Entrevista a Milcíades Arévalo
Por Andrea Pinzón Escobar
Conocí al escritor Milcíades Arévalo en 2012, y fue admiración a primera vista. Su calidez, su cultura, su ingenio, su generosidad sin límites y su chispa para contar historias me hicieron enamorar de su personalidad. Este modesto homenaje a su trayectoria literaria nace de la fascinación que le profeso en su labor como escritor, editor y testigo de la literatura colombiana. La presente entrevista tiene como objetivo celebrar los 50 años de existencia de la revista Puesto de combate de la que Arévalo es director. Agradezco a Abisinia Review la solicitud de su tarea y el hecho de abrir las puertas para escuchar a los grandes maestros de nuestra vida cultural.
Milcíades Arévalo nació en Zipaquirá en 1943. Es director y fundador de Ediciones Sociedad de la Imaginación y de la revista literaria Puesto de Combate (1972). Fotógrafo, narrador, editor, periodista cultural y dramaturgo. Ha publicado los siguientes libros de cuentos: Ciudad sin fábulas (1981); El oficio de la adoración (1988, primera edición y 2004, segunda edición); La casa del fuego y de la lluvia (1992); Inventario de invierno (1995) y Manzanitas verdes al desayuno (2009 y 2018), y la novela: Cenizas en la ducha (2001). Sus cuentos, crónicas, entrevistas y ensayos figuran en diversos periódicos de Colombia. Ha sido jurado de cuento, de novela, de teatro y de poesía en más de cien eventos de esta naturaleza. Recibió el Premio Gestión Cultural de la Secretaría de Cultura, Recreación y Deportes (Idartes) de Bogotá (2015).
Milcíades, comencemos desde la infancia para entender al hombre maduro que tengo enfrente ¿cómo fue tu niñez?
Mi niñez fue la de un niño que soñaba que lo tenía todo sin tener nada. Fui feliz con lo que no tenía y derrochaba alegría con mis amigos imaginarios y la voz del viento.
¿Cómo se llamaba tu madre?, ¿a qué se dedicaba?, ¿qué admirabas de ella?
Aurora era mi madre. Ella fue la que me enseñó a hablar con el agua, los peces y las sombras; también a hacer cosas inútiles y fabulosas, porque hasta para eso le sobraba amor. Aurora hacía muchas cosas que de tanto hacerlas nadie se daba cuenta. Hacía flautas con palos de caña brava, curaba las heridas a los niños, les daba de comer a los pájaros, lavaba la pobreza en el río, remendaba la ropa, tendía las camas, veía el porvenir en las cenizas del fogón y mantenía encendido el fuego para que nunca nos faltara una luz en nuestras vidas.
¿Y con respecto a tu padre?
Mi padre era diferente. Se llamaba Artemidoro, trabajaba en diferentes oficios, fue yuntero, hacía túneles, sembraba trigo en las haciendas vecinas, domaba bestias, fue sepulturero en su pueblo, jefe de líneas en el ferrocarril del nordeste y murió pobre.
A ninguno de mis padres admiraba. Sencillamente los quería, a cada uno de modo diferente. Amaba especialmente a mi madre. Era silenciosa, sencilla, tierna; todo lo compartía conmigo. Mi madre era dulce y tenía una voz suave, casi como un susurro del viento, imperceptible. Le gustaba tocar el tiple.
Cuéntame un poco cómo estaba conformada tu familia.
Éramos once hermanos, pero todos se dispersaron desde muy pequeños. Uno se perdió en una excursión a los seis años y se llamaba Marcedonio; tres se murieron en Santa Marta (Arcelia, Haroldo, Buenaventura); Lucinda se fue al Congo a catequizar salvajes; Lucía murió de niña, y a Bernardo lo mató el ejército cuando era soldado; de los demás no me acuerdo porque se fueron de la casa cuando yo era chico.
