Omar René Arias Marín
En El olor del mundo después del aguacero, Omar René Arias Marín ofrece al lector un intenso y dramático viaje por escenas cotidianas que se desenvuelven, unas veces, en vidas trágicas y destinos marcados por la violencia; y en otras, por el deseo de recuperar el tiempo y el amor en medio de la injusticia y la pobreza. Este libro compuesto por 10 cuentos llega a tejer espacios de hondura emotiva con una prosa agradable y ligera para el lector. Corre un perfume particular que concierne con la intimidad de los personajes y cómo ellos manifiestan sus afectos. Hay una mirada crítica del país que se despliega de una manera serena y sin pretensiones.
…..Compartimos «La llorona», cuento que cierra El olor del mundo después del aguacero (Abisinia Editorial, Bogotá, 2023) publicado en la colección de narrativa Felicidad Clandestina, homenaje a Clarice Lispector.
La llorona
¿Por qué lloras vieja? ¿Por qué tanta tristeza? Limpia ya esos ojos. Si me piensas, si me nombras, si conservas mi retrato, yo estaré aquí, al borde de tu cama, entre los papeles envejecidos de tu cartera, sentado en la mesa de la cocina, con el pocillo de café en la mano o regando las begonias del marco de la ventana. Juntos tú y yo, madre. Como cuando era niño y jugaba con los soldaditos de plástico que me comprabas, mientras tu planchabas los vestidos de las señoras de bien. Compañeros eternos entre estas láminas de paroi y metal que tú misma levantaste.
…..No llores más vieja, limpia tantas lágrimas. Tienes los ojos vacíos y el alma desgarrada. Tienes el pelo blanco y el rostro marchito. Tus labios parecen sellados. Concédeme una sonrisa de bienvenida, madre. Tu piel está cuarteada por el sol, tu frente es un campo blanco de surcos profundos. ¿Cómo has resistido tanto? ¿De dónde sacas la fuerza? Muchos se han burlado de ti. Has sido víctima de tantos desprecios. Vas por las oficinas recibiendo insultos de los burócratas estúpidos que se creen dueños de la vida. Te han dicho tantas mentiras los Generales insensibles en los batallones.
…..Deja de llorar, no me busques más. Estoy aquí. Tus pies, cansados y llenos de ampollas han dejado tras de sí tantas huellas. Atravesaron calles, recorrieron cientos de tribunales, visitaron todos los hospitales y los cementerios. ¡Mi pobre vieja! Has llegado en medio de la noche, subiendo con amargura estas laderas desérticas, acompañada solamente del ladrido de los perros, entre remolinos de llovizna y viento, envuelta en la tímida claridad de esta luna mezquina de los Altos. Tu rostro demacrado ha visto cerradas todas las puertas. Tu cuerpo castigado ha tenido que soportar la dureza de los muros. No llores más, madre, no te humilles. Mira que nadie te ve, nadie te escucha. Todos son ciegos y sordos. Eres menos que un fantasma para ellos. En el barrio se refieren a ti como «La Llorona», ese espectro terrible que busca a su hijo desaparecido. Pero yo soy tu hijo pródigo, el ausente. Estoy aquí vieja y nunca pensé en abandonarte.
…..Solo quería complacerte, madre. Te veía agotada y quería aportar algunos pesos para sostener el rancho. Quizás con lo que ganara podríamos buscar una casa decente. Estaba cansado de verte lavar la ropa de personas que no les importaba tu nombre. Me irritaba verte limpiar las casas de extraños, mientras nosotros permanecíamos aquí, viviendo como los burros. Te quería digna. ¡Mi pobre vieja! Con tu pelo gris y tus mejillas coloradas. Con tus ojos tristes, los mismos que has llevado a cuestas desde que murió papá. Aquella mirada desconsolada que ocultas con la cabeza gacha desde el día que armamos el rancho y nos instalamos sobre estas montañas sin dios y sin nombre. Sólo deseaba verte feliz. Quería que cocináramos juntos, como cuando hacías las empanadas que vendíamos en las tiendas del barrio. Yo era un niño torpe y te ayudaba con lo que podía. Quería encontrarte nuevamente al borde de la cama, en los días de resfriado, aliviándome con aguapanela y los hervores de eucalipto.
