Ricardo Silva Romero
No hay dudas, el personaje principal de la novela colombiana es la violencia. En «Río Muerto» (Alfaguara, 2020), Ricardo Silva Romero recrea con una prosa poética e intensa otra cara del horror de nuestra época. A las afueras de Belén del Chamí, un pueblo que aún no consigue aparecer en el mapa de Colombia, el mudo Salomón Palacios es asesinado a unos pasos de su casa. Compartimos este primer capítulo con el deseo de alentar la lectura de una las voces más críticas y destacadas de Colombia.
Todos los finales son designios del Señor, pero no es lo mismo morir que ser asesinado. Salomón Palacios, el mudo que fue mudo desde niño, se dio cuenta de que iban a ajusticiarlo sin piedad a unos pasos de su casa como si estuviera recibiendo una última lección, como si su espíritu estuviera recordando una escena que su cuerpo jamás habría sido capaz de imaginar: «Pero claro que iban a matarme…», pensó. Ya iban a ser las once de la noche de aquel sábado de enero. Venía escuchando «un grande nubarrón se alza en el cielo…» en el camión blanco y pequeño y tembleque que les daba de comer. Andaba con la guardia abajo y ciertas ganas de morirse que no eran para tanto. Y cuando notó su propio fin, rendido e iracundo, sólo supo agarrarse del timón, poner la mirada en la luz nocturna de la ventana de la pieza, rogarle piedad a su mujer por haberla dejado sola y pedirles perdón a sus dos hijos por dejarlos solos con ella: con su tormento y con su furia y con su maña de morirse matando.
………No había nada por hacer, no había tiempo de fumarse el último, ni había a dónde volver ni en dónde esconderse. El corregimiento de Belén del Chamí, en el municipio de Monteverde, que hasta hoy no ha logrado, ni rogando, aparecer en el suroccidente del mapa de Colombia, quedaba en ese entonces muy, muy lejos de su casa. Y entonces sí iba a morirse e iba a dolerle la muerte porque era seguro que la demoledora locura de ella era el paso a seguir.
Un relámpago entre el monte encendió las siluetas armadas con fusiles y describió los escombros del camino destapado. Hubo una parte de él, tal vez su cuerpo, que alcanzó a preguntarse –y su voz de la consciencia, que no tenía otra voz, era grave– «¿por qué no estoy pisando el acelerador?», «¿por qué no estoy escapándomele a esta muerte?», «¿por qué no corro hacia las lomas junto a Belén?». Pero el resto fueron las luces polvorientas y el estrépito del furgón. Fue frenando de a pocos para no llevarse por delante a sus tres, cuatro asesinos. Y luego, cuando su resignación apagó el camión y abrió la puerta y se bajó de un salto a la carretera y notó que iba a morir jadeando de miedo, vinieron los fusilazos en la oscuridad: «Tome por sapo, bobo hijueputa».
Se desgonzó. No se fue atrás como un hombre talado, sino abajo como un hombre sin huesos, como si morir fuera lo mismo que ser asesinado. Cerró los ojos y se dijo «no», pero quería y no podía gritar «ay», unos segundos antes de desfallecer en el suelo cubierto de charcos y de piedras.
………Se vio luego a sí mismo, pero no sabía que él era él, ni tenía claro cuál era su nombre, en una selva renegrida y estrecha y pegajosa y fétida que le pareció el infierno: puede que lo fuera. Pasó allí días, meses, años: quién sabe cuánto pasó. No se acostumbró nunca a esa oscuridad. No supo jamás de bordes ni de rincones, no fue capaz de avanzar a ninguna parte mientras estuvo sepultado allí –apenas se alzó entre el pantano viscoso y helado–, pero se le volvieron un hábito la pestilencia que no se disipaba, y el escupitajo que, como una gotera en una pesadilla, le caía desde el techo de aquella enramada que algo tenía de caverna porque allí adentro no llovía. Se descubrió después, aunque puede que «después» no sea la palabra, tratando de ver algo, de ver. Y vio esas ramas pobres y esos insectos pegadizos sin patas y sin alas que reptaban por el fango. Y así consiguió que esa negrura se le fuera volviendo una noche.
