Andrés Mauricio Muñoz
Compartimos como primicia para Abisinia Review el primer capítulo de Los desagradables (Bogotá, 2023) del escritor colombiano Andrés Mauricio Muñoz. En palabras de Fabio Morábito: «Andrés Mauricio Muñoz escribió una novela que es una potente crítica al mundo de apariencias y mentiras creado por las redes sociales y, por extensión, al mundo laboral basado en el llamado servicio, profundamente insustancial detrás de sus rituales y figuras, al grado de que el único hecho “tangible” al que asistimos en ese mundo tan huero es el arreglo de la silla del jefe por parte de Palomino, el protagonista. Una historia agridulce que nos atrapa con su ritmo envolvente y la inteligencia de su argumento». Agradecemos, finalmente, a la editorial Seix Barral el permiso especial que nos brinda y alentamos a nuestros lectores a adquirir la novela.
Primer capítulo
Palomino había pasado la mañana inmiscuyéndose en asuntos que no le concernían; en realidad ese señalamiento, dicho así, con énfasis y a la vez con desgano, provino de Sofía, quien de camino a la fotocopiadora con Palomino a su lado, escoltándola, le hizo saber que, ya que habían terminado, lo que sucediera con su vida sentimental era algo que no le importaba en lo más mínimo. Ese habían terminado era una concesión que Palomino advirtió de inmediato. En otras ocasiones Sofía no le concedía ni siquiera eso. Para ella él no había sido más que algo circunstancial en su vida.
…..No le concernía a él, claro, se lo dijo mirándolo a la cara, porque era él quien había estado indagando sobre ese tipo con el que la vio tomarse un café unos días atrás; pero también se lo había dicho de un modo distinto, en el sentido contrario, aquella vez que, a través de un mensaje de texto, él se aventuró a contarle que había conocido a alguien. Entonces ella fue enfática: ese tipo de asuntos no le incumbían en lo absoluto. Aunque en realidad no había conocido a nadie, en ese momento tomó la reacción de ella con altivez, advirtiendo en su respuesta un tufillo de resentimiento, o de celos, al comprobar que él también podía seguir adelante sin ella. Lo de Sofía no era más que aburrimiento, aunque Palomino percibiera otra cosa, alentado por esa repentina presunción. De tal forma que no siempre el ego le jugaba de mala manera, arrojándole las cartas de una baraja a la cara; en ocasiones le daba palmaditas en la espalda, aunque eran más las veces en que lo arrinconaba hasta abatirlo por completo. Pero ahora le quedaba claro que ella erigía de nuevo ese muro infranqueable entre los dos. «Lo que pasó entre nosotros», había dicho. Esas fueron las palabras. A Palomino le resultaba incomprensible esa habilidad de las mujeres, o por lo menos las pocas con las que había estado, para reducir a una frase lo que para él adquiría una dimensión que ellas no intuían.
…..Del grupo de WhatsApp al que lo metieron no se dio cuenta sino hasta bien entrada la tarde. Los Desagradables, decía el nombre, y al leerlo se avivó su interés. Después de entrar a su apartamento, apartaestudio en realidad, de no más de sesenta metros cuadrados, estudió con detenimiento a los integrantes, sin reparar en los mensajes que se habían cruzado a lo largo de la tarde. Estaban todos. No falta ninguno, se dijo. Cuatro Desagradables aparecían de nuevo, recuperados ahora por la magia de WhatsApp. Quizá él había sido el último al que añadieron, se planteó casi al instante, como solían operar en él esa clase de planteamientos, súbitos, intempestivos, pero que aun así le doblegaban el ánimo durante días, hasta que otra de sus tantas inseguridades entraba a la fila y aquel otro asunto perdía relevancia. Su mente se aventuró entonces por tiempos remotos, épocas en que el porvenir era justamente eso, un horizonte infinito de lo que todavía no arribaba a su vida; qué diferente, pensó, a como finalmente se dieron las cosas, aunque guardaba la esperanza de que algún suceso cambiara el curso de los acontecimientos y lo devolviera de nuevo al camino. No era un hombre derrotado, eso lo tenía claro, aunque ignorara que aguardaban por él sus peores reveses. Revisó los mensajes, sonriendo a cada tanto. Diego Vampiro preguntaba por él, que porque no contestaba, que se sumara a la conversación, que saludara por lo menos, que tan rabón, que ahí estaba pintado. Edwin, el Largo, recordaba aquella vez que tuvieron que sacarlo a rastras del Club Campestre, donde solían celebrarse las fiestas en traje de gala de la universidad.
