Written by 3:40 am Narrativa, Novela

El llamado

Gregorio Uribe

 

 

El presente relato ocurre en Nueva York durante todo un día a finales del verano. Un músico experimentado ha sentido a lo largo de su vida una presencia extraña en su interior que lo ronda y lo inquieta. Es una especie de «llamado» o «duende», como lo bautiza, que le habla sobre la muerte por mano propia y lo arrastra a reflexiones insólitas y recuerdos dolorosos.

…..Este espeluznante relato está magistralmente concebido, estructurado y ejecutado con la más erudita elegancia. Emparentado intelectualmente con La náusea y El extranjero, su maquinaria terrorífica e inexorable, al estilo de los mejores cuentos de Poe, arrastra al lector por los recovecos de una mente brillante pero decepcionada de la vida ante la inutilidad de la existencia. El vacío existencialista que describe minuciosamente Gregorio Uribe mientras se desplaza por las calles de Nueva York nos conduce implacablemente en su largo viaje hacia la noche, a la absoluta desnudez de sus más recónditas angustias.

MIGUEL FALQUEZ-CERTAIN.

Compartimos un fragmento de la obra El llamado (Abisinia Editorial, Bogotá, 2024) en la colección de narrativa Felicidad Clandestina, Homenaje a Clarice Lispector.

 

 

