Jens Peter Jacobsen
En «Cartas a un joven poeta» que escribió Rainer Maria Rilke entre 1903 y 1908 a un joven poeta desconocido, llamado Franz Xaver Kappus, le comenta que siempre lleva consigo dos libros imprescindibles para su vida «la Biblia y las obras del poeta danés Jens Peter Jacobsen». Pues bien, la curiosidad de la poeta Yanina Audisio la llevó a buscar en el tiempo las páginas de Jacobsen, y a traducir de la versión en inglés de Anna Grabow el cuento «La peste de Bérgamo» ¿El cuento le dice algo a estos tiempos de pandemia? Juzguen y disfruten esta joya de la literatura europea.
La Bérgamo antigua se asienta en la cumbre de una montaña baja, cercada por murallas y portones, y la nueva Bérgamo se asienta al pie de la montaña, expuesta a todos los vientos.
…..Un día la peste estalló en la ciudad nueva y se propagó con una velocidad espeluznante; murió una multitud y los demás huyeron a través de las llanuras hacia las cuatro puntas del mundo. Los ciudadanos de la Bérgamo antigua prendieron fuego a la ciudad desierta a fin de purificar el aire, pero no resultó bien. La gente comenzó a morir también allá arriba, primero uno por día, después cinco, después diez, después veinte, y cuando la peste hubo alcanzado su pico, muchos más.
…..No pudieron huir como habían hecho aquellos que vivían en la ciudad nueva.
…..Hubo quienes lo intentaron, pero acababan llevando la vida de un animal perseguido, ocultos en zanjas y alcantarillas, bajo los setos y en los campos verdes; los campesinos, dentro de cuyas casas los primeros fugitivos habían llevado la peste, apedreaban a todo extraño con el que se encontraban, lo expulsaban de sus tierras o lo abatían como a un perro enloquecido sin piedad ni compasión, en justificada defensa propia, según ellos creían.
…..Los pobladores de Bérgamo antigua tuvieron que quedarse, y día a día se caldearon más; y día a día la espantosa enfermedad los volvió más y más voraces y avaros. El miedo se convirtió en locura. Lo que había de orden y buen gobierno fue como si la tierra se lo hubiera tragado y emergió en su lugar lo peor de la naturaleza humana.
…..Al principio, cuando estalló la peste, la gente colaboraba en armonía y concordia. Se ocuparon de que los cuerpos fueran adecuadamente enterrados, y procuraban cada día que se encendieran grandes hogueras en plazas y espacios abiertos para que el humo saludable pudiera circular por las calles. Distribuyeron enebro y vinagre entre los pobres y, sobre todo, visitaban las iglesias a la mañana y la tarde, solos y en procesiones. Cada día se presentaron con sus plegarias ante Dios y cada día, cuando el sol se ponía detrás de las montañas, todas las campanas de las iglesias elevaban sus lamentos al cielo por cientos de gargantas estremecidas. Ordenaron ayunos y cada día dispusieron reliquias santas en los altares.
…..Finalmente, un día que no sabían qué más hacer, del balcón del municipio, entre el sonido de trompetas y cuernos, proclamaron a la Virgen Santa alcalde de la ciudad ahora y para siempre.
…..Pero todo esto no ayudó; no había nada que ayudara.
…..Cuando la gente lo percibió y se afianzó la creencia de que el cielo no iba o no podía ayudar, ellos no dejaron caer sus manos ociosas en el regazo diciendo «que pase lo que tenga que pasar». ¡No, parecía que el pecado había crecido desde una sigilosa enfermedad secreta hasta una peste vil, abierta, furiosa, que de la mano con el contagio físico intentara matar el alma como el otro mal se esforzaba por destruir el cuerpo, tan increíbles eran sus acciones, tan desmedida su depravación! El aire se llenó de blasfemias e impiedad, del gemido de los glotones y el gruñido de borrachos. La noche más salvaje no escondió mayor desenfreno que el perpetrado en pleno día.
