Marco Antonio Campos
Iannis Ritsos nació en la isla de Monemvasía, Grecia, en 1909. A menudo el primer contacto que suele tener un extranjero con la poesía de Ritsos es a través de la bellísima música de Mikis Theodorakis: una primera vía que conduce a una revelación. Así entramos a la lectura de «Epitafio», «Romiossini» y «Canciones de la patria amarga» y pasamos luego a poemas conmovedores o dramáticos como «La canción de mi hermana», «Sonata de la primavera», «Carta a Joliot Curie», «Sonata claro de luna» y tantos y maravillosos poemas breves.
…..Como Edgar Lee Masters, Cesare Pavese o Pablo Neruda, Ritsos buscó con alguna frecuencia que los otros hablaran en su poesía y que el yo fuera un múltiple nosotros. En su amplísima obra (abarca aproximadamente cien libros de poesía) conviven diversas medidas, tonos, cadencias, temas, intenciones. Muchas veces, a causa de las persecuciones y las cárceles, Ritsos debió escribir, para decirlo con un verso suyo, «con la bayoneta en el costado».
…..Leer a Palamás, a Kazantzakis, a Cavafis, a Seferis, a Elytis, y claro, a Ritsos, trae un resultado enriquecedor: no pueden verse la vida y la poesía del mismo modo. Esta poesía, como la misma Grecia, tienen en sí el milagro de ser jóvenes y eternas. La lírica conjunta vívidamente historia y vida cotidiana. Cada cosa en Grecia es de una posibilidad artística infinita.
…..A Ritsos le concedieron el premio Lenin en 1977. Fue varias veces candidato al Premio Nobel. Murió en 1990. La entrevista fue hecha en su casa de la isla de Samos en el verano de 1989. Debo al entonces embajador de México, el poeta Hugo Gutiérrez Vega, la concertación para realizarla.
…..La entrevista salió publicada, por primera vez, en Literatura en voz alta, UNAM, col. Cultura Universitaria, pp. 161-173, México, 1996.
—¿Qué podría decirnos de su más lejana infancia y de su encuentro con la poesía?
—Mi más lejana infancia fue tan dichosa que no me es posible analizarla. Hay fantasías, sueños, deseos, nostalgias. Todo el mundo está encerrado en un pequeño círculo, y a causa de esta cerrazón, hay una intensidad poderosa. Mi familia era muy rica. Teníamos grandes posibilidades. Estudiaba música, sabía leer francés, comencé a aprender alemán (idioma que olvidé a causa del rechazo que me produjo la ocupación en la última gran guerra). Después la familia perdió todo. Se perdió también mi madre, y a los tres meses, murió un hermano mayor. A los 16 años padecía una tuberculosis. Pasé años difíciles en sanatorios. A causa de eso conocí desde temprano una honda experiencia de la vida y de la muerte, pero al mismo tiempo tuve la ocasión de liberarme de preocupaciones inútiles. La enfermedad me dio una enseñanza de absoluto: estaba conmigo mismo y al mismo tiempo estaba fuera y dentro de todos. Comprendí a profundidad lo que es la soledad y la comunión. A pesar del contacto numeroso con todos, uno guarda su soledad sagrada, y a través de esta soledad personal, puede encontrarse con la soledad de otros, lo cual representa una comunicación más profunda con el mundo. Mientras los demás se preocupaban por la carrera, el amor, el éxito o la fama, mi lucha era con la muerte a cada instante. Me repetía: Hay que vivir, hay que vivir. Todo esto lo afronté en mi primera juventud. Encontré abrigo en la poesía. Busqué todo en la poesía y recibí todo de ella. Por eso mi obra es tan amplia.
—¿Cómo era el paisaje griego en esa clara infancia?
—Yo nací en una isla: Monemvasía. Es una isla rocosa, dura, severa. Su fundamento: Las rocas sobre las rocas. Ha sido mi abrigo de piedra con el cual me he vestido por el mundo. En ella había a la vez la estabilidad, la inmensidad y la fluidez del mar: firmeza e infinito. En mi pequeña infancia viví en el primer día de la creación.
