Pablo Montoya
Compartimos este sensible e iluminador ensayo sobre el Dichterliebe (Los amores del poeta) del compositor romántico Schumann, quien urdiera esta melodía con los poemas de Heinrich Heine. Recomendamos para mayor disfrute del ensayo alimentar la memoria escuchando antes la melodía en la interpretación de Guzmán Hernando y Aurelio Viribaye. Agradecemos al escritor colombiano Pablo Montoya este material exclusivo para Abisinia Review.
Para Teresita Gómez y Diver Higuita
Schumann es la revelación de la música en una de sus facetas más extrañas. En esta dirección, aparecen los modos en que el fantasma de la locura delinea los contornos de una obra. En la oscilación entre sonido y conciencia alterada, que es como referirse, en su caso, al combate entre la luz y la oscuridad, el papel que juega el poema es fundamental. Porque en Schumann la creación se asume desde esta doble perspectiva. Más que ningún otro, en el horizonte romántico del siglo XIX, Schumann es el paradigma en que música y poesía se abrazan cabalmente.
Estos tres elementos (la música, el poema y la locura), cómo dialogan y se imbrican, es lo que fascina a quienes, más que escucharlo, amamos a Schumann. Y lo hacemos desde una mezcla de admiración y misericordia. Admiración por las cimas estéticas que alcanzó. Misericordia porque Schumann es nuestro hermano en los infortunios de su psiquis fisurada. Nos embelesa, como pocos, este ámbito musical que se hunde en la melancolía y roza la maravilla y el éxtasis. Y nos apretuja el corazón la manera en que un hombre habría de luchar contra esa noche rotunda que terminó por devorarlo.
Sin embargo, no pretendo mostrar, en esta compasión que siento por él, una actitud de oyente salvado por el equilibrio de sus emociones. Porque interpretar o escuchar a Schumann significa sumergirnos en el dolor. Entonces ocurre algo inesperado: su música es la que termina interpretándonos. Como si, tocando en nosotros las regiones más profundas, al modo de los esquizofrénicos, Schumann quisiese aliviarse.
Lo que los románticos alemanes esperaban de la música era que tuviera el poder de calmar las dolencias. Ella era la indicada para salvar al poeta de las limitaciones que le otorgaba su oficio de expresar lo inexpresable. Ya Wackenröder decía: «Ven, música, llévame contigo y sálvame de este esfuerzo arduo por encontrar las palabras». A la manera de un bálsamo, o de una pócima mágica, la música debía establecer en quien la oyera una especie de pausa, de olvido, de paréntesis en la sucesión de adversidades que supone todo itinerario humano. Pero con Schumann, en general, no hay detención de la pena, ni superación de ella. Su música nos deja, al contrario, suspendidos en la impronta de un dolor que no puede superarse porque vivir significa estar inmerso en su incesante vibración. Tocar y escuchar a Schumann no es fácil. Michel Scheneider, que conoce tanto su música, piensa que ella es insoportable a veces. Al tocarla o escucharla sentimos que ella relega, aísla, exilia. Porque esos sonidos indagan en lo que no queremos saber, en aquello de lo que no queremos hablar, es decir, de nuestra locura y nuestra muerte.
Schumann compuso una obra donde el piano es crucial. Este fue el instrumento desde el cual creó conjuntos de piezas breves en los que hay un equilibrio que va del ansia vertiginosa a la apacibilidad del ensueño. En el piano él convocó las impresiones más vívidas del sentir romántico a través de alusiones a personajes literarios. Uno de ellos es de Hoffmann, el autor que permitió que lo fantástico y lo extravagante invadieran los cuentos ocasionando una renovación notable en las guisas del narrar. Pero en el Schumann de la Krisleriana, así exista un cierto vínculo con el carácter maniaco depresivo de Johannes Kreisler, prevalece una atmósfera distinta. Es como si la literatura de Hoffmann fuera solo un pretexto para que el compositor ideara un mundo donde una de las impresiones más entrañables que nos queda es la de la ternura. Una ternura rara porque emana de inmersiones hondas en los desgarramientos provocados por el amor.
