Lucía Vargas Caparroz
Curaduría de Tawny Moreno Baloco
Editora de Feminismo Abisinia Review
No era tan niña, podía darme cuenta del encierro. Tenía tres o cuatro años, aún vivíamos en Cañadón Seco. No recuerdo cómo era nuestra casa porque todo el día se me iba en espacios ajenos. Por las mañanas me dejaban en una guardería y por las tardes me llevaban a la casa de una mujer para que me cuidara. La mujer me recibía cada tarde y luego de despedirse de mamá me encerraba en una pieza hasta que venían por mí. En el recuerdo esta mujer no tiene cara, no tiene cuerpo, solo es una mano que me aprieta la muñeca y me arroja dentro de una habitación. Esta habitación no tiene muebles, no tiene luz, no tiene aire, no es más que el ruido de la llave y el hueco por donde entra y sale. Los días se partían en dos y lo interminable de la segunda parte se reducía a ese hueco, miraba a través de él y lamentaba no ser lo suficientemente pequeña para atravesarlo. El paso del tiempo se reflejaba en los muebles que existían del otro lado y en cómo la luz del sol se ablandaba poco a poco sobre ellos. Sabía que, cuando se vieran anaranjados, la mujer abriría la puerta y mamá llegaría a buscarme. Sentiría el frío en la punta de la nariz y la mujer se transformaría en pasos cercanos y en una voz dulce que despide. En realidad, el recuerdo es ese hueco y mi ojo puesto en el afuera. Tengo la sensación de habérselo contado a mamá, pero si lo dije no me creyó; seguí yendo todas las tardes hasta que nos mudamos a otro pueblo. Parece que este es un recuerdo de los que se quedan hasta que aprendas, como la memoria de alguna muerte, o de los que solo existen porque se recuerdan en cada muerte que llega.
. ..Miro por la ventana, este es mi hueco ahora: hace un mes que todo el universo se reduce a lo que veo a través de ella. Los muebles de ayer son ahora las tejas de las casas vecinas, pero esta vez no hay nadie que venga por mí.
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Lo que habita tu casa es más animal que humano. Primitivo. No lo ves, pero lo sientes en el cuerpo y en todo lo que te rodea. El olor es presencia, el ruido es presencia. Te expulsa y arrincona en los márgenes de la casa, no te deja salir. Ya son treinta días de encierro y anoche terminaste durmiendo sobre un colchón en el suelo del living. Ya no sabes cómo habitar, estás rodeada de tus cosas y sin embargo sientes que nada te pertenece. Acomodarse en lo ajeno es volver dos veces a la oscuridad. Hace rato que cerraste las ventanas, pero sigue haciendo frío y no sabes por dónde entra. Te ovillas, intentas dormir, pero no puedes. La noche es más noche y lo único que hay es este fuego.
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Desde que este encierro empezó, el único movimiento que percibo es el de los vecinos. Tienen una ventana grande, pero está cubierta por tres árboles sin hojas. Solo veo sombras que van y vienen entre las ramas. Algunos días creo haber visto tres siluetas diferentes y otros días juego a creer que es la misma persona mutando como un espejismo en el desierto. Y es que esto podría ser el desierto o lo más parecido a un territorio desconocido.
. ..Esta madrugada me asomé por la ventana para fumar un cigarrillo y una de esas siluetas salió de su casa. Era un hombre alto, demasiado delgado, canoso pero ágil en sus movimientos, tanto así que me sorprendió lo rápido que se acomodó en las rejas de la entrada. Hice ruido con el encendedor, levantó la cabeza y me vio. No nos saludamos ni hablamos en todo lo que duró el cigarrillo. Lo único que necesitábamos era una luz titilando al otro lado de la calle, como cuando es de madrugada y miras por la ventana solo para darte cuenta del insomnio de otros, entonando la misma espera.
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Necesitas los platos limpios, pero no puedes lavarlos. Todo lo que buscas está sucio o agotado, todo lo que no haces se ríe de ti. Necesitas ganarle al cansancio, a la cama con la que luchas más de diez horas al día, a no querer bañarte, a huirle al contacto con el propio cuerpo. Tienes miedo a desvestirte, a perder el poco calor que te queda. De mirarte al espejo y no reconocerte. No quieres lavar las sábanas ni el pijama, aunque sientas la pesadez en la tela. No quieres quedarte sin el olor a sudor que se desprende cuando duermes, olor a cuerpo, a piel muerta y fragmentada, a la grasa que se acumula. Olor a todo junto, a lo que no quieres que se te escape.