…..No llores más, mi Llorona. Por eso abandoné el colegio y salí en búsqueda de trabajo, para que algún día pudieras descansar. Ya era un hombre y pensé que podría responder por los dos. No fue tu culpa, vieja, no te lapides. Me diste todo lo que podrías dar. La culpa es de esos hombres, aquellos que me endulzaron el oído y me ofrecieron el dinero. Todos sabíamos que no nos contrataban para recoger café. Fui ingenuo, lo reconozco. Sé que me lo advertiste. Pero yo era terco y no quería que trabajaras. Siento haberte causado tantos problemas. Perdóname, vieja. Ya no llores. Estoy aquí, soy tu hijo, el desaparecido.
Recuerdo la última vez que nos vimos. Era de madrugada. Te levantaste para preparar el desayuno. Estaba helando en los Altos y el viento estremecía las latas y el paroi. Parecía que en algún momento los dos saldríamos volando. Llevabas el cabello desordenado e intentabas ajustarlo con la balaca de carey que te regalo el viejo. …..El abrigo negro cubría aquella pijama azul que llevas desde siempre. Es la última imagen que tengo de ti. Yo tenía afán, estaba distraído y pensativo. Te recuerdo como una voz lejana hablando de la lluvia y del frío. Me dijiste que habías soñado con sangre. Me pediste que me cuidara y que, en cuanto pudiera, te llamara. Me diste la bendición y yo te di un beso en la frente. Salí corriendo, resbalando muchas veces en el piso inestable de las laderas de los Altos. Pero no pude llamarte. Por eso estoy acá, para pedirte perdón. Para observar tu cara una vez más, acariciar tus manos y tu cabello blanco. Para sentir nuevamente tu olor. Para decirte que no me perdiste, madre. Desde ahora renazco para ti.
…..Un camión blanco nos recogió a todos sobre la autopista. Nos miramos con desconfianza, eran pocos los que se atrevían a charlar. Alguien me ofreció un cigarrillo para el camino. Nos descargaron en un pueblo sin nombre, a unas cuatro horas por carretera desde Bogotá. Nos ordenaron salir para estirar las piernas. «Cinco minutos», dijeron. La luz del sol radiante me lastimaba los ojos. Hacía calor y el ambiente era húmedo. Estaba empapado en sudor. Tenía puesto los jeans que me diste en Navidad y la camiseta negra que te gustaba. La tela se pegaba a mi cuerpo y todo comenzaba a adquirir un olor rancio. Me sentía extraño. De haber podido, hubiera regresado a casa sin pensarlo. Tú me lo advertiste, lo sé. Intenté buscar un teléfono para llamarte y pedirte que, por favor, me giraras lo del pasaje de vuelta. Los hombres del camión no transmitían confianza. Se miraban entre ellos y decían cosas extrañas. Hablaban de mucho dinero, de ascensos y de vacaciones. Pero no permitieron que me alejara. «Después tendrán tiempo de llamar. Tendrán toda la eternidad…», expresaron entre carcajadas. Subimos nuevamente al camión. Tenía hambre. Recordé que me habías puesto algo de fiambre en la mochila. Como pude, devoré la arepa y con algunos compartí la naranja. Nos mirábamos, pero nadie se atrevía a pronunciar palabra. Intenté romper el hielo. Les dije mi nombre y supe de algunas historias. Recuerdo a Oscar. Él nos contó que su mujer lo había abandonado, dejándolo al cuidado de dos hijos. Los niños viven con la abuelita mientras él experimenta con este trabajo incierto. También Nilson narró su historia, él dejó la universidad y se embarcó en esta aventura por sugerencia de un primo militar. Yo les conté de tí, de mi vieja llorona. Salvo Leonardo, mi tocayo, casi todos teníamos miedo. Pero no te atormentes, ¡no fue culpa tuya!
…..Fueron otras tres horas de viaje por caminos destapados. El camión se movía de un lado a otro. La espalda soportaba resignada los rigores del camino. Tal como estaban las cosas, nadie saldría ileso de semejante travesía. Estaba desesperado, el sudor resbalaba por las sienes y me quemaba las axilas. Sentía que me asfixiaba entre las latas oxidadas de aquel camión. Como me hubiera gustado saborear una de las luladas que preparabas con el arroz atollado de los domingos. En algún punto de la carretera, el camión frenó en seco y una voz militar ordenó que bajáramos nuevamente. Éramos doce, la mayoría jóvenes, tuve oportunidad de contarlos muchas veces durante el recorrido. De nuevo me fijé en sus rostros. Leonardo estaba tranquilo. Parecía un niño extraviado, un visitante casual en medio de una situación inesperada. No sabía leer, tampoco sumar y escasamente articulaba palabra. Intenté protegerlo. Estábamos en medio de la nada, sólo la vegetación espesa y un grupo de soldados apostados a los lados de la carretera. Estaban armados y nos miraban con odio. Todo fue muy extraño, madre. Tuve miedo, pero no fue tu culpa, no llores, no te lapides por eso.