En Monemvasía comunicación es múltiple en la vida diaria: todos se conocen y se tratan: pobres y ricos, pescadores y dueños de la tierra. No hay división de clases. Por eso las relaciones humanas son tan hondas. Los niños de familias ricas de la ciudad no tienen ocasión de conquistar esta sensación de la unidad del mundo.
—¿Es distinta la visión del mundo de un griego de la isla a la de un griego del continente?
—No podría compararlos ni confrontarlos. Podría ejemplificar con mi experiencia. Como enfermo viví también en la montaña, y hallé la belleza. Mire, Marco Antonio: no hay cosas bellas ni feas; la belleza está en la vida y la encuentra en todas partes. Hay sol y mar y bosques y mariposas y pájaros y flores. Se necesita ser ciego para no verlo. El deber del poeta es mostrar y destacar el valor de la vida para hallarnos en algún instante de nuestra existencia, y decir «Valió la pena haber vivido». Dar al lector esta sensación y este sentimiento de que la vida vale la pena y debe vivirse. El poeta debe descubrir cosas insólitas y ocultas de los hechos del mundo e iluminarlos en sus versos: Eso es bello… Eso es bello… Una antología de belleza. En el amor hay instantes llenos de maravilla y de exaltación, pero también difíciles y oscuros. Cuando el amor pasa la gente recuerda los malos, pero no los bellos momentos. El poeta debe recuperar lo bello. Pasé numerosas noches de mi vida en prisión, o torturado, o exiliado, y creo todavía que la vida es hermosa.
—¿Cómo eran sus padres, Ritsos?
—Mi padre fue un hombre rico. Era un hombre de hierro, arrogante, duro. En cambio, mi madre era extremadamente sensible, muy culta y llena de amor hacia todo. Su relación con todos, con pobres y humillados, era de igual a igual. Desde nuestra pequeña infancia aprendimos a ir a la búsqueda de esta perfección y amar a los expulsados de la tierra. En 1917, cuando estalló la Revolución de Octubre, mi madre dijo: «Los bolcheviques van a dar una solución justa a los problemas de la humanidad». Y mi aprendizaje de justicia y humanidad continuó, sobre todo en los sanatorios.
—¿Y su hermana? Hay en sus piezas líricas instantes dramáticos recordándola.
—Estábamos muy unidos. Era un año mayor que yo. Habíamos hecho juntos los estudios de primaria, secundaria y preparatoria. Por desgracia, sufrió un schock, enloqueció y la encerraron en una clínica psiquiátrica. En 1937 escribí «La canción de mi hermana».
Después enloqueció mi padre. Fue una gran tragedia ver a dos personas tan amadas y próximas casi perdidas. Reconocí en su grito todos los dramas de la vida, y al mismo tiempo, esta infinidad de sentimientos que contiene cada persona. Reaccioné ante este hecho doloroso con horror y admiración. Por eso a veces pienso y escribo desde la dimensión del deslumbramiento.
—«La sinfonía de la primavera» está llena de perfiles nobles.
—«La sinfonía de la primavera» fue una gran respiración, porque nació de un tocamiento profundo del amor. El amor es la mayor justificación de la vida. No puedo imaginar una vida sin amor.
—De alguna forma Henry Miller decía que Grecia aventajaba a los demás países occidentales. Decir Grecia no necesita justificación o explicación como cuando hablamos en un poema de los mitos o leyendas de México o el Perú o Escandinavia. Es una tradición compartida por todo occidente. De alguna forma historia, arte y mito griegos son también íntimamente nuestros. Citamos en poesía rápido a poetas como Góngora o Rubén Darío. ¿Qué es Grecia para usted?