Predestinación

Desperté con la misma sensación de terror con la que me había acostado la noche anterior. Al quedarme dormido había estado leyendo El idiota de Dostoievski, Confesión de Tolstói y Temor y temblor de Kierkegaard, alternando entre estos cada media página, pues no lograba concentrarme. Hice un esfuerzo por enfocarme en el primero para que Manuela no se diera cuenta de mi estado, porque los otros dos libros podrían delatarme. Cuando ella apagó la luz de su mesa de noche y se giró para dormir, retomé el corto libro de Tolstói.
…..Leí el cuarto capítulo como quien escucha su propio diagnóstico. Asimismo, había recibido El mito de Sísifo de Camus, un año antes, en la misma cama y junto a la misma persona, durante una húmeda noche de verano. Aquella vez, además de haber sentido como si una gitana del Greenwich Village me leyera la mano, quedé en suspenso ante la forma como el autor resolvería el problema planteado en las primeras páginas de su ensayo. Pero un año después, cuando leía las palabras del ruso, no sentía curiosidad sobre cómo terminaría aquel texto. Un video de YouTube ya me había anunciado que Tolstói concluye su crisis existencial de décadas con una visión que tuvo mientras dormía. Yo llevaba algunos meses anotando mis sueños tan pronto me despertaba con la esperanza de parir una visión onírica que me dijera algo que necesitaba saber. No había comido en todo el día y mi estómago era de piedra. Al fin, mis ojos se fueron cerrando, puse el libro sobre la mesa de luz, apagué la lámpara y abracé a Manuela. En un falso experimento, intenté dos o tres veces aguantar la respiración para ver cuán lejos podría llegar.
…..Al despertar el martes 13 de septiembre, caí en la cuenta de que no había tenido ningún sueño significativo o, lo que era peor, no podía recordarlo. Me poseía el peso de las últimas veinticuatro horas, con la grave añadidura de entender que el día anterior no había sido simplemente un «mal día» o una pesadilla. Aquella certeza y ese extremo realismo reafirmaban que de hecho sí había sido convocado y que había llegado el momento de acudir al llamado. Me quedé en la cama leyendo El idiota y, para mi sorpresa, pude estar un poco más atento. Leía la escena donde Aglaya confronta a Nastasya frente al príncipe y a Rogozhin. En mi mente flotaba la idea de que este libro no sería terminado como tantos otros. Qué ilógico haber pensado alguna vez que el día en que recibiera el llamado habría acabado de leer todos los libros que me interesaban y habría escrito todas las canciones necesarias. El hecho de que el 13 de septiembre lograra aceptar que quedarían libros sin subrayar y canciones sin un segundo verso era la prueba irrefutable de que no existiría un momento perfecto en el que habría hecho todo lo imprescindible. Más bien entendía que era cuestión de no seguir huyendo de lo inevitable, de ser valiente, comprometido y asistir a la cita pendiente. Esta no era otra crisis; era el momento definitivo.
…..Bajé de la buhardilla por las escaleras de caracol y fui directo al baño para lavarme la cara y orinar. Me senté en mi puesto en la barra de la cocina mientras Manu, despierta una hora antes, trabajaba en su portátil junto a mí. Me tomé el café negro de todos los días y comí un poco de cereal que casi no pude terminar. Esta era otra confirmación de la presencia de El llamado, pues el día anterior había sido de ayuno involuntario y esa mañana tampoco tenía apetito. Para alguien tan voraz como yo, que siempre comía ansiosamente para alimentar las pirañas en su cabeza —incluso cuando estaba enfermo— pasar dos días sin hambre era algo extraordinario. Mientras intentaba llevarme otra cucharada a la boca, puse, sin razón alguna, la música de Silvio Rodríguez en el parlante inalámbrico.
…..Después me senté en el sofá, a medio camino entre la cocina y los escritorios. Intenté leer un poco más, pero persistía el temible silencio que me acongojaba desde hacía dos días; vaya ironía para alguien que siempre discute con los vecinos en busca de la paz auditiva. Sabía que este silencio era diferente, pues era premonitorio. Era un silencio postizo como si a los ruidos cotidianos les hubiera caído un velo encima; un silencio grito-con-sordina. Hasta los cortos intercambios de palabras con Manu durante el desayuno habían sido como hablar bajo el agua.
…..Dejé la lectura y fui a mi escritorio. En mi portátil estaban los documentos del día anterior. Entre estos había un archivo titulado «Poesía» y otro bajo el nombre «Canciones para el disco Hombre absurdo». Guardé uno o dos documentos que hacían falta en el archivo «Originales» para asegurar que mis canciones estuvieran recopiladas y fueran fáciles de encontrar. Cambié el nombre a un puñado de poemas, para evitar que se me diera el crédito erróneamente, y lo titulé «Respuestas». Contesté algunos correos y publiqué en mis redes sociales la biografía del pianista valluno Pablo Mayor, quien iba a ser mi artista invitado en el concierto el 6 de octubre en el Jazz at Lincoln Center.
