Entrevista inédita a Mario Benedetti
Por Inés Grimland
Presentamos por primera vez en un medio virtual esta entrevista al poeta uruguayo Mario Benedetti realizada por la actriz y narradora argentina Inés Grimland. En el libro de reportajes «Conversaciones con gente de palabra», Grimland nos hace partícipes de una charla amena e insólita con una de las grandes voces de la poesía hispanoamericana.
En un platillo de la balanza coloco mis odios; en el otro, mis amores.
Y he llegado a la conclusión de que las cicatrices enseñan; las caricias, también.
M. B.
La primera vez que llamé a Mario Benedetti, me atendió él mismo; me llamó la atención que no tuviera secretaria. Cuando le dije que quería hacerle una entrevista, me preguntó de qué quería hablar con él. Le dije que era Cuentacuentos y que me gustaría hablar con él precisamente de eso: de cuentos. Me dijo que estaba muy ocupado, que su mujer estaba muy enferma, que iba a verla todas las tardes y a la mañana trabajaba y que lo llamaban a cada rato por entrevistas. En todo caso –me dijo–, que lo llamara un poco más adelante.
Volví a llamarlo quince días después y quedamos citados para el 25 de agosto (2005) a las 10 de la mañana, en su casa de Montevideo. Llegué muy temprano a Montevideo y fui caminando hasta su casa para hacer tiempo. A las 10 en punto toqué el timbre y me atendió directamente. Su casa está amueblada con distinción, las paredes cubiertas de libros. Fue muy amable conmigo. Me preguntó algunas cosas de mi historia y luego le pedí que me hablara acerca del género que cultivábamos ambos desde diferentes perspectivas: el cuento.
Mario Benedetti: El cuento es un género muy particular, creo que de todos los que cultivo es el más difícil; me siento mucho más cómodo en la poesía. El cuento es todo un desafío, mucho más que la novela. En la novela, la historia puede decaer en algún momento. (En realidad, a veces beneficia a la narración que decaiga un poco el interés del lector, porque después viene esa cosa que lo conmueve; pero en el cuento no puede decaer). Si uno examina la obra de los grandes cuentistas, pienso en Chejov, Maupassant, Rulfo, Quiroga, ve que tiene que haber un rigor en todo el desarrollo del cuento y además son muy importantes los finales. En el cuento, el final es algo que exige un rigor muy especial. El final del cuento puede ser feliz o desgraciado, pero tiene que ser algo que emocione, que toque al lector.
Inés Grimland: ¿Cómo empezó tu interés por la literatura?
Hice la escuela primaria en un colegio alemán. Mi padre era químico y admiraba mucho a los alemanes en el aspecto científico. Un día, estando en sexto grado, ya terminando la escuela primaria, vine y le conté a mi padre que nos dijeron en la escuela que, a partir del día siguiente, cada vez que entraran los profesores teníamos que hacer el saludo que después supe era el saludo nazi. Mi padre me sacó inmediatamente de esa escuela porque admiraba a los alemanes por su ciencia y no por su ideología nazi. Pero el aprender alemán me hizo conocer un idioma que sigo hablando bastante bien. En el colegio alemán, estábamos separados en dos clases. La A era la de los niños que hablaban alemán en sus casas y la B era la de los niños que en su casa hablaban español. Era una guerra terrible entre la A y la B: nos agarrábamos a trompadas en los recreos. Yo era muy buen alumno: en mis tres últimos años de escuela, fui primer premio compartido con algún otro alumno, pero en conducta era un desastre. Siempre me ponían en penitencia en la puerta del despacho del director. Y en esa época, los maestros pegaban bastante. Imaginate, estoy hablando del año 1928,
¿En qué idioma empezaste a escribir?
Empecé escribiendo poemas en alemán. Los profesores no creían que los hubiera escrito yo. Tuvo que ir mi padre a la escuela y jurar que de verdad eran creación mía. El primer libro que publiqué era bastante malo: se llamaba «La víspera indeleble” y nunca lo volví a editar. Después, empecé a publicar cuentos.
¿En español o en alemán?
En alemán no publiqué nada. El primer libro que tuvo una cierta repercusión y consiguió lectores se llama «Montevideanos», que trata de personajes de clase media, igual que los de mi novela “La tregua». A mí me preocupaba mucho que en aquella época los padres aspiraran a que sus hijos fueran empleados públicos. Y era porque, si lo eran, tenían trabajos seguros, ya que para destituirlos, por lo menos en este país, tenían que funcionar las dos Cámaras; era un trabajo muy seguro. Y sólo podían destituirlos si habían matado a alguien o cometido un delito; si no, no podían sacarlos de su puesto. Para mí era muy preocupante que los uruguayos, especialmente los montevideanos ―porque yo a partir de los cuatro años viví en Montevideo― se fueran «mediocrizando» de esa manera.
¿Dónde naciste?
En Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó. Yo veía que el pueblo era apto para aprender cosas, pero se iba burocratizando con esa seguridad del empleo público, y entonces escribí pensando en eso.
