Alejo Morales
«Es difícil conciliar lo bello y lo violento, y ser antipático ante la situación de un territorio que día a día sangra. Estos poemas se han transformado en una especie de caudal en el que corren las voces que dejaron de gritar, convirtiendo el olvido en ficción», escribe el poeta Damián Salguero Bastidas. Compartimos cuatro poemas de este libro publicado por Abisinia Editorial en su colección de poesía Concierto Animal, Homenaje a Blanca Varela.
A má Eulalia
En la quebrada, madre encuentra la manera de ignorar la hinchazón bajo su falda, entrelazando sus manos para crear un reino. Su mirada me dibuja.
La leche que brilla en su cuerpo me llama
como si me contara un secreto.
En sus piernas puedo escuchar el galope de un venado, el crecimiento de las hadas,
y a una tortuga masticando la sombra de un bosque.
Su cuerpo es una biblia de aromas. Ella pasa un dedo por la página 50
y mastica cada salmo como un gajo de maracuyá, antes que el vestido de la quebrada
la envuelva.
Madre se define por la forma en que acomoda las canciones de cuna dentro de su cabeza
cual si fueran recetas de cocina.
Ahora alguien roba sus huevos rosados antes de cocinarlos dentro de ella.
Ahora la veo doblarse como si jamás le hubiesen abrazado las rodillas.
Dios aparece, tarde.
Un bulto en el lado izquierdo de su boca.
Ahora soy yo quien lee un cuento de verano,
quien espera a que alguno de los dos termine de quedarse dormido.
Mi dedo se detiene en la página 90. Hablo. La quebrada escucha.
Soy un hombre que vive en el silencio de su madre.
Fragmentos de un padre
Esa noche, las bayas rojas que alumbraron tras la ventana, predijeron en nuestros labios el ataque aéreo. Puños llovieron como rocas de fuego sobre el estado de sumisión de nuestras caras. ¿Del Estado fueron los puños que se abrieron para narrar en lengua de señas la caída de Dios en nuestro pecho? No sabemos. La única noticia que hemos recibido es de los perros que no pueden oler el mar, pero sí detectar la totuma de hueso que solía calentar una sola de nuestras lágrimas. Totuma en nuestra jerga familiar significa Padre. Él decía que los agujeros no abren puertas sin primero erupcionar en la piel.
…..A la mañana siguiente, encontraron su cuerpo dormido entre las bayas. Una mancha roja lo envolvía. Mi padre era Cristo en el Santo Sudario, le habían puesto una sábana de piedra encima. Imaginé a mi padre empujando la cortina rocosa como la puerta de un auto. Imaginé que tres días después saldría para hundir mi mano en la suya. Para decirme, ten fe, hijo, mientras me introducía a través de la torta agria en que se había convertido la piel de su palma.
…..Lo único real fue la desaparición de su cuerpo, pues me quedé solo hablándole a las margaritas, y mastiqué la idea de venganza hasta romperme la dentadura. Luego supe que papá había cambiado de nombre y de ideología, pero su grupo sanguíneo derramado sobre el carné de identidad seguía siendo el mismo.
…..Una década de miedo se acumuló en mi barbilla. El ojo de papá se volvió un fruto que el tiempo dejó ennegrecer en su mano. Diez años después sigo encontrando sus estigmas. Cuando puedo me llevo uno a la boca, para reconstruir en mi memoria
su imagen agujereada.
A Ramona (doblemente parasitada)
La mitad de mis hermanos están muertos.
Existen en estado de flujo, desfigurados,
casi derramándose en mi espacio personal.
La piedad de mamá Eulalia es insuficiente para retenerlos.
Con humo de tabaco limpia el dolor de sus piernas.
Les rezo para que el demonio
no pueda cantar dentro de ellos, dice.
Mamá Eulalia alimenta una camada de puercos
con la tajada de cadera que sobró de Catalina.
Mamá no cree en entierros tradicionales
y cree que el mejor recipiente funerario es un ser vivo.
