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La muerte del padre

Miguel Falquez-Certain

 

Es un gusto enorme para Abisinia Review inaugurar su sección de novela con uno de los fragmentos más bellos y conmovedores de La fugacidad del instante (Editorial Escarabajo, Bogotá, 2020), novela del escritor colombiano radicado en Nueva York Miguel Falquez-Certain.

 

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El diecisiete de marzo me fui tranquilo al colegio porque la noche anterior mi papá había recuperado la lucidez y pudimos sostener una conversación como no lo habíamos podido hacer desde mucho antes de mi viaje a San Juan del Cesar. Súbitamente comenzó un largo monólogo recordando un viaje que habíamos hecho por el río Magdalena a bordo del David Arango acompañados de mi mamá, de mi tía Lydia, de Diego Catalano, de la cantante Débora Ferrera, de la coreógrafa Maya Reyes y de varios bailarines de su compañía, entre ellos mi hermano Andy. Nuestra intención era viajar hasta La Dorada y luego tomar el ferrocarril para ir hasta Ibagué al Festival del Folclor en representación del Departamento del Atlántico. Pero el río se secó y tuvimos que bajarnos en Barrancabermeja y fue entonces cuando mi papá decidió que Andy seguiría con el grupo en avión y nosotros nos iríamos a visitar en tren a unos parientes en Bucaramanga. “¿Te acuerdas que también localizamos a la familia de Alvarini?” Y sin pausa ni transición comenzó a hablar de su amante austríaca Hannah Schütz a finales de los años veinte en Nueva York y cómo con ella y con el que sería mi maestro de prestidigitación, Simón Salazar de Sola, habían trabajado de bailarines en piezas musicales de Broadway, pero que al final todo se había venido al suelo con el jueves negro de 1929, con los asesinatos diarios de la mafia y finalmente con la Gran Depresión. “Antes, cuando tenía diecinueve años, había llegado un transformista argentino a la ciudad y una noche se presentó en el Club Barranquilla. Por curiosidad entré al camerino antes del espectáculo y el hombre insistió en que me dejara maquillar y ‘transformar’ pues decía que él podía hacer un ‘trabajo macanudo’. Me echó gotas de belladona que según él realzarían al máximo ‘la hermosura de tus ojos’ y cuando me vi en el espejo vestido de mujer, con peluca y perfectamente maquillado, tuve que darle la razón. Esa noche me bailé y me bebí a todos mis amigos en el club sin que ellos se percataran del engaño y al final me quité la peluca y quedaron tan sorprendidos que sólo pudieron reírse a carcajadas.”

Mi mamá le secaba el sudor de la frente y mi tía Lydia empapaba un pañuelo en agua de colonia Jean-Marie Farina, su favorita, y se lo daba a oler.

⎯¿Me sabrás perdonar, Dolores?

⎯Mario Alfonso, descansa, por favor. No tengo nada que perdonarte. Duérmete, mi amor.

⎯¿Se acuerdan de todas las rumberas y estrellas que les presenté?

⎯Claro, Marito⎯dijo mi tía Lydia. ⎯¿Quién las puede olvidar? Tongolele, María Antonieta Pons, Rosa Carmina, María Félix, Libertad Lamarque. . .

Y de allí se perdía nuevamente en sus recuerdos en los que entremezclaba anécdotas de diversas épocas que no tenían nada que ver las unas con las otras, resultando todo en una serie de incoherencias que sólo nosotros que las habíamos escuchado tantas veces de su boca podíamos encontrarles sentido y su significado original.

De modo que cuando atravesé el umbral del colegio me sentí lleno de energías y con la esperanza de que tal vez mi papá hubiera por fin reaccionado al tratamiento, que la quimioterapia finalmente le hubiera eliminado el cáncer que le había estado robando el aire a los pulmones desde su regreso de Nueva York.

A las nueve de la mañana llegó el prefecto a buscar a Simón Campoy.

