Manuel Parra Aguilar
Ofrecemos este puñado de «raras estrofas» —como José Asunción Silva bautizó el género del poema en prosa, ese poema que tiene forma de párrafos y posee otra manera de sentir la respiración— del poeta mexicano Manuel Parra Aguilar de su libro Permanencias (Ciudad del Carmen, 2020). Parra Aguilar nació en Hermosillo, Sonora, en 1982, y es ganador, entre algunos reconocimientos, del Premio del Concurso del Libro Sonorense en ensayo y el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2021.
…empiezan a brincar sombras
LUIS VIDALES
ERA DE CALLAR EL TIEMPO, de adivinar la respuesta marina, de esperar un beso de más en las olas quietas y perfumadas. Era la hora, también, de llegar a la deriva, asombrado de la palabra siempre, a ras del agua, a ras del sueño. Era el momento justo, a pesar de no haberlo querido, en el que se oiría un sacudimiento oprimido de piernas, su persistencia –en eso que no se nombra, se sugiere– como un reflejo de sal en las orillas del cuerpo. En los ojos del aparecido, fulgor casi, niquelito, el abrir del poema como una fábula obsesiva recordada exclusivamente para mí. Sería entonces, además, cuando la doliente espuma bajaría sobre la costa en su proceso lento que ya no existe, cuando el viento, supino de pronto sobre la arena, exploraba una caracola, cuando con intención mojó el mar aquella durísima sombra.
ERA, ME EXPLICO, MUY TARDE para empezar a contar las olas, distintas marejadas que se fueron. Lo recuerdo: el aparecido, fulgor casi, forma pura de pez y vientre su pensamiento (amarga sal en la espuma para ser nada después) era de mar adentro su imagen, casi invisible para ser cierta, casi libre de sí misma aquella forma en su variación colectiva, se entiende, se entiende. –Un día –dijo el aparecido– dirán estas cosas para engañarse a sí mismos, para negarme el tiempo, la nostalgia. Y hubo de repetir acaso la luz de sus palabras como una composición de sangre, de símbolos, para convencernos. Y resultó que él se encontraba triste, pues se hallaba desnudo a fuerza de seguir en la playa. Pude haber cambiado el mar por el poema. Pero no lo hice.
PERO NO LO HICE, Y FUE BUENO SABER (mas entonces uno era joven e ignoraba muchas cosas, qué va uno a saber en verdad si apenas se sostiene el esqueleto en la abstinencia de esas extrañas palabras que germinan en la boca) que del mar de la duda provienen los deseos, cuentan los hombres que tienden las redes empapadas de sal. «Las gordas de Botero son bellas e imperfectas», pensé al imaginar aquella forma pura, bajita y sin gracia que le sonreía al aparecido al describirla recostada en el fondo de la playa. De su relato dependió mi desvelo acentuado en su espejismo que iba de la luz a la sombra de manera geométrica. «Como Boticelli, no Botero», me dije mientras el aparecido esperaba que yo le sonriera con mi máscara de amor que no ama. Y lo hice. En sus pies llevaba los agujeros del clavo.
RECUERDO QUE YO HABÍA logrado dominar las formas: los cristales de roca, el arrebol auténtico del espejismo (no sé si de color rosa o naranja –si acaso existe– o a veces un rojo descaradamente expuesto, de trazos firmes pero duros, disfrazado de máximos detalles, pues en ellos estriba este homenaje) la intensidad de las palabras, el olor de las resinas, aceite de petróleo y barniz, un cuerpo azul y vulnerable enterrado bajo la arena. No obstante mi afirmación y ante la ingenuidad, hago memoria de todo lo narrado por el aparecido en la playa: muchas veces me he dicho de esos sentimientos que no tengo y no deseo tener, y mucho menos expresarle cierta amistad a hombres que de pronto vienen del mar. (Mas no es verdad lo que dice este poema.)
