más hacer, sino ensayar dos veces por semana y emborracharnos cada vez que podíamos.
Un día mientras dormía, Ana empezó a llamarme como siempre, tipo dos o tres de la mañana. Yo, acostumbrado a esas vainas, me levanté, pero no fui directo a la cama de ella, sino que bajé a la cocina para llevarle su bola de helado con el vaso de leche. Cuando abrí la puerta con el helado en una mano y el vaso en la otra, Ana me pidió ayuda. Como pude, prendí la luz del cuarto y me di cuenta de que estaba botando sangre. De una le puse unos zapatos, una cobija y salimos de urgencias para la Clínica Policarpa, que era el lugar más cercano donde la EPS de nosotros tenía convenio. Llegamos y ella había parado un poco de sangrar, pero aún le escurrían coágulos por la pierna. Me tocó ponerme a gritar y a pegarle a las puertas para que algún hijueputa médico nos atendiera, porque como raro tocaba ir a registrarse y esperar que llamaran. El show sirvió y de una se llevaron a Ana por allá adentro.
Salió después una enfermera diciendo que yo podía entrar y hablar con el médico. El man me dijo que era un sangrado normal. El caso fue que nos soltaron de la Clínica a eso de las 7 de la mañana. Ese fue el día que más me preocupé por la vida del pelado. Nunca me quise imaginar un futuro en el que no estuviera ese peladito. Debía salir con mi misma fortaleza y con mis rasgos. Más que sobrino, él se iba a convertir en el hijo mío, pero de lejitos. Yo lo iba a cuidar y a educar, hasta donde se pudiera, pero mi hermana era la que tenía que responder por él. El Gordo iba de vez en cuando a visitar a mi hermana y en ocasiones la acompañaba. Eso sí, el pelado no se iba a morir de hambre, la mamá tenía una frutería donde vendían bastante y el papá un bar por Chapinero al que tampoco le iba mal. Y lo mejor de todo, me tenía a mí. A este tío compinche, borracho y mujeriego que todos quisimos ser alguna vez. Ese era yo y estaba listo para poder enseñarle todo al pelado. No había cosa que me amarrara más a la vida en ese momento que la espera por verlo nacer.
Camilo Pineda. Soy de Bogotá, con padres nacidos en Boyacá, en uno de esos pueblos olvidados y recónditos donde el nombre sólo se escucha en el topónimo de una sopa en Crepes & Waffles. Nací el día de la toma de La Bastilla, en el 93. Crecí en San Andresito, así que el instinto del rebusque, del estar atareado, de nunca quedarme quieto se han impregnado en mí desde bien chinche. Me he acostumbrado a rodearme de gente de todo tipo: desde los punkeros más podros hasta los empresarios más reconocidos. Soy publicista por profesión y un escritor empedernido por decisión. Soy Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia. Uno en la formación académica despierta un poco sus intereses literarios, reconoce nuevos escritores y se entera de lo que puede aportarle ―o no― a una formación de escritor. Me he topado durante mi vida con Henry Miller, con Gonzalo Arango ―muerto pero no encadenado―, Jack Kerouac que siempre se la pasaba huyendo, Raymond Carver, Juan Carlos Onetti, Roberto Bolaño, Ryu Murakami y Luciano Lamberti. Trabajo como Estratega y Redactor Digital, manejo redes sociales, creo campañas e historias para marcas. Vendo tenis, fabrico chaquetas, hago Uber y escribo. De todo un poco.