. ..Sabes que tienes que dejar de recargar compulsivamente la taza de té, que tienes que dejar de angustiarte cada vez que se acaba el agua. No morderte la boca, no comerte las uñas, no tronarte los dedos, dejar de levantarte de la silla para volverte a sentar. Vencer la ansiedad. Sabes que debes meterte de una vez en el vacío, dejar de sondearlo. Enfrentarte a lo inacabado, no tener miedo a quedarte. ¿Sabes por qué dejas siempre un poco de agua en la taza? Porque eso es lo que quieres ver cada vez que te asomas a la montaña de platos sucios: el resto, el vestigio presente y flotante, lo que permanece ahí para recordarte que nada se acaba si no quieres.
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Ovillada en el colchón, miro la puerta de entrada. Distingo un recuerdo que traje de las vacaciones con mamá en Santa Marta. Es un morral muy pequeño, tejido por una abuelita, en el que guardo las llaves. Lo compramos el primer día de aquellas vacaciones, durante el paseo por el malecón. Llegamos al hotel un lunes por la tarde, dejamos las cosas en la habitación y salimos a caminar enseguida. Era tarde, faltaba poco para el ocaso, pero fuimos igual. Como todo lo veíamos irse lento empezamos a caminar despacio, arrastrando las sandalias, deseando detener el tiempo en ese anaranjado.
. ..El sonido de la música se hacía cada vez más presente y, al rato, los vimos. Un grupo de hombres sentados en sillas de plástico, a la sombra de unas palmeras gigantes. La voz del que cantaba se oía limpia, entera. El hombre abría el pecho inclinándose hacia atrás mientras la piel morena alardeaba sin camiseta. A su alrededor, varias botellas de cerveza. Un cajón más allá y una pareja joven bailando apretados, marcando el ritmo. El otro día, cuando me asomé por la ventana, vi pasar a una pareja igual. Jugaban a empujarse, pero recordé este momento y me imaginé que bailaban. La calle se transformó en malecón, los vi multiplicarse como si fuesen miles de parejas bailarinas y pensé en que yo también quisiera desdoblarme, ser muchas mujeres desparramadas por todos lados, como las chispas de fuego que saltan desde las brasas.
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Si pudieras poner en un plato las tres o cuatro cucharadas de comida que probaste, no harían ni siquiera una porción. Sería apenas un cuarto, un pedacito, una probada de lo que no se desea, un compromiso. Si entonces juntaras todo lo que comiste en el día, seguramente armarías un puñado de comida. Una bola de algo que deberías llevar encima, lo que el doctor llama “la porción permitida”. ¿Sabes que comes tocándote la panza? Con la mano abierta acariciando, dibujando círculos en el gesto de suavizar, de abrir, de permitir algo. La mano abierta que también es puño cerrado transformándose de repente en tu estómago, tu pequeño y diminuto estómago que se dilata apenas para recibir una, dos, tres cucharadas. ¿Sabes que hay gente capaz de meterse el propio puño en la boca? Mientras tanto, la porción que niegas te mira desde afuera, tan lejos de ti. Un plato colmado, justo en frente, universo de posibilidades. Nada. ¿Sabes que tu corazón tiene el tamaño de tu puño cerrado? Tu estómago latiendo debajo de la piel delgada, traslúcida, casi transparente. Y tu corazón, pájaro feto sin plumas, latiendo apretado mientras tragas, en movimiento de contracción.
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Sueño que es de noche y camino desnuda por el campo. Avanzo sin miedo, no miro por donde voy, el humo y la luz me atraen. Hay un rancho y, al fondo, una fogata encendida. Me acerco, tres mujeres custodian el fuego, también están desnudas. Lo primero que veo es la espalda de una anciana. Tiene el pelo canoso y el cuerpo encorvado. Atiza el fuego, las manos curtidas. Se mueve muy despacio, se le siente el cansancio. Su delgadez le muerde los músculos, los huesos. La piel morena de los pechos cae en pliegues delgados y secos. Al lado hay una niña con pechos que apenas despuntan, pezones que se desentienden del torso. Ovillada, sostiene sus piernas y busca conservarse atenta, pero el agotamiento la hace cabecear. Su piel está llena de barro y arañones, como si hubiese andado y andado, las costras le brillan a la luz del fuego. Mira fijamente la olla que vibra al compás del hervor. Y hay una mujer sentada en un tronco, la miro y pienso que podría ser mi madre. Los pechos caen con la nostalgia de haberse sabido llenos, las manos sueltas sobre panza flácida, atravesada por estrías, custodian una cicatriz que atraviesa el vientre. Entro y me siento al lado de la madre, frente a la niña y la abuela. Hay un olor fuerte que no viene del fuego. Es una mezcla del pelo grasoso que nos cae pesado sobre las caras y los hombros, el amontonamiento del sudor entre los vellos largos y desmedidos, las uñas llenas de tierra, mordidas y desprolijas, los pies que sangran y arden como si hubiésemos caminado durante días. La olla hierve, pero ninguna se acerca a servir. Las cuatro rodeamos la hoguera, la lumbre nos ilumina el hambre, el sueño. Me levanto, me acerco a la olla, tomo un cuenco y destapo para servir. Soplo y pruebo. Es agua hervida. No tiene gusto a nada. La noche es más noche y lo único que hay es este fuego. Levantan la cabeza, están atentas, me han observado desde que notaron que aún tengo la fuerza para acercarme a servir. Vaya a saber desde cuándo vienen esperando, desde cuándo nada hierve dentro. Quiero alimentarlas. Agarro un cuchillo y me corto pedazos. No de lo que me sobra sino de lo que necesito, hasta llegar a lo que me hace falta. Los arrojo en la olla mientras pienso en qué gusto tendrá mi hambre.