—Desde la antigüedad el espíritu griego es el humanismo. Es la filosofía de Sócrates, de Platón, de Aristóteles, de Plotino… Piense en Homero y los grandes trágicos: el modelo no es la nación sino la humanidad. ¿Acaso Esquilo no escribió Los persas utilizando el punto de vista de Darío? Lo que hay de humanidad en occidente es el carácter griego. No en balde la mitología de los antiguos griegos mostraba la divinidad del mundo; no en balde aún hoy hay una correspondencia entre la poesía griega y el mundo.
—¿Usted cree que el humanismo sea el signo de nuestro siglo? Pienso más bien lo contrario. La política misma la dominan los tecnócratas.
—Creo que progresamos hacia el porvenir reconquistando el pasado y teniendo el presente como centro. El futurismo apostaba por el porvenir; hoy decimos: todo para todos. Todo por toda la historia y no sólo la historia griega. Debemos tener conciencia sin tregua del pasado y del presente para ensanchar las tierras del porvenir. Nosotros, los mortales, somos parte de la inmortalidad y luchamos por la inmortalidad de cada uno de nosotros. No es gratuita esta alegría que ganamos cantando para que algo quede de lo que pasa y se pierde. Los hombres suelen ser desdichados; démosles un poco de gozo, de salidas y de perspectivas. Se debe luchar para que triunfen el amor de un hombre y de una mujer, la voluptuosidad, el deleite, la amistad, las cosas sencillas…
—¿Y cuál es el paisaje griego que prefiere?
—Todos. Amo el mar ante todo, pero amo la montaña, el bosque, los animales, los pájaros, las mariposas. Lo más pequeño y lo más grande. Familiarmente lo más grande es igual a lo más pequeño.
—Desde siempre me ha emocionado hasta hacer crecer el árbol del alma cómo el gran arte griego se hace con tan parvas materias. Pienso en Ictino y la arquitectura, en Fidias y la escultura, en Tucídides y la historia, en Sófocles y el teatro. Unas cuantas piezas escuetas y sencillas que hallan la luz y el equilibrio armónicos anhelan la eternidad.
—Hay gran cantidad de cosas pequeñas que dan una imagen de grandeza y maravilla. Un escabel o una silla, por ejemplo, tienen en sus pequeños detalles, una atmósfera grandiosa y familiar. Esta familiaridad, como un milagro cotidiano que pasa, es necesario detenerse a verla. Recuerdo ahora un pasaje de La madre, de Gorki: una persona visita el consultorio de un médico, se sienta y abre un libro que tiene múltiples imágenes de mariposas. Se admira profundamente y dice: «Todas estas cosas maravillosas pasaban delante de mis ojos, y no las veía». La función o tarea del poeta es abrirle los ojos a los otros para que vean el milagro diario del mundo.
—Usted, en un poema, «Mujeres», elogia también los hechos sencillos y grandes. Un homenaje a ellas y un elogio a la vida simple.
—Sí.
—¿Quiénes fueron sus influencias? ¿Maiacovski…?
—Escribí un ensayo sobre Maiacovski. Están allí mis ideas sobre él. Lo estimo como poeta, pero hay cosas que ya no acepto. Por ejemplo, no acepto un futurismo que desaparece la historia y hace que ésta comience con ellos. Vida e historia son una continuidad; es inaceptable tan desproporcionado egoísmo.
—¿Cuáles poetas fueron importantes en su formación?
—Mi vida misma y, por otro lado, toda la poesía. La medida de mi verso se la debo al mar. He aprendido mucho del mar y sigo aprendiendo de él. En el mar hallo múltiples cosas que corresponden a mis sentimientos. Y aprendo a diario del pueblo, el cual tiene un modo de expresarse que, por desdicha, sabios y cultos ignoran. Es necesario utilizar con precisión el verbo. Por ejemplo: un hombre de ciencia o de letras cuando empiezan a escribir y a describir un día, dicen: «Me desperté a las siete de la mañana. Abrí la ventana y vi el sol. Era un día hermoso. Vi a un vecino, lo saludé y conversé unos momentos con él». Allí el verbo es un verbo inmóvil. En cambio, una mujer del pueblo dice: «¡Oh, qué día! ¡Allí está mi vecina! ¿Cómo estás? ¿Qué haces?». Es un diálogo vivo. Todos los días aprendo del pueblo.