…..Luego tuve una conversación por texto con Sam, trompetista de mi banda. Él no había podido conseguir un sustituto para el espectáculo que tendríamos el sábado siguiente en Washington. Al ser el primer trompeta, el número de posibles reemplazos era reducido, ya que su papel en la orquesta requería de un altísimo rango en el instrumento, además de una resistencia considerable. Aunque buscó todas las posibles opciones de Nueva York y otras en el área de Maryland, no obtuvo resultados. Entonces le escribí a un trompetista de Boston, que conocía desde la universidad y que alguna vez me había dicho que lo llamara para tocar sin importar la ciudad. En minutos me confirmó que podría hacerlo, lo cual dejó tranquilo a Sam. También me llamó el tierno grandulón de Carl, quien tocaba el saxo barítono en la orquesta, para pedirme que corrigiera su número de seguro social para su declaración de impuestos. Me indicó el número correcto, lo anoté y le dije que al siguiente día le enviaría el documento rectificado. Pero ¿para qué perder el tiempo en labores tediosas, a sabiendas de que al siguiente día no tendrían importancia o, más bien, no existiría quién les diera importancia? Lo más lógico sería concluir que yo actuaba de esta manera porque sospechaba que, de hecho, sí habría un «mañana» o, mejor dicho, que hoy no habría un llamado. Pero mis razones eran más complejas.
…..El llamado había llegado como debía ser, en el momento en el que ya me había despedido de todas mis relaciones cercanas, sin premeditarlo. Al presentir desde niño que este día llegaría, no dejé pasar oportunidad para regalar un halago o tener un gesto cariñoso. No veía mejor manera de despedirme. También había terminado alguna antigua amistad vencida por el tiempo, como quien deja sus cuentas claras. Así que, cuando publiqué la biografía de mi amigo pianista, con palabras de adulación y agradecimiento, lo hice para despedirme simbólicamente de él y de su familia. Sin embargo, esto no responde el porqué conseguir un nuevo músico para una presentación que tendría que ser cancelada, ni por qué hacer una falsa promesa a un colega. ¿No hubiera sido más fácil ignorar los mensajes de texto y dejar que el mundo se encargara de solucionar los cabos sueltos que yo dejaría? ¿Estaría siendo un cobarde y escondiendo bajo la manga un «por si acaso»? Quizá sí, pues para conocer a alguien basta ver sus acciones, no su manera de justificarlas. Pero saber esto no me hacía menos adicto a justificarme. Me dije a mí mismo que quería ser recordado como alguien que siempre le dio gran importancia a nuestra relación laboral y a nuestra amistad. No permitiría que se manchara esa imagen a causa del pozo que me tragaba. Era una considerable hipocresía, ya que me sentía orgulloso de ser visto como un director responsable ante mis músicos, pero a la vez le mentía a Carl. El lado mío que me trataba con compasión sabía que esta vez era distinto y que mi colega me perdonaría. Es más, sentiría lástima por mí y yo refugiaba mi vanidad en el pesar que podría causar en otros. Mi patético razonar disfrutaba del confuso placer de la autocompasión y romantizaba la futura lástima que provocaría. ¿Acaso mi actuar era noble, jactancioso o pragmático? Que entre el Duende y escoja.
…..Aquella mañana detesté caminar al baño, porque implicaba pasar por el lado de Manuela, quien hacía yoga a unos metros de mi escritorio. Era obvio que estaba atravesando unos días más callado y pensativo de lo normal, pero nada de esto era una anomalía, dado mi modus operandi. De igual manera, hacía un esfuerzo por no demostrar la gravedad de mi situación, pues un pequeño sollozo podría dañarlo todo. Cuando me acercaba a ella, sentía que comenzaba a debilitarse la represa tras mis ojos, miraba para otro lado y hacía muecas hasta que lograba reacomodar mis facciones como si evadiera un estornudo. Me preguntó si algo me pasaba y respondí con un chiste tonto. Le hice una pregunta banal para redirigir la conversación hacia un lugar donde ella hablara y yo aparentara escuchar.
…..Mi situación era muy diferente a la que había imaginado en incontables fantasías. Sobre todo, por el hecho de que el llamado me cortaba toda conexión con la vida. Era como si estuviera hablando con un amigo desde uno de esos viejos teléfonos públicos, mientras alguien detrás de mí tratara de llamar mi atención dándome golpecitos en el hombro. Al cabo de ignorar aquel insistente personaje por un rato, perdería la paciencia, me daría la vuelta y le gritaría: «¡No me joda, que estoy hablando con alguien!». Entonces, aquel ser fastidioso se marcharía y me dejaría en paz. Al rato volvería con tijeras en mano y, de un solo movimiento, cortaría el cable del teléfono y me obligaría a darle todo mi interés.
