Jorge Boccanera
La presente crónica —que teje de manera lúcida la obra y la relación amorosa de Enrique Molina y Olga Orozco— hace parte del Dossier dedicado a Enrique Molina con el que Abisinia Review ha decidido recordar al poeta argentino. Fue tomada del libro de Jorge Boccanera, La pasión de los poetas (Editorial Malpaso, Colección Jus, Barcelona, 2022). Al final el lector hallará el poema Alta marea en el cual se basa la crónica y las rutas para acceder a todo el contenido del dossier.
I
Está sentado en un sillón de peluquería perdido entre el ramaje del patio trasero de un hotel antiguo y desvencijado; la cabeza totalmente calva, el torso desnudo. Lleva un pantalón azul amarrado a la cintura con una soga; tiene enfrente a un hombre flaco, sin edad, que agazapado le pasa una esponja sobre la tetilla derecha. Prolijamente, el tatuador saca una a una las agujas de la caja de madera y las ordena por tamaño sobre un paño rojo; allí mismo apoya los colorantes. Luego, vuelve a meter la esponja en un balde y a frotar con fuerza la zona del pecho donde va a trabajar.
…..Vista de lejos, aquella grafía hecha de pigmentos azules podría semejar una langosta o un ave picuda comiendo del suelo. Pero es una sirena con alas; una mujer voluptuosa de cabello largo sobre sus hombros, con algo de bestial, como el centauro y todos los seres que llevan un cuerpo metamorfoseado.
II
El tren se abre paso en un mar de polvo. El pasajero busca un asiento entre mujeres de amplias faldas de colores vivos y chalecos con borlas negras; los hombres tratan de acomodar gallinas acostumbradas a viajar en tren o en ómnibus y bultos que parecen tener vida propia y que no encajan en ningún lado. El pasajero se sube al vagón junto a la locomotora; está por pisar el último coche y todavía no consigue su asiento. El zarandeo del tren lo obliga a un paso vacilante; piensa que cada viaje tiene una respiración distinta y en un relámpago se le instala la imagen de una guarida donde aúllan los trenes. Por fin consigue ubicarse junto a un anciano de mirada perdida que se abanica con las hojas de un diario.
…..El pasajero es un poeta argentino viajando en los años cuarenta por territorio peruano; en su bolso de cuero crudo lleva un primer libro recién publicado. El título, Las cosas y el delirio, resume una visión que le va a permitir, de ahí en más, deletrear el desvarío y la pasión de cuanto lo rodea. Lo acompañan también los libros de sus «dioses»: Lautréamont, Sade, Rimbaud.
…..El calor aliado del polvo, más un par de cervezas que bebió en la estación, lo hunden sin violencia en el sueño: la locomotora avanza sobre un fondo de caracoles muertos; contra el vidrio de la ventanilla un pescado amarillo desenrolla, desde el círculo de su boca, una extensa lengua humana. Sobresaltado, abre los ojos dentro del bamboleo del tren. Lo tranquiliza el rostro impasible de su compañero de asiento, un hombre mayor.
…..—Estaba usted soñando —dice el anciano masticando un ají.
…..—Parece que me quedé dormido.
…..—No es lo mismo. En el sueño estamos despiertos. Sus párpados hablaban.
…..El anciano de rostro aindiado, pelo negro y dentadura nacarada habla poco, pero en su parquedad flotan algunos datos: se llama Víctor Mazzi, nació en Chosica, tiene muchos años, todos los que se necesitan para ser joven, y va a visitar a un hermano. El pasajero, poeta de oficio que debe andar por los treinta y pico, se presenta con todos sus nombres: Enrique Saturnino Celestino Molina Domínguez.
…..—Usted no es de tren —afirma el viejo, sin mirar ese rostro joven y contrariado que se esfuerza por entenderlo. —Pero no se preocupe, a mí tampoco me gusta este traqueteo, más bien soy de andar, de caminar.
…..—Tiene razón, no soy de tren, de los barcos soy, marinero —dice Molina y se ve a sí mismo de niño aprendiendo a nadar en el río Quequén.
…..—Fíjese que yo nunca vi el mar. Debe ser como si a uno le faltara un ojo, ¿no? Aunque, como todo, podría estar en otros lados; tal vez ya lo haya conocido con algún disfraz.
…..—Un disfraz de mujer, por ejemplo —dice el poeta.