…..Recuerdo el destello de los disparos, nunca había sentido aquellas detonaciones tan cerca. Intenté correr y un fogonazo en la pierna me tiró al suelo. Tuve cuidado de no ensuciar el pantalón. Nunca soportaste ver a tu único hijo con la ropa embarrada. Me dolía mucho y me arrastre sobre la tierra y la vegetación. Cubierto en fango, intentaba ponerme a salvo detrás de unas rocas que percibí a la distancia. Por última vez… pronuncié tu nombre. Esperaba que vinieras a sanar mi herida con las gasas y el merthiolate que siempre guardas en la repisa del baño. Pero nadie vino a socorrerme. Uno de los soldados se acercó, dijo algo sobre el Honor y la Patria que no pude entender y con un nuevo disparo me voló la cabeza. En ese instante, todo se tiñó de rojo. La muerte es como un gran estanque color púrpura en el que nos movemos livianos. No llores, vieja, no eres culpable de nada. La culpa es de los hombres del camión, de los soldados que me vistieron de camuflado y pusieron esta pistola inservible en mi mano izquierda. La culpa también es de Dios, que no escucha y no existe.
…..Después… lo que pasó después no lo recuerdo. No puedo ubicar con exactitud dónde sepultaron mi cuerpo. Sólo alcanzo a percibir a mi alrededor escombros y mucha basura. No hay flores. Ni siquiera un triste estilete de diente de león se percibe cerca. De vez en cuando los ratones hambrientos carcomen la médula que aún sobrevive en mis huesos. En las noches oscuras y silenciosas puedo distinguir un murmullo de agua que corre. Muchas veces te busqué, intenté retornar a los Altos y recorrer los pasos hasta el rancho. Pero no tengo piernas… ni brazos. Tampoco tengo voz. La gran tragedia de nosotros los muertos es deambular por el mundo sin voz. Recuerdo que una bruma fría me envolvía, me cegaba, por eso me costó tanto tiempo encontrarte. En medio de esa niebla escuchaba tus oraciones, tus quejas y tus maldiciones. Susurrabas mi nombre, pero todo era lejano y vacío, me encontraba sin rumbo. Tu llanto me trajo hasta aquí, mi Llorona.
…..Nuevamente estoy aquí madre, pero ya no quiero que llores. Rememoro este cuarto frío y esta mesa, esta cama estrecha y la fotografía del viejo clavada con puntillas sobre la pared. El mismo rancho oscuro, el mismo olor a cañería. No es justo madre que después de tanto tiempo sigamos muriendo así. Por eso, te propongo un largo viaje. Quiero que estés conmigo en un lugar limpio y luminoso. En el campo, en un ranchito muy cerquita al río, con gallinas, gorriones y conejos, como siempre lo deseaste. Ahora, no tendrás que lavar ni planchar para nadie. Yo te cuidaré, cultivaré para ti las begonias y los nardos. No llores más, mi Llorona. Mira que ya es la hora. Ven conmigo, madre. Bendíceme y concédeme para siempre tu perdón.
Omar René Airas Marín nació en Bogotá, Colombia, el 8 de enero de 1970. Filósofo de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Investigación Social Interdisciplinaria de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Actualmente se encuentra cursando la Maestría en Creación Literaria de la Universidad Central. Ha participado en los Talleres de Escritura realizados por el Instituto Distrital para las Artes en Bogotá. Dos de sus cuentos han aparecido en publicaciones colectivas: «Sólo un día» en el libro ¡Todo pasa… Todo queda! Historias de maestros en Bogotá (Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico, Bogotá, 2012) y «El ángel exterminador» en el libro digital Sopa de Menudencias, pensamiento crítico pedagógico en tiempos de pandemia (Colectivo La Roja, Bogotá, 2020).
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de una obra del artista colombiano © Fercho Yela