Alexander Ortega Marín
Presentamos este cuento inédito del escritor colombiano Alexander Ortega Marín. Apasionado de la crónica y del reportaje social, es además doctorado en Estudios Hispánicos de la Universidad de la Sorbonne (París) y de la Universidad de Bérgamo (Italia). Especial para Abisinia Review, gracias a las gestiones de nuestro Editor de Literatura Queer, el poeta Miguel Falquez-Certain.
Dos veces he visto la sombra de Satanás. La primera vez fue cuando mi abuela me pidió repetir el Padre Nuestro de memoria una noche de diciembre. Creo que tenía ocho años. «¡Dios lo bendiga, mijo!», me dijo antes de que yo escuchara el «chac» del interruptor para apagar la luz de mi habitación. Luego fue escucharla arrastrando las chancletas, intentando organizar esa cocina ennegrecida que nunca estuvo limpia ni después de muerta. De la cocina, esa noche venía el sonido de una cuchara contra un plato y del techo de tejas rotas venía el murmullo del viento agitando las ramas del almendro. Esa noche no hubo gatos en el callejón ni tampoco se sentían los «tac tac» de las fichas de dominó contra la mesa del vecino detrás de la pared del patio. Fue tal vez cuando mi abuela atravesó la tranca contra la puerta que el grillo se puso a chirriar en algún lugar de la sala y que vi que ahí estaba la cosa ésa en el rincón oscuro de mi cuarto: una figura encorvada, delgada y sin rostro. Era una silueta humana, enrollada desde la cabeza hasta los pies en algo que parecía una media velada negra de mujer. No grité. Comencé a repetir el Padre Nuestro en mi mente como mi abuela me lo había enseñado. Apreté los ojos, cerré los puños y me mordí la lengua con fuerza para no gritar. Incluso traté de no respirar. Sin importarme el sabor de la sangre en la boca, continué apretando los dientes contra la lengua. El corazón me saltaba dentro del pecho. Recogí las piernas y desde ese día aprendí a dormir de la misma forma en que duermo ahora, como un feto enrollado en una sábana. Esa noche mi abuela me apagó la luz y abrió (estoy plenamente convencido de eso) el preámbulo inevitable de lo que tenía que pasar veintiséis años después en Santiago de Compostela, cuando entendí que siempre, tanto la sombra como yo, habíamos estado a la espera.
…..En la mañana se lo conté a mi abuela; ella me escuchaba con la cara paralizada detrás de una humeante taza de café. Luciendo todavía su agujereada y sucia bata de dormir, me llevó de la mano hasta su cuarto. Y oró por mí. Se puso a llorar y hablar muy suavecito con Dios. …..Cuando oraba, mi abuela ponía la misma cara de dolor que cuando la atacaba el dolor de las várices de las piernas: una cara de sufrimiento y profunda tristeza. No entendí nada.
…..—Abuela, ¿por qué mejor no hablas con la sombra y le dices que no venga más? —le dije.
…..—Mijo, no es una sombra, es Satanás. Tienes que pedirle perdón a Dios por tus pecados —me dijo. ¿Pecados? Mi abuela mencionaba mucho la palabra Diablo o Satanás; muchas veces solamente me decía que la desobediencia a Dios había hecho que Satanás fuera el príncipe de este mundo.
…..—Abuela, pero si Dios es bueno, ¿por qué deja que el diablo se les aparezca a los niños?
…..—Habla con Dios y que te lo revele en el sueño.
…..Oré a Dios por una respuesta, repetí muchas veces el Padre Nuestro de memoria y el único pecado que recordaba eran los juegos secretos que tenía con Julián. Jugábamos a que éramos novios, al papá y a la mamá. Yo me vestía con los vestidos de su mamá y le preparaba la comida. Yo, aquella personita que jugaba a ser una señora casada, estaba enamorado de Julián, el marido responsable. O al menos, ésa era la única certeza que yo tenía en la cabeza. Pero estaban los besos, el latido de nuestros corazones y la clandestinidad de los encuentros que ya nos prevenían, sin saberlo, que los niños no se enamoran de los niños y que un hombre no se viste de mujer. Algunas veces, jugábamos a hacer el amor. Yo sólo quería crecer para casarme con Julián. Yo no lo veía como un pecado. Pero estaban los besos, los besos con lengua, y la condición natural del juego: yo nunca sería mujer.
…..—¿Qué tanto haces tú con Julián encerrados en su casa? —me preguntó alguna vez mi abuela.
…..Tengo treinta y cuatro años y he pasado casi la mitad de mi vida soñando de manera repetida con esa noche y, por alguna extraña razón, recordando una y otra vez la pregunta de mi abuela. «¿Qué tanto haces tú con Julián encerrados en su casa?» Aquellas personas que tienen dos realidades como yo, la que soñamos y la que vivimos, me entienden y comprenden la angustia, el dolor, el miedo, el cansancio de cerrar los ojos, acostarse en la cama y entrar en una vigilia con un ojo abierto para fuera y el otro cerrado para adentro. Mi psicoanalista me decía que mi abuela, al transmitirme su fe, acrecentaba mis cuadros psicopáticos. Y le respondía que yo siempre me sentía cuerdo, que nunca me presté para el juego de mi abuela cuando decía que «Dios me hablaba». Iba creciendo y Dios se iba convirtiendo en algo parecido a esas estrellas cósmicas, inmóviles, lejanas, poderosas y muy brillantes, pero que sólo se pueden ver porque existe la oscuridad. Y yo no quería oscuridad. Y según mi abuela, los demonios viven en la oscuridad. ¿Y entonces?