TUVO EL APARECIDO UN SUEÑO sencillo y frágil que da igual –nos dijo– que se volviese a repetir o no. El aparecido amó al pez-mujer en un año bisiesto, después de perseguir algunos moluscos, de correr olas, seguro de todo lo imposible. Luego me pareció que con su silencio expresara cosas antiguas: corales acuosos, rojísimos peces cuadrados, la alegría pura y preñada de su persona, la balada de la casada infiel. Y como espuma rezagada, a falta de peine, sus manos peinaron aquellos cabellos en estrecho contubernio con el viento anaranjado del mar. Todos callamos. En la playa, a lo lejos, vi a un hombre jugar con dos muchachas. En la arena edificaron pequeñas figuras cilíndricas que parecieron hongos, y después rieron al ver que una ola pequeñita mojó sus pies en aquellas figuras. A veces, por divertirse, el aparecido decía que escuchaba al pez-mujer enumerar las olas de tres en tres. De nuevo callamos.
DE NIÑO SUPE DE UNA FÁBULA del siglo XIX. Era un poema de un sangriento pez-mujer devorado por una medusa. Al morir el fabuloso pez-mujer, su oscura sangre ardía como una llama que se consume poco a poco. El poeta terminaba dudando de la existencia de todo lo que hay en el interior del mar. Ya hombre, entre tanto azul adolescente, con una pupila en cada dedo, entre tanto verde, supe del maleficio verdadero del poema al serme explicadas, sin convencimiento, algunas acuarelas, L´invention colletive. Me sentí desprotegido ante el aparecido, fulgor casi, al recordar aquel azul concebido para el sueño esa tarde en su relato. Sin embargo de no sé dónde llegaron, osadas y luminosas, las palabras, como anzuelos para la boca.
DE OTRO MODO –explica la pintora Paulina Taddei ignorando este poema– es increíble pensar que una bañista pueda unirse de manera extraordinaria con la cabeza del pez y ser una sola con las olas, con la arena. Unirse con todo y con nada a un mismo tiempo. De esa verde olita que moja sus pies en las figuras y hongos cilíndricos del hombre y las dos mujeres, podemos decir que difiere el mar que abre el horizonte y se confunde con el cielo vacío. Solo el rojo de la sangre es necesario para hacer arder las aguas, excepto la ola mencionada. Para que no exista confusión se disuelve el misterio de la bañista (mitad pez, mitad mujer) aparecida en la playa fijando la atención en los mismos elementos que sugieren sombra: la basura, el niquelito, las latas de conserva. La cabeza-caracola del hombre sobre la arena –concluye–, a un lado de la bañista, tiene la belleza de un reloj de masilla, lo cual recuerda un reencuentro de otro tiempo, al estilo Francisco de Quevedo.
CUENTAN LOS HOMBRES que tienden las redes, después de intimar con el mar, que la duda es principio de temor. Se dice que el pez-mujer es tan frágil que al salir de las olas suele romperse. –Usted es pintor, tiene que darse cuenta –insiste el mismo joven de líneas anteriores, ofreciéndome su amistad con inusitada filantropía. Es preferible terminar con este poema.
De Permanencias, Ciudad del Carmen, 2020
Manuel Parra Aguilar (Hermosillo, Sonora, 1982). Es autor de los libros de poemas Permanencias (2020), Breves (2018), Portuaria (2014), Pertenencias (2014), Manual del mecánico (2012), En el estudio (2011), Más le valiera morir (2009) y del libro de cuentos Contrataciones (2009). Ganador del Premio del Concurso del Libro Sonorense en ensayo; el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2021; los Juegos Florales Iberoamericanos Ciudad del Carmen 2019; el Premio Nacional tanto de Poesía como de Cuento de Zaachila, Oaxaca; el XV Premio Nacional de Poesía Amado Nervo; el XII Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal; el XIII Premio Nacional de Poesía Tintanueva y el Premio Internacional de Poesía Oliverio Girondo, organizado por la Sociedad Argentina de Escritores, SADE, entre otros reconocimientos más. Fotos autor: Julia Melissa Rivas
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de:
El pie del barrio
Técnica mixta: Pintura acrílica y barro37
de © Jorge Lopez