Pedro Herrero
El día de la boda
El día de mi boda tiramos la casa por la ventana. Madre fue a comprarme un traje de pana negra y una camisa blanca de lino al mejor sastre de la ciudad. También me trajo unos zapatos de cuero a juego con el cinturón adornado con una hebilla de plata. Padre me convenció para que el barbero me afeitara la barba a fondo y me echara perfume del caro, como el que gastan los señoritos del casino. Era la primera vez que vestía y olía tan bien. Cuando me miré al espejo no supe reconocerme. Pero esa misma impresión se la di a todo aquel que me crucé por la calle, especialmente a las mozas, que me fueron siguiendo como un enjambre de abejas machiegas. Todas, sin excepción, se amontonaron en el coro de la iglesia. Suspiraban y cuchicheaban como si yo fuera un recién llegado y ellas se disputaran el derecho a ser cortejadas, cuando nunca antes se habían fijado en mí. Entonces me di cuenta de que yo tampoco conocía al individuo que esperaba en el altar la llegada de la novia. Él se casó un poco más tarde. Yo, desde aquel instante, me propuse tomar un rumbo diferente.
El monstruo
–¡Rodaré los dos finales y no se hable más! –terció el director dando un puñetazo sobre la mesa.
El anciano cocinero y la chica que viajaba de polizón habían saltado por la borda justo antes de que el buque estallara en llamas. El hombre pudo nadar hasta la lancha neumática pero la chica se hundió bajo un intenso oleaje.
–¡A la mierda los productores! –gruñó el director haciendo trizas la última nota de gastos fuera de presupuesto. A falta sólo de la última secuencia, el equipo estaba más que harto de un rodaje tormentoso, condicionado por la tensa relación entre el director y su estrella, a la que acosaba sin descanso.
El monstruo marino había devorado ya a la tripulación y al pasaje del enorme crucero, incluyendo al apuesto galán del que la chica se había enamorado. Y aunque ella y el cocinero no hacían buena pareja, cabía pensar que, si no acababan juntos, al menos quedarían como amigos.
–¡Corten! –gritó el director, cuando la actriz volvió a la superficie, quejándose de tener que interpretar ella una escena tan arriesgada. –No hay dinero para dobles, encanto –se excusó el director, mientras se disponía a rodar la otra escena, en la que la pobre infeliz se quedaba en el fondo para siempre.
El truco
Tu mejor amiga me pilla ligando con una extraña y corre a decírtelo enseguida. Y tú, lejos de creerte mis excusas, me arrancas el anillo de matrimonio y lo tiras por la ventana. Desde entonces, pasamos días enteros sin dirigirnos la palabra. Pero hoy te propongo salir a cenar y tú te muestras de acuerdo.
Te llevo al restaurante más caro de la ciudad, un lugar donde la cena incluye un espectáculo de variedades. –Todo tiene su truco, –me dices, mientras ves aparecer conejos y pañuelos de una chistera entre los aplausos del público. La misma indiferencia te provoca el número del adivino, que acierta todo cuanto le preguntan, hasta que ¡oh, sorpresa!, me elige al azar y me invita a subir al escenario.
Deslumbrado por los focos, te sigo viendo impertérrita al fondo de la sala, cuando el artista me tiende su mano y, aunque la mía no luce ninguna alianza, revela que estoy casado con la mujer de mi vida, cuyo nombre pronuncia en voz alta.
Eso te derrumba y al fin rompes a llorar. Luego salimos a la calle envueltos en un abrazo. Para entonces, ya he borrado del móvil el teléfono de aquel amigo de la infancia, que una vez juró triunfar en el mundo del espectáculo.
Hijo predilecto
Para cuando le dejaron tomar la palabra, el hijo predilecto de la ciudad casi había gastado ya el paquete de klínex que usaba para contener la emoción que le embargaba. Se sentía abrumado por tantas muestras de afecto, de parte de una muchedumbre que coreaba sin cesar su nombre en la plaza del Ayuntamiento, mientras él alzaba los brazos y sonreía como si fuera una estrella del mundo del espectáculo. Aunque aquel era el lugar donde nació, y en el que aún conservaba algún amigo de la infancia, le daba más bien la impresión de haber llegado a un rincón remoto y desconocido, habitado por una tribu amable y hospitalaria.
Envuelto en la vorágine de aplausos y vítores había escuchado, de labios del alcalde, el sincero agradecimiento de todos sus vecinos por haber convertido una modesta localidad, perdida en lo más profundo de la geografía rural, en un lugar de referencia que auguraba un futuro lleno de prosperidad. También había recibido en primicia la noticia de la inminente construcción de un pabellón deportivo que llevaría su nombre, y que sería un estímulo para las nuevas generaciones.
Pero para entonces, la nueva celebridad tenía muy claro que si toda esa inversión se hubiera llevado a cabo cuando él era un don nadie, no habría hecho falta que emigrara a la otra punta del planeta para conseguir fama y fortuna. Y casi con toda seguridad, a estas alturas, otros como él habrían triunfado en su misma especialidad, de haber contado con un apoyo institucional que siempre brilló por su ausencia.
Por ello, cuando por fin cesó toda aquella nube de elogios, se apagaron los flashes de las cámaras y se disolvió el confeti, el nuevo y flamante hijo predilecto de la ciudad, sosteniendo en su mano el último pañuelo desechable, se dispuso a tomar la palabra.
Inocente
El jurado popular declara al acusado no culpable. Las pruebas en su contra no son determinantes, pese al cúmulo de indicios y sospechas que –unidas a su pasado delictivo– lo señalaban como autor del horrible asesinato. La opinión pública había celebrado su captura como el ansiado final de una eterna pesadilla, y la prensa se había hecho eco del proceso con un despliegue de medios a la altura de la expectación creada en torno al caso. Una sentencia condenatoria quizás habría transmitido la sensación de que por fin se hacía justicia. En cambio, la absolución supone para muchos volver a la casilla de salida con el mismo desencanto con el que se encaja un gol en propia puerta. Incluso el encausado (que hoy ha vuelto a pisar la calle) sabe con certeza que, a menos que el crimen se resuelva en el futuro, ni la más completa libertad le hará sentirse un hombre libre.
Betún
Siempre como nuevos, deja mi padre los zapatos de toda la familia. Antes usaba betún de marca para lustrarlos. Ahora fabrica él mismo su propio material, a fin de darles un toque personal, intransferible. Tomó esa decisión cuando adoptamos a Draco. Y como el perro está acostumbrado a oler lo que calzamos, si entra alguien en casa que no use nuestro producto se le tira encima hecho una fiera. No obstante, cada cual ve el tema a su manera. La abuela echa de menos sus pantuflas. Mi hermana presume más que nunca. Y mamá sólo espera que papá le perdone aquel infortunado desliz.
Inéditos
Pedro Herrero nació en Badalona, España, en 1953. Ha publicado el libro de microrrelatos Los días hábiles (Serial Ediciones, 2016) y algunos textos en antologías como Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos (Cuadernos del Vigía, 2010) o Bones confitures. Antologia de microrelats catalans (Témenos Edicions, 2019). En internet, mantiene el blog humormio.blogspot.com, dedicado al microrrelato de humor.
La composición que ilustra este post fue realizada a partir de una ilustración de la artista Shiori Matsumoto