Me imagino que conociste a tus abuelos…
Únicamente a los abuelos maternos, Valeriano y Alba. A mi abuelo Valeriano, que era ateo de nacimiento, le gustaba bailar, tocar la guitarra y era muy enamoradizo. Había sido estanciero, y cuentan que los que iban para la guerra de los Mil Días le robaron un burro y se fue tras ellos. Regresó con un burro parecido al que le habían robado, un balazo en el pecho y una guitarra en bandolera.
Naciste en el Cruce de los Vientos, como llamas poéticamente a ese espacio de pueblos y veredas circunvecinos de Zipaquirá. ¿Cómo podrías describir ese sitio?
El Cruce de los Vientos es un lugar mágico a la orilla de una montaña de sal. Yo lo veo todos los días con el viento que baila entre las hojas de los árboles, sobre los sembrados de trigo, en las cañas de maíz, lo veo con sus calles repletas de gentes, sus niños brincones y sus mujeres escandalosas corriendo hacia la estación adonde llegaba el tren cargado de encomiendas y pasajeros de la capital. Lo veo con mi madre caminando conmigo, cogido de su frágil mano, capaz de sostener mis penas y asombros. El Cruce de los Vientos es inimaginable como todo lo bello que hay en el mundo.
El olor que me remonta a mi infancia es el del eucalipto ¿Cuál te transporta a ti a ese lugar?
Para mí, es el olor del campo recién mojado por la lluvia el primer día de invierno y el último del verano.
Si pudieras capturar un solo momento de tu niñez, ¿cuál sería?
El domingo que fui al Cruce de los Vientos enarbolando el tricolor nacional, porque en la escuela era costumbre que el mejor alumno del mes llevara la bandera. Cuando llegamos al pueblo, nos hicieron un recibimiento como si hubiera llegado el obispo. El obispo sí había llegado al pueblo, y por eso eran tantas banderas y arcos triunfales en todas las calles del pueblo. Cuando el obispo estaba bendiciendo a los fieles de la iglesia aldeana, sentí que el piso se me desvanecía, que el obispo echaba fuego por la boca y que yo caía en los brazos de Amalia, mi vecina de pupitre. Pero no caí en los brazos de Amalia sino al suelo, con bandera y todo. Inmediatamente me sacaron en volandas y me llevaron adonde Rosario, la panadera, para que me diera un vaso de agua. Una gitana que pasaba, al ver la novelería que se formó, dijo estirando la lengua hasta donde pudo: «¡Denle algo de comer, miserables! Lo que el chaval tiene es hambre». La gitana tenía razón. Desde hacía días veníamos pasando hambre, y el domingo no era la excepción.
¿Quién te enseñó a leer y a escribir?
A mí nadie me enseñó a leer ni a escribir. Parto de un principio: en la casa de mis padres no había libros (si acaso, un Almanaque Bristol, que era donde mi padre veía las fases de la luna), como sí hubo, por ejemplo, una cámara fotográfica, una vitrola que mi hermano armó con pedazos de otras vitrolas que le regalaron en el pueblo y una bicicleta. La cámara fotográfica la teníamos porque un hermano mío era el encargado de lavar los negativos de un salón de fotografía que había en el pueblo.
Ese niño ¿en qué soñaba convertirse?
Soy sincero. Nunca soñé como los demás niños. Imaginé, que es la peor cosa que me ha pasado en la vida, y todo porque lo que he imaginado me ha sucedido como calcado en la vida. Aunque casi siempre escribo en primera persona, eso no quiere decir que mis cuentos y novelas sean sucesos de mi vida. No, a los cuentos hay que darles de comer mucha imaginación.
…..En mi casa todos eran analfabetas con una imaginación envidiable. Hoy en día cualquier niño es inteligente porque sabe manejar el computador. Yo no sé usar el computador pero lo utilizo para escribir. Prefiero un millón de veces escribir que hablar por celular. Yo soy analfabeta para todo. Lo que sé, se lo debo a los libros que he leído, a la vida que he vivido en toda su intensidad y a la terquedad de creer que la vida vale la pena a pesar de que el dolor pesa más que la pena.