…..A Palomino lo divertían todas estas alusiones a un pasado que, de alguna manera, aunque lo definían, correspondían a un tiempo remoto que ya no le pertenecía; ese Palomino del que ahí se hablaba era otro hombre, nada que ver con el tipo de ahora, con ese empleado habitualmente apocado, adusto en sus maneras, de andar calmo, misterioso, al que todos, excepto Sofía, le prodigaban cierto respeto en la compañía. Pero aun así le divertía recordar aquellos episodios; cómo no, si en aquellos años, mientras su familia se resquebrajaba de puertas para adentro, esa cofradía de amigos operó como un refugio, su último reducto, la vida de puertas para afuera a la que se aferró mientras duró la carrera. De cualquier manera, Palomino no estaba dispuesto a pasarse el resto de la noche chateando, así que bajó a la cocina por una cerveza, decidido a repasar únicamente la conversación completa desde un inicio, mirando los videos enviados, las fotos que ya no recordaba o alusiones a compañeros de los que desde hacía tanto tiempo no tenía noticia. «Palominooooooooo», decía Fabián, el Flaco, desperdigando oes por toda la pantalla. Era de los pocos a los que les había seguido el rastro, pues de manera frecuente le llegaban noticias sobre su ascenso vertiginoso en el sector de la tecnología, trabajando con el Estado para diferentes ministerios. En ocasiones, incluso, había visto su foto en algunas revistas, rodeado de gente importante, políticos, más que todo, pero también con reputados gerentes, modelos o personajes de la farándula. Lo sedujo entonces que aquel personaje, el Flaco, se refiriera a él con tanto desparpajo, llamándolo con esa sucesión de oes que daban cuenta del aprecio que siempre recibió de parte suya.
…..Fue en ese momento cuando por primera vez pensó lo que pensó; no se reuniría con ellos, no iría a aquel reencuentro cuya planeación se abría paso entre toda suerte de memes, fotos y anécdotas de ese pasado que a él se le antojaba inaprensible. ¿Qué iba a decirles, acaso? ¿Que no era más que el administrador de inventarios de una compañía de abarrotes? ¿Que su oficina era un espacio reducido, flanqueado siempre por cajas que cualquiera tenía a bien descargar junto a aquel escritorio desvencijado, coronado por un monitor pantalla plana como los que tenían también los ejecutivos de la empresa? No era raro que Palomino se cuestionara así, con esa crudeza tan habitual en él, pero contrastaba un poco con el envanecimiento que lo asistía al saberse fundamental para ciertos procesos de la compañía, como dar su aval o firmar las planillas para que los camiones entraran o sacaran mercancía. Nada se movía en la bodega sin que él estuviera enterado. Incluso el gerente acudía a él en momentos en que se necesitaba su firma en una autorización para que algún proceso culminara de manera adecuada. En ocasiones así, se regocijaba de ese pequeño momento, de ese lapso de tiempo tan suyo en el que fingía leer con excesiva atención la hoja que le extendían con premura, atentos a que él la repasara mientras asentía a cada tanto, dándoles a entender que todo estaba en orden. Aun así, no eran esos los gestos con los que más se deleitaba; a veces se aventuraba a entrecerrar los ojos, negando con la cabeza, arrugando el entrecejo. En ocasiones se llevaba la mano a la barbilla sin dejar de mirar las columnas de la hoja, como sopesando posibilidades del proceso que solo él conocía. Le gustaba imaginar lo que quien esperaba a su lado pudiera llegar a pensar: que algo estaba mal, que los códigos de los productos no coincidían, que debían repetir el proceso, que la secretaria no tendría más opción que corregir e imprimir de nuevo, que todo debía solventarse para que él diera por fin su visto bueno.