Schumann también cayó de hinojos ante Goethe, el escritor más importante de la Alemania de entonces. Como Schubert, como Berlioz, como Liszt, se empecinó con ponerle música al Fausto. Esta faena, sin embargo, fue áspera porque el compositor alemán sucumbió en diversos momentos a la depresión y a la impotencia. ¿Cuántas veces Schumann no habría de enfrentar los vacíos que suelen acarrear las creatividades frenéticas? En realidad, él era una sensibilidad bipolar. Lo suyo está tramado por esas oposiciones que llamamos vida y muerte, creación y destrucción, masculino y femenino, sonido y silencio. Tenía, por lo demás, períodos de una fecundidad atribulada y durante ellos compuso sus mejores obras. Obras que salían espontáneamente, como si Schumann fuera una especie de lámpara maravillosa de la música. Pero entonces el precio cobrado era una caída inexorable en la mudez, la vacilación y la nada.
El repertorio para piano que compuso, entre los veinte y los treinta años, surgió en el contexto de lo que pareció ser la persecución del amor. O, para mejor decirlo, el fundirse con el objeto amado. Este se cristalizaría después en la figura de Clara Wiek, la joven concertista. Recordemos que el amor en aquella época era concebido por los poetas como algo lejano. Y así estuviese lo suficientemente cerca como para disfrutarlo en su dimensión física, ellos lo creían imposible de alcanzar. Lo lejano era lo esencial y lo no tangible. Era también la promesa de la ventura y, al mismo tiempo, el manantial de toda nostalgia. De hecho, y partiendo de esta paradoja, se podría definir el arte de Schumann como un aleteo luminoso y fugaz en medio de férreas tinieblas.
Pero él no solo obtuvo el amor de Clara, sino que venció los obstáculos impuestos por el padre de la novia y logró casarse con ella. Es aquí, desde la unión sacramental de los amantes, que al solitario piano del Carnaval, las Escenas de niños y las Piezas fantásticas, va a unirse la voz humana. Y es cuando nacen los lieders. En un año, 1840, un arrebatado, fervoroso y agradecido Schumann compone 138 canciones que representan el momento supremo de la canción alemana. Pero si esto no fuera del todo cierto –porque cómo olvidarse de Schubert, de Brahms, de Hugo Wolf y de Mahler–, se podría afirmar que con Schumann la unión del poema con la música se realiza con mayor intensidad y dramatismo.
Schumann era precoz en cuestiones de la sensibilidad y el arte. A sus dieciocho años gozaba de destreza en la escritura. Sabía ya, por ejemplo, cuáles eran sus poetas de cabecera: Rückert, Eichendorff, Kerner, Chamisso. Escribía notas de diario y cartas cuyos pasajes nos sorprenden por sus hallazgos. En 1828 efectúa una serie de peregrinaciones literarias. Visita a la viuda de Jean Paul, en Bayreuth, para ofrendarle la admiración que le suscitaba el que fuera acaso su poeta preferido. Va a Munich y conoce allí a Heinrich Heine, otro de sus poetas amados. Desde entonces, se establece una conjunción espléndida que culminará, en 1840, con la composición de los 16 lieders que integran el Dichterliebe (Los amores del poeta). La relación de ambos artistas pudo desembocar en una obra más copiosa. Había iniciado con los primeros Liederkreis que el músico envió a Heine. En aquella carta Schumann dice que se sentiría bendecido por la fortuna si hubiese una señal de aprobación por parte del poeta. Pero este no se dignó en responderle y el diálogo entre ambos se interrumpió. Algo parecido había pasado entre Schubert y Goethe. Un Schubert enfermizo que esperó una señal del escritor proteico que nunca llegó. Los poetas, acaso soberbios, sin duda desdeñosos, no prestaron atención a estos dos emisarios vaporosos del sonido que llevarían los poemas a cimas insospechadas. Schumann, con todo, bebió tanto de la poesía de Heine que son los lieders del Dichterliebe los más plenos que, según mi modesto juicio, compuso.