⎯Acompáñeme, Campoy.

Desde enero tanto el papá como la mamá de Campoy habían estado muy enfermos, él con cáncer del páncreas y a ella le habían dado tres ataques al corazón en rápida sucesión.

En el recreo de las nueve y media nos enteramos que habían muerto esa mañana con una hora de separación.

A las diez entramos a la clase de inglés con el profesor Ed Merton. A pesar de la muerte de los padres de mi amigo Simón, me sentía tan optimista y de tan buen humor que me ofrecí a recitar “O Captain! My Captain!” de Whitman que nos había asignado el profesor la clase anterior. Me puse de pie, subí al pequeño estrado frente a la pizarra y declamé. Sólo cuando llegué a los últimos versos, “Exult O shores, and ring O bells! / But I with mournful tread, / Walk the deck my Captain lies, / Fallen cold and dead” pude ver por el rabillo del ojo que el padre Montero había vuelto a aparecer en la puerta del salón.

⎯Very good indeed, Mr. Rivadeneira. A round of applause for him, class.

Mis condiscípulos aplaudieron con desgano mientras me dirigía a mi pupitre, pero el prefecto me hizo señas con la mano para que me acercara. Mis compañeros comenzaron a susurrar.

⎯Quiet!⎯gritó el profesor Merton.

⎯Recoja su maletín y venga conmigo⎯dijo el prefecto.

En cuanto salí del salón, me agarró del brazo y caminó conmigo por el corredor en dirección a la escalera.

⎯Siento mucho que sea yo el portador de malas noticias, pero me han llamado de su casa para decirme que su papá está muy grave y quieren que salga usted inmediatamente para allá.

⎯No entiendo, padre, si anoche estaba mucho mejor.

⎯¿Qué quiere que le diga, Rivadeneira? Los designios de Dios son insondables.

⎯¿Cuál dios?⎯le pregunté con amargura.

⎯Sé que éste es un momento difícil, pero no hay que perder la fe.

⎯Padre, gracias por avisarme, pero no tengo tiempo que perder.

Cuando salí a la explanada vi que Claudia Jaramillo me hacía señas desde su automóvil.

⎯Betty me avisó⎯dijo.

Me subí al auto y la besé en la mejilla.

⎯Tu mamá está destrozada.

⎯Pero todavía está vivo, Claudia, ¿cierto?

⎯Sí, Carlos Alberto, no te preocupes que alcanzaremos a llegar para que te puedas despedir. Tienes que hacerlo por tu mamá. . . mostrar fortaleza aunque no la tengas.

⎯No sé lo que voy a hacer, Claudia. No estoy preparado para esto.

⎯Tranquilo que Betty ya llegó y estás rodeado de personas que te quieren de verdad.

Cuando finalmente llegamos a la calle Setenta y dos, Claudia hundió hasta el fondo el pedal del acelerador.

⎯Más tarde acompañaré a Betty a la funeraria para comprar el ataúd.

⎯Qué buena eres, Claudia.

⎯Sabes muy bien cuánto quiero a tu papá y siempre le estaré agradecida por todo lo que ha hecho por mí. Los quiero a todos ustedes como si fueran mi propia sangre.

⎯De todas formas, mil gracias.

Me agarró la barbilla y se sonrió.

Estacionamos frente a la casa y vi que Carmelita estaba sentada en el poyo de la terraza con Mariana.

⎯Niño Carlos, corre que tu mamá te necesita.

Me di cuenta que su piel cobriza había adquirido un tinte amarillento y que tenía los ojos llorosos.

⎯¿Y qué haces aquí afuera con Mariana?

⎯Don Valdemar y la niña Raque deben llegar en cualquier momento a recogerla. Es mejor así.

Tiré mi maletín sobre el sofá de mimbre y atravesé corriendo la casa. Cuando finalmente llegué a la habitación de Mariana vi que mi mamá estaba acostada en la cama de su nieta y que mis tías Lydia y Amelia la consolaban.