…..—Se ve que usted está prendado.
…..Molina se revuelve en el asiento, se siente descubierto, tal vez haya dicho ya, en su sueño, el nombre de alguna mujer, quién sabe.
…..—Nada más hay que oír su respiración —dice el viejo sin abandonar un tono neutro—. Aspira mucho aire usted, como si alguna otra cosa le ocupara los pulmones.
…..Molina sospecha que aquel anciano de Chosica que viaja a su lado apantallándose con el periódico, refugiado en una distancia de siglos, ya adivinó sus cavilaciones. ¿Acaso no anida una sonrisa en la comisura de sus labios de piedra? Seguro ya sabe que es una mujer la que ocupa el aire que él respira, y que se llama Olga, y que porta unos enormes ojos aguamarina cuya tersura contrasta con esa voz subterránea, cavernosa a fuerza de arrastrar hojas secas. Una mujer que apresura cigarros a largas bocanadas y canturrea un tango, siempre el mismo: «una canción que me mate de tristeza, que me duerma que me aturda, y en el frío de esta mesa, vos y yo, los dos en curda».
…..Molina vuelve a cerrar los ojos. Por la ventanilla del tren pasan abanicos de plátanos, poblaciones oxidadas, tribus de hormigas y escorpiones, sombrillas de colores, lluvias carnívoras y errantes bloques de insomnio sobre los que hacen equilibrio unos gallos decapitados.
III
La pasajera, que dice llamarse Olga Orozco, es una veinteañera a la que le gusta cantar; cuando no canta le da por recitar poemas nerudianos de Residencia en la tierra, y cuando no declama le da por escribir; lo hace siempre con piedras en la mano, alternando una de San Luis, donde nació su madre, con una de Capo d’Orlando, donde nació su padre. También guarda una piedrita negra que le obsequió un niño del que estuvo enamorada cuando tenía sólo seis años.
…..El amor, siempre el amor llevándonos de aquí para allá, murmura mientras acomoda su valija en el portaequipaje del tren que la lleva por territorio peruano. Vivir es estar siempre buscando el centro de sí mismo y un lugar donde estar. Salvo cuando se está enamorada, una encuentra su lugar. Estar enamorado, dice para sí, es precisamente salir a buscar al otro, «pero como el otro sale en busca de uno, los dos se encuentran a mitad de camino».
…..El tren instala su traqueteo sobre la tierra ceniza. Olga escribe poesía. Acaba de firmar como Olga Gugliotta Orozco sus primeros poemas publicados en las revistas Peñola y Canto, y tiene un libro casi terminado que podría llamarse Desde lejos, aunque aún no lo ha decidido. Va a encontrarse con Enrique Molina. Lo conoce a fondo, fueron amigos desde muy jóvenes; sabe su historia, la de un hombre con fobia al domicilio fijo, que quiso estudiar filosofía pero entró a leyes, y que abandonó abogacía por obtener la llave de la calle.
…..Cuando él enumera a los maestros de la inquietud permanente, ella replica con los nombres de los exploradores de la noche y los abismos; él vive clavado a la travesía marina y ella viene de un territorio pampeano donde el viento cambia a su antojo los médanos de sitio y el paisaje se borra para hacerse otro. Cuando están juntos, la espuma de las olas se reúne con el polvo de los médanos.
…..Le gusta la forma en que Enrique le describe los muelles del Caribe: vendedores de mangos con sombreros de paja, olor a pescado frito y palmeras salvajes bajo las lunas que fermentan. Mientras habla, lo imagina caminar con paso lento sobre los tablones del puerto, la gran bolsa de lona blanca echada sobre el hombro, indagando por diosas de lujuria, Yemanhá, Xangó, mientras sobre su cabeza cruzan enormes pajarracos con sus alas inmóviles. Ya en las cartas del tarot, que ella maneja con destreza, ha visto aparecer al poeta marinero sobre buques mercantes —el Betancuria, el Río Jáchal— alternando el fregado de la cubierta con el trabajo en la cocina.
…..El amor los convoca ahora lejos de la ciudad de Buenos Aires, de sus calles metalizadas, de los cafés del centro, de las reuniones en casa de Daniel Devoto; los reclama un pueblo extraviado de la costa, en una zona exuberante, un lugar compartido donde todos los sueños de la visionaria y del fanático de los espacios libres tienen cabida.