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¿Te acuerdas de la última vez que se acercó para abrazarte? Te tocó las costillas y te dijo que te sentía más delgada, enseguida se arrepintió porque le dijiste sí, estoy triste y te alejaste, ¿te acuerdas de su mirada? Esa mezcla entre extrañeza y susto, no quieres decir compasión. Déjame, le hubieses dicho, pero no dijiste nada y se acercó a querer tocarte otra vez. Igual que ahora, la ropa no te apretaba. Su mano enganchó la tela. Tironeaba. Un gesto torpe, equivocado ¿Te acuerdas de cómo te miraba? Por fin, le agarraste la muñeca y le corriste la mano, sin dejar de mirarla a los ojos. Extendiste el brazo recto, marcando la distancia. Querías que sintiera la firmeza del que sujeta sin presión, como quien corrige el error a una niña.
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Cuando vivíamos juntas, ella salía temprano a comprar todo lo que necesitaba para cocinar. Al llegar, limpiaba cada elemento con un cuidado excesivo. En una fuente con agua y vinagre blanco, dejaba en remojo la verdura mientras deshuesaba el pollo. Nunca dejó que el carnicero se lo entregara deshuesado, siempre prefirió hacerlo ella misma, con sus propias manos: desprendía la piel de la carne, pasando muy suave el cuchillo, trozaba las piezas apoyando el filo en la articulación y, con un golpe seco, dejaba caer su peso sobre el mango. Separaba el hueso de la carne con movimientos meticulosos, sin dejar que nada se desperdicie. Al final, ponía los huesos y la piel en una bolsa y los guardaba en la heladera.
. ..Preparaba una mezcla con hierbas que cortaba de su propia huerta. Olía cada hoja, cada semilla, antes de machacarla en el mortero. Adobaba el pollo con la mano y lo dejaba reposando mientras sacaba las verduras del agua y las refregaba una por una, con una esponja que utilizaba especialmente para eso. Un poco de jabón neutro y después al chorro de agua limpia, para terminar sobre un trapo seco. Si era una verdura de hojas, cortaba las raíces o el tallo, separaba las hojas una por una, las lavaba y las secaba con servilletas de papel.
. ..Cuando terminaba solía acomodarse el pelo y suspirar, pero su cara nunca fue de cansancio. La mía sí. Siempre supe que lo disfrutaba. La última vez que fui a su casa quise llegar temprano, ver paso por paso para entender, para tratar de rastrear el origen del deseo, pero no lo encontré. Aún no lo encuentro. Tal vez esté en el huerto, en cultivar. Tal vez esté en el trozado. Ese día, después de todo el ritual, me miró satisfecha y me dijo que solo había que esperar. Nunca se apuró en cocinar y yo jamás sentí la urgencia de comer. Estaba a punto de decírselo, quería que habláramos, pero se fue y siguió con otra tarea pendiente. Miré las verduras, las gotas de agua caían hasta humedecer el trapo. La gravedad no espera. Ella no espera. El tiempo no espera. El deseo tampoco. Ese día quise que las cosas fueran diferentes. Quise que la comida estuviese lista, que la sirviera, que mirara el plato lleno de comida y que sintiera, por primera vez, que no puede. Quise que no existiera en ella ni la obligación ni el deseo, aunque la comida fuese la mejor y estuviese ahí, resplandeciente de calor. Que de repente volviéramos al día en que no pude comer ni un bocado y me violentó con preguntas absurdas, con insultos, cuando realmente creí que nunca lo entendería, y que, en vez de eso, esta vez se dejara caer conmigo. Que sintiera nacer de su ombligo un agujero muy pequeño, hasta abrirse como este amanecer que despunta. Que el dolor le hubiese viajado adentro tan rápido como chispas que saltan de las brasas, como estrellas fugaces, que hubiese tenido constelaciones enteras de miedo. Y que se hubiese animado a ver crecer el lazo, ese que podría habernos unido más que nunca.