…..Cuando ya cedía a ese enlagunarse que era para él repasar su papel en la empresa, Sofía volvió de nuevo a imponerse entre sus pensamientos; era habitual que esto sucediera, así, de repente, sin una lógica clara de por qué entraba a su cabeza de esa manera tan repentina. Sucedió así desde el comienzo, desde aquella primera vez en que la conoció. Ella era una estudiante en práctica, que pasaría algunos meses en la empresa asistiendo a la vicepresidencia financiera. Su labor tenía que ver con el manejo de Excel; analizaba cifras, elaboraba proyecciones, cortaba y pegaba algunas celdas en láminas de Power Point que los gerentes usaban en sus comités. Aunque a todas luces era una labor operativa, le permitía ser parte de reuniones importantes, en las que se tomaban las decisiones más trascendentales de la compañía. Cuando la vio por primera vez, le pareció que aquella muchacha, delgada, alta, elegante, de una belleza discreta que ostentaba con cierto decoro, se había fijado en él de una manera inusual. Que una mujer se fijara en él era ya algo extraño, toda una proeza del destino, que por lo general no hacía más que ensañarse con él de la manera más cruenta. De su contemplación se dio cuenta casi al instante, lo recuerda muy bien. Él había subido al tercer piso para hacer su ronda; era frecuente que lo hiciera, sin que tuviera motivo. En realidad, nunca había motivo, pues sus labores bien podía acometerlas en el sótano, donde hacía diez años habían acondicionado su puesto de trabajo. Era el único lugar de la compañía donde tenía sentido hallarlo. Pero, de alguna manera, esa rutina a la que se entregaba dos o tres veces a la semana, lo hacía sentirse parte de la empresa, lo adhería a ese agite oficinesco del que quería ser parte.
…..Cuando lo decidía solo tomaba una carpeta en la mano, como para que su deambular a alguien no le resultara errático, y atravesaba el piso desde el extremo de la fotocopiadora hasta donde estaban las grecas de café. La carpeta, aunque podía ser cualquier cosa, un par de hojas, incluso, operaba como un amuleto. Si se cruzaba con personas a quienes apenas conocía, asentía un poco con la cabeza, una suerte de reverencia. Le gustaba barrer con la mirada los cubículos, espiar de manera fugaz las pantallas, inferir en qué consistía la labor de las personas, cuáles eran sus funciones. Algunos empleados, cuando lo sentían pasar, lo miraban de manera instintiva; quizá levantaban las cejas, arrugaban la boca en un amago de sonrisa o sencillamente no decían nada, tan solo bajaban la cabeza de nuevo, como si lo que hubiera llamado su atención no hubiera sido más que una corriente de aire. Por momentos caminaba con ligereza, con la esperanza de que si alguien reparaba en sus pasos apresurados, advertiría que él también tenía sus propias prisas. Pero bien sabía que no, pues sus labores, sus intervenciones, así las llamaba, si las dispusiera en una hilera, o si las apilara una sobre otra, no sumarían más de quince o veinte minutos: firmar una orden de salida, responder un correo que indagaba por las existencias de material, actualizar el inventario con los insumos que entraran, lo que en realidad ocurría con muy poca periodicidad. El resto no era más que dejarse consumir por el tedio, después de abotagarse los ojos con videos de YouTube. Era un hecho que nada de lo que hacía podría hacerlo de manera secuencial, como llegar, prender su computador, sacar los temas pendientes en menos de media hora y salir de nuevo para la casa, como muchas veces jugaba a imaginar.
…..Así que debía estar ahí, sentado desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, hora en que la bodega no operaba más. En eso era radical; de hecho, le producía placidez sentir los pasos de alguien que descendía hacia la bodega, o escuchar el repique de su extensión de teléfono cuando ya se había entregado a la rutina de salida, de cerrar la aplicación de inventario, apagar el computador y disponer las cosas en sus cajones. Era como si esa llegada tardía, fuera quien fuera el personaje, lo ungiera de manera repentina de importancia; aun así, escuchaba con atención, sin detener el repliegue de su jornada laboral, organizando carpetas, disponiendo de nuevo el lapicero en esa canastica en la que guardaba también su tarrito de pegamento, una cosedora y un par de lápices. Después, como estocada final, sin que lo intimidaran expresiones de urgencia, prometía entregarse a trabajar en lo solicitado a primera hora de la mañana siguiente. De cualquier manera no era algo que sucediera con frecuencia; por lo general sus jornadas se sucedían una a otra con un vaivén pasmoso, terminando la semana el viernes y comenzándola de nuevo el lunes, sin nada extraordinario que se abriera paso los fines de semana, entregado en su apartamento a una soledad inapelable.