—Su fama, Ritsos, empezó con «Epitafio» (1936), que fue un acontecimiento político y lírico. Aun, el tirano Metaxás mandó quemar parte de la edición frente a la puerta de Adriano, en Atenas.
—En mayo de 1936 hubo una huelga de trabajadores en Tesalónica. Vi en un diario a una madre arrodillada ante el cuerpo inerte de su hijo.
En Grecia hay una tradición de poesía de lamentaciones donde las mujeres lloran e improvisan ante el muerto haciendo su elogio. Pensemos en los mani del Peloponeso. El contacto con la poesía popular y el hecho dramático de la muerte del joven en la calle me llevó a escribir el poema, el cual escribí en dos rápidos días y sus noches, sin comer ni dormir.
—¿Cuál fue la respuesta inmediata?
—En ese tiempo la circulación de libros era muy restringida. Por ejemplo, Kostis Palamás, el patriarca de nuestra poesía moderna, hacía tirajes de sus libros de 500 o 1000 ejemplares. De «Epitafio» se tiraron 10000 ejemplares. Editó el libro Rizopastis, el diario del Partido Comunista Griego. En dos meses quedaban sólo 200 libros. El dictador Metaxás recogió ese tiraje, el cual se quemó, en un acto puramente simbólico, frente a la puerta de Adriano.
—¿Y cómo reaccionó usted ante eso?
—Fue una historia; mi propia historia era la de los trabajadores huelguistas.
—En los inicios su poesía tendía más a un verso de amplia respiración…
—Del verso clásico he pasado al verso blanco y al libre. Prefiero más el libre, porque la poesía con él toma más un carácter internacional. La poesía clásica es difícil de ser traducida a otras lenguas. Ritmos, cadencias, rimas, no eran cosas decorativas en la lírica de edades antiguas, pero ahora un poeta se ha liberado de esa cadena y halla una expresión más directa e inmediata, y por ende, más traducible. Por eso el verso libre tiene una influencia más inmediata en otras naciones. Puede ser traducido sin mucha traición.
—¿Considera entonces que el verso más natural en usted es el libre?
—Sí, pero debo decirle que en periodos de dificultad política me he vuelto hacia las formas tradicionales que, en esas circunstancias, se vuelven progresistas. La lírica se convierte en un arma para denunciar los crímenes. En el lapso de la dictadura de los coroneles utilicé formas populares para escribir «Canciones para la patria amarga». Cuando la ocupación de Chipre escribí en dísticos rimados «Himno y lamentación por Chipre». Por demás, para un músico (pienso ahora en Theodorakis), es más fácil convertir en música las formas poéticas tradicionales. Él puso música a «Epitafio», a «Canciones para la patria amarga» (están dedicadas a él), a «Romiossini», que es creo, donde lo ha hecho mejor, uniendo poesía moderna y música popular. Es magnífica la integración.
—Yo creo que es esencial en poesía la música. Al revés ¿usted ha integrado música a su poesía?
—Las raíces de todas las artes son las mismas. La poesía contiene mucho de pintura (imagen), de música (ritmos), de escultura (la contemplación entera), de la arquitectura (la estructura del poema). De todas las artes existen elementos en la poesía. Cuando era niño hacía música y todavía hoy pinto. He aprendido de todas las artes.
—En Grecia la poesía kléftica (poesía popular) es una gran tradición a la vez secreta y abierta.
—Oía las canciones desde muy niño en las fiestas nacionales de voz de los campesinos. Antes de aprender las leyes de la poesía conocía muy bien el metro de quince sílabas, que es el metro característico de la poesía popular. Antes de saber lo que era un anapesto o un dactílico ritmaba en mis oídos ese sonido.
—Ya hemos tocado el tema político. A usted se le ha juzgado o visto a menudo como un poeta político.
