Eduardo Bechara Navratilova
Nota de Stefhany Rojas Wagner
Bassem, un joven libanes exiliado en Francia, es sorprendido en medio de la revuelta protagonizada por los habitantes de los túneles de París. Él, junto a Florence, una estudiante de teatro francesa con la que tiene una relación sentimental, vivirán los momentos más angustiantes de sus vidas arrastrados por las hordas de gente en las calles. La confrontación interior que tendrá que asumir Bassem para reconciliarse con su pasado y crear su presente junto a Florence, y la travesía que sufrirán los dos en una ciudad destruida por la guerra civil, son testimonio de la orfandad a la que se enfrenta el ser humano en nuestros días.
Sin lugar a dudas, para los tiempos inverosímiles que estamos experimentando, Túneles de París se vuelve un referente literario de la novela distópica que nos invita a visualizar la fractura de nuestra sociedad desde sus simientes. A la par, nos interroga sobre nuestras relaciones humanas y el papel que juega el amor como un aliciente para sobrevivir y sostener la esperanza.
En este libro, apocalíptico y emocionante, el lector dilucidará, desde su primer capítulo, una vez más el trabajo riguroso y creativo de Eduardo Bechara Navratilova, uno de los escritores más prolíficos y comprometidos de la reciente narrativa colombiana.
I
El viento sopló por la calle ese aliento tan característico —entre caliente y frío— que anunciaba la llegada del otoño. Los castaños empezarían a perder sus hojas y las aceras de París se llenarían de esa hojarasca amarilla y roja que Bassem solía imaginar como cuadros impresionistas.
Terminaron de recorrer la Rue des Francs-Bourgeois entre el gentío que dificultaba el caminar, voltearon por la Rue des Archives y pararon ante un redondel de gente que presenciaba una pelea de perros.
Los quejidos y gruñidos acompañaban sus movimientos ágiles. La forma en que se atacaban, se mordían e intentaban buscarse la yugular —todo esto en cuestión de segundos—, avivaba un circo romano con el que algunos de los espectadores se jactaban. Las bocinas de los carros que intentaban abrirse paso en la calle aumentaban la confusión.
El bóxer clavó su mordida en el cuello de Rousseau. Echó el cuerpo para atrás con las patas delanteras aferradas al cemento. Lo aprisionó contra el piso. El dálmata aulló. Sus quejidos se hicieron débiles. Su cuerpo dejó de moverse. Perdió la tonicidad y quedó tendido sobre la acera con esa placidez o angustia —depende cómo se le mire— que despiden los muertos.
El cadáver ensangrentado produjo en Bassem un vacío en la boca del estómago. El bolo ascendió por su esófago, invadió su garganta y salió expulsado. El almuerzo que acababa de ingerir se esparció al lado del dálmata. Pedazos de pan aún reconocibles y pequeños trozos de jamón flotaron entre los jugos gástricos. El vómito se mezcló con la sangre y algunos de los peatones vociferaron su desagrado.
Bassem se incorporó, buscó apoyo y recostó el cuerpo sobre la pared de una fachada contigua.
—¿Estás bien? —preguntó Jacques.
—Era el perro de mis vecinos.
—Mi papá tampoco puede ver sangre —Jacques le pegó un par de palmadas en la espalda. Volteó los ojos a su reloj. Ya eran las dos y media—. Tengo prisa. Debo caminar hasta el Hôtel de Ville y tomar el metro a Vaurgirard. No quiero interrumpir a chef Terrian. ¿Puedes llegar solo a tu casa?
—Claro que sí —Bassem estiró las mangas de su chaqueta—, es que era mi amigo.
Estrechó la mano de Jacques con cierto desgano. Lo vio bajar por la calle entre el tumulto que hacía imposible la movilidad a esa hora del día. Se quedó un rato ahí. Los ojos abiertos de Rousseau, su cabeza desgonzada y la fatalidad que mostraba su herida, hizo que se le bajara la tensión. Las personas esquivaban al perro y lo miraban con rechazo. Todo ello hacía que se formara un atasco mayor en ese punto. Eran pocos los andenes de París donde aún se podía caminar con tranquilidad.