…..Lo único real en mi vida después de esa noche era la presencia invisible de la sombra cada vez que oraba, cada vez que me arrodillaba, cada vez que sentía que el juego infantil con Julián se iba convirtiendo con los años en otro juego, en la espera al teléfono de la llamada de Raúl, en las noches de cerveza y sexo con Fernando y, luego, en lo que hoy sólo son encuentros anónimos con hombres cuyos nombres ni siquiera me interesa saber. Eso era lo real: la noche, los hombres y la sombra. Y ahí estaban, afuera de mi cabeza, los amagos esquivos, siluetas en agitación perceptibles solamente con el rabillo del ojo, pero nunca de frente, tan sólo precedidos por un angustiante aire opresivo. Sin embargo, nunca una cara, nunca una mano, nunca una voz. Por eso, cuando mi destino me llevó a España a un seminario en la Universidad de Santiago de Compostela, ya estaba decidido que yo debería por fin saber si era locura o un don de Dios. ¿Cómo saber si era lo uno o lo otro? A través de un testigo, de otra persona, un alma miserable igual que yo, alguien que compartiera mi pesada psicología, o el presunto don.
…..Llegué a Santiago un sábado solitario ya entrada la noche. Cansado, tomé un taxi hacia un hostal barato y limpio ubicado en el punto más alto de la ciudad, recomendado por un conocido, cuyo aspecto moderno y solitario me dio la impresión de ser un centro comercial falso. El hostal fue construido, y eso yo no lo sabía al llegar, para dar posada a los peregrinos que visitaban Santiago de Compostela en busca de algún milagro.
…..Me ubicaron en una habitación grande donde había más de quince literas. Compartí la habitación con una dama inglesa muy delgada, de unos cuarenta años, y su hijo, un niño albino y flaco que usaba unos lentes de aumento, grandes y pesados de color carey. Mi cama estaba muy cerca a la puerta principal de la habitación. Frente a mí, había una ventana grande que daba a un balcón por la cual se podían ver las nubes blancas cortando el lienzo oscuro de la noche. Y ahí estaba la luna, plateada y redonda como la mirada de un pájaro que muere con los ojos abiertos.
…..La última noche en el hostal me preparé para acostarme a eso de las diez. Me desvestí y me puse la ropa de dormir con el cuidado de no despertar a la mujer inglesa ni a su hijo, a quienes me imaginaba durmiendo. Un claro de luna llenaba el ámbito proyectando rayos sobre mi cama, pero sumiendo el resto de la habitación en la más completa oscuridad. Me tomé un somnífero y me puse a esperar a conciliar el sueño. …..Luego de un rato, se abrió la puerta. La dama inglesa y su hijo entraron en silencio y caminaron hasta el otro extremo de la habitación. Ella encendió la pequeña lámpara al lado de su cama y farfulló algo ininteligible. Es posible que ya estuviera dormido, o quizás no, pero la voz de la madre y el eco de la voz de su hijo en inglés me introdujeron frases al oído que, a pesar de ser en otro idioma, tenían el mismo ritmo, la misma cadencia, la misma confianza en la palabra. Lo reconocí de inmediato. Abrí los ojos de manera violenta dentro de mis sábanas cuando escuché la frase final :
…And lead us not into temptation,
but deliver us from evil…
…..Era el Padre Nuestro en inglés. Volví a cerrar los ojos con esta última frase aún bailándome en la cabeza y sentí el «chac» del interruptor que nos sumió a los tres en tinieblas.
…..Cuando me despierto luego de haber tomado un somnífero, por más potente que éste sea, no logro volver a conciliar el sueño; sólo doy vueltas en la cama sintiendo navajazos en la espalda que me hacen moverme de un lado al otro. Eso fue lo que me ocurrió esa noche. Es posible que hubiera transcurrido una hora, o tal vez más, no lo sé, cuando de pronto sentí un suspiro. Era el viento, era una voz, un susurro que decía mi nombre. No abrí los ojos, pero en mi cerebro, mediante esa comunicación que tiene cada parte de nuestro cuerpo con el cerebro, sentí o imaginé que alguien, una entidad viva, estaba agazapada y encorvada muy cerca de mis pies. Sin abrir los ojos, la sentí cerca o, mejor dicho, la sentí consciente. Abrí los ojos lentamente y me asomé por encima de la sábana: ahí estaba la densa oscuridad del otro extremo de la habitación; y al final de los pies, como una mancha, la silueta delgada y oscura delante de la claridad de mi ventana. Sentí miedo, pero otra región de mi cerebro me decía que aquello sólo podía ser un «error» de la luz. ¿Un error de la luz que entraba muerta desde mi ventana? Permanecí allí, observándola. No podría describir esa fuerte sensación; era como si alguien que nos visita nos observara desde el umbral de la casa, a la espera de que le invitemos a entrar. ¡Pero reaccioné! ¡Estaba harto! Supe que ésa sería la única oportunidad de desenmascarar de frente mi miedo y verle la cara a algo que, en el combate entre mi razón y mi imaginación, yo llamaba Satanás. ¿Estaba al otro lado del océano de mi país y esa cosa me vino a perseguir hasta España? ¡Si algo o alguien estaba ahí, no estaba dispuesto a soportar más! ¡Ya no era miedo sino odio! Y si esa cosa hubiese sido un ser humano la hubiese matado con las manos, con la boca, con las uñas.