…..Enrique, el trashumante, la está esperando en un hotelito desvencijado en la costa peruana. Sobre un antiguo patio de cerámicas gastadas ha desplegado algunas hojas blancas con bocetos de sus collages: paisajes oníricos en los que asoman navíos cargando enormes torsos humanos en la popa y hombrecitos en extrañas chalupas; también están sus pinturas, siluetas de mujeres desnudas de cabellos rojos, generosas de carnes. Y siempre cerca, la escultura de una cabeza africana tallada en madera, que carga como amuleto. Lleva en el cuerpo la respiración del viaje, que es el jadeo de la pasión: «La mujer es para mí el centro del mundo…cada uno busca su mitad. Pienso a veces si todo lo que he querido viajar y ver de mundo y sentirme libre de opción y de estar a disposición del mar y el viento, de las cosas y de los hallazgos, no ha sido más que el deseo de encontrar a una mujer». Y va a toparse con ella en ese suelo redimido que es su «verdadera patria» y que se extiende «del Río Grande hacia abajo (…) al viajar no noto el paso de las fronteras… América me parece una unidad». Dentro de ese territorio lo demoran los muelles, los pueblos costeros, los paisajes agrestes, la lujuria del trópico, todo aquello que se contrapone a una Argentina que a ratos le parece, dice, solemne, racionalista, descolorida, aburrida.
IV
Envuelto en la espesura del terreno del fondo del hotel, el hombre de cabeza mocha entorna los párpados cegado por el resplandor de la luz de la media tarde, mientras el tatuador continúa su minuciosa tarea. Acaba de tallarle un dragón en la espalda. Luego, justo frente a la sirena, pespunteará la silueta de un Tritón. Así, en el pecho velludo van a enredarse las voces de uno y otra, las cartas de amor entre una y otro; espumas deshiladas de una costa a la otra.
V
Olga desciende del tren. El rojo de sus labios brilla entre la nube de humo que acaba de expirar la locomotora. No ha puesto aún un pie en el andén cuando ya una mano sujeta su valija y otra la toma por la cintura. En sólo un momento los amantes avanzan abrazados por callecitas de tierra que dan a un mercado; él insiste en almorzar antes de llevarla al hotelucho donde está hospedado.
…..Ella camina de puntillas sobre el asombro; lleva unos aros redondos y luce el pelo negro corto. Es una mujer de pómulos salientes y labios generosos; sus ojos verdes enamoran a todos los poetas de su promoción, y su voz grave, que la llevó hasta los micrófonos de un radioteatro, subraya ese modo especial de mirar. Él, con varios días en el lugar, se siente pleno; tanto como cuando en su infancia en Tandil pasaba largas horas sentado en la vereda de la mano de una niña, y en esas manos pequeñas y juntas cabía un océano.
…..Por fin se sientan a una mesa pequeña del mercado, rodeados por collares de frutas y pimientos, papas amarillas y cebollas rojas, choclos y fréjoles. Algunos vendedores ofrecen a voz en cuello anticucho y chicharrón de cerdo. Conversan alrededor de una cerveza. Almuerzan yuquitas doradas y cebiche de lenguado con mucho limón; y cuando sólo queda un líquido espeso, alguien les dice que a ese resto llamado popularmente «leche de tigre», hay que bebérselo así nomás, del plato. …..De postre, mazamorra morada y arroz con leche. Ella promete cocinarle:
…..—Podés elegir: lasaña a la siciliana o pastel de carne criollo coronado con merengue.
…..Hoteles fríos, transitorios, ruinosos, con camas que rechinan y paredes pintadas a la cal, peladas, descascaradas, descaradas, sin caras, sin nadie, ni un espejo para afeitarse, ni una ventana donde mirar. «A ratos, en estos «hoteles de luz rota», «el océano pasa rozando las habitaciones», dice el poeta marinero. En cada cuarto de esos albergues olvidables crece un bosque de sangre. En sus fachadas cuelgan balcones de madera podrida que dan a ninguna parte.