Bassem recuperó el aliento, tomó una bocanada de aire, se agachó y levantó el cuerpo del animal. Era igual de pesado al de Van Gogh, su propio bóxer en Zahle. Las marcas del camión sobre la calle y su cuerpo ensangrentado volvieron a su cabeza. Era uno de los recuerdos más tristes de su adolescencia. Toda la escena, aunque diferente, se vivía como un déjà vu.
Caminó hacia su estudio ubicado en la Rue Charlot. Los peatones lo veían con mirada culposa, como si él le hubiera dado muerte al animal. Una mujer torció la boca, pasó a su lado y le dijo:
—Ave de mal agüero.
La frase resonó en su cabeza. Lo volvió a marear. Los tantos ojos y las tantas miradas le hicieron bajar al perro. Miró a Rousseau mientras recuperaba el aliento. El tráfico hacía que algunas personas estuvieran a punto de pisarlo. El cuello del animal mostraba la herida. Sus fibras musculares lucían recogidas en un nudo de carne fresca. Volteó la mirada. Pensó en el dolor que padecerían sus dueños al conocer la noticia y una vez más volvió a ese momento cuando Van Gogh fue atropellado.
Terminó de recorrer las calles, descargó al animal, puso la huella de su índice derecho en el lector, alzó al perro y abrió la puerta del edificio. Las paredes descascaradas, el deterioro de la pintura, del mármol y la piedra caliza, incrementaron su desolación. Caminó sobre el patio empedrado. Mandrágoras con sus hojas mal cuidadas cubrían los muros. Lo que había sido una residencia elegante a finales del milenio, estaba convertida en una especie de jungla tragada por la maleza. Tréboles buscaban su camino entre los bordes terrosos de los adoquines. Algunas otras paredes agrietadas mostraban la degradación.
La arquitectura francesa conservaba el esplendor antiguo. Resistía ese abandono que había hecho de Francia —y el resto de Europa—, un continente de miseria. La violencia debía ser erradicada junto con la delincuencia común y «el resto de plagas que habían opacado la grandeza». Palabras textuales del gobierno.
El Congreso había expedido una ley llamada: «Regreso al esplendor», por medio de la cual se decretaban medidas de seguridad tendientes a combatir los altos índices delincuenciales. Aparte de los nuevos derechos otorgados a la policía —muchos de ellos considerados abusivos en épocas anteriores—, los edificios estaban obligados a contratar un guardia, lo que además había forzado la apertura de miles de empleos.
Las botas negras y brillantes, con esa embetunada perfecta, taconearon sobre el empedrado. Bassem subió la mirada con cierta vacilación. Reconoció la barba que cubría las mejillas del sargento Duviau. El militar retirado se acercó a él. Sus ojos de malevo apuntaron al cadáver del perro. «El sargento», como lo llamaban en el conjunto, tomó la cabeza del animal, analizó la herida y sonrió. Sus dientes negros se hicieron visibles.
—Por fin me daré un buen banquete.
—Es Rousseau.
—Lo puedo ver, muchacho. No me tomes por un imbécil —respondió el sargento.
Bassem trastabilló. Sus ojos huyeron de las pupilas fuertes que lo analizaron por encima del bigote amarillento. Descargó al animal junto a la puerta del señor y la señora Lewckowitz. Jean Paul, su hijo, se pondría muy triste.
—¿Cómo pasó?
—En una pelea con un bóxer.
—Debe haber sido con Bonne Chance, el perro de la hija del panadero, hace tiempos que se venían buscando la muerte entre los dos —dijo con voz fatal.
Toda la actitud de Duviau era la de un militar que aún continuaba en el cuartel.
—Fue muy rápido —respondió el estudiante.
Las manchas de sangre contrastaban con el pelambre de Rousseau.
—Hay que ver que no todos los pensadores terminan su vida en las enciclopedias —bromeó el sargento—. Muchacho, como están las cosas, no es extraño que los animales se estén matando los unos a los otros.
Bassem observó al perro por última vez, dio media vuelta y caminó hacia su estudio. Estaba agotado. Puso llave en la puerta, recostó el cuerpo sobre la cama y se quedó dormido.
Se vio en medio de una ciudad que se caía a pedazos. Las fachadas de los edificios se venían sobre él y no podía más que esquivar las alcantarillas sin tapas, las grietas formadas en los andenes, el tumulto de las tantas otras personas queriendo salvarse. Los muros caían tras él. Lo perseguían. La urbe era un sitio sórdido donde escuchaba gritos agónicos.
