Ingeborg Robles
El silencio voraz
Jonathan Alexander España Eraso
Abisinia Editorial, Bogotá, 2022, 100 p.
Traducir el silencio
Cuando leí por primera vez el título del poemario de Jonathan Alexander España Eraso me quedé intrigada. El silencio, sí, el silencio para muchos poetas es el origen de la poesía, tanto el alma o el centro del hablar poético como su telos. Escribir poesía para construir un puente de silencio a silencio, traducir el silencio, mostrar el silencio. El silencio, la página blanca, el espacio vacío es el ideal, la perfección y contiene en sí lo decible. ¿Cuándo se hace un silencio voraz?, me pregunté. ¿No es un silencio satisfecho en su plenitud de ser silencio? ¿De estar completo porque al contrario de las palabras siempre incompletas a la hora de expresar el ser o la realidad o el dolor, el silencio ya lo cubre todo? ¿Qué le puede faltar a este silencio para convertirlo en un silencio voraz? ¿Qué hambre puede tener ese silencio? ¿Qué es lo que va a devorar? ¿Y qué queda? ¿Y cómo cambia el silencio? ¿O no cambia porque no hay nada que pueda satisfacer un silencio y tanto menos un silencio voraz?
…..Es un placer enorme cuando las preguntas que el título de un poemario origina encuentran su respuesta en los poemas mismos como sucede con El silencio voraz. El silencio deviene carente en el momento en que señala la ausencia de alguien capaz de hablar, el silencio nos ataca, nos devora, se hace violento en el momento de la imposibilidad de escuchar, de recibir palabras porque la muerte ha borrado los canales de comunicación. Así nos revela el primer poema el silencio de una madre ausente y nos confronta con su búsqueda «para preguntarle el significado de los difuntos y su paraíso». Es ese silencio de los difuntos que «borra los nombres» bajo un «cielo asustado», que nos manda a un exilio permanente, hiere ausencias, invoca paisajes de nieblas y brumas. Es un mundo telúrico sin esperanza, horizontal, donde todo se viene abajo y elimina una visión celestial: los relámpagos se sepultan en los jardines, la luna se destella en el agua y dios habita en aguas distantes. Un mundo mudo por la falta de conversación, de respuestas, de frases. No hay contexto ni situación, sólo hay tema, lugar y personajes, palabras claves: entre los nombres que no se borran son los lugares colombianos (la casa de Bomboná, el rumor de Guáitara), los temas insistentes como la muerte, el dolor, la infancia y los personajes: el padre, la madre y la abuela. Las palabras claves se repiten y se hacen ecos: dolor, huida, ausencia, herida, fuga, y la ausencia de voces humanas y el deseo intenso de escuchar («creo escuchar») a la madre ausente obliga a estimular los sentidos hasta que se pueda oír el «rumor de la sangre», el «grito de la luz», el «ruido feroz» de la luz posada «en el filo rojo». Al mismo tiempo la tensión, fruto de la combinación de las palabras «silencio» y «voraz», es una tensión que marca toda la obra, y se revela en el primer poema del poemario y no se resuelve hasta el último. Dicha tensión es creada de la sinestesia, el acoplamiento de contrastes, de opuestos. El niño que busca a su madre, que sueña con respuestas que ella no puede dar (también, se podría pensar en un libro sobre la orfandad y, sin embargo, no lo es porque el poemario está pensado no desde las biografías y relaciones personales, sino desde el paisaje). Secuencias temporales se disuelven y están reemplazadas por espacios, lo psíquico se vive y se experimenta a través de la naturaleza, la orfandad se convierte en exilio; las heridas, grietas; el llanto, lluvia; la muerte, viento y niebla. En realidad, es el dolor, que es tan voraz que no permite relaciones estables. Los versos son breves, los ritmos a veces casi secos, pero a través de las imágenes cada poema es el espectáculo de constantes transformaciones, de una fluidez violenta, de un movimiento constante y a menudo violento. El silencio voraz no nos deja con un consuelo, ni siquiera con un consuelo metapoético dado que lo escrito convoca «cielos que se desfondan» y «las heridas presiden al papel». No nos ofrece consuelo o esperanza, aunque aprendemos a través del vértigo y del delirio que no estamos en el centro del mundo y no somos su centro, nos proporciona la perspectiva desde el límite y desde la frontera, desde las grietas en vez desde las montañas. Aprendemos que el dolor y el silencio producen desgarraduras que impiden la consistencia del ego, lo descentraliza y así lo abre. El silencio voraz no sólo señala un acto violento, sino también una apertura, se abre la boca, la página, se abren