⎯Has sido una esposa ejemplar. No te has separado de él ni un minuto, cuñada⎯dijo mi tía Amelia.

⎯Ahora tienes que descansar un rato, comadre⎯dijo mi tía Lydia.

⎯No, no puedo⎯dijo mi mamá y se incorporó. ⎯Tengo que regresar. Tengo que estar junto a él hasta el final.

Me agarró de la mano y caminamos hasta el cuarto.

Mi papá ya no tenía la respiración entrecortada; por el contrario, ahora respiraba pausadamente y con regularidad. Los ojos los tenía cerrados y toda su piel despedía una luminosidad parecida a la de las medusas en un mar oscuro azotado por una lluvia torrencial.

⎯Papá⎯dije mientras le acariciaba la frente. ⎯Es Carlos Alberto. . . Papá. . .

Entreabrió los ojos unos segundos y me miró como si al reconocerme me estuviera viendo desde una distancia insalvable. Abrió los labios resecos y agrietados e hizo un esfuerzo por hablar.

⎯Car. . . li. . . tos. . .

Carlitos en la punta de la lengua agarrándome los rizos recorriendo las hortalizas volando las cometas en el Parque del Sagrado Corazón Carlitos Carlitos yo te enseño a manejar y volaremos juntos por la carretera al Castillo de Salgar Car-li-tos amigo hijo hermano padre confidente maestro mago modelo planeador sobrevolando los arrecifes cerca a Sabanilla perdiéndose en la distancia rompeolas Bocas de Ceniza confluencia del río con el mar yo voy yo voy yovoyyovoy papá llaves en la mano Studebaker rumbo al Deportivo ostras mojarra frita arroz con lisa Martina Fuenteblanca reina del carnaval yo te amé con gran delirio garabateros en los jardines de su casa con caras pintadas de blanco como calaveras que podrían acecharme en la noche ancestral Martina con su pollera prima mi prima del alma con la sandunga de un lunar dame la mano Carlitos dame la mano primo las espermas encendidas ay no puedo prima la cera y el cumbión porque la tengo enferma y después me la lastimas cabellos alborotados bajo la manta negra mirando largo por la cámara de fuelle mi papá a finales de los años veinte aprendiendo el arte de la fotografía en el sótano del Hotel Plaza en Nueva York Dominique nique nique s’en allait tout simplement Times Square Central Park la Estatua de la Libertad no no no la casa creciendo poco a poco creciendo descomunalmente creciendo con tus caprichos de recovecos patios jardines cuartos de san Alejo multiplicación de habitaciones que encajan como las cajas chinas que me regalaste un diciembre de castillos de fuegos de artificio Rock Around the Clock bailando rock ’n’ roll con Andy y Alicia Medrano patio interno guaduas sol inclemente Diego Catalano y mi papá mirándonos divertidos viajes repetidos al infinito Santa Marta El Rodadero Punta Betín Cartagena la Popa primer viernes comulgue para salvarse en una cita obligada quien no conoce a la Popa no conoce a Cartagena Capilla del Mar corralito de piedra El Cabrero mar muerto Marbella primer festival de cine Sara García y su hermana en la camioneta rojiblanca que rifabas entre tus amigos ricos el yate las joyas la grabadora Wollensak obsequio de tu primer viaje a Nueva York después de treinta años sólo para que pudiera aprender inglés el profesor Yarur tenía una igual grabándome How do you do? grabando a María Eugenia Guedes cantando tocando la guitarra libiamo libiamo ne’ lieti calici che la belleza infiora jolgorio en el bar de Claudia Jaramillo monja o turbante con pañales transformados por el ingenio de la tía Lydia carrera enloquecida cuesta abajo montaña rusa ciudad de hierro circo de tres pistas payasos maromeros trapecistas tobogán inagotable descenso pertinaz en el momento del adiós descoyuntado desbarajustado en que tú y yo nos separaremos para siempre Car-li-tos Car-li-tos Car-li-tos. . .