…..Así había quedado yo: desconectado de las palabras, de las caricias, del amor, del sexo, la música, la carrera, la ambición, los libros, los poemas, los recuerdos, la comida y hasta del agua y de la sed. Me tomaba por sorpresa sentirme tan separado del mundo. Imaginaba que, cuando arribara ese momento anunciado, traería consigo una buena dosis de nostalgia y unas ganas desmesuradas de disfrutar de todo por última vez. Pensaba que sería como el condenado a la silla eléctrica que pide su último banquete, pero me daba cuenta de cuán inocente había sido mi presunción. Aquella sensación de exilio me llenaba de sangre fría las venas y solo me permitía desarrollar el lado mecánico de mi personalidad: ese costado árido y desabrido que impedía que me desbordara frente a Manuela. Mi sombra sabía que teníamos una misión que cumplir y no dejaría que yo pusiera en riesgo nuestro objetivo. El Duende me cubría como un plástico grueso, de esos que usan en los cultivos de fresas para evitar el contacto del fruto con la tierra. Esa cubierta no me dejaba tocar, oír, ni ver a la otra persona. Estaba desterrado del hedonismo que me había acompañado en mis 31 años de vida.
…..Casi todas las mañanas ella iba a clase de yoga, volvía para desayunar y luego salía a una jornada llena de audiciones, reuniones, cafés, almuerzos, eventos de networking, obras de teatro y cenas con amigas. Esa rutina hubiera funcionado muy bien para el día del llamado, pero justo aquel día decidió hacer sus ejercicios de vinyasa en el apartamento y quedarse a trabajar desde casa. Esto complicaba mis planes, pues tendría que fingir que era un día normal y estaría obligado a mentirle cuando me preguntara sobre mi itinerario. Ella estaba un poco nerviosa porque esa noche participaría en un evento en el cual se haría pasar por la ficticia estrella de telenovela Sofía Cruz. Su personaje estaría horas interactuando con los invitados antes de revelar su verdadera identidad. Mientras ella me contaba sobre el evento, yo asentía y respondía con monosílabos, en tanto que el Duende caminaba por mi cabeza y me rasguñaba el cráneo desde adentro. Manuela dijo que estaba invitado; le dije que me enviara la dirección y que quizá pasaría un rato. Una vez más, actuaba como si quisiera ser ese «yo» rescatable por un instante; esa parte mía que, a pesar de mi odio propio, aún podía reconocer como benévola.
…..Escondí mi hedor a muerte y me puse a practicar acordeón. Jalar y empujar ese fuelle colorido era una manera de matar tiempo, ya que Manu seguía en casa y aún no sabía qué iba a responder cuando me enfrentara al inevitable «y tú, ¿qué haces hoy?». No disfrutaba ni un poco de mi práctica musical y sabía que ese ejercicio inerte era hijo de la procrastinación; mi don para aplazar responsabilidades era tan natural que se aplicaba incluso durante el llamado. Interpretaba por última vez las canciones que solapaban mi dogmática fe en el nihilismo. En estas intentaba explicar el porqué había llegado a ese punto decisivo —o, más bien, la ausencia de razones que habían adoquinado mi camino—. Fue entonces cuando hallé una pieza clave del rompecabezas: ya estaban escritas y grabadas las canciones que le darían sentido a mi circunstancia. Si había considerado necesario terminar mi nuevo disco para asistir al llamado, en las últimas veinticuatro horas había comprendido lo contrario, pues los demos y las partituras que dejaba serían suficientes para entregarle al mundo mi apología musical. En estas maquetas estaba todo el contenido melódico y lírico necesario para mostrar las preguntas que me habían llevado por una espiral insufrible. Concluí que grabar un disco sería solo agregarle maquillaje a la esencia. Además, mi existencia ni siquiera sería imprescindible para terminar aquel proceso.
…..Hay una palabra que está en cada rincón de mi llamado y es la vanidad. Mientras tocaba mi instrumento, imaginaba que alguien se encargaría, en un futuro, de lanzar aquellas canciones y que gozarían de un inmenso público de culto. La vanidad es la que se encarga del «cómo» en estos asuntos, más no del «por qué», y nos habla sobre nuestra condición egocéntrica. El llamado no era sino la lógica reacción a una profunda repugnancia y aversión hacia mí mismo. En cambio, mi vanidad aceptaba las consecuencias del razonamiento, con la condición de tener voz y voto en los detalles de su ejecución. Era como si el ego dijera: «Quiero quemar la casa, pero no sé cómo», y la vanidad respondiera: «Yo te puedo ayudar a hacerlo, pero solo si antes me dejas decorarla». Esa vanidad que detestamos y que, a la vez, veneramos solapadamente, logró ser el motor para mis acciones. Y lo hizo de manera admirable, pues se disfrazó de una palabra hermosa que, según quien la reciba, puede ser sinónimo de belleza o de pretensión y frivolidad. Se trata de la «elegancia». Mi astuta vanidad sabía que yo seguiría con esta nueva palabra hasta el final. Entonces, la elegancia se convirtió en la brea que mantendría juntas las piezas de mi barco mientras navegaba río abajo con una determinación severa. El acto de interpretar por última vez aquellas tonadas existenciales encajaba en mi búsqueda de momentos poéticos. Era poesía solo para un ilusorio espectador que me observaba desde la ventana.