…..Nadie puede dormir allí, todo se torna pegajoso; la humedad entra con sus animales emplumados en los cuerpos, animales que picotean los huesos y dejan en la almohada el huevo de la fiebre. El poeta siente los labios resecos y el cuerpo malo. Olga enciende una pequeña lámpara amarilla y acerca un vaso de agua a esa boca que viaja en el delirio, que repite una frase: «los caballos cantan en la oscuridad». Cuando ella coloca un beso entre las brasas de su frente, Molina abre los párpados y se pasa la palma de la mano por la barbilla sin afeitar desde hace días. Así, volando de fiebre, había estado una vez en Brasil; fue en un ritual umbanda. Las mujeres bailaban hasta entrar en éxtasis, luego los dioses africanos tomaban sus cuerpos cimbreantes. Olga rehuye el rostro del marinero; tiene conciencia de sus dones y está temerosa desde que vio en un amigo el aura cortada, como si llevara un tajo en la espalda. Por fin decide enfrentarlo y el malestar cede, se disipa en esa mano que le acaricia la frente y en la voz grave que revuelve recuerdos:
…..—Cuando de chica no podía dormir, despertaba a mi abuela y nos íbamos al comedor a tomar fernet y a charlar. María Laureana se llamaba. Descendía de irlandeses, le gustaba narrar cuentos fantásticos, hacer dulces; era una especie de maga blanca, una sabia de la naturaleza; que entendía de hierbas, de curaciones, conocía a los pájaros por sus cantos. Le escribí uno de mis primeros poemas.
…..También el poeta marinero había dedicado su primer libro a su abuela: «Dolores G. de Domínguez… en su eternidad. Al distante mundo ya perdido: sus pájaros, sus breviarios, sus flores».
VI
La cama revuelta, la habitación vacía. Afuera la mujer toma el desayuno en un patio arbolado y escribe una carta. Piensa que no escribe poesía quien está enamorada, y anota: «boca que besa no canta». Su caligrafía arma el rostro de la intensidad, la capacidad de jugarse, la entrega, la dedicación, el amor verdadero, «que se traduce en pensar en el otro más que en uno mismo», subraya, y advierte lo peligroso «de confundir la emoción con el sentimiento y vivir apenas cosas pasajeras».
…..Enrique, mientras tanto, camina por las calles polvorientas del pueblo nostalgiando los tablones flojos de los muelles, el olor a mar, los barcos de carga. Lejos está del estudiante de abogacía que con el primer sueldo compró un traje azul brillante. Ahora, enfundado siempre en una camiseta marinera, camina por el mercado, donde un desconocido lo invita con un trago de pisco. Muy cerca, unas mujeres de trenzas negras muelen el maíz para los tamales. Entre trago y trago, el poeta da una probadita de lo que le acercan, de pronto, un bocado aderezado con rocoto le queman la garganta y el alma. Se pone de pie; siente que en ese ají picoso vive disuelta la negra Vahíne que pintó Gauguin, y otras mulatas de miel sombría tendidas en hamacas, mujeres rollizas con la cabeza apoyada en una canción, lobas de la jungla, hembras fosforescentes dedicadas a quemar islas en la caldera de su lengua; «las más bellas muñecas del incendio».
VII
Sobre el hombro izquierdo y abarcando parte del brazo, la figura de un samurai. El tatuador comienza con el delineado de tinta negra, sigue con el sombreado en negro, y por último inyecta los colores planos, sólidos. Habla poco; su cliente, nada. El tatuador dice que es mejor trabajar sobre la piel relajada. El dibujo que sigue será un toro sobre una tortuga gigante. Utiliza una línea fina para obtener más precisión en el detalle y en el acabado. Las punciones en la piel son profundas a fin de introducir el pigmento. Tras el paso de las agujas, aparece la estela de un toro bravío.
VIII
La pareja corre para guarecerse de la lluvia. Bajo el alero de una casa humilde, de la que se filtran compases de un valsecito peruano, se miran largamente hasta que él murmura algo sobre los vagabundos: «Nunca tuvimos casa, ni paciencia, ni olvido». Ambos saben que el amor vive de su transitoriedad. Olga piensa que sus armas contra el tiempo son la memoria y la poesía que va echando poemas para sobornar a la muerte: «Todo pasa rápido, las cosas se deslizan y eso duele. Cuando era chica no quería que nada terminase». Ese día, entre los brazos del marinero vuelve a ser la niña que jugaba con su hermana a que la casa familiar, con las luces apagadas, se ponía en movimiento y atravesaba tempestades, pozos sin fondo y témpanos de hielo. Vuelve a ser aquella niña que temblando de miedo se aventuraba a regiones desconocidas, la que sentía latir el corazón de viento de las piedras, la que tenía relámpagos de adivinaciones, la niña a la que por unos segundos hizo levitar una sombrerera de Bahía Blanca. Y en los brazos de esa niña, el marinero es un Fuego libre (como tituló uno de sus libros), un niño sumergido en la desconocida, siempre «perfumada y demasiado próxima». Es el gozo pleno, el encuentro «en el ciego remolino del mundo». Sabe que ese abrazo es pese a todo y contra todo; poco importa que entre ambos cuerpos se interpongan mares y planetas. Tiene también la certeza de que lo efímero no se esfuma ya que siempre permanece «el delirante vínculo del cielo y el infierno entre dos corazones».