…..«¡Comamos hoy que mañana vamos a morir!», era como si hubieran puesto esa letra a la música y ejecutaran en diversos instrumentos un interminable concierto infernal. Sí, si todos los pecados no estuvieran inventados ya, se habrían inventado allí, porque no había camino que no hubieran seguido en su maldad. Los vicios más antinaturales prosperaron entre ellos, e incluso pecados insólitos como la nigromancia, la magia y el exorcismo les resultaban familiares porque había muchos que esperaban obtener de los poderes del mal la protección que el cielo no les había concedido.
…..Todo lo que tenía que ver con la asistencia mutua o la compasión desapareció de sus mentes; cada uno pensaba sólo en sí mismo. Al enfermo se lo consideraba como un enemigo común, y si ocurría que alguien fuera tan desafortunado como para desvanecerse en la calle, agotado por el primer ataque de fiebre ocasionado por la peste, no había puerta que se abriera para él, sino pinchazos de lanza y reparto de piedras que lo obligaban a arrastrarse lejos de la vista de los que aún permanecían sanos.
…..Día a día la peste se propagó, el sol del verano ardió sobre la ciudad, no cayó ni una gota de lluvia, no sopló ni la brisa más débil. De los cadáveres que yacían pudriéndose en las casas y de los cadáveres a medio sepultar en la tierra, se engendró un hedor sofocante que se mezclaba con el aire estancado de las calles y atraía bandadas y nubes de cuervos y grajos que ennegrecían las paredes y los tejados. En torno a la muralla que rodea la ciudad se asentaron grandes aves raras, foráneas, llegadas de muy lejos; tenían picos ansiosos por desgarrar y expectantes garras curvas; se asentaron allí y miraban abajo con sus ojos calmos y avaros como si esperaran que la desfortunada ciudad se convirtiera en un enorme hoyo de carroña.
…..Habían pasado sólo once semanas desde la propagación de la peste, cuando el vigilante de la torre y otros que estaban en lugares altos vieron zigzaguear una extraña procesión desde la llanura hasta las calles de la ciudad nueva entre las paredes de piedra ennegrecidas por el humo y los oscuros montones de cenizas que antes fueron cabañas de madera. ¡Una multitud! Al menos, seiscientos o más, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, llevaban grandes cruces negras entre ellos y sobre sus cabezas flotaban amplias banderas, rojas como el fuego y la sangre. Cantan mientras avanzan y desesperadas notas de angustia se elevan por el tórrido aire silente.
…..Visten ropas marrones, grises y negras; todos llevan una insignia roja en el pecho que se revela como una cruz a medida que se acercan. Tardan mucho. Suben por el camino escarpado, bordeado de muros, que conduce a la ciudad antigua. Es una muchedumbre de rostros blancos; llevan látigos en las manos. En las banderas rojas se dibuja una lluvia de fuego. Las cruces negras se balancean de un lado a otro entre el gentío.
…..De la masa densa se eleva olor a sudor, a cenizas, a polvo del camino y a incienso añejo.
…..Ya no cantan, tampoco hablan, nada es audible, excepto la marcha, el sonido de manada que hacen sus pies descalzos.
…..Rostro tras rostro se sumerge en la oscuridad del portón de la torre y surge en la luz del otro lado con una expresión aturdida, cansada, de párpados entornados.
…..El canto comienza otra vez: un miserere; aferran sus látigos con mayor firmeza y caminan con un paso más enérgico como acompañando una canción de guerra.
…..Se ven como si vinieran de una ciudad hambrienta, las mejillas hundidas, los huesos sobresalientes, los labios sin sangre, círculos oscuros bajo los ojos.
…..La gente de Bérgamo se ha congregado y los mira con asombro e inquietud. Los rostros sonrojados contrastan con los pálidos; las miradas opacas, agotadas por el desenfreno bajan ante esos ojos penetrantes, ardientes; los blasfemos burladores abren la boca ante los himnos.
…..Hay sangre en los látigos.
…..Un sentimiento de extraña inquietud sobrecogió a la gente ante la vista de esos forasteros.
…..Pero no tomó mucho tiempo, sin embargo, para que se sacudieran la impresión. Algunos de ellos reconocieron, entre los que portaban las cruces, a un zapatero medio loco de Brescia, e inmediatamente la muchedumbre entera lo convirtió en un hazmerreír. De todos modos, era algo nuevo, una distracción de la rutina, y cuando los forasteros marcharon hacia la catedral, todos los siguieron como hubieran seguido a un grupo de malabaristas o a un oso domesticado.