…..Esa era la razón por la que se tomaba su tiempo cuando decidía hacer sus peregrinajes por el segundo piso, para lo cual había adquirido un método, que ejecutaba con una destreza reposada. No se trataba de caminar de un extremo a otro, entrando de manera arbitraria por las muchas variantes que tenía el piso, sino de propiciar encuentros, con la paciencia de quien se empecina en pescar en un lago sin peces, a la espera de una súbita tensión o un agite en el agua que le indique que algo ha picado el anzuelo. Para hacerlo necesitaba encontrar el momento, el momento y la persona, pues no eran muchos los que sabían de él, de sus funciones; se contaban con los dedos de la mano quienes debían acudir a la bodega por algo. Saber esto era de doble filo. En ocasiones se frustraba por el hecho de que muchos no supieran de él, mientras que ellos, por compartir los espacios de manera más continua, estrechaban lazos de amistad, salían a almorzar juntos o se entregaban a esporádicas conversaciones de pasillo. Pero este anonimato a veces también lo llenaba de regocijo; el asunto era que, razonaba al respecto de manera constante, desde esa perspectiva él podía ser para los otros alguien con el mismo nivel de relevancia, un coordinador o el director de un área que desconocieran. Finalmente eran tres pisos de oficinas, con áreas de finanzas, mercadeo, operaciones, logística y ventas. Era natural que muchos no supieran quién era quién, cuál era su jerarquía, a no ser que se tratara de jefes directos o gerentes, de quienes todos tenían noticias. Quizá alguien más, como le sucedía a él mismo con frecuencia, lo contemplaba con fascinación, seguía sus movimientos, anhelando tener un cargo como el suyo. Cuando lo pensaba así, si el ánimo le daba para este tipo de conjeturas positivas, disfrutaba de su tránsito por los cubículos, fuera lento, cadencioso, mientras ojeaba los papeles que llevaba en la mano, o presuroso, con zancadas largas, como solían caminar algunos de los directores, con la premura siempre a cuestas.
…..Las conversaciones las propiciaba esperando el momento, habiendo ubicado a la persona e identificado el instante preciso, para que su acercamiento no se juzgara como una intromisión. Entonces preguntaba por asuntos relativos a una orden que él había firmado, un despacho o una entrada a bodega. Preguntaba como quien debe estar al tanto de cómo sigue el proceso, aunque en realidad no le importaba y corporativamente no era de su incumbencia. Aun así le respondían, lo actualizaban; incluso le daban detalles con una minuciosidad que él no comprendía, pero a la que atendía fingiendo interés, asintiendo, dando a entender que él, Palomino, Manuel Palomino, treinta y cinco años, bodeguero desde hacía diez en esa empresa de abarrotes, conocía los pormenores de lo que le hablaban. «Bien, sí, el cliente ya nos puso la orden, ahora solo estamos pendientes de que jurídica nos dé su visto bueno, porque el otrosí que se firmó la vez pasada no contemplaba esto, pero es cuestión de presionar». Entonces Palomino se llevaba la mano a la barbilla, moviendo la cabeza en forma afirmativa, mirando para los costados, preocupado de que ese visto bueno tomara más tiempo del debido, aunque no entendiera un carajo. Ese era su talento, ahí residía su destreza. De cualquier manera, a fuerza de los años, a fuerza de este otro tipo de intervenciones suyas, había ido comprendiendo los entresijos laborales de la compañía. En una de esas detenciones de pasillo, hablando con alguien que le había pedido dar de baja unos códigos de mercancía, descubrió a Sofía. Ella los observaba, y bajó la cabeza cuando cruzó su mirada con la de Palomino, que había girado la cara a un costado, fingiendo preocupación por algo. Entonces se quedó mirándola; pero Sofía, abstraída en la pantalla de su computador, moviéndose entre las pestañas de una hoja de Excel, no regresó más la mirada. Esa momentánea detención, contemplándola, ahí parado en el pasillo, le resultó de un deleite similar a aquellos que no experimentaba desde sus épocas de universidad, cuando su vida giraba en torno a sus amigos, Los Desagradables, que aparecían de nuevo en su vida ahora que todo se había arruinado con Sofía, invitándolo a ese grupo de WhatsApp que acababan de crear. Mientras seguía barriendo esos mensajes que enviaban con una persistencia alucinada, le resultaba paradójico que justo la misma tarde en que Sofía, después de haber vivido con él lo que habían vivido, tan intenso, tan vital, amándose con la urgencia con la que se amaron, lo zanjó todo con esa resolución que la caracterizaba, dejándole en claro que nada de lo que sucediera con ella le incumbía en lo más mínimo, aparecieran de nuevo sus amigos. ¡Vaya bulto de sal el que habían desparramado en el momento más inoportuno!