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Abres la mano y la apoyas sobre un plato vacío. La palma en el centro y los dedos que se estiran, custodiando que nada entre. El frío de la loza te alivia. Cierras la mano y ahora es puño sobre el plato, queda un poco más de margen. Te das cuenta de que no quieres que esté lleno, no quieres lo que trae estar llena. Miras a tu alrededor, estuviste todo el día sentada frente a esta ventana, jugando con un plato vacío. Te mudaste sola porque creíste que era lo mejor y porque ella creía que necesitabas todo esto, pero aún no sabes cuál es la medida exacta para saciar tu carencia.
Golpeas el plato, una, dos, tres veces. Algo se agrieta en el medio.
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Escucho ruidos y miro por el hueco de la ventana. Un niño de 5 años juega a la pelota en el patio de la casa de enfrente. La patea contra la pared y rebota inmediatamente hacia él. Me recuerdo a su edad, ya en preescolar. Vivíamos en otro pueblo, pero las cosas no habían cambiado. Siempre era la última en irme. Recuerdo la cara de fastidio de la secretaria, sentada en la oficina con la puerta abierta, llamando al trabajo de mi mamá, preguntando si alguien vendría por mí. Las porteras comenzaban a limpiar los salones y después los pisos. Yo esperaba sentada en un banco para no molestar, justo al lado de la puerta.
. ..El niño juega a la pelota y un hombre se acerca a pedirle algo de comer. El niño se asoma a la puerta de la casa y llama. Una mujer sale y, en un solo movimiento, empuja al niño dentro de la casa y cierra la puerta. Habla con el hombre y le dice que espere ahí, del otro lado de la reja. Entra en la casa, al rato sale con un paquete de arroz. Se lo entrega, el hombre se aleja y la mujer cierra la puerta. Me quedo esperando, pero el niño no vuelve a salir.
Las porteras apagaban las luces y cerraban una por una las puertas de los salones con llave. Eso me ponía nerviosa. Sabía que pronto todas se irían y que la secretaria se quedaría a solas conmigo, mirándome desde la oficina con esa cara que, ahora entiendo, era una mezcla entre enojo, cansancio y lástima. Intentaba concentrarme en otra cosa repasando las canciones nuevas que nos habían enseñado, mientras marcaba el ritmo con el vaivén de los zapatos: Sol solcito, caliéntame un poquito, por hoy por mañana, por toda la semana.
. ..Tal vez el niño esté ahora en su habitación, pateando su pelota contra la pared, contando las veces que rebota de nuevo hacia sus manos. Tal vez la mujer esté en la cocina, repasando las bolsas de arroz que hay en la alacena y haciendo el cálculo mental de las comidas que podrá preparar con ellas. Tal vez el hombre delgado y canoso esté en el baño, mirando la cajetilla de cigarrillos, contando cuántos le quedan para calcular cuántos debería fumarse hoy para que le rindan hasta el fin de semana.
. ..Recuerdo la luz que pasaba del anaranjado al rojo y se filtraba por la puerta de vidrio de la entrada, el ruido de las llaves, las luces apagándose y mi hartazgo. Mientras la secretaria hablaba por teléfono, abrí la puerta de la entrada y me fui. Ahora, la misma luz del sol enrojecido me enardece. Cae la tarde, el cielo de Bogotá se incendia y la ciudad arde como un cañaveral, ¿alguien tiene la culpa o es todo un gran accidente? Cierro los ojos, me agrando y achico tan rápido que ya no sé cuántos años tengo ni cuántos días mido. Corro el escritorio, abro la ventana de par en par, asomo la mitad del cuerpo, se siente como si te detuvieras a la orilla del aire, ¿a dónde volvemos cuando la luz nos atrae? El recuerdo del encierro otra vez, pero ya no tengo tres años. Ahora sí quepo por el hueco, ahora sí.
Lucía Vargas Caparroz. Buenos Aires, Argentina (1987). Licenciada en Letras por la Universidad de El Salvador. Ha publicado tres libros en Colombia, Argentina y España: Todo el tiempo nuevo (Tyrannus Melancholicus Taller, 2016), Por ser del Sur (Pensamientos Imperfectos Editorial, 2019) y Lo que tarda algo en irse (2021 y 2022, coedición de Tanta Ceniza Editora y Valparaíso Ediciones). Actualmente vive en Bogotá, es docente, promotora de lectura y colabora con la revista El Malpensante.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de una obra del artista español © Juan Carlos Mestre