Pero ¿qué quiero decir cuando hablo de plenitud en esta música? Es referirse a ese ir y venir entre la desolación y la dicha del amor. Sentir cómo el piano y la voz del tenor se aproximan y se unen para luego distanciarse. Considerar que se trata de una comunicación perfecta desde el punto de vista de la técnica pianística y la prosodia del poema. Comprender que los registros del cantante se amalgaman con un piano que, a veces se torna oculto, a veces tímido, casi invisible para que el amor se exprese. Y esta voz es ora llorosa, ora vigorosa o entusiasta. Aunque el piano sea el que forja un espacio en el que quisiéramos permanecer por siempre a sabiendas de que estamos ante la fantasía más efímera.
En el Dichterliebe todo está imbuido de una suerte de agónica felicidad. Schumann, por fin, ha logrado que Clara sea su mujer ante la ley y la religión. La enamorada está a su lado y puede hacer que sus sentimientos, libres de las trabas impuestas por un suegro y un padre tiránicos, florezcan. Pero al amar, el poeta y el músico se conduelen del mundo y sus criaturas. En el primer lied ya aparece esta doble condición. Se celebra el mes de mayo, el de una primavera que más tarde Schumann cantará en su primera sinfonía con tonos fulgentes. Los capullos se abren y las aves cantan como si fueran un inmenso corazón extasiado. Ha nacido el amor y, no obstante, planea una tristeza insondable. Algo similar pasa en el segundo lied. La voz se contiene en la quejumbre para decir que sus lágrimas vertidas son flores anhelantes y sus suspiros un ruiseñor perplejo. Pese a que son estas canciones, rociadas de melancolía, las que tal vez nos embriaguen más, Schumann también se vuelve intenso, veloz, casi glorioso y celebra en el tercer lied, como el venerado jardinero de un bosque ignoto, la rosa, el lirio, el sol y la paloma. Y pareciera que nada atenta contra este júbilo del que se sabe amante y amado.
Heine dice, en el cuarto lied, que amar es un acto de contemplación. Una quietud prodigiosa que ondea en nosotros porque la pesadumbre se esfuma y con los besos la paz nos visita. La atmósfera aquí está insuflada por una dicha misteriosa. Y es tanta la certeza del afecto, que un llanto amargo se instala y nos arroja a un cauce. ¿Cómo es ese cauce? Vano es describir con palabras algo que pertenece al idioma de las flores calladas, al de los requiebres del alma, al del movimiento del agua. Porque el quinto lied es como un condensado río que se precipita. En él todo es tensión y deseo y oscuridad titilante. Y estamos a punto de llegar al colmo de una delicia esperada, cuando la agitación se aligera para dejarnos suspendidos ante algo que ha pasado con la veloz intensidad de un reflejo.
Cómo no suponer que todos los ríos en Schumann son el Rhin. Ese río que para ciertos músicos y poetas ha sido motivo de mitologías grandiosas de nación, para Schumann y el Heine de estos poemas, es de otra índole. En algunas obras del compositor el Rhin se presenta como un río gótico. Una corriente taciturna en la que es posible adormecerse. O es ese lecho impetuoso en el que el artista se lanza para acabar con su vida atormentada. Schumann lo hizo un mediodía de febrero de 1854. Pero no halló la muerte, sino la entrada a la demencia. Las aguas umbrosas, en el Dichterliebe, están unidas, por una parte, a lo sagrado y en este rumbo al amor. Quizás por esto, en este lied como en el último del ciclo, el río actúa como un receptáculo adonde irán las desgracias sentimentales y las dádivas que estas suelen otorgar. Como si todo río fuese, en la música de Schumann, la ansiada mortaja que se busca.