ζ
Florence se sentó a su lado. Observó su rostro pálido. Pasó los dedos sobre las puntas de su pelo corto. Debía despertarlo, tenía dos boletas para el estreno de Hamlet y actuaban unos amigos del grupo La Nueva Era. Bassem abrió los ojos. Se incorporó.
—¿Qué pasó?
—Tuviste una pesadilla. Tu camisa está manchada con sangre.
—Un perro mató a Rousseau.
—¿Rousseau?
—El perro de los vecinos.
La joven abrió el closet y sacó la camisa azul que le había regalado de cumpleaños.
—Me costó mucho dinero y nunca te la pones.
—Sí, la uso —Bassem se la puso con movimientos lentos. —Apúrate que vamos tarde.
Debían caminar hasta la Place de la Bastille.
Salieron del estudio. Rousseau yacía al lado de la puerta de entrada del edificio. La imagen ahondó la tristeza en Bassem. ¿Por qué lo habría puesto el sargento ahí? Se detuvo un instante.
—¡Vamos! —insistió Florence.
Las calles de París a esa hora de la tarde eran imposibles. La gente volvía a sus casas después del trabajo. Los andenes estaban atestados por personas que se empujaban unas a otras.
Florence se quejó. Haló a Bassem hacia la calle. Algunos metros después los detuvo un policía.
—Se acaban de ganar una multa. Saben que no pueden caminar por la calle.
—Mi mamá está grave. Necesita ayuda —respondió Florence en un francés perfecto.
—No les creo, pero sigan por la acera —ordenó.
Más adelante, un hombre pagaba los cien euros de multa. El cielo estaba oscuro y se presagiaba lluvia. Debían apurarse aún más, no fuera y les tocara refugiarse de las gotas. Lograron encontrar su camino por entre el tumulto. La Rue de Rivoli se convirtió en la Rue de Saint Antoine, y desde lejos pudieron divisar a la Place de la Bastille.
Bassem seguía a Florence. Observaba su pelo lacio sobre sus hombros, el movimiento rítmico al compás de las zancadas decididas, ese perfil que la hacía magnificente.
El Temple du Marais, la columna de Julio con el Genio de la Libertad en bronce a lo alto y la fachada de la Ópera de la Bastilla, lucían corroídas por el ácido que traía la lluvia. Presentaron las boletas en la taquilla. Entraron a la sala.
Un frío los recibió. El lugar estaba oscuro. Encontraron los asientos sobre el ala derecha. Se sentaron sin hacer ruido. La obra había comenzado. Florence mostró su molestia. Bassem tomó su mano tibia. Respiró la fragancia de su perfume. Espió su feminidad. Su piel era un viaje sinuoso sobre el viento, el río Sena, la trementina, el óleo sobre el lienzo plasmado con la pasión de un artista que pinta desde sus vísceras. Acercó la boca a su mejilla. Le dio un beso.
Un grito interrumpió el silencio.
—¡Se fue a una cena! —exclamó un hombre entre la oscuridad.
—¿A una cena? —preguntó otra voz masculina.
—No donde comerá, sino donde será comido por los gusanos.
Un nuevo silencio flotó sobre el aire y acompañó a la oscuridad. Un olor rancio se difuminó en el teatro.
—Dinamarca está podrida. Aquí se gritan cantos de traición. Bassem soltó la mano de Florence. Tapó sus narices. El olor a huevo lo hizo recordar su vómito junto a la sangre de Rousseau. Sintió una arcada. Comprimió la nariz y boca contra sus manos. Frenó el bolo.
La voz de hombre dijo:
—Podrías terminar en el cuerpo de un mendigo.
Tímidos rayos de luz iluminaron la oscuridad. Insinuaron la silueta desnuda de un hombre en el escenario. Sostenía una daga en la mano.
Del otro lado se apreciaba una figura de insecto. Llevaba una corona.
—¿En dónde dejaste a Apolonio? ¡Responde! —Habló con voz desfigurada—. ¡Guardias, llévenselo! Hablará en el cuarto de torturas.
La figura emitió un chillido desagradable.