…..¿Dónde estaba mi cuerpo en ese momento? Siempre he tenido un buen estado físico que no merezco, pero al recibir el llamado perdí todas mis fuerzas. Mis movimientos eran de caracol, mis piernas estaban pesadas y hechas de goma. Se parecía a la sensación que tuve al tomar LSD, pero sin la compensatoria alegría del furor alucinógeno. Arrastraba los pies y mis hombros semejaban imanes atraídos a un piso de hierro y lo peor era el yunque de plomo que cargaba en mi estómago. Daba lástima que aquel cuerpo, que se había portado tan bien conmigo, de repente se convirtiera en un niño asustado que no entiende por qué tiene que sufrir las consecuencias de una mente acosadora que lo obliga a ser su propio verdugo.
…..Manu hacía sus estiramientos mientras yo me preguntaba cuánto podría sospechar de mis planes. Llevábamos juntos casi diez años y estábamos de acuerdo con que yo fuera introvertido —al menos en la vida privada— y permaneciera en una especie de cueva invisible en tanto ella pasaba la mayor parte del día por las calles de la ciudad devorándolo todo. Coincidía que, por esos días, eran menos lejanas las orillas de nuestras personalidades, pues ella se estaba entintando de misantropía. Sin embargo, nuestras condiciones no brotaban del mismo lugar; para aquella alma generosa, extrovertida e inagotable, ese odio hacia la humanidad era solo una pequeña purga y muy pronto volvería a brindar amor y alegría a otros. Habíamos pasado por varias etapas donde los dos no queríamos saber nada del mundo exterior y nos sentíamos afortunados de poder acompañarnos en esos períodos. Gracias a este historial compartido, yo podía camuflar el llamado haciéndole creer que mi actitud silente no era más que otro episodio pasajero.
…..Mi escogencia de amenizar la mañana con la trova del cantautor cubano no surgió de la habitual emoción que nos lleva hacia un artista. Quería ocultar el silencio de todas las cosas y mantener al mínimo la conversación con mi pareja; también deseaba escuchar la guitarra de Silvio una vez más. Así de simple. A lo mejor se trataba de una conexión inconsciente con mi adolescencia y con el recuerdo de sentimientos ahora baldíos como las grietas que quedan sobre la tierra al secarse un lago. Por azar escuché «Óleo de mujer con sombrero» y tuve que voltear hacia la pared de ladrillo para esconder una irrupción de llanto seco. Le siguió «Cita con ángeles», canción que había conocido durante un concierto del controversial artista en Carnegie Hall y que se había quedado conmigo desde entonces. Al oírla me invadió una corta rabia por la envidia que me despertaban los personajes históricos de su lírica. Aquellos que, al despedirse, habían tenido una cita con un ángel noble y redentor, mientras la mía sería con un duende fatídico.
…..Cuando el acordeón se cansó de mí, caminé con recelo hacia la ducha. Bañarme era un momento crucial y no precisamente por el placer del agua cálida sobre la piel que, desde niño, me llevaba a tomar largos chapuzones. Su significado marcaba el verdadero comienzo del día, sin importar la hora que fuera. Es el momento en que nos quitamos de encima las esquirlas del día anterior y decidimos empujar de nuevo la roca hacia la cumbre de la montaña, más allá de si lo hacemos con entusiasmo o resentimiento. El niño apabullado en mí no quería darse un baño y confirmar que existía el 13 de septiembre, pues conservaba la esperanza de despertar de este mal sueño.

 

 

Gregorio Uribe nació en Bogotá en 1985. Es cantautor, acordeonista y escritor. Se graduó de Berklee College of Music en Boston. Ha interpretado su música, entre otros lugares, en el Carnegie Hall y en los patios del Caribe rural. Ha trabajado con artistas de la talla de Rubén Blades, Carlos Vives y Paquito D’Rivera, así como con los maestros del folclore Carmelo Torres y Martina Camargo. Sus dos primeros álbumes musicales son Pluma y vino (2011) y Cumbia universal (2015). Por su tercer disco, Hombre absurdo (2023), fue nominado a los Latin GRAMMY®, trabajo que mezcla los ritmos del acordeón sabanero con reflexiones existenciales basadas en lecturas de Camus, Dostoevsky y Nietzsche. El llamado es su primer relato publicado.

La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de la obra Still life on the red table, 1905,
del pintor, ilustrador y escenógrafo francés © André Derain

 

año 4 ǀ núm. 19 ǀ enero – febrero – marzo  2024
Etiquetas: , , , , , , , , , Last modified: agosto 4, 2024

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