…..Pero a medida que avanzaban se iban amargando; se sintieron burdos en comparación con la solemnidad de esa gente. Entendieron muy bien que aquellos zapateros y sastres habían venido hasta aquí para convertirlos, rezar por ellos y pronunciar las palabras que no deseaban oír. Había dos filósofos delgados y canosos que, convirtiendo la impiedad en sistema, incitaron a la gente; la malicia de sus corazones agitó los ánimos de modo que, con cada paso que los aproximaba a la iglesia, la actitud de la muchedumbre se tornaba más amenazadora y más salvajes sus gritos de rabia. No hubiera hecho falta demasiado para incitarlos a poner sus manos violentas sobre aquellos flagelantes desconocidos. A menos de cien pasos de la entrada de la iglesia, se abrió la puerta de una taberna y cayó una caterva entera de juerguistas, uno encima del otro. Se situaron a la cabeza de la procesión y la guiaron, cantando y rugiendo con gestos grotescamente solemnes, todos excepto uno que se puso a hacer volteretas sobre la hierba que cubría los escalones de piedra de la iglesia. Esto, por supuesto, causó risa y todos entraron plácidamente en el santuario.
…..Parecía extraño estar allí otra vez, atravesar el gran espacio frío, en la atmósfera acre por el olor a cera vieja de las velas, a través de las losas hundidas que sus pies conocían bien y sobre esas piedras cuyos diseños gastados e inscripciones brillantes a menudo habían agotado sus pensamientos. Mientras sus ojos medio curiosa, medio desganadamente buscaban reposo en la luz tenue bajo las bóvedas o se deslizaban sobre la oscuridad por los diversos colores dorados y ahumados o se perdían en las raras sombras del altar, despertó en sus corazones una nostalgia que no se podía reprimir.
…..Mientras tanto los de la taberna continuaban con su conducta escandalosa sobre el altar mayor. Entre ellos, un joven carnicero, enorme y macizo, se quitó el delantal blanco y se lo ató alrededor del cuello, de modo que colgara sobre su espalda como una sobrepelliz; celebró una misa con las palabras más salvajes y locas, llenas de obscenidad y blasfemia. Un viejo pequeño de abdomen abultado, activo y ágil a pesar de su peso, con un rostro como una calabaza pelada, hacía de sacristán y contestaba los salmos con respuestas de lo más frívolas. Se arrodilló y, dándole la espalda al altar, tocó la campana como un bufón y balanceó el incensario como una rueda. Los demás bebían tirados a lo largo de los escalones, rugiendo de risa e hipando de ebriedad.
…..La iglesia entera rio, aulló y se burló de los forasteros. Les gritaron que atendieran a lo que la gente pensaba de su Dios allí en la Bérgamo antigua. Aunque su deseo no era tanto insultar a Dios como regocijarse en el tumulto, sintieron satisfacción al saber que cada una de sus blasfemias era una estocada en el corazón de esas personas piadosas.
…..Se pararon en el centro de la nave y gimieron de dolor, sus corazones hervían de odio y venganza. Elevaron sus ojos y sus manos hacia Dios, y rogaron por Su venganza ante la burla dirigida a Él en Su propia casa. Irían gozosamente a la destrucción junto con esos temerarios, si Él mostraba Su poder. Alegremente se dejarían aplastar bajo Su talón, sólo por que Él triunfara, por que gritos tardíos de terror, desesperación y arrepentimiento se elevaran hacia Él desde esos labios impíos.
…..Irrumpieron con un miserere. Cada nota sonó como un alarido ocasionado por la lluvia de fuego que avasalló Sodoma, por la fuerza que poseyó a Sansón cuando derribó las columnas en la casa de los Filisteos. Rogaron con la canción y con las palabras; desnudaron sus hombros y rogaron con sus látigos. Arrodillados, en filas, agitaron, ya fuera de sus cinturas, los cordones puntiagudos y anudados sobre sus espaldas sangrantes. Se castigaban a sí mismos salvaje y frenéticamente; la sangre goteaba de sus fustas restallantes. Cada golpe era un sacrificio para Dios. ¡Sería que podían castigarse de alguna otra forma, que se rasgarían en mil pedazos sangrientos delante de Sus ojos! ¡Ese cuerpo con el que habían pecado contra Sus mandamientos tenía que ser castigado, torturado, aniquilado, de modo que Él pudiera ver qué odioso era para ellos, de modo que Él pudiera ver que se convertían en perros a fin de complacerlo, menos que perros ante Su voluntad, las más humildes de las alimañas que hubieran mordido el polvo bajo las plantas de Sus pies! Golpe tras golpe, hasta que sus brazos cayeran o hasta que los calambres los redujeran a bultos. Allí estaban, en filas, con los ojos brillando de locura y con espuma alrededor de sus bocas; la sangre goteando por sus carnes.
