Mónica Viviana Mora
Las caricias
El diluvio es un pez hondo.
El vacío dejaba oír la quena de los amantes. La sangre latía lenta y rápidamente mientras el estómago crujía del hambre y desazón.
Kamal miraba el torso de Laura. La recorría con la punta de la nariz, quizá volvía a armar su esqueleto.
Las cabezas se juntaban a escuchar la granadilla y se desnudaban con lentitud. El aroma de cada uno impregnaba las semillas. Caían en desahogo. Eran invisibles, el cuerpo desaparecía, se iba de viaje.
Poseían el color del barniz y los brazos descubrían nuevos parajes. Se sorprendían y se dejaban arrasar. Jugaban largo, entraban en bosques de eucalipto y riachuelos cristalinos. Parecían dos piedras de laja colisionando.
Las líneas de las palmas descubrían el armazón. Kamal con su tacto desmembraba la columna. Laura sentía que palpaba su médula, que los nervios reían a carcajadas. Las yemas de los dedos se mojaron de sed y encontraron la forma de llegar y salir sin penetrarse.
«Quisiera entender todo lo que dices cuando me tocas», pronuncia Laura.
Se disuelven como el humo y las palabras. Viajan en un idioma que no existe.
Fantasía blanca
¡Hoy es carnaval!
La cabra baja de las colinas buscando el pasaje de piedra. Se distrae con el sabor de una manzana en su lengua y tropieza con un pasto mágico.
Avista la ciudad disfrazada de colores. Camina entre las carrozas de los toros, los duendes y los dragones. Han
salido de los retoños hogares enteros.
Reconoce la plaza de Nariño. El movimiento del son sureño se confunde con el palpitar del Galeras.
Su agua materna se reparte a los rostros blancos y negros.
Los chiquillos brindan por la fantasía.
En sus cuernos se queda prendida la fiesta. La cabra lo sabe, detrás de la montaña está su casa.
Difunto con sombrero
He orado por ti.
Casi no sé orar.
Alberto Vélez Otálvaro
Kamal no ha pronunciado palabra desde que su padre abandonó sus pasos en la cordillera.
Guarda la última mirada del señor Alan, cuando su caracol dejó de oír la corriente y sus yemas de acariciar un gato amarillo.
Con sus dos hermanos lo llevaron sobre los hombros, caminaron dos kilómetros cuesta arriba en busca de alivio para su partida.
Vivía solo, saludaba al limonero antes de bajar al río y cosechaba los aguacates más cremosos y grandes que mi boca probó.
Los parientes que visitaron su cuerpo callado dibujaron precipicios en su rostro. Lo velaron en su propia casa y le ofrendaron en ollas de barro azúcar, arroz y gallinas.
La mejor forma de orar, decían, era cantando. Los requintos y las voces campesinas desfilaron con trajes negros.
El café alentaba a los dolientes y las lágrimas corrían por las cucharas.
Kamal levantó la cajita del tiempo y deslizó un sobre con rayas azules y rojas. Un sombrero y una carta eran todo su tesoro. Yo lo vi, en medio de las ceremonias del dolor, cómo el difunto abrazó las palabras.
El espejo
Aquí estoy frente a mí, la cabellera cuelga más de treinta años y la cicatriz de mi pierna derecha está intacta.
De este lado mis labios perfilando obsidianas y de la otra parte el reflejo ideal cruzando a lo largo de la garganta.
Rehúso aceptar mi vanidad y la mujer insiste en regar geranios a las olas.
Soy una estatua que respira en el limbo de la juventud y ella es una dama sigilosa que me cautiva con el pañuelo carmesí.
Fumamos un cigarro, hablamos de las dos, guardamos en el joyero las palabras escandalosas, hipócritas, irreversibles.
¡Oh innoble servidumbre de amar seres humanos, y la más innoble que es amarse a sí mismo!
Ascenso al volcán
Aquí voy montaña de mis amores: el primer paso contiene una bocanada de zarcillejos, de amigos, de valor. Camino sobre ríos de lava petrificados para llegar a los balcones del cerro y me sumerjo en el laberinto amarillo de mis inquietudes. Las sendas me traen el aroma de la hierba, de las entrañas del silencio, de las piedras dormidas en el valle.
Acabo de arribar a tu ombligo, al centro mismo de tu belleza, a la cascada pura que baña los dedos de mi corazón. A Laura y a Kamal los llevo en los hombros de mi saliva, y me alejo hacía mí desde la roca del hombre. Empuño el bastón y desafío las lomas de la voluntad.
Mi frente está inclinada, no me atrevo a tu esplendor y clavó los ojos en los árboles rosados de mi pecho.
En esta ceremonia canto al gran misterio. Me envuelves con tu aliento de azufre y pido acercarme a ti. El páramo cobija los frailejones en una gota quieta, le regala mortiño a mis labios y empuja mi tacto entumecido.
Levanto mis oídos a la noble afonía, tú me regalas la sonrisa partida y yo acaricio la muerte en los riscos de tu boca.
En esta altura te comprendo, eres Dios, volcán.
Textos tomados del libro Geografía de los amantes del Sur.
Buenos Aires, Abisinia Editorial, Bogotá, Editorial Escarabajo, 2020.
Ilustración que acompaña los poemas:
Diente de león
María Rosero
Mónica Viviana Mora nació en Pasto, Colombia en 1984. Es poeta, actriz y viajera. En 2009 emprendió un viaje por Suramérica, que reafirmó su vocación por la escritura. Ha sido incluida en Yo vengo a ofrecer mi poema: Antología de Resistencia (Bogotá, 2020) editada por Abisinia Editorial y Editorial Escarabajo y en Antología Poemas breves nariñenses (Pasto, 2020) por Editorial Avatares. En 2012 realizó con Perro Triste Producciones el cortometraje Mujer, inspirado en la obra Mujer mirando por la ventana, de Salvador Dalí, segundo premio de Videotalentos de Fundación Banco Santander. Es Contadora Pública de la Universidad Mariana de Pasto y especialista en Gerencia de Proyectos e Innovación Social de la Universidad Uniminuto. Geografía de los amantes del Sur es su primer libro de poesía en prosa publicado. Fotografía autora: Dariany Acosta
La composición que ilustra este post fue realizada a partir de una fotografía de Dariany Acosta