Hamlet levantó la daga. Enfrentó a los guardias.
—Con el paso del tiempo lo olerás entre las escaleras —replicó.
—¡Rápido! —indicó el rey—, tráiganlo, le daremos el funeral que se merece.
Entre el silencio prolongado Florence tomó el brazo de Bassem; destapó su nariz.
—Ya pasó.
Un estruendo lo hizo saltar del asiento. Llegó acompañado de una luz como trueno. Intentó enfocar lo que sucedía. Una voz celestial salió del escenario. El aire frío empezó a calentarse.
—Hamlet, vengarás la muerte de tu padre. ¡Infamia! Habitamos tiempos ominosos. El incesto habita en los ojos de tu madre.
—¡Padre! ¡Padre! —exclamó Hamlet—. Padre, la sangre caerá sobre el reino. Lo juro.
El calor terminó de invadir la sala. Obligó a Bassem a desabotonarse la camisa. El escenario quedó a oscuras. Al cabo de un minuto el sitio retornó a su ambiente natural. Volvió a la mano de su novia y una vez más respiró su aroma femenino.
Hamlet viajó en busca de su propia muerte a Inglaterra. La reina de Dinamarca hacía el amor con el insecto. Los gemidos guturales de la bestia destemplaron a Bassem. El joven lucía incómodo ante el movimiento jadeante de las figuras copulando entre la penumbra. Florence observaba con atención.
Tras presenciar la muerte de Rossencrast y Gildersen, asesinados por el capitán de un navío de la armada invencible, Hamlet regresó de Inglaterra. Salvó su vida al responder cuál es el animal que de chico camina en cuatro patas, en la madurez en dos y siendo viejo en tres.
Un hedor a cebolla se diseminó por la sala. Con el nuevo olor Bassem recordó a Rousseau junto a la puerta del edificio.
Con su regreso Hamlet llegó con un grupo de actores de la corona española. Le dijo al rey que le traía un regalo de tierras hispanas. Preparó una obra de teatro dedicada a él y a su madre. Visitó la lápida de Ofelia. Sobre ella se resbalaban unos caracoles de tierra gigantes representados por un par de actrices semidesnudas que reptaban con movimientos sinuosos.
—Luego festejaremos tu retorno —dijo el rey.
Un olor a queso invadió el ambiente. El teatro quedó a oscuras. Pasaron algunos segundos antes de que los actores hicieran su aparición en escena: el rey dormía sobre el jardín de su palacio. Hacia el otro lado del prado adornado con flores, la reina le daba al hermano del rey un pequeño recipiente de veneno. En silencio, el hombre que se convertiría en sucesor del reino lo tomó entre sus manos, caminó en puntillas hacia el rey y lo introdujo en su oído.
—¡Paren la obra! —exigió el ortóptero.
Las luces del teatro se encendieron.
Por primera vez se pudieron apreciar bien las figuras de los personajes. Hamlet yacía desnudo, sostenía un cofre de madera en sus manos. El insecto, difícil de dilucidar, se había levantado del trono. Su mirada inculpó a Hamlet. La reina era más joven que su hijo. El cielo se descolgó a pedazos.
Florence apartó sus ojos del escenario en busca de alguien conocido en el público. Le decepcionó saber que el teatro no estuviera lleno.
—Aquí reposan las respuestas de Dinamarca —le dijo a su tío.
Extendió sus brazos y entregó el cofre al rey. Este lo abrió y lo dejó caer al suelo con gestos de sorpresa e indignación. Los corazones embalsamados de Rossencrast y Gildersen rodaron sobre el tablado y apareció un nuevo personaje en el escenario.
—¡Horacio! —exclamó Hamlet.
—Vengo a vengar la muerte de Apolonio. Nos encontraremos sobre el filo de la media noche en el cementerio, aquel que toque con su espada tres veces al adversario, será vencedor.
Las luces del teatro murieron de nuevo. Una pequeña corriente de aire surcó el rostro de Bassem. Pudo ver los rasgos de Florence entre la penumbra. Sus facciones delicadas insinuaban su ascendencia flamenca. Quería besarla.
—Touché —gritó Hamlet.
Horacio lució enfadado.
—Seré yo el próximo en tocarte —respondió.