Tengo entendido, por una conversación en la que te escuché decirlo, que saliste con tu familia del Cruce de los Vientos de manera intempestiva, ¿Qué pasó? ¿Me podrías dar detalles de lo ocurrido?
Cuando nosotros salimos del Cruce de los Vientos, cada cual tomó un rumbo diferente. Haroldo fue a vivir a Trujillo, Valle, como secretario de una entidad bancaria, en plena Violencia. Como mi madre había muerto, me trajeron para Bogotá en 1957 y vine a vivir al barrio Santa Fe, frente a la casa del poeta León de Greiff.
¿Cómo era el Santa Fe de ese entonces y luego qué hiciste?
El barrio Santa Fe era muy bonito, y allí vivían muchos poetas, actores de la televisión, actrices, y había uno que otro motel con cara de hotel. Estuve estudiando en el colegio Almirante Padilla y cantando en el coro de la iglesia de las Angustias; sé muchas cosas en latín.
…..Como necesitaba la libreta militar, me presenté al ejército, pero no me recibieron por ser todavía muy chico, me presenté a la marina y me dieron la libreta. Cuando me retiré de la marina me dediqué a navegar por el mundo con el capitán Ariel Canzani, que tenía una imprenta. Con gusto le ayudé a imprimir la revista de poesía que él dirigía: Cormorán y Delfín.
Me imagino que ese primer acercamiento con la palabra te metió de lleno en el mundo de los libros.
Cuando regresé a tierra, con mi hermano Haroldo pusimos una librería en Santa Marta. Como no se vendían libros porque todo el mundo iba a Santa Marta de vacaciones o de luna de miel, salí a vender libros por toda la costa norte colombiana y conocí a muchos poetas.
Danos nombres, Milcíades, por favor…
Conocí a Gonzalo Arango, quien me invitó a hacer parte del Nadaísmo y fui corrector de la revista Nadaísmo 70, junto con Jaime Jaramillo Escobar. Yo no he tenido muchos estudios literarios así que digamos, frecuenté varios años la Universidad Pedagógica, pero mi cultura ha sido libresca, quijotesta y poética. Vendo libros, compro libros, regalo libros, hago libros. Nunca he sido rico por eso.
Tengo entendido que trabajaste en un banco ¿cómo fue tu transición al banco? Me imagino que al principio fue difícil acostumbrarte a los horarios, a las rutinas. ¿En qué momento del día te dedicabas a la escritura?
Después de presentar el servicio militar y de viajar por el mundo, regresé a Bogotá. Como yo sabía teclear la máquina de escribir, quedé contratado casi para siempre en otro banco y trabajé diecisiete años y pasé por todos los puestos: fui cajero principal, secretario, revisor; me condecoraron, fundé un periódico para los empleados que se llamaba El Cuadre, fui gerente de oficina, pero siempre he sido como un ausente de todo, hasta de mí mismo.
Mencionaste que en tu casa hubo una cámara fotográfica. Te aficionaste tanto que tienes un gran catálogo de retratos de escritores y paisajes. ¿Qué fotografía te gustaría tomar y no has podido?
Mi hermano mayor salió desde muy temprano a ganarse la vida y el primer trabajo que tuvo fue el de lavar los negativos de las películas de un estudio fotográfico que había en Zipaquirá y a menudo llegaba a la casa con una cámara Kodak de rollo y se ufanaba de tomar fotos, pero nunca nos tomó ninguna porque el bromuro de plata y todos esos químicos de la fotografía eran muy caros y no iba a gastarse la película en unos chicos como nosotros, en ese entonces salvajes, huraños, hijos de la chingada. Cuando salí de la marina, después de recorrer medio mundo en barco, tuve una maquinita de plástico. Vivía enamorado de los paisajes. Siempre me gustó la fotografía, siempre me gustaban los paisajes porque me recordaban mi infancia. Me hubiera gustado tomarle fotos a mi madre porque cuando ella murió yo apenas tenía cinco años y me dejó huérfano y abandonado para siempre.
Nómbrame un fotógrafo que te haya impresionado.