los sentidos, los espacios, los paisajes, el pasado ya no existe como pasado, es una presencia. Aprendemos que «huir» no nos remite al peligro, pero sí a la necesidad de un flux constante, que «exilio» no significa esperar un retorno a casa, pero sí una forma de vivir en constante comunicación con la naturaleza y donde no sabemos si nuestra voz es la luz entre la maleza, o nuestro llanto es el canto de las ballenas, donde los ojos están poblados por jaguares y árboles yacen caídos en el pecho. Es un mundo de metamorfosis incesantes, a la vez que anti-ovidianas: no hay un sujeto que se enfrenta al mundo, porque todo es sujeto, hasta los propios huesos actúan y destrozan, y la metamorfosis no exterioriza, no crea una imagen permanente como resultado de la metamorfosis (como en Ovidio). Si hay permanencia, se encuentra en la constante posibilidad de ruptura y apertura, sea la mañana que se abre «al vuelo de las golondrinas», o sea, la página que «abre los ojos», la garganta abierta que «descubre un cisne que se zambulle en la tinta». Esa interpretación del silencio, de la apertura, del exilio, del dolor no como espera, esperanza, sino como actuación, como proceso e interacción constante e incesante, hace de El silencio voraz un descubrimiento de un silencio delirio, de erupciones de imágenes que revelan que vida y lengua son tejidos de tensiones y, por lo tanto, combinan contrastes, movimiento y stasis (las manchas) como en el último poema del libro: «Madre /el sufrimiento / que mancha /cae como nieve /en un bosque negro».
…..El silencio de El silencio voraz alude también a la comunicación no verbal de los paisajes, de la fauna y flora, no como proposición sobre la naturaleza sino como reflexión sobre la poesía.
…..Esa dimensionalidad de la animalidad de la poesía encuentra su correspondencia visual en las magníficas ilustraciones hechas por Fercho Yela, oriundo como el autor, de Pasto (Nariño) en el suroccidente de Colombia. Seis ilustraciones encabezan las seis partes del poemario. Los elementos folclóricos, que también están presentes junto a la animalidad y una dimensión onírica invocando a Chagall, encuentran ecos en los poemas basados en formas populares como las secuencias de poemas cortos «Esperas», «Presagios» o «Las cuentas del rosario de María Eraso». El poema corto —tres o cuatro versos— domina como si la fugacidad de las formas (el primer capítulo se titula «Las formas del fuego») permitiera captar siempre sólo un instante.
…..Con El silencio voraz Jonathan Alexander España Eraso nos regala más que una lectura de poesía: nos rapta y nos lleva a un silencio punteado por gritos de luz y explosiones de imágenes sorprendentes, una experiencia casi corporal de metáforas exuberantes. Con este libro hemos aprendido que hay otro silencio, un silencio que no es el silencio pleno del misticismo. Percibimos que existe un silencio voraz que siempre nos está esperando con una voluntad de devorarnos porque a cada sentimiento que vivimos, y aún los más fuertes dolores y rupturas, responden a una naturaleza todavía más potente, más violenta y más transformativa. No podemos sólo leer El silencio voraz, tenemos que entrar en él, vivirlo desde adentro. Una experiencia turbulenta y extraordinaria, parecida, me imagino, a la de la «doncella despedezada» en el poema «El silencio voraz» (de ahí el título del poemario):
Acojo todo comienzo,
toda penumbra
que se detiene en los ojos del felino.
Después de lamer su pelaje,
me revela en un poema el secreto:
busca la armonía,
doncella despedazada.
Ingeborg Robles es una escritora, traductora y gestora cultural de nacionalidades alemana y española. Creció en contacto con dos grandes ríos, el Guadalquivir de Sevilla y el Rin de Bonn, y dos mares, el mar del Norte de las islas Frisias y el océano Atlántico de Cádiz. Ha obtenido un Master of Philosophy in European Literature de la University of Oxford, Queen’s College y un Doctorado en Filología Alemana de la Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität Bonn con una tesis sobre Thomas Mann. Ha estudiado Escritura Creativa en la University of Virginia con John Casey y Deborah Eisenberg. Vivió en Londres, Oxford y Florencia, donde enseñó lengua y literatura alemanas. Desde el año 2014, vive en Berlín donde está activa en la escena literaria hispanohablante. En el 2021 se publicó su poemario Auriculares para Ulises por Valparaíso Ediciones.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de la obra «Herida de napa»
Técnica: Acrílico sobre lienzo.
Medidas: 80 cm x 60 cm.
Año: 2017.
Colección privada.
del artista © Agustín Iriart