Pero con esa idea no solo escribiste cuentos.
No, también escribí una novela llamada “El país de la cola de paja», en donde trato el mismo tema. Esas obras tuvieron mucha difusión, justamente por ese tema. La clase media existe en todos los países y con cualquier régimen, dictadura o democracia.
Sí y está bastante vapuleada últimamente, por lo menos en Argentina.
Sí y en muchos lugares: en los países europeos también. Se sentían comprendidos por lo que yo escribía.
Cuando vi la película «La tregua» pensé en eso: la tregua, una nueva oportunidad. En otra película, “Gracias por el fuego», recitaste en alemán.
El director de esa película, creo que fue Sergio Renán, vino a Montevideo a pedirme permiso para poner unos textos míos en su película y vio que yo estaba trabajando en una traducción: estaba traduciendo un poema de Rilke del alemán al español. Me preguntó: ¿Pero vos sabés alemán? Sí, le contesté, me eduqué en un colegio alemán. Y ahí se le ocurrió la idea de que en la película dijera un poema mío en alemán a una muchacha que no sabía alemán, para ver qué reacción podía tener, y así lo hice. Me costó aprenderlo de memoria. Nunca supe ningún texto mío de memoria, ni aun hoy puedo aprenderlos; el único texto que sé de memoria es uno de Antonio Machado, que son pocas líneas.
Parece medio loco recitar un poema de amor a una persona que no sabe ni que es un poema ni que es de amor; ni siquiera sabe lo que le está diciendo.
Sí, pero fue importante en la película. Primero aparecía yo con uniforme de militar alemán, tomando una bebida en la barra de un bar; después me levanto y me acerco a la muchacha y le digo el poema. Fue una experiencia interesante.
¿La ficción y la realidad se te mezclan?
En mi caso, la realidad tiene mucha importancia, pero la imaginación la cambia. Tengo una novela que se llama «La borra de café». Es el libro que tiene más cosas de la realidad, pero están cambiadas. El protagonista vive en veintidós barrios de Montevideo como viví yo mismo: mis padres se mudaban constantemente y, como mi padre era químico, mudábamos también el laboratorio; era terrible. En esa novela, donde el personaje se mudaba tanto como yo, también suceden cosas que a mí no me pasaron. El escritor cambia la realidad; se basa en ella, pero la transforma con la imaginación.
¿Alguna vez escribiste a partir de conceptos, como por ejemplo justicia, libertad, amor?
Sí, sobre todo en poesía y en canciones. Escribí muchas letras de canciones. En un libro que se llama «Versos para cantar», hay letras que cantaron cuarenta y cinco cantantes, entre ellos Joan Manuel Serrat, y acá, en Argentina, Nacha Guevara, con música de Favero. En esas letras interviene más lo que es uno mismo, su alma; sucede más eso en la poesía que en los cuentos: los cuentos son más imaginarios.
¿Las letras de las canciones fueron escritas antes o después de la música?
Un día me llamó Serrat por teléfono. Yo no lo conocía: él vivía en Barcelona y yo, en Madrid. Me dijo que había hecho una gira por varios países de Latinoamérica y en cada uno le habían regalado un ejemplar de mi libro «Inventario» y ya tenía como diez.
No le quedó más remedio que leerlo…
Así fue. Y me dijo que allí había un montón de temas de canciones, pero que así como estaban no se podían cantar. Había que transformarlas en letras de canción y ese fue un laburo terrible.
¿Y cómo se transforma una poesía en letra de canción?
Yo hice mucha poesía con verso libre, sin rima, sin una medida regular y, en las canciones, no pueden cantarse versos libres: la canción tiene que ser con rima y con una estructura bastante regular. Fue un trabajo muy difícil. Él le puso música y a ese trabajo lo llamamos «El sur también existe». La poesía es más personal que los géneros narrativos.
Les comenté a varios amigos que venía a Uruguay para hacerte una entrevista. Quedaron fascinados con eso. ¿Te das cuenta de lo que significás para mucha gente? ¿Qué se siente ser Mario Benedetti?
No sé, para mí ha sido todo un misterio. No tengo explicación. En mis comienzos, yo pensaba que los poetas, en Uruguay y en Argentina, escribían muy difícil, una poesía muy esotérica. A mí no me gustaba esa poesía; pensaba que así yo no podía escribir, que el lector no los entendía. Un día, estando en Buenos Aires en la plaza San Martín, ví una especie de mostrador donde vendían libros. Había uno de un autor que se llamaba Baldomero Fernández Moreno; me lo llevé e iba a leerlo siempre allí, a la plaza. Me sedujo porque era sencillo: era un poeta que se comprendía, un muy buen poeta. Nunca llegué a conocerlo, pero conocí a sus hijos, una mujer y dos varones. Fui muy amigo del hijo mayor, César, que murió en un accidente de carretera. Un día, hablando con él, le conté lo que había significado la poesía de su padre para mí y entonces me dijo que iba a pedirme un favor: a los pocos días, me trajo un montón de papeles; eran poemas que su padre había escrito, dedicados a dos mujeres que habían sido sus amantes, pero que no había querido publicar en vida de la que fuera su esposa, y le había pedido al hijo que los publicara cuando ambos estuvieran muertos. Yo hice una selección de esos poemas y los publiqué; fue muy difícil convencer a la hija. A ella le parecía que era traicionar a la madre, pero la convencí por la calidad de los poemas. Tuvieron bastante repercusión crítica.