Algunos de estos lieders se refieren al amor desengañado. Hay en ellos el típico despecho que provoca la indiferencia del ser que se ama. Incluso, en el que para muchos es la más célebre de sus canciones, la número 11, la de Un joven que amaba a una muchacha, sobresale la nota de humor y picardía. Lied donde los amores contrariados hacen sonreír pese al destrozado corazón con el que queda quien ama y no es correspondido. Con todo, En una brillante mañana veraniega, el lied 12 del Dichterliebe, se vuelve al dolor definitivo. Este seguirá urdiéndose, entre el abatimiento y la esperanza, en el resto de las canciones. La esperanza que favorece el sueño donde la amada dice una palabra dulce; y el abatimiento ocasionado porque, al despertar, esa palabra deseada se olvida. Los dos últimos lieds son briosos. El 15, De los antiguos cantos, remite a esas zonas caras a Schumann, la de los cuentos mágicos donde todo es esplendor de la naturaleza y el alma del poeta se vuelve radiante. Pero estas son coordenadas propias de la ensoñación y, por tanto, ilusorias.
¿Cómo librarse entonces del suplicio para ser feliz? El último lied propone una solución llamativa: hay que enterrar todas las pesadillas y construir para ello un sarcófago. Se nos explica cómo será este objeto y quiénes tendrán la fuerza para cargarlo. Pero, paulatinamente, la voz del tenor se va apaciguando y, en un tono recóndito, se desliza hacia la lamentación. Por fin se cuenta que ese ataúd, que será lanzado al río, se ha construido para enterrar todas las angustias del amante. Es entonces cuando el piano sobresale y vuelve a sumergirse en esa penumbra por la que, desde el inicio del ciclo, hemos transitado.
Hay, por último, un lied central en el Dichterliebe. Desde él aventuro un diálogo. Diálogo, lo sé, destinado a que no haya contestación. Mi diálogo surge del dolor. ¿De qué más podríamos hablar con Schumann? ¿No es sobre él que ha urdido su lenguaje? Ahora bien, ¿hay lenguaje en el dolor? Hölderlin, esa alma gemela de Schumann, dice que somos un signo, sin ningún sentido y ningún sufrimiento y en regiones extranjeras hemos perdido el lenguaje. El lied número diez comienza así: Escucho el sonido de la cantinela. Música y poema son como una palpitación tenue. Desvanecimiento que se traduce en unas notas pianísticas que evocan el gotear de la lluvia. Agua que cae en una dimensión vacía y que la música ilumina vagamente. El lied suena y se traza, en medio de lluvias y noches imaginadas, una senda.
Por ella deambulo y desde ella inquiero. ¿Qué es el dolor? ¿De qué sustancia está hecho? ¿Por qué y para qué su presencia en el mundo, en los otros, en nosotros? Todo esto lo pregunto cuando el tenor va tejiendo su canto. Un oscuro deseo me impulsa/ hacia la altura del bosque, / allí se disipará en lágrimas / mi dolor inmenso. Pero quién interroga, en realidad, es la música. Una pregunta que nunca tendrá respuesta. Eso eres tú, Schumann. Alguien que, en el fondo, es indecible. Un hombre hecho sonido y este, de dolor. Así te escucho, y así, entro de nuevo en tu silencio.
El Retiro, noviembre de 2020
Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963) Premio Rómulo Gallegos 2015 por su novela Tríptico de la infamia. Profesor de literatura de la Universidad de Antioquia. Ha publicado los libros de cuentos Cuentos de Niquía (Vericuetos, París 1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (El propio bolsillo, Medellín, 1997), Habitantes (Índigo, París1999), Razia (Eafit, Medellín, 2001) Réquiem por un fantasma (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2006) y El beso de la noche (Panamericana, Bogotá, 2010); los libros de prosas poéticas Viajeros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2007) y Sólo una luz de agua; Francisco de Asís y Giotto (Tragaluz Editores, Medellín, 2009); los libros de ensayos Música de pájaros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2005) y Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso (Universidad de Antioquia, Medellín, 2009) y las novelas La sed del ojo (Eafit, Medellín, 2004) y Lejos de Roma (Alfaguara, Bogotá, 2008). Ha participado en diferentes antologías de cuentos y poesía colombiana y latinoamericana. Sus traducciones de escritores franceses y africanos y sus ensayos sobre música, literatura y pintura han sido publicados en diferentes revistas y periódicos de América Latina y Europa.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de una obra del artista español © Juan Carlos Mestre