…..Pero para un alma aterrada por la oscuridad, la única arma real es la luz de una lámpara. Deslicé la mano hacia mi lámpara con el cuidado de aquel que busca un revólver para matar a un ladrón que está de espaldas. Encendí la luz. La luz llegó con la rapidez de la bocanada de un ahogado para mostrarme, ¡por fin!, aquello que a punta de psicoanalista había creído estaba dentro y no fuera de mí. ¿Qué vi? Era mi chaqueta. Sí. «Era mi propia chaqueta», me repetí. Apagué la luz para no seguir molestando a las otras personas que dormían en mi cuarto, sintiendo alegría y la adrenalina que inundaba todo mi ser. Había leído todos los libros que me decían que la idea de un mundo espiritual era inexistente, pero me faltaba pasar a la acción y llamar «personalidad nerviosa» a eso que me había sumido en una depresión a causa de las cosas que veía desde niño. A través de mi valor, quebrar el mito de la idea de Dios y, de paso, a su antagonista Satanás. Fue la noche más feliz de mi vida. Había resuelto el misterio de mi miedo descubriendo de un solo golpe que somos materia.
…..¡No existía el tal mundo espiritual!
…..Al llegar la mañana, me encontraba perdido en mis reflexiones, en la idea de escribir un libro, de llamar a mi psicoanalista para decirle que ya estaba sanado. Por primera vez en mi vida, pensé en volverme a comunicar con Julián. Evocar como cosas de niños lo que hacíamos debajo de la cama. Me sentí libre. Me fui a desayunar al restaurante del hostal. Antes de llevarme la taza de café a la boca, apareció la recepcionista para pedirme que la acompañara un momento a la oficina del director del hostal pues se trataba de algo urgente. Entré en la oficina y lo primero que vi fue al niño albino gimoteando con la cabeza incrustada en el vientre de su madre, rodeados ambos por otros dos empleados del hostal que guardaban silencio. El niño me miró de reojo y luego pegó un grito como de pájaro herido y le pidió a su madre que se fueran de la habitación. La madre tenía el semblante de la preocupación y la mirada desfigurada por el efecto de una mala noche. Buscó mis ojos y con un español atravesado, pero con un tono que iba entre la súplica y la vergüenza, me pidió que le explicara a su hijo por qué durante la noche había prendido la luz. La madre, mientras me miraba la cara, pero no los ojos, me explicó escéptica, tal vez, o más bien curiosa, que el niño había visto a una persona, a una figura delgada y negra suspendida en el aire, flotando a los pies de mi cama. Nuestros ojos se encontraron y algo tuvo que ver la señora en mi mirada para dejar su frase por la mitad y apretar al niño entre sus brazos. Respiré profundo. El niño seguía llorando con su cara pegada al vientre de su madre. Me arrodillé. Busqué con mis ojos el rostro del pequeño y sentí el sabor a sangre en mi boca. Mis dientes comenzaron a triturarme la lengua.
…..Y vi los ojos del niño detrás de los gruesos lentes. Sentí en el oído una especie de temblor, el «chac-chac», metálico y helado, del gatillo de un revólver apuntándome la cabeza. Había entendido: mi única solución era el suicidio.
Alexander Ortega Marín tiene una licenciatura en Español y Literatura de la Universidad del Atlántico, una maestría en Lingüística de la Sorbonne Nouvelle y un doctorado en Estudios Hispánicos de la Universidad de la Sorbonne (París) y de la Universidad de Bérgamo (Italia). Es un apasionado de la crónica y del reportaje social. Ha publicado crónicas en Las dos Orillas y en El Tiempo (Colombia), así como los siguientes libros: Les préjugés raciaux et de classe dans l’œuvre de Marvel Moreno (Paris: Editions de Fallois, 2019); Les voix narratives dans l’œuvre de Marvel Moreno (Paris : Editions de Fallois, 2021); La nuit des homme-miroir (Paris : Editions de Fallois, 2021); y Racismo y sociedad en la obra de Marvel Moreno (Barranquilla: Editorial Universidad del Norte, 2021). Actualmente se desempeña como profesor en la Universidad de París (Sorbonne).
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de una obra del artista español © Juan Carlos Mestre