………Estoy contando lo que me contaron tal como me lo contaron: que a Salomón Palacios lo fusilaron a unos pasos de su casa y murió y fue una cosa sin nombre entre la cerrazón hasta que volvió de la muerte. Que tardó una eternidad en volver, pues el alma recobra la memoria a su propio tiempo, a su ritmo, pero que debe estar por allí ahora, y siempre está, porque la muerte es el verdadero presente y porque ciertos asesinados no se van. Vio su propio cadáver bocarriba, abaleado y pateado y en guardia, junto a los pastos salvajes donde los vecinos echan la basura. Vio a sus asesinos encapuchados subirse a un jeep sin precauciones, sin afanes, como dueños y jueces de un lugar lejos de Dios.
Y, apenas se fueron los verdugos, vio a sus dos hijos corriendo por el camino que iba de la casa hasta la carretera.
………Todo le pareció pequeño: la casa, el camino, el furgón. Sintió vergüenza por haberse ido así, de golpe, sin haberlos sacado antes de ahí. Quiso pedirles perdón, perdón por todo. Trató de acercársele a Maximiliano, el de doce años, que siempre ha sabido vivir y ha encontrado amigos y ha tenido fuerza. Tuvo el impulso como un empujón de pararse junto a Segundo, el de ocho, que siempre le ha temido a todo y ha vivido detrás de la familia y metido en sus ideas y mirando al piso. Pero entonces apareció su mujer, la enjuta y bella y nítida y canosa antes de tiempo Hipólita Arenas, haciéndose la fuerte desde la puerta de la casa hasta el lodazal de sangre: como si no fuera raro que le desgarraran a tiros al marido allí nomás, como si siguiera siendo la misma muchacha a la que le daba rabia la tristeza.
………Hipólita lloró porque no podía ser, porque se habían dicho «nos vemos luego» después de la ceremonia en el templo, porque el mudo se había muerto sin haber sido capaz de dejar de fumar, porque sin él, sin su marido, cómo iba a hacer ninguna cosa. Se puso de rodillas con las rodillas desnudas. Se raspó. Sangró. Arruinó su falda de flores. Sostuvo la cabeza de su hombre para que no fuera una cosa muerta y tirada ahí y nada más. Besó su frente y le cerró los ojos y le cerró la boca para que nadie le viera al pobre las calzas de plata. Preguntó a nadie quién fue, quién fue. Gritó adelante y atrás y a los dos lados «hijueputas asesinos: yo los voy es a matar uno por uno apenas los vea, malparidos». Se tragó las ganas de llorar para no darle gusto al Señor, que es cruel y permite semejante dolor. Les dijo a sus hijos «ayúdenme a entrarlo a la casa» cuando cayó en cuenta de que los cobardes de los vecinos –sus únicos vecinos en la nada– estaban mirándolos desde las ventanas de enfrente.
………Salomón les pidió perdón a sus hijos mientras llevaban su cuerpo pesadísimo a la casa. Hipólita se lo imaginó pidiéndoles perdón, «yo no sé qué pasó…», «yo jamás pensé…», porque sintió un susurro detrás de su hombro, pero no creyó que fuera verdad, pues los espantos de los mudos tienen que ser mudos. Dijo “habrá que llevarlo a la funeraria de Belén porque dígame qué más hacemos…” apenas vio su cadáver bocarriba sobre el piso de la entrada. Y de pronto –y eso era lo que Salomón se temía: por eso era que él no se podía morir, por eso y por el delirio que vendría después– empujó la escoba que había que cambiarla y abrió la puerta de la casa y se puso a gritarles a los vecinos asomados tras las cortinas «¿qué es lo que miran?», «¿de qué se ríen?» convertida en una loca con un palo.
………–¡Jueputa, Salomón, no hice sino decirle que nos fuéramos de este puto pueblo! –gritó dándole un portazo a todo, pero ahí mismo se dijo la expresión que solía decirse–: Pa’ qué.
………Salomón Palacios, el mudo muerto, el muerto mudo, no estaba parado, ni estaba sentado al lado de su gente en el pequeño comedor de madera de la pequeña casa de madera. Flotaba por ahí, como una polilla aleteándole a los bombillos, agobiado por la necesidad de jurarles por el Señor y por sus ángeles que él no tenía ni idea de que sí lo iban a matar: desde septiembre del año pasado venía escribiendo en el cuaderno de la casa algunas cosas sobre morirse, «si yo me llego a morir ustedes se van al otro día de acá…», pero si él hubiera creído que las amenazas eran más que bulla, si él hubiera sospechado que lo iban a matar por hacer un simple favor como los favores que les hacía siempre a todos sin importarle si estaban con los unos o con los otros, es seguro que se habría quedado quieto.