…..Aquellos que miraban, de repente sintieron sus corazones palpitar, notaron cómo se sonrojaban sus mejillas y cómo su respiración se dificultaba. Parecía que algo frío iba creciendo bajo sus cueros cabelludos y aflojaba sus rodillas. Los sobrecogió; en sus cerebros un pequeño foco de locura entendió ese frenesí.
…..Sentirse esclavos de una deidad áspera y potente, deslizarse bajo Sus pies para ser Suyos, no en tierna piedad, ni en la quietud del suplicante silencioso, sino maniáticamente, en un frenesí de autohumillación, sangre y lamentos bajo los destellantes látigos humedecidos; esto comprendieron. Hasta el carnicero se llamó a silencio y los filósofos desdentados bajaron sus cabezas grises ante los ojos errantes.
…..En la iglesia se impuso el silencio; sólo un temblor atravesó a la muchedumbre.
…..Entonces, uno de los forasteros, un monje joven, se levantó y habló. Era pálido como una hoja de lino, sus ojos negros brillaban como carbones a punto de extinguirse y las arrugas alrededor de su boca, sombrías, endurecidas por el dolor, parecían tallas hechas sobre madera con un cuchillo y no pliegues en el rostro de un ser humano.
…..Levantó sus manos delgadas y enfermizas hacia el cielo en plegaria, y las mangas de su traje se deslizaron sobre sus brazos magros y blancos.
…..Entonces habló.
…..Habló del infierno, que es infinito como el cielo es infinito, del solitario mundo de tormentos que cada condenado debe padecer y poblar con sus gemidos. Allí se encuentran mares de azufre, campos de escorpiones, llamas que envuelven como capas, y llamas silenciosas que se endurecen y hunden en el cuerpo como una lanza retorciéndose en una herida.
…..En completo silencio, sin aliento, escucharon sus palabras porque habló como si lo hubiera visto con sus propios ojos. Se preguntaron: ¿es acaso uno de los condenados, enviado desde las cavernas del infierno para atestiguar ante nosotros?
…..Predicó largamente acerca de la ley y el poder de la ley, que por cada mandamiento deberían comparecer y que cada transgresión de la que fueran culpables sería cobrada, grano a grano y onza a onza. «Cristo murió por nuestros pecados, dicen, y ya no estamos sujetos a la ley. Pero les digo, el infierno no será engañado ni por uno solo de ustedes, y ni un solo diente de hierro de la rueda de torturas dejará pasar su carne. ¡Ustedes construyeron la cruz del Gólgota, vengan, vengan! ¡Vengan y mírenlo! Los llevaré directamente a su base. Fue un viernes, como ustedes saben, cuando Lo empujaron a través de uno de los portones y pusieron la punta más pesada de una cruz sobre Sus hombros. Lo obligaron a cargarla fuera de la ciudad hasta un monte árido y yermo, y Lo siguieron a montones, agitando el polvo con sus pies de modo que parecía una nube roja suspendida. Rasgaron Su ropa y expusieron Su cuerpo, tal como las autoridades exponen a un malhechor ante los ojos de todos para que puedan ver la carne que será sometida a tortura. Lo subieron a la cruz y Lo estiraron; pusieron un clavo de hierro a través de cada una de Sus resistentes manos y un clavo a través de Sus pies cruzados. Golpearon los clavos con garrotes hasta que se hundieron. Erigieron la cruz en un agujero de la tierra, pero como no se mantenía derecha y firme, la movieron de un lado al otro y pusieron cuñas y postes alrededor; debieron bajar las alas de los sombreros para que la sangre de Sus manos no les cayera en los ojos. Él, en la cruz, miró a los soldados, que estaban arrojando girones de Su ropa desgarrada, y a la muchedumbre turbulenta, por cuyo bien, para su salvación Él sufría; en toda la multitud no había ni un solo ojo compasivo».