—Mis relaciones con la política han sido a la vez muy próximas y muy lejanas. No soy político y no me habría gustado serlo, pero de un modo fatal estuve siempre presente en cada acontecimiento importante participando con toda mi esperanza y con todo mi espíritu. Pero no me gustaría por nada del mundo estar en el Parlamento.
—Usted ha sido un testigo importante de la política por más de cincuenta años.
—Representé un gran rol en mi vida y en mi poesía. Fue del todo natural. Si se representa ese rol en nuestra vida se representa también en nuestro arte.
—Usted ha vivido o padecido varias dictaduras. ¿Cuál fue la peor?
—Todas las dictaduras son crueles; depende de nosotros cómo enfrentarlas. En esos lapsos es importante no olvidar el amor, no rechazar que no podemos hacer nada. Podemos hacer algo aun cuando seamos esclavos. Podemos resistir. Recuerdo mis días en el campo de concentración durante la última dictadura. No podía expresarme. No tenía ni libros ni papel ni podía escribir cartas ni recibirlas. Los presos no podíamos comunicarnos entre nosotros. ¿Qué hice? Me puse a dibujar y a escribir sobre las piedras, pero no haciendo imágenes de tortura o de esclavitud; sólo cosas bellas. Pese a ser esclavo tenía la belleza, la esperanza y el amor. El cuerpo humano contiene toda la divinidad.
—En suma, ¿se considera o no un poeta político?
—No entiendo muy bien eso. No me explico por qué deban encasillarme. Me he sentido en mis ideas totalmente libre. No he permitido que se me diga: Ritsos, haz esto o di aquello. Siempre he hecho lo que creí conveniente. Mi necesidad ha correspondido a la necesidad de los demás. No doy órdenes ni acepto las de los otros. Cuando ha habido un hecho singular, como en el caso de «Epitafio», nunca se me dijo: Haz esto. Fue mi necesidad que en ese momento se correspondía con la de los otros. He escrito poemas políticos, pero era porque la circunstancia se me imponía.
—Usted fue estalinista. ¿Stalin se equivocó?
—No hablemos de eso.
—Me gustaría que me diera su opinión de algunos poetas griegos modernos que son menos o más reconocidos internacionalmente. Podríamos iniciar con Kostis Palamás.
—Me gustan de él muchas cosas. Para su tiempo fue un gran poeta, pero debe pensarse en su tiempo. Era el movimiento romántico. Víctor Hugo era el dios de los poetas y Friedrich Nietzsche le abría las venas al mundo. Había esas influencias y flotaba una atmósfera singular. Palamás me enseñó mucho. Escribió poemas épicos y líricos notables. Sé de memoria muchos poemas suyos. Fue un Goethe helénico.
—¿Y Ángel Sikelianós?
—Grandilocuente, pero también un gran poeta. El contacto con la naturaleza no es usual encontrarlo como en él en la poesía moderna mundial. Una poesía llena de sensaciones. Cuando describía la forma de mirar de un león, sólo él podía hacerla de una manera tan asombrosa. Por desdicha, en la última época se perdió por completo. Sí, lo conocí. Era arrogante, gallardo, posaba como un dios, pero era físicamente natural en él. Se sentía como en un trono. Ego, Ego, yo, yo, yo. Un gran personaje, él, Sikelianós, Ángel Sikelianós.
—¿Y Nikos Kazantzakis?
—Más como novelista y pensador que como poeta. Era un espíritu angustiado e inquieto pero su poesía no es de vuelo. No dejó ninguna influencia en la poesía griega. Ninguna. Lo que dejó gran huella fueron su actitud y conducta ascéticas pero más en el exterior que en Grecia. Aquí no dejó sello. En su poesía Kazantzakis utilizó el metro de quince sílabas y el hexámetro dactílico y los puso en yambos. Eso es algo artificial en la técnica y no corresponde a la respiración del verso griego. Pero me gustan sus novelas, sobre Todo Zorba y Cristo de nuevo crucificado. No lo conocí personalmente, pero tenía fama de ser educado y fino. Si se le enviaba un libro, así fuera el más insignificante poeta, contestaba al menos cinco o seis palabras.