[La cerda Ramona puesta a dieta
abre su hocico para recibir a mis hermanos,
que entran a ella como en un paisaje].
Pablito cabeza cocinada, le digo
a ese tejido en abundancia
que habita el agua turbia de una pocilga.
Aquí el lenguaje no suaviza la pérdida
y el dolor es la amenaza que nos empuja
a ponernos de rodillas.
Digo a lo visible de Catalina,
a sus dedos abultados
que mamá confunde
con 2 libras de jengibre.
A mamá no le gusta cómo han dejado a Catalina,
lo híbrido de su rostro
incorporado a la cavidad gástrica de Ramona.
Las venas de mi hermana migran
al sistema sanguíneo de la cerda
como si intentaran encontrar en ella
un espacio de ternura.
Mis hermanos no se encuentran más que en la juntura de sus partes.
Mis hermanos, el zumbido rosa
que emana de Ramona cuando come.
Mamá Eulalia mueve su mano
en el interior de la cerda,
y con la totalidad del pulgar
pincha su cuerpo lechoso
como si a través de ella
pudiera volverlos
a parir.
Muerte de la infancia
Durante años, el verde encendido en las hojas de las papayas
alumbró el camino de los caballos,
fue agua dulce en la garganta de los labradores,
y delimitó el largo de la falda de las mujeres camufladas con el atardecer del pueblo.
Nuestro pueblo, una pulpa de papaya lo suficientemente amplia
para los soldados que hundieron su mano en busca de semillas.
Ese día, los cabellos de nuestras madres se elevaron como ramas
ante un enjambre de helicópteros.
Ese día, ellas nos enseñaron a colgar el recuerdo de nuestros muertos en las cuerdas para tender la ropa.
A ellas las reconocimos por las manchas de cigarro respirando aún entre sus dedos,
y por la leche de las papayas salpicada en sus comisuras
igual a pecas rojizas.
Cuando las papayas ardientes sobrevolaron nuestros párpados,
las casas se abrieron como adormideras
y sus paredes se tornaron negras como fundas de una biblia.
Esa noche, (que bien pudo ser una pincelada azul
en el pescuezo roto de las gallinas),
nuestras madres ofrendaron el aceite de sus muslos
para que pudiéramos dormir.
Esa noche, en que nuestras abuelas reencarnaron en babosas para morder el olor del tomillo
en los dedos quemados de sus hijas,
y donde sus risas
desintegradas en las grabadoras,
fueron reemplazadas a rajatabla
por delicados sonidos de lluvia.
Desde ese día, hicieron de cada árbol una zanja
donde arrojar las espinas de pescado
en que se fueron convirtiendo sus cuerpos.
Desde ese día, las hadas no salieron más
a robar los dientes de los niños
para canjearlos por cerezas,
y las niñas empezaron a caminar como ancianas
llevando en sus baúles
siete generaciones de trenzas negras.
Después de la matanza, vaciamos enormes baldes para recoger el cuerpo quebrado de la luna.
Esos baldes que hoy aúllan en nuestras manos, coloradas de tanto buscar a nuestras madres
en el vientre rojizo de las papayas,
y en ese verde encendido
donde el pecho de un niño prematuro
…………..respira
veinte años atrás.
Alejo Morales nació en Bogotá, Colombia en 1993. Estudiante de Historia en la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. Publicó la antología Labios que están por abrirse con la Universidad Externado (Bogotá, 2021). Ganador del Concurso Universitario Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia con el libro Abandonados en la puerta de la historia y en 2021 del Premio Distrital de Poesía Ciudad de Bogotá con Voces del Bajo Cauca. Sus poemas han aparecido en diferentes antologías y en revistas impresas y digitales. Voces del Bajo Cauca es su segundo libro de poesía publicado. Fotografía: Paula Alejandra Castillo.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de la obra:
Reflejo
100×150
De la artista mexicana © Ninfa Torres