Las luces del teatro se encendieron de nuevo. La lucha a muerte encontró la valentía de los contendores. Hamlet vestía una trusa negra. Con ella se podía presagiar el resultado. Horacio necesitaba un solo toque para que el veneno acabara con la vida del asesino de su padre.
—Je t’ai touché encore une fois —gritó Hamlet en éxtasis.
El silencio inundó el escenario. La reina levantó la copa destinada para él.
—Beberé en honor a mi hijo.
—¡No! —gritó el rey—. Deja que su líquido bañe la garganta del vencedor.
La reina depositó la copa en la bandeja.
—¡Que así sea!
Horacio empuñó su espada. Sobre la espalda de su oponente dejó caer el filo. Hamlet lo desarmó. Levantó la espada embadurnada con el veneno. La clavó en el cuerpo de Horacio.
—El rey envenenó la espada —admitió Horacio—, somos dos los que morimos.
Hamlet caminó hasta el rey. Produjo un corte sobre su mejilla derecha.
—Esto es por mi padre. Tú, madre, padecerás el resto de tú vida el asesinato del rey.
Hamlet cayó al piso. La reina tomó la copa que sostenía el vino envenenado. Suspiró y bebió. Las luces del teatro se apagaron. El público aplaudió. Florence lo hizo con emoción. Los actores salieron a saludar al público y ella agitó la mano.
—¡Vamos a los camerinos!
Lucía emocionada, quería saludar a los actores, felicitar su debut. Bajaron hasta la entrada.
Un guardia les impidió el paso a los vestidores.
—Soy parte del grupo —exclamó ella. —La credencial.
—Se me quedó.
—Lo siento.
—Soy parte del grupo —insistió.
—No puede pasar.
Tuvieron que esperar a que los actores salieran. Pascal, el intérprete de Hamlet, fue el primero en hacerlo. Florence se abalanzó sobre él. Le dio un beso en la mejilla. Bassem los miró con una cierta inquietud visible en la tensión de su mandíbula. Una leve punzada se pronunció en su abdomen. El exceso de cariño en Florence lo desbalanceó un poco.
—Hay una fiesta en la casa de Tiery —dijo Pascal. Florence miró a Bassem.
—No te importa que me vaya con mis amigos, ¿verdad? —le dio un beso antes de que pudiera responder.
Bassem miró a Hamlet con ojos de intranquilidad. Era más corpulento de lo que le hubiera parecido en el escenario.
—Florence es una buena chica —comentó el actor.
Bassem volvió a Le Marais, subió por la Rue des Tournelles, caminó la Place de Vosge con el velo de la resignación pintado en sus gestos, tomó la Rue Des Francs Burgeoise y paró en el café La Lumiere. Dio un vistazo. Jacques no estaba por ahí. Siguió su camino por unas calles menos atestadas de gente y entró al foyer con las palabras de Hamlet martillando su cabeza: «Florence es una buena chica». ¡Qué diablos era eso!
De Túneles de París,
(Editorial Escarabajo, Bogotá, 2021).
Eduardo Bechara Navratilova nació en Bogotá, Colombia, en 1972. Es hijo de un padre de origen libanés y una madre que escapó de la antigua Checoslovaquia. Estudió Derecho y Literatura en la Universidad de Los Andes, Bogotá, y tiene una Maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Temple, Filadelfia, EEUU, donde fue profesor de Escritura Creativa y Escritura de Negocios en 2009 y 2010. En 2016 fue galardonado con el premio Andrés Bello, por la Fundación Andrés Bello con sede Madrid, España, por su obra narrativa completa. Sus últimos libros de poesía son: Paracaidistas de Checoslovaquia (Nueva York, 2020), Metamorfosis II: Los animales de la culpa (Bogotá, 2020), Las prisas de la ruina (Bogotá, 2021). Sus últimas novelas publicadas son: El juego de María (Bogotá, 2015) y Túneles de París (Bogotá, 2021); el libro de crónica Mendigo por un día (Córdoba, Argentina, 2012); y el libro de cuentos Las maravillas de Alicia (Bogotá, 2017). Es director de Escarabajo Editorial, que ha publicado más de 130 títulos en 15 años de fundada.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de la obra:
Penelope
130x 130 cm
De la artista mexicana © Ninfa Torres