…..Con la tarde, luego de atravesar nuevamente el mercado, un reino de colores y fritangas y «cocineras reales» volcadas sobre las mesas atestadas de lenguados, pulpos y calamares, la pareja regresa al hotel. Si hay silencios que se prolongan, también hay charlas hasta altas horas de la madrugada. Olga canturrea, le divierte contar que alguien le ha dicho que es la Édith Piaf del tango; agrega que entre sus gustos figuran tanto Nerval como Discépolo. Él enumera algunos proyectos antes de meterse bajo la ducha; el primero, reflexionar sobre la vida de Gardel; luego, escribir sobre un instrumento musical brasileño cuyo sonido lo hipnotiza, el barimbao.
Ríen. Recuerdan alguna fiesta en Buenos Aires en la casa de un poeta que admiran y quieren, Oliverio Girondo. Allí, solían concurrir, entre otros asistentes, Lysandro Galtier, Xul Solar y hasta el mimo Marcel Marseau, a quien Girondo le ató las piernas a la altura de las rodillas para enseñarle a bailar el tango.
…..—Por supuesto que estaba Norah Lange. —se entusiasma Olga. —Una vez nos disfrazamos con ella, tenía un baúl con caretas, boas de plumas y antifaces. Norah es muy divertida, le gusta tocar el acordeón.
…..—Sí. Y generosa. Me prometió el pelele que tienen en su casa, el muñeco aquél vestido de frac, capa y monóculo, que montado en una carroza fúnebre le sirvió para presentar su libro Espantapájaro. Claro que tendría que buscarle un lugar. —Agrega Molina pasándose una toalla por la cabeza.
Olga se incorpora por un vaso de agua.
…..—¿Sabés cómo lo conocí a Girondo— dice desde la otra habitación. Fue hace unos años, durante el premio Martín Fierro. Me tocó sentarme frente a él. Comía desaforadamente un plato de polenta con pajaritos, masticaba los huesecitos con un afán que me impresionó. Se me empezaron a caer las lágrimas; él tiró el plato y dijo: «¡No se puede comer cuando una ninfa llora».
IX
El hombre de cabeza totalmente calva sigue sentado en el viejo sillón de peluquería, en los fondos del hotel, librado a las manos del tatuador que le ha cubierto prácticamente todo el torso y los brazos. Desde su llegada, Molina está magnetizado por esa escena que lo transporta a los puertos, donde los marineros se hacen grabar barajas de póquer en los bíceps, goletas en el pecho, cabezas de pantera en el estómago y puñales en los antebrazos. Recuerda los tatuajes carcelarios siempre en negro y azul; y trata de imaginarse los grabados del brazo que Blaise Cendrars perdió en la guerra.
…..Cuando el hombre de pantalón azul amarrado con una soga a la cintura, tenga toda la piel cubierto con tatuajes, el viaje estará concluido. Le quedan libres, apenas, unos centímetros en el antebrazo.
X
Todo ser tiene su traqueteo y su aullido. Los amantes van a despedirse por un tiempo, será su modo de estar cerca. Él va a continuar su andar hacia el norte, a México, esta vez en camiones. Las palabras calladas tachonan el cielo plomizo de la estación de trenes de donde parte Olga. Las reglas del juego involucran instantes de dicha y de desolación; el amor —dice Molina— ata y desata: «Los amantes siempre son amantes antípodas, cada uno distinto (…) se aman en su diferencia».