Jesús Abad Colorado por sus fotos sobre el conflicto colombiano, Leo Matiz por sus fotos y sus viajes con Gabriel García Márquez, Roy Stuart por sus desnudos femeninos, que son de una belleza impresionante y Juan Rulfo, por la permanente soledad de sus fotos del pueblo mexicano. Las fotos que yo hubiera querido hacer eran las de Arthur Rimbaud, y todo porque, cuando conocí a Gonzalo Arango, fue él quien me dijo: «Una temporada en el infierno es tu libro». Y yo le creí. Por eso es que mis cuentos tienen tanta poesía.
¿Qué opinión te merece el nuevo modo de comunicarnos a través de las redes sociales con aproximadamente 1.750 millones de imágenes al día?
Desgraciadamente me parece lo más inhumano que se han podido inventar. Hoy nadie escribe una carta, nadie envía cartas. Hay cincuenta millones de seres humanos que ni se conocen. Es como cuando uno sale a la calle y ve a la gente con tapabocas; pareciera que nos van a atracar, ni siquiera sabemos con quién hablamos. La tecnología desplazó al ser humano y lo volvió robótico. Yo ni siquiera sé usar el computador, ni siquiera el teléfono o «celu». La gente se gradúa virtualmente y envían besos virtualmente y tienen hijos igualmente virtuales.
¿Qué libro llegó a tus manos en el momento oportuno y te abrió nuevos horizontes?
Hay cuatro o cinco libros fundamentales para mí, y son: Una temporada en el infierno de Rimbaud, Sexo y saxofón de Gonzalo Arango, El Castillo de Kafka, los poemas de Aurelio Arturo, Crónica de una muerte anunciada de García Márquez y La caída de Albert Camus.
Ahora bien: tu revista Puesto de Combate cumple cincuenta años. Me atrevería a decir que es la más antigua de Colombia, la única que se ha publicado sin interrupción dándole voz a una cantidad considerable de autores. Así mismo, has descubierto y dado a conocer a grandes plumas literarias. ¿Qué sensación te deja mirar en retrospectiva? ¿Cómo te sientes con este proyecto?
En realidad, yo nunca tuve el propósito de hacer una revista para publicar a mis amigos, ni para publicar los textos que más me han gustado a lo largo de mi vida, sino una revista donde pudieran publicar los que todavía no tenían nombre. Ni siquiera pensaba llegar al número 2. Es cierto que me he equivocado varias veces, pero yo no tengo compañeros de viaje, ni consejos editoriales, ni amigos en los entes de la cultura y a la cultura no le importa lo que yo hago.
Me preguntas cómo me siento con este proyecto. Sinceramente me siento bien, como cuando uno se toma un vaso de agua porque tiene sed. Mi vida es la de un hombre normal que paga el bus cuando viaja, almuerza cuando puede y hace una revista que, si bien no es la mejor del país, al menos sirvió de puente para llegar a alguna parte.
¿Cómo quisieras ser recordado?
Como un hombre honesto que quise a quien me quiso. Un libro abierto. Como el que siempre he sido, un vendedor de espantapájaros.
La Candelaria, 29 de septiembre de 2021
Andrea Pinzón Escobar nació el 13 de marzo en Bogotá. Es Licenciada en Lenguas Modernas de la Universidad de La Salle. Diplomada por el Instituto Caro y Cuervo en Literatura y Cultura y por la Universidad Javeriana en Providas. Acompañamiento pastoral a personas y comunidades afectadas por la violencia. Dirigió la revista juvenil: Juvengativá: acciones y palabras, proyecto ganador en el marco de Bogotá capital, Un libro abierto. Dentro de sus entrevistas se destaca Carlos Vidales: Los libros de mi padre fueron mis primeros juguetes en la revista Hojas Universitarias. Número 68. (2013) en coautoría con el escritor Fredy Yezzed y Las múltiples vidas de 2 Vidales en la revista El Malpensante. (2014) en coautoría con el escritor Fredy Yezzed.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de:
Incidencias/fragmentos
s/t
Lápiz grafito sobre papel
2021
de © Amadeus Alessandro Longas.