Mi mamá me remece y me abraza. Tengo la cara empapada en llanto. Me saco del bolsillo trasero del bluyín el pañuelo perfumado y me limpio con premura como si la escasez de tiempo me empujara en una dirección desconocida. Beso a mi papá en la frente, me excuso, bajo corriendo las escaleras y me refugio en mi cuarto.

Boca arriba en la cama, vienen y van las imágenes de nuestras vidas compartidas que se desgranan en la imaginación por el recuerdo retorcido de la asfixia y de la desazón.

Me lavo la cara y me seco con la toalla.

Salgo a la puerta y me siento en la terraza.

Por la puerta pasa Germán Dávila al mediodía rumbo a almorzar y me da el pésame.

⎯Está vivo, Germán. Aún no ha muerto.

⎯Perdón, pensé. . .

⎯Pero hoy morirá.

⎯Lo siento⎯dice y me extiende la mano. Cuando se la agarro para estrechársela, me abraza. ⎯Fuerza.

Regreso a la sala, me siento, miro al cielo raso, observo la vegetación desmesurada del patiecito interno y me acerco a la gruta de la Virgen de Nuestra Señora de Lourdes frente a la pileta entre los dos gigantescos pinos piñoneros. Miro hacia arriba: llegan hasta el infinito. Una nube pasa y bajo la vista al balcón que conduce al cuarto de Mariana. Han abierto la puerta y oigo las voces como si estuvieran aquí abajo acompañándome.

Betty regresa de la calle con Claudia Jaramillo y me dicen que ya han hecho la diligencia.

Por el balcón se asoma mi tía Lydia y nos hace señas para que subamos.

Se escucha un grito ahogado.

Subimos apresuradamente por la escalera angosta de escalones irregulares agarrándonos por los pasamanos para no desfallecer y en la puerta del cuarto mi mamá llora desconsolada.

Entro a la habitación y escucho el ronquido alargado percutiéndome los oídos, los gemidos de mis tías, el ahogo constante de mi papá, su frente empapada en sudor, sus ojos entreabiertos volteándose en un blancor infinito y luego los párpados que se cierran en el mismo instante en que el aire se le escapa para siempre de los labios exangües que ahora son una línea pálida y delgada que parte en dos los vientos de la fronda, del lamento, del sollozo, del adiós.

 

© 2020 Miguel Falquez-Certain

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Miguel Falquez-Certain nació en Barranquilla. Ha publicado cuentos, poemas, piezas de teatro, ensayos, traducciones y críticas literarias, teatrales y cinematográficas en Europa, Latinoamérica y los EE.UU. Es autor de ocho poemarios, seis piezas de teatro, una noveleta y un libro de narrativa corta, Triacas, por los cuales ha recibido varios galardones. Participó en talleres de narrativa con Manuel Puig (Columbia University, 1977); Reinaldo Arenas (The Center for Inter-American Relations, 1982); y Alain Robbe-Grillet (NYU, 1983). Entre sus traducciones están sus versión al inglés de Diatriba de amor contra un hombre sentado de Gabriel García Márquez (Teatro Repertorio Español, Nueva York, 1996). En octubre de 2019, la XIII Feria Hispana/Latina del Libro en Nueva York se celebró en su honor. Vive en Nueva York desde hace más de cuatro decenios y se desempeña como traductor en cinco idiomas desde 1980. Foto de autor: Joaquín Alberto Mendez Gaztambide.

La composición que ilustra este post fue realizada a partir de una ilustración del artista Piranha (Juan Manuel Sancho)

 

año 1 ǀ núm. 1 ǀ septiembre – octubre 2020
Etiquetas: , , , , , , , , , , , Last modified: julio 22, 2021

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