Salomón solía guardarse los gestos dramáticos, pues además de mudo era retraído y huidizo, y claro que quería vivir y claro que habría preferido seguir viviendo.
………Desde la esquina de arriba vio a su hijo mayor rogándole a la sulfurada Hipólita que cerrara la ventana y corriera la cortina, que volviera adentro ya: «Venga acá, la mamá, no les dé ese gusto…».
Desde la esquina de abajo vio a su hijo menor, que lo acompañaba a todo cuando estaba vivo, buscando un lugar en donde no les estorbara ni les preocupara. Se hizo un rato detrás de la pared de la cocina. Y, cuando se sintió escondiéndose, prefirió sentarse en la mecedora de la sala, pero apenas captó que no era momento de mecerse se paró al lado del televisor borroso, que estaba encendido justo en el video nuevo del himno nacional –y todas las noches se quedaba encendido hasta el cierre de la programación: esas barras de colores–, y entonces se puso a ver a los abuelos y a los niños de colegio y a las profesoras y a los futbolistas y a los soldados y a los pasajeros de la chiva que cantan «oh gloria inmarcesible…» y miran con orgullo la bandera.
………¿Qué iban a hacer estos tres sin él? ¿Cómo iban a lidiar a los matones del Bloque Fénix que andaban dizque librando a Belén de los compinches y los sapos del viejo Frente 99? ¿Dónde iban a esconderse si un par de malparidos encapuchados llegaban una noche a joderlos?
………¿Y quién iba a defender a su mujer, que no se callaba una sola verdad de las que se le pasaban por la cabeza, de los chulos babosos que iban a lanzársele en unos cuantos días? ¿Y qué iba a ser de Segundo, su hijo menor, que era un rezandero y un solo, pero solo no podía hacer nada?
………Salomón el fantasma estuvo allí todo el tiempo, todo, sobre ellos tres y entre ellos tres como una mosca exasperante, y los vio sollozando en la cama grande, y reclamándole a la vida semejante sorpresa, y jurando venganza por turnos, y preguntándose a quién pedirle ayuda si no tenían a nadie más, y llamando en vano a los teléfonos que se sabían de memoria, y poniendo a calentar un agua para un café, y escupiendo y meando como presumiendo de estar vivos. Hipólita, que siempre hacía lo que le venía en gana, pero siempre se lo consultaba antes –y tenía puesta, como un chiste macabro, la falda de florecitas que a él le gustaba tanto–, fue quedándose sin palabras un rato después. Segundo se hizo el dormido en el lado de la cama en el que se acostaba su padre. Y Maximiliano dijo «mamá: ¿no que íbamos a llevar a mi papá a la funeraria?» porque alguien tenía que volverlo a decir: no podían seguir aplazando la realidad.
………Quizás la muerte sea un problema irresoluble, un misterio en las manos de los pastores de la Iglesia Pentecostalista del Espíritu Santo, pero un cadáver es un problema práctico.
………Y su cuerpo tenía los ojos abiertos otra vez y había vuelto a abrir la boca como pegando un grito y seguía ensangrentando las tablas del piso de la entrada de la casa.
………Se estaba entiesando, emblanqueciendo. Comenzaba a apestar. Y no era nada fácil creer –pero así me lo contaron a mí y así lo cuento yo– que toda esa miseria está en los planes del Señor.
Ricardo Silva Romero nació en Bogotá el 14 de agosto de 1975. Estudió literatura en la Universidad Javeriana. Su tesis de grado Todos los hombres del rey: documental sobre el relato de Paul Auster fue elegida como una de las mejores del país en el año 1998. Pero el género al que más tiempo le ha dedicado es la novela: ha publicado Relato de Navidad en La Gran Vía (2001), Walkman (2002), Tic (2003), Parece que va a llover (2005), Fin (2005), El hombre de los mil nombres (2006), En orden de estatura (2007), Autogol (2009) y el díptico Érase una vez en Colombia que conforman El Espantapájaros (2012) y Comedia romántica (2012), Río muerto (2020), todas editadas por Alfaguara. En abril de 2007 fue elegido por la organización del Hay Festival como uno de los 39 escritores menores de 39 más importantes de Latinoamérica. Es el autor de la columna Marcha fúnebre del periódico El Tiempo desde mayo de 2009.
La composición que ilustra este post fue realizada a partir de una ilustración del pintor colombiano Alejandro Obregón