—¿Y Cavafis?
—Fue un hombre muy alejado de todos. Leyó ante todo a los ingleses. Conoció el idioma inglés desde muy niño. Utilizó, según su propia necesidad de expresión, la katarévusa (la lengua culta) y la demotihi (la lengua común). Por esto y por su homosexualismo, su poesía, al principio, fue marginada. Sin embargo, poco a poco, y quizá debido a su propio homosexualismo, se despertó el interés. Se fue descubriendo que su poesía era muy profunda y en la cual él había dado dimensiones universales a su drama personal. Cavafis ha influido profundamente en la poesía griega moderna: no exterior, sino interiormente.
—¿Y Iorgos Seferis?
—Era un espíritu muy agudo. En sus comienzos recibió la influencia de la poesía pura que venía de Francia: de Mallarmé y de Valéry. Sin embargo, su posterior encuentro y comunicación con la poesía inglesa, y en especial con la obra de T.S. Eliot, a quien vertió magníficamente al griego y de quien escribió varios ensayos, dio a nuestra poesía un carácter que se apoyaba a la vez en la tradición y en la modernidad. Sus ensayos sobre Eliot o sobre poetas griegos muestran un gran espíritu crítico. Su poesía es exacta. No acepta ni lo superficial ni lo exuberante ni lo grandioso. Tiende a la mesura. No conocí nunca personalmente a Seferis.
—¿Y Odisseas Elytis, cuya poesía parece hecha de aire, de sol y mar?
—Lo influyó el surrealismo francés, sobre todo Paul Éluard, con quien tuvo mayores afinidades. Pero en su poesía conviven las sensaciones y los sentimientos griegos: algo brillante, de una adolescencia deslumbrada por los milagros continuos de la naturaleza. En sus inicios escribió breves poemas líricos extraordinarios. En los años de la ocupación compuso su famoso poema To axion estí (Es digno), donde empezó a interesarse en las cosas sociales. Su lenguaje es rico, y por eso, difícil de traducir. Pierde mucho en la traducción. Equilibra muy bien, como Cavafis, la katarévusa y la demotikí. De sus libros prefiero Fotodendro (El árbol de la luz).
……Contra su fama de orgulloso, Elytis es un hombre muy sencillo y modesto. Está ahora muy enfermo. Él es del 1911 y yo de 1909. Y yo también me siento ahora muy enfermo y muy viejo.
—Hablando de otros poetas, con quienes tiene coincidencias ideológicas y que aparecen en versos suyos, ¿fue usted amigo de Pablo Neruda?
—No lo conocí nunca, y fue una lástima. Le dediqué un amplio poema, que por fortuna llegó a sus manos. Hubo un congreso en Londres hace tiempo, creo que por 1967, y los dos fuimos invitados. Eran los años de la dictadura de los coroneles y se me prohibió viajar. Neruda dijo que había hecho ese viaje sólo por conocerme. Cuando recibió el premio Nobel en 1971 declaró que había un poeta que merecía más el premio que él: Iannis Ritsos. Antes me había escrito y dedicado sus libros, pero yo nunca contesto cartas. A quien sí vi muchas veces fue al turco Nazim Hikmet. Aun alguna vez dimos juntos una entrevista para la revista Cultura, de Praga.
—¿Y el francés Louis Aragon?
—Fue para mí un gran amigo, un verdadero hermano, y le estoy muy reconocido. Él escribió mucho sobre mí y dijo alguna vez que el mayor poeta del mundo era Iannis Ritsos. Redactó también el prólogo para una edición bilingüe en Gallimard. En alguna línea dijo que cuando leía «Sonata claro de luna», sentía el golpe violento del genio.
……Aragon viajó por mí cuando recibí el premio Lenin. Él se había distanciado de los soviéticos en 1968 a causa de la invasión a Checoslovaquia. Era miembro del comité del premio Lenin, pero no había formado parte de él en diez años. Viajamos juntos a Moscú y allí insistió que debía otorgárseme el premio Nobel.