…..En un hotel de paredes a la cal, el poeta marinero toma cerveza con un parroquiano. Antes de pagar, le comenta a su eventual acompañante que él no es un tipo hecho para la vida doméstica, sino para la aventura. Y gana la calle con un pensamiento que con aire de bravuconada ya está escrito en alguno de sus cuadernos: «el mundo siempre se está entregando a todo aquel que esté dispuesto a pagarlo en pasión y crueldad». Camina poseído por un sentimiento de errancia, como si el constante vagar lo conectara con el ritmo de las estaciones, y pudiese aprehender el mundo en el anhelo del viaje. Esa misma noche surge «Alta Marea».
…..La poeta de talismanes y videncias, mientras tanto, aborda el tren que la alejará de la embriaguez amorosa. La persigue una pesadilla: rodeada de personas encapuchadas que la acusan de ser una intrusa, está a punto de recibir una reprimenda por haber franqueado un límite que separa lo terrenal del más allá. Cuando se sacude esas imágenes, llena su soledad con tangos cantados en voz baja y recuerdos de actrices de cine. Sobre la falda despliega las cartas del tarot y sobre esos cartones desfilan la Greta Garbo de Demonio y carne y la Lupita Tovar de Sombras blancas en los mares del sur. Acaba de sentir el ramalazo de la desazón, tan luego ella que disipa la congoja de sus amigas presentándose como la Gran Sibila del Reino, justamente ella, que posee un Certificado contra la Angustia. Sonríe frente a esa paradoja. Ella también come de la mano de la intensidad, y acepta el precio.
…..En el oleaje del traqueteo escribe una carta para nadie, para ella misma, para quien quiera escuchar: «Sé que el sexo es la mitad del deseo, y éste es apenas la mitad del amor. Porque el solo deseo es ausencia, ansiedad por lo que no está y el amor es presencia plena. El amor permanente como el mar o fugaz como la brisa, se inscribe en la eternidad. En pequeñas páginas o en copiosos volúmenes, la memoria recoge la huella de las horas o de los instantes en que el mundo cambia de color, de perfume, de brillo, hasta una intensidad casi aniquiladora. Es el tiempo de la dicha; se vive un estado de gracia semejante al de la visitación de un ángel. Pero se vive en una barca de cristal y el alma se siente vulnerable, expuesta a ráfagas frías. Y si existe un final, la desdicha tendrá la misma profundidad que tuvo la dicha. La cifra está escrita. Es el peso exacto pactado de antemano con el amor mismo. Pero valió la pena. Y, lo dijo William Faulkner, entre la nada y la pena, me quedo con la pena».
…..Sobre el pueblo de la costa, los techos de cinc oxidado, los cajones vacíos apilados en el muelle, cruza una Luna de cera blanca con la silueta de un tucán en el centro. El mismo tucán que el tatuador acaba de dibujar en el antebrazo del hombre calvo. Ahora, cada vez que el hombre tatuado duplique su cuerpo en el espejo, los amantes volverán a ser los huéspedes gozosos de aquel hotel desvencijado.
Alta marea
Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan
se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo
la errónea maravilla de sus noches de amor
las constelaciones pasionales
los arrebatos de su indómito viaje sus risas a través de las
……piedras sus plegarias y cóleras
sus dramas de secretas injurias enterradas
sus maquinaciones perversas las cacerías y disputas
el oscuro relámpago humano que aprisionó un instante el
……furor de sus cuerpos con el lazo fulmíneo de las antípodas
los lechos a la deriva en el oleaje de gasa de los sueños
la mirada de pulpo de la memoria
los estremecimientos de una vieja leyenda cubierta de pronto
……con la palidez de la tristeza y todos los gestos del abandono
dos o tres libros y una camisa en una maleta
llueve y el tren desliza un espejo frenético por los rieles de
……la tormenta
el hotel da al mar
tanto sitio ilusorio tanto lugar de no llegar nunca
tanto trajín de gentes circulando con objetos inútiles o
……enfundadas en ropas polvorientas
pasan cementerios de pájaros
cabezas actitudes montañas alcoholes y contrabandos
……informes
cada noche cuando te desvestías
la sombra de tu cuerpo desnudo crecía sobre los muros hasta
……el techo
los enormes roperos crujían en las habitaciones inundadas
puertas desconocidas rostros vírgenes
