Margarita Drago
Curaduría de Miguel Falquez-Certain
Editor de Literatura Queer de Abisinia Review
En el corazón de la tierra
Un camino de piedra y árboles centenarios
me condujo al centro de la tierra.
La montaña armó una cuna
y me arropó en su falda.
Me dormí al arrullo
de duendes juguetones
escondidos detrás de las ventanas.
En el sueño, mujer,
llegaste a mí,
y asida de mi vientre
bebiste hasta saciarte.
Nos sorprendió la luz del alba
fundidas al corazón de la tierra.
Williamsburg
El tren G pasa raudo,
se agita, se sacude,
pita fuerte,
arrastra su carga humana
serpenteando la ciudad
por sus cavidades oscuras.
Destino, Williamsburg,
estación de Nassau Ave.,
hoy, una fotografía
impresa en mis ojos.
La tarde muere lenta en el East River,
las primeras luces de la ciudad
transforman el paisaje crepuscular,
Le Bricks ya no es el mismo
sin nosotras,
edificios, bares, hierros,
y al pie de la escalinata
de la estación de Nassau Ave.
tu boca deshaciéndose en la mía.
Otra vez, palabra enamorada
Se me ha enquistado en el pecho
el miedo a perderte a perdernos
y me aferro como el trapecista
a tus pies a tus cabellos y a tus manos
y me adhiero a la concavidad que
me entrega tu cuerpo
y me hundo atada a vos
en la región del delirio
geografía sin límites
donde volvemos a nacer y a nacernos
otra vez perro en la rueda del samsara
fiel a tus pasos
celosa guardiana de tu cuerpo
seremos otra vez risa y canto
otra vez palabra enamorada
sin tiempo.
En ese infierno amé por primera vez
(Fragmento)
Venció el amor al odio
y a la envidia,
bastó una estocada certera,
una caricia desarmó un centenar
de ojos al acecho,
prestos a desatar dos cuerpos
trenzados en abrazo,
frágiles, ateridos de miedo,
un beso clandestino
robado a la noche
batió al dedo inquisidor
y a la metralla
“fuerte como la muerte
es el amor”,
dicen los Cantares.
Margarita Drago
….. . .En la cárcel, como cuando estaba en libertad, yo le temía a la noche. La asociaba con el espanto, con el zarpazo sorpresivo del enemigo. De noche secuestraban y operaban los “grupos de tarea” o las bandas asesinas. De noche, en las cárceles solían sacar prisionerxs para interrogarlxs y torturarlxs, o hacían traslados a centros clandestinos, o simulacros de traslados en los que fusilaban a las víctimas indefensas bajo la vil excusa de intentos de fuga. Cuando llegaban las sombras de la noche a mí me atrapaba el pánico. Como Mariana y yo dormíamos en la misma cama litera, la que compartíamos con otras dos, tres y hasta cinco mujeres; yo le apretaba la mano para espantar el pánico y encontrar refugio en la suya. Y así me dormía, a su amparo, como cuando me dormía abrazada al vientre de mi madre en las horas en que me invadía el miedo. Y me pregunto, ¿en qué momento se destrenzaron las manos y comenzaron a deslizarse, tímidas, para acariciar el vientre? ¿En qué momento se buscaron las bocas y en un silencio de besos ahogaron gritos, llantos y alaridos? Y todavía hoy me pregunto, ¿en qué momento comencé a sentir la atracción que me llevó a desear y amar su cuerpo? ¿Cuándo se convirtió en mujer deseada?, ¿o fui yo mujer deseada que se entregó al juego peligroso y prohibido de sus caricias clandestinas? Aún no lo sé. La memoria me devuelve imágenes evanescentes.
….El día en que me sorprendí besando a Mariana marcó definitivamente mi vida en prisión. A partir de ese momento empezaba a confrontar otros fantasmas, otros miedos con sus cargas de culpa, miedos que no hacían tambalear mi fe en la causa por la que estaba prisionera, ni menguar
el compromiso que había asumido con la revolución y el Partido. El debate interior tenía que ver con la moral revolucionaria que concebía la homosexualidad como flaqueza ideológica, conducta enfermiza y desviada de la norma natural que ponía en riesgo la seguridad del Partido, las organizaciones y al conjunto de las prisioneras políticas.