—Usted escribió, en su última estación poética, un libro inolvidable: Testimonios. Por más de cincuenta años usted ha escrito poesía y ha testimoniado al mundo. ¿Cómo ve en conjunto su obra poética?
— Testimonios es tal vez el título más conveniente para mi poesía, porque toda ella es un testimonio del pasado, del presente y del porvenir. Existe una relación entre estas tres dimensiones. Pero asimismo escribí un libro que se llama Cuarta dimensión, el cual es para mí el más singular de mis libros. Un monólogo teatral con los temas de los mitos de la antigua Grecia.
—Allí están Perséfone, Orestes, Ayax, Agamemnón, Crisótemis…. Usted, me parece, ha preferido del pasado griego el periodo homérico y el periodo bizantino.
—Que en pequeños detalles dan toda la hondura de la leyenda.
—¿Y qué le dio Homero?
—Ahhhhh, Homero… En Homero está la raíz de todo. ¿Cuánto de mí no viene de la fuente homérica? Pero el personaje que utilizo es el personaje entero. Hay algo inmutable e incambiable en toda época histórica. Se dan cambios en la sociedad, en la naturaleza y en la técnica, pero hay cosas que permanecen y duran. En todas las razas y a través de todos los tiempos hay las mismas preocupaciones centrales, por eso puede darse bellamente la atracción entre las razas: un negro y una blanca, un asiático y una latina.
—¿Conoce algo de poesía latinoamericana?
—Desdichadamente muy poco, pero lo que leí me interesó vivamente.
—¿Y de México en especial?
—Nadie. Y es una lástima por su gran tradición histórica y cultural. Estuve en Cuba en 1962, pero había tal calor que no podía respirar. Estuve un mes. Me dijeron que en México había más calor que en Cuba.
—Lo engañaron. Hay una gran variedad de climas y depende de la zona y de la estación.
—Es posible pero ahora ya es tarde. Sólo me queda un viaje, que será en el navío de la muerte.
—¿Está satisfecho con su vida?
—Sí, he sufrido mucho, aprendí mucho, encontré muchas cosas.
—Recuerdo un poema de usted, Ritsos, «Heracles y nosotros», el cual no es sólo una experiencia de los campos de concentración por los que pasó (Makrónissos, Jaros, Leros), sino una metáfora útil de la vida.
—(Lo recita): «Nuestro único documento son tres palabras: /Makrónissos, Jaros y Leros./ Y si encuentran torpes nuestros versos,/ recuerden que han sido escritos/ bajo los ojos del vigía y con la bayoneta en nuestro costado».
Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949) es poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996), Viernes en Jerusalén (2005), Dime dónde, en qué país (2010) y De lo poco de vida (2016). Es autor de un libro de piezas breves (El señor Mozart y un tren de brevedades) y uno de aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía, entre otros, de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, Antonin Artaud, Blaise Cendrars, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese, Emilio Coco, Georg Trakl, Carlos Drummond de Andrade y Nuno Júdice, y en colaboración con Stefaan van den Bremt, a los poetas belgas Miriam van hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, al francés, al alemán, al italiano, al neerlandés y al rumano. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992), Nezahualcóyotl (2005), Nacional de Letras Sinaloa (2013), el Iberoamericano Ramón López Velarde (2010), y en España el Premio Casa de América (2005), el Premio del Tren Antonio Machado (2008) y el Premio Ciudad de Melilla (2009). El Festival de Montreal le otorgó en 2014 el premio Lèvres Urbaines, en Quito, Ecuador, se le dio el Premio Festival de Poesía Paralelo Cero (2018) y en el Festival Internacional de Poesía de Bucarest el Premio Anton Pann (2019). Foto-autor: Pascual Borzelli.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia, a manera de homenaje, fue realizada a partir de la obra «Payaso en zancos» del artista © Fernando Botero