…..Por supuesto que Palomino no entendió de dónde provino esa aversión repentina de ella, así de tajante, con esa altivez tan hostigante. Después de que no volvió a suceder nada entre los dos, porque ella lo quiso así, habían quedado los rezagos de una amistad, que aunque en ocasiones se asemejaba más a un compañerismo cordial, nada tenía que ver con ese portazo que le había dado en la nariz. La época con Los Desagradables había sido así en relación con las mujeres, de esa textura, encumbrándolas siempre, idolatrándolas, convirtiéndolas en objeto de devoción, entregados a relatarse mutuamente todo tipo de traspiés, de desventuras, riéndose de sus tragedias, trastabillando cada uno a su manera en el amor. Fueron muchas las veces en que, sobre todo las suyas, se ahogaron las penas en alcohol en medio de un dolor jubiloso, burlándose de sí mismos, jurando a grito herido que en últimas nada importaba, porque estaban juntos, que era la forma más parecida a la felicidad que conocían.
…..Pero Palomino, ahí, detenido en el pasillo, extasiado por la belleza de aquella estudiante en práctica, como infirió de inmediato, no llegaba aún a esas instancias. Todavía le restaba por vivir una de esas fogosidades que hasta entonces creía clausuradas en su vida. Le faltaba el llanto de las noches posteriores a la ruptura; aún no se había embriagado en su nombre, ni mucho menos jurado que la haría despedir de la empresa, en los momentos en que se llenaba de odio. Incluso él mismo contempló abandonarlo todo, dar un paso a un costado, renunciar de manera irrevocable, abrir de una vez por todas sus horizontes, buscar una posición como ingeniero, aunque esto supusiera comenzar de cero. Como hasta ese día nada de esto lo había vivido, como asistía apenas a ese primer encuentro, demasiado perturbador para su gusto, decidió ocultarse un poco para no resultar tan evidente, así que se sentó en un cubículo desocupado. Fingió estudiar con detenimiento las hojas que traía en la mano, las revisó por un lado y por el otro, leyó algunos párrafos entre susurros, asintiendo, arrugando de vez en cuando la boca como quien descubre un error, alguna cifra que no cuadra, algo que requiere enmendadura. Pero lo que tenía en la mano no era más que un comunicado de recursos humanos con planes vacacionales para los hijos de los empleados; era un convenio con la caja de compensación a la que los tenían afiliados. Palomino la había imprimido, varias semanas atrás, un día en que estaba desocupado y sintió una necesidad impostergable de ir hasta la fotocopiadora para estirar las piernas. Si lo hubiera pensado un poco habría imprimido otra cosa, porque qué absurdo elegir algo alusivo a los hijos si él mismo no era padre; de hecho, en momentos en que razonaba al respecto, lo asistía la certeza de que nunca llegaría a serlo. Pero, al igual que muchas cosas en su vida, no hubo un razonamiento en ese sentido, tan solo le dio clic a la opción de imprimir en el instante en que decidió que era momento de una travesía.
…..Esa fue la razón por la que ahí, sentado en ese cubículo, entregado a una contemplación exhaustiva, descubrió cómo aquel comunicado ahora lo socorría. «Una experiencia para compartir en familia, la mejor manera de construir recuerdos inolvidables con los suyos». Esa alusión a «los suyos» lo sacudió; de manera instintiva, como un fogonazo que iluminó sus pensamientos, se cuestionó cuáles eran «los suyos». ¿Tenía en su vida acaso algo parecido a eso? ¿Por qué había decidido marginarse de su propia familia? ¿Su madre lo extrañaba? ¿En realidad esas relaciones habían sido tan tóxicas como para haber huido de ellas como mecanismo de defensa? No supo responder, pero tampoco quiso, conocedor de sus alcances, aventurarse más alrededor de elucubraciones que de seguro arruinarían lo que de momento le importaba. De manera alternativa miraba las hojas y espiaba a hurtadillas a la pasante, que aguzaba su mirada sobre las pestañas del Excel, resaltando algunas celdas y generando gráficos que después cortaba y pegaba sobre un documento de Word. En medio de su contemplación, Palomino sintió un escuadrón de hormiguitas marchar dentro de su cabeza; por momentos, incluso, le parecía que corrían desquiciadas, entrando de manera arbitraria por los rincones más insospechados. Al placer que esto le produjo le concedió una connotación de carácter sexual. Aunque no era la primera vez que sucedía, pues en ocasiones en que algo le suscitaba un arrobo similar las hormiguitas hacían lo suyo, corriendo lunáticas dentro de su cabeza, el hecho de que fuese una mujer la que las propiciara le daba ese relieve. Ahora era su entrepierna la que parecía adormecerse. Entonces se preguntó si, quizá, no sería descabellado pensarlo, la pasante se sabría vigilada; así que asumió que los gestos de aquella muchacha eran también una impostura, entregados los dos a una espontaneidad evasiva.