…..«Y aquellos Lo miraron, colgado allí, sufriente y débil; miraron la tabla encima de Su cabeza, donde estaba escrito ‘Rey de los judíos’, y Lo injuriaron y Le gritaron: ‘Tú que destruiste el templo y lo construiste en tres días, sálvate a ti mismo. Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz’. Entonces Él, el Unigénito de Dios sucumbió a la cólera y vio que no eran dignas de salvación las muchedumbres que llenan la tierra. Liberó Sus pies, apretó Sus manos alrededor de los clavos y los arrancó, de modo que los brazos de la cruz se doblaron como un arco. Saltó sobre la tierra, recuperó Su ropa haciendo que los retazos rodaran por la cuesta del Gólgota; los lanzó sobre sí con la ira de un rey y ascendió al cielo. La cruz quedó vacía y el gran trabajo de la redención nunca se cumplió. No hay mediador entre Dios y nosotros; no hay un Jesús que murió por nosotros en la cruz; ¡no hay un Jesús que murió por nosotros en la cruz, no hay un Jesús que murió por nosotros en la cruz!».
…..Quedó en silencio.
…..Mientras pronunciaba las últimas palabras, se inclinó hacia la multitud, con los labios y las manos lanzó las últimas palabras sobre sus cabezas. Un gemido de agonía atravesó la iglesia, y comenzaron a sollozar por los rincones.
…..Entonces el carnicero los empujó con las manos en alto, amenazadoras, pálidas como un cadáver, y gritó: «¡Monje, monje, debe Clavarlo otra vez en la cruz!» y detrás de él un sonido ronco, silbilante: «¡Sí, sí, Crucifíquelo, Crucifíquelo!». Y de todas las bocas, amenazantes, suplicantes, perentorias, se elevó una tormenta de gritos hasta el techo abovedado: «¡Crucifíquelo, Crucifíquelo!».
…..Clara y serena, una sola voz temblorosa: «¡Crucifíquelo!».
…..Pero el monje miró sobre esa ola de manos extendidas, sobre esas caras deformadas por las aberturas oscuras de labios vociferantes, donde las filas de dientes brillaron blancas como las de enfurecidas bestias depredadoras, y en un momento de éxtasis elevó sus brazos hacia el cielo y se rio. Entonces se sentó; su gente levantó las banderas con lluvias de fuego y las cruces negras vacías, y precipitó la salida de la iglesia; cruzaron otra vez la plaza cantando, cruzaron otra vez el portón de la torre.
…..Los pobladores de la Bérgamo antigua los siguieron con la vista hasta que descendieron la montaña. El camino escarpado, bordeado de murallas, se veía brumoso a la luz del sol que se ponía más allá de la llanura, pero en el muro rojo que rodea la ciudad, se destacaban, negras, las sombras de las grandes cruces balanceándose de un lado al otro entre la muchedumbre.
…..Se escuchó el canto, distante; algunas de las banderas todavía brillaban rojas entre el humo negro de la ciudad nueva. Luego, desaparecieron en la llanura iluminada.
Jens Peter Jacobsen (Thisted, Jutlandia, 1847-1885) es uno de los escritores más celebrados de la literatura danesa. Se formó en la escuela positivista de los hermanos Brandes y tradujo y divulgó la obra de Darwin. Botánico, poeta y novelista, destacó principalmente por la obra Niels Lyhne (escrita en 1880), por los Arabesk y Gurresange—musicados en 1911 bajo el título de Gurrelieder por Arnold Schönberg—y por la novela Fru Maria Grubbe (1876). Murió de tuberculosis a los treinta y ocho años. El cromatismo impresionista de sus páginas y el lirismo de sus descripciones han merecido la admiración de los grandes novelistas alemanes del siglo XX, entre ellos, Rainer Maria Rilke, Thomas Mann y Stefan Zweig.
La composición que ilustra este post fue realizada a partir de un fragmento la obra Amigos secretos de la artista Camila López