….Esa noche bajé rápido por la escalera de la cama; aún no era hora del recuento de la mañana. Fui al lavadero, me lavé la cara y los dientes con torpeza, como si con la furia con que manejaba el cepillo intentara borrar las huellas de lo indebido. Ése era día de visitas y yo esperaba encontrarme con mi padre. El primer pensamiento que me llegó a la mente fue cómo haría para mirar a papá a los ojos. Durante toda la mañana y la tarde hasta el momento del encuentro me persiguió su mirada inquisidora, la que solía dirigirme de niña y adolescente cuando yo estaba en falta. Ese día cumplí con las tareas acostumbradas, compartí el desayuno y el almuerzo con el resto de las compañeras en silencio. No me atreví a hablarle ni mirar a Mariana a los ojos. Estuve callada todo el tiempo. Me sentía indigna de ser la hija de mi padre. Me sentía indigna militante del Partido.
De Fragmentos de la memoria. Mi vida en dos batallas, 2022
Como un verso de Juan L. Ortiz, su recuerdo
¿En qué ligerísima penumbra sus labios florecían?
(¡Oh, sin la penumbra
toda la abeja del aire,
toda, sobre sus labios…).
Juan L. Ortiz
….Cuando salí por primera vez al recreo en la terraza de la Alcaldía, después de un mes de incomunicación, conocí a Mariana, la compañera con la que viví el año más oscuro de mi vida. La mujer de la que me enamoré en la cárcel. Cada vez que nos sacaban al recreo no perdía la oportunidad de conversar con ella. Su convicción y firmeza al hablar me despertaban admiración y respeto. Ella era mi ideal de revolucionaria, lo que yo con tanto ahínco anhelaba ser. Los encuentros breves en la terraza duraron poco. En diciembre, los militares trasladaron el primer grupo de compañeras a la cárcel de Villa Devoto y a partir de entonces cambió la política, también, el reglamento carcelario. Entre las nuevas medidas prohibieron el recreo, el único momento en el que me reunía con las compañeras del Partido y conversaba con Mariana. Además, ésa era la única ocasión de contemplar la ciudad y el cielo abierto.
….Pasé la Navidad, mi cumpleaños y el último día de 1975 incomunicada en el pabellón de las contraventoras. Finalmente, a principios de enero de 1976, me trasladaron al de las presas políticas. Ahí volví a ver a Mariana. Aunque el cambio auguraba más represión, compartir la vida con ella me daba seguridad. Apenas llegué comenzamos a organizarnos y a hacer tareas juntas: la gimnasia en horas de la madrugada, el estudio clandestino, la copia de libros en papeles pequeñitos en la penumbra del baño, la organización del teatro y la recreación, la limpieza del pabellón, la preparación de la comida, las guardias nocturnas. De compartir el trabajo, el dolor y la risa, nació el amor. Era un amor de gestos, de miradas, de caricias y besos clandestinos, de mensajes impresos en papel de cigarrillo. Los días de horror no tardaron en llegar. Fuimos víctimas y testigos de la tortura y la muerte. En ese clima de consternación e incertidumbre yo volví a sentir el mismo miedo que no me dejaba dormir cuando estaba en libertad. Volví a enfrentarme a la cruenta realidad cotidiana y a la de los fantasmas del sueño, tan acechante y agotadora como aquella.
….De tanto contener el miedo me fui tornando introvertida. A veces me aislaba en la cama cucheta alta donde dormía y trataba de leer o escribir con esfuerzo, aunque sin éxito. Mi refugio era Mariana, de todas, la única a la que le confié mi angustia y el persistente deseo que me había nacido de buscar la muerte. Ella no me juzgaba ni se refería al miedo como debilidad ideológica, como lo hacían otras compañeras del Partido. Aferrada a sus manos, yo la escuchaba. Sus palabras me devolvían la luz y su mirada era bálsamo en el que yo me hundía para buscar respuestas. Ella me enseñó que resistir era la única manera de salvarse y de salvarnos porque la vida tenía sentido. Cuando desvanecían mis fuerzas me alentaba. Me contaba historias, me cantaba canciones con una voz desafinada y ronca que me despertaba risa y ternura. Me recitaba versos de Juan L. Ortiz, y como ya habíamos leído y releído tantas veces al poeta entrerriano terminábamos declamando a dúo, “Y no busca nunca, no, ella espera, espera toda desnuda con la lámpara en la mano, en el centro mismo de la noche”. Y en el centro mismo de la noche hicimos pactos, juramos acuerdos, sellamos nuestros nombres en anillos de hueso tallados con aguja. No podíamos morir, no, decía ella, si había tantos días de sol y tantos otoños por vivir. Sobreviviríamos a tanto espanto por esa ley justa de la vida.