…..Lo más seguro es que nada de esto hubiese sido así. Palomino lo infirió después de acuerdo a como se dieron las cosas, cuando se dieron, después de un asedio del que en principio ella no era consciente, y que duró un par de semanas. Incluso tuvo que cambiar sus rutinas, sobre todo las del almuerzo, pues él solía llevar una coquita con arroz, un pedazo de carne y unas cuantas rodajas de tomate. Comía con la coquita sobre el escritorio, entregado a sus pausas, a su masticar cadencioso, mirando entre tanto algo en el computador, que por lo general eran videos de YouTube. Prefería las carreras de atletismo, incluso más que las peleas de UFC, que había dejado de lado porque solía tener pesadillas con piernas que se fracturaban, narices tumefactas o sumisiones mortales. Últimamente habían ganado espacio, también, los videos de bromas y cámaras escondidas. Lo que buscaba con estas inmersiones en videos de todas las índoles no era solo que lo distrajeran, sino también que lo hicieran lucir ocupado ante los que a esa hora descendieran por las escaleras, que por tenerlas de frente mantenían oculto lo que había en pantalla. Llevar el almuerzo no solo lo mantenía ocupado en las noches, preparando lo del otro día, sino que le evitaba encuentros incómodos que lo llevaran a sostener conversaciones, que no se sentía capaz de mantener, sobre lo bien que marchaba la vida de sus compañeros, lo que llevaba implícita la posibilidad de que quisieran saber de la suya.
…..Así ocurrió al comienzo, en los primeros años, hasta que un día decidió sumarse al cartel de la coca, conformado por aquellos que llevaban su propia comida, la cual calentaban en un microondas que había junto a las grecas de café, para regresar después a comer en sus respectivos puestos. Algunos se metían a una sala de juntas para compartir; varias veces lo invitaron, pero Palomino declinaba como forma de resistencia, o de mantener la jerarquía que le concedía el hecho de ser un profesional, no un tecnólogo, ni un asistente, ni mucho menos uno de los contables, como solía llamar a los contadores, oficio al que poco respeto dispensaba, por considerarlo menor. Era un hecho, aunque por circunstancias diferentes, que él también había comenzado a almorzar al estilo de aquellos a quienes de alguna manera despreciaba. Primero lo sintió como una derrota, una claudicación a su futuro promisorio en la empresa; esto, a todas luces, era algo que jamás podría permitirse un ejecutivo, o por lo menos alguien que pretendiera serlo. Pero era mejor así, eso lo tenía claro, sobre todo desde aquella vez en que se sintió burlado por los comentarios desafortunados de un tipo de mercadeo, que no comprendía qué hacía un ingeniero en electrónica trabajando como bodeguero. El momento había sido particularmente azaroso; en respuesta fingió un poco de desdén, como si diera a entender que había asuntos en su vida mucho más cruciales a los cuales prestarles importancia. Después anunció que tenía una pequeña empresa, un startup del que no quería dar muchos detalles, pero que daría mucho de qué hablar; por el momento, mientras cogía fuerza, aseguró sin que su intrepidez lo acobardara, se encargaban de llevarlo adelante sus socios. El pudor le sobrevino por la noche, cuando recordó su engañifa.