los desastres imprecisos los deslumbramientos de la aventura
siempre a punto de partir
siempre esperando el desenlace
la cabeza sobre el tajo
el corazón hechizado por la amenaza tantálica del mundo
Y ese reguero de sangre
un continente sumergido en cuya boca aún hierve la espuma
……de los días indefensos bajo el soplo del sol
el nudo de los cuerpos constelados por un fulgor de
……lentejuelas insaciables
esos labios besados en otro país en otra raza en otro planeta
……en otro cielo en otro infierno
regresaba en un barco
una ciudad se aproximaba a la borda con su peso de sal
……como un enorme galápago
todavía las alucinaciones del puente y el sufrimiento del
……trabajo marítimo con el desplomado trono de las olas
……y el árbol de la hélice que pasaba justamente bajo mi
……cucheta
éste es el mundo desmedido el mundo sin reemplazo el
……mundo desesperado como una fiesta en su huracán
……de estrellas
pero no hay piedad para mí
ni el sol ni el mar ni la loca pocilga de los puertos
ni la sabiduría de la noche a la que oigo cantar por la boca
……de las aguas y de los campos con las violencias de este
……planeta que nos pertenece y se nos escapa
entonces tú estabas al final
esperando en el muelle mientras el viento me devolvía a tus
brazos como un pájaro
en la proa lanzaron el cordel con la bola de plomo en la punta
……y el cabo de Manila fue recogido
todo termina
los viajes y el amor
nada termina
ni viajes ni amor ni olvido ni avidez
todo despierta nuevamente con la tensión mortal de la bestia
……que acecha en el sol de su instinto
todo vuelve a su crimen como un alma encadenada a su dicha
……y a sus muertos
todo fulgura como un guijarro de Dios sobre la playa
unos labios lavados por el diluvio
…………queda atrás
el halo de la lámpara el dormitorio arrasado por la
……vehemencia del verano y el remolino de las hojas sobre
……las sábanas vacías
y una vez más una zarpa de fuego se apoya en el corazón
……de su presa
como este Nuevo Mundo confuso abierto en todas direcciones
donde la furia y la pasión se mezclan en el polen del Paraíso
y otra vez la tierra despliega sus alas y arde de sed intacta y
……sin raíces
cuando un hombre y una mujer que se han amado
se separan.
Enrique Molina (Buenos Aires, 1910 – id, 1996). Poeta argentino, una de las figuras más destacadas de la Generación del 40, que tuvo una actitud de extremo vitalismo y de celebración de la sensualidad y la materia. Estudió derecho en la Universidad de La Plata, pero nunca ejerció como abogado. Fue tripulante de barcos mercantes, viajó al Caribe y a Europa y vivió en diversos países de América Latina. Recuperó en 1952 junto con A. Pellegrini la revista literaria argentina Que, que se llamó en su segunda etapa A Partir de Cero.
…..Desde la publicación de su primer libro, Las cosas y el delirio (1941), que señala la aparición de la llamada generación del cuarenta, su obra es en efecto un recorrido por el surrealismo en el que, tras inspirarse en Paul Éluard, Jules Supervielle o Pablo Neruda (Pasiones terrestres, 1946), ahonda en los temas de América (Costumbres errantes o la redondez de la tierra, 1951) y en el tratamiento de lo cotidiano (Amantes antípodas, 1961; Fuego libre, 1962). Se ocupó de la guerra del Vietnam en Monzón Napalm (1968).
…..En su producción figura una novela de amplio vuelo lírico, Una sombra donde sueña Camila O´Gorman (1974), en la cual evoca, con gran libertad imaginativa, un episodio sangriento del gobierno del dictador Juan Manuel de Rosas. La novela recibió el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires y fue llevada al cine. Entre sus títulos posteriores cabe mencionar Los últimos soles (1980), El ala de la gaviota (1989), Hacia una isla incierta (1992) y El adiós (póstuma, 1997).
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Jorge Boccanera nació en Bahía Blanca, Argentina, en 1952. Es poeta, crítico y periodista. Su extensa obra se compila en Suma Poética Tráfico/Estiba (2019). Obtuvo numerosos premios, entre ellos el Casa de las Américas de Cuba, en 1976; el premio Casa de América de España, en 2008 y el Premio Honorífico «José Lezama Lima» de Casa de las Américas de La Habana, Cuba, 2020. Fotografía: José Ángel Leyva.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de la fotografía «Entre nosotros» del artista © Juan Sebastián