….De a poco, me transformó su amor. Un amor intenso, como el que nunca había experimentado, tan intenso como conflictivo; era la primera vez que tenía relaciones con una mujer. Un amor condenado por la sociedad, también por el Partido al que nos habíamos entregado por entero. Su palabra fue consigna para mí y a su lado aprendí a defender la vida. Juntas pasamos la requisa de los militares, los golpes, las vejaciones; juntas resistimos entre ahogos el día que nos arrojaron las bombas de gases lacrimógenos. Juntas nos armamos con palos la noche en que entrelazados los cuerpos terminaríamos nuestro viaje si decidían abrir las compuertas del avión y arrojarnos al mar.
….Después de sobrevivir un vuelo infernal, llegamos a la cárcel de Villa Devoto. Allí nos distribuyeron en dos pabellones a todas las de la Alcaldía. A Mariana y a mí nos asignaron el pabellón 31. En ese espacio que, comparado con el sótano, era amplio y luminoso, la vida carcelaria presagiaba ser diferente. La posibilidad de la comunicación con nuestrxs familiares y con mujeres de otras cárceles del país nos ayudaría a extender nuestros estrechos horizontes. Eso representaba una ventaja; pero también era posible que nos reubicaran y nos mezclaran a todas.
….Mariana decía que debíamos prepararnos para enfrentar lo nuevo. Yo no podía analizar la situación sin desligarme de los afectos y me resistía la idea de la separación. Tal como se pronosticaba sucedió. Volvieron a cambiarnos. El día en que la guardiana entró al pabellón y nombró a Mariana entre las trasladadas se me aflojó todo el cuerpo. Solo atiné a mirarla y por primera vez le vi los ojos tristes. Ella recogió sus pertenencias en silencio. Yo le di mi saquito de lana azul y diseños rosados con algunas otras prendas para que las conservara de recuerdo. No nos permitieron despedirnos, no nos dieron tiempo. A los gritos las carceleras ordenaron la salida. Alcanzamos a tomarnos y apretarnos las manos. Cuando las sacaron y echaron candado a la reja, yo me aferré a los barrotes y ahogué un grito. Esa noche lloré en silencio bajo las sábanas. Acurrucada en la cama pensaba en ella y se me vinieron a la memoria los pactos y los acuerdos, y los versos de Juan L. Ortiz, y las soñadas tardes de otoño compartidas, y nuestra cita del 17 de agosto en la Avenida Francia, frente a la Facultad de Medicina, y su voz, y su mirada clara, y sus manos, y sus caricias bajo sábanas harapientas. Ese fue el último día que compartí con Mariana.
Margarita Drago (Rosario, Argentina). Doctora, catedrática de Lengua y Literatura Hispanoamericana en la Universidad de la Ciudad de Nueva York, poeta y narradora. Ha participado en congresos, ferias del libro y festivales de poesía en los Estados Unidos, en países de América Latina y el Caribe, Canadá y España. Es autora de Fragmentos de la memoria. Recuerdos de una experiencia carcelaria (1975-1980), declarado en 2016 de interés cultural por la Honorable Cámara de Diputados de la Nación Argentina; de la edición ampliada del mismo, Fragmentos de la memoria. Mi vida en dos batallas (2022); de los poemarios: Con la memoria al ras de la garganta; Quedó la puerta abierta; Hijas de los vuelos; Un gato de ojos grandes me mira fijamente; Heme aquí; Con la memoria stretta in gola; Sé vuelo; Un cuerpo que aún palpita; del estudio académico Sor María de Jesús Tomelín (1579-1637, concepcionista poblana: la construcción fallida de una santa; y coautora de Tomamos la palabra: mujeres en la guerra civil de El Salvador (1980-1992).
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de una obra del artista colombiano © Fercho Yela