…..El asunto es que Palomino descubrió en su momento que Sofía no había reparado en él. Ella incluso no recordaba aquella vez cuando él aseguraba haber descubierto que lo miraba, bajando después la cabeza con candidez. De esto hablaron acostados sobre las sábanas de la cama de un motel. El asedio había consistido en seguirla, para descubrir en qué dirección salía de la oficina, dónde tomaba el bus; también, en alguna ocasión, la siguió a la hora del mediodía para saber dónde almorzaba, con quién. Fue entonces una revelación enterarse de que lo hacía sola. Alguna vez estuvo tentado a acercarse con la intención de pedirle que compartieran la mesa; de haberlo hecho así se habría ahorrado varios días de esa pesquisa alucinada, siguiéndola por las calles aledañas a la compañía, manteniéndose a una distancia prudente, entrando a alguna tienda si ella miraba de más hacia atrás, como si se sintiera observada. Más adelante, cuando se dé el juicio, tendrá que explicar este asedio, preocupado por esa obstinación de la Fiscalía en perfilarlo como un sicópata.
…..Varias veces se preguntó por qué no almorzaba en los restaurantes que quedaban más cerca, donde lo hacían todos, distribuidos en diferentes grupos de amigos. Ella, sus razones tendría, y Palomino jugaba a especular al respecto, optaba por una zona que quedaba un poco más retirada. Unos minutos después de que Sofía entraba, lo hacía Palomino. De inmediato barría las mesas que quedaban libres, eligiendo una que le permitiera observarla desde la parte de atrás, o en diagonal, nunca de frente, para después fustigarse por no haber tenido el valor de acercarse y decirle que la había visto en la empresa para la que ambos trabajaban, corriendo un poco la silla con ademanes seguros y sentándose como si fuese algo de lo más usual, dos compañeros de trabajo compartiendo la mesa, sin ninguna clase de traumatismos. Pero que ella estuviera siempre sola ponía las cosas en otro plano; en realidad le daba un carácter extraño, el momento se tensaba, la atmósfera se enrarecía, se le inhibía el arrojo.
…..A decir verdad, en la oficina nunca la había visto hablar de manera particularmente cercana con nadie, como era habitual cuando contrataban empleadas nuevas, momento en el que comenzaban a rondar por sus puestos tipos de todas las áreas de la compañía; después los veía, cuando hacía sus rondas, convertidos ya en un grupo de amigos que cuchicheaba en el pasillo o junto a las grecas de café. En ocasiones así Palomino tomaba más tiempo de lo habitual sirviendo su café, procurando escuchar de qué hablaban; se sorprendía entonces de la facilidad con que, en menos de dos semanas, esas relaciones se estrechaban tanto. Suponía que entre aquellos encuentros mediaban también salidas fuera de la oficina, de las que él no tenía noticia. Quizá fue eso lo que lo llevó, mientras se reía de un video que había mandado el Flaco, a contemplar la posibilidad de reunirse con sus amigos, Los Desagradables. El video era una compilación de personas que sufrían accidentes menores por estar mirando el celular mientras caminaban: un tipo que se daba de frente contra un poste, una mujer que caía en una fuente de agua a la salida de un centro comercial, un joven que se caía de una mesa a la que había subido con la intención de tomarse una selfie. Al video le seguía una sucesión de mensajes, retomando el tema del reencuentro, preguntándose si acaso sus esposas no les daban permiso o el hígado ya no les daba para tanto. Entonces Palomino lo consideró, en principio porque, con lo de Sofía tan reciente, en esta ocasión él también tenía mucho qué contar, explayándose alrededor de una aventura épica, como las que muchas veces anhelaron. Una salida con ellos, una noche de cervezas o de rumba, como las tenían también sus compañeros de oficina, que solían llegar los viernes con evidentes signos de guayabo, podría revitalizarlo un poco, distender su rutina, azarosamente idéntica todos los días, semana tras semana, año a año.
De Los Desagradables, Seix Barral, 2023.
Andrés Mauricio Muñoz nació en Popayán, Colombia, en 1974. Su libro de cuentos, Hay días en que estamos idos (Seix Barral, 2017), fue finalista de la V edición del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez en 2018. Su más reciente novela, Los Desagradables, fue publicada por Seix Barral en 2023. Es uno de los escritores colombianos contemporáneos de mayor reconocimiento. También es autor de los libros de cuentos Desasosiegos menores y Un lugar para que rece Adela, y de las novelas El último donjuán y Las Margaritas, historia de un hombre minúsculo, publicadas por Seix Barral. Textos suyos han sido traducidos al árabe, alemán, francés, inglés, esloveno e italiano.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de una obra del artista colombiano © Fercho Yela