Hay gente que cree que si está escrito «en difícil» es bueno.
Yo siempre traté de escribir en forma sencilla; no podría escribir de otra manera.
Un cuento tuyo, «Los pocillos», se cuenta mucho en Buenos Aires.
Se hicieron tres cortos con ese cuento, en España y en Buenos Aires. Es uno de mis mejores cuentos.
Escribiste mucho desde el exilio. Ahora estás de vuelta en Montevideo y con otro tipo de gobierno.
El mío fue un exilio obligado: si me quedaba iba preso o algo peor; me avisaron que me fuera en veinticuatro horas, porque si no «sonaba». Estuve en Argentina, Perú, Cuba y España. El exilio, cuando es obligado, es muy pesado, pero tengo bastante capacidad de adaptación y, en los lugares en los que estuve, hice amistad con gente que fue leal conmigo, tuve trabajo, pude vivir de lo que escribía. En el diario «El país» de Madrid ―no el de acá con el que no tengo buena relación― escribía una columna que se publicaba todos los días lunes y de eso vivía. En esa época mi mujer estaba bien.
Ella te acompañó siempre…
Estuvimos siempre juntos. Ahora está muy enferma. El exilio tiene un lado malo y uno bueno: uno siente nostalgia de su país, del cielo ―acá hay una Vía Láctea que en Europa no se ve―, del barrio, tantas cosas, pero, a su vez, uno aprende cosas. Aprende a comunicarse con la gente, cómo es el entorno social en cada país. Nada es en vano.
Y luego poder volver a tu país…
Sí, fue muy importante para mí. Primero pude volver a Buenos Aires y, en una segunda vuelta, pude entrar a Uruguay. Encontré una ciudad distinta a la que yo había dejado y yo también era distinto. Nos costó un poco cohesionarnos la ciudad y yo, pero de a poco fue mejorando. Ahora ya me siento bien aquí.
¿Cuántos fueron los años de exilio?
Diez o doce años.
¿Tuvieron hijos?
Queríamos tenerlos, pero no pudimos. Mi mujer quedó embarazada a los dos años de casados, pero perdió el chico. Estuvo muy grave. Después quedó bien y le dijeron que podría tener más hijos, pero no se dio, no por falta de voluntad, sino porque no vinieron.
Seguís escribiendo y publicando, ¿verdad?
Acabo de publicar un libro de poemas, «Adioses y bienvenidas». Y ahora estoy escribiendo un libro de prosas breves. Tengo unas sesenta; voy a publicarlo cuando tenga ochenta. Voy a hacer una purga. Cuando termino de escribir, reviso, y lo que está más flojo lo saco.
¿Corregís mucho?
Escribo a mano, todo menos los artículos periodísticos. Después los paso a computadora y allí corrijo.
¿Tenés algún ritual para sentarte a escribir? ¿Cuándo escribís?
Cuando me dejan…
Claro, cuando no te molestan con reportajes, por ejemplo…
Por ejemplo (se ríe).
Hay escritores que toman una copita, mate, fuman…
No tomo mate; tampoco fumo.
¿En serio? Con la costumbre del mate que tienen en Uruguay…
Mi padre tomaba muchísimo mate y además era esclavo del cigarrillo. Creo que por eso no fumo. A veces, me tomo un whiskicito pero con amigos, no para escribir. Hago una comida importante por día: el almuerzo. Ahí, tomo vino tinto. Me hace bien, es saludable.
A mí me encanta el blanco.
Pero el tinto es más saludable; en Italia toman tinto y contagiaron de ese gusto a todo el Mediterráneo. Ahí es donde hay menos cardíacos.
¿Qué es lo que más recordás de todo lo que escribiste?
Hay un libro, «El cumpleaños de Juan Ángel», que es una novela en verso, una cosa rara. Me costó mucho hacerla. La había empezado en prosa; había escrito unas cuarenta páginas y me di cuenta de que no funcionaba. Empecé a averiguar en mí mismo por qué y llegué a la conclusión de que el tema era poético y de que debería escribirlo en verso. Así lo hice y quedó bien. Tuvo muchísimas ediciones pero me trajo muchos disgustos.
¿Por qué?
Porque ese libro cuenta la historia de unos presos que hacen un túnel y se evaden de la cárcel; más o menos quince días después de la aparición del libro, se evadieron unos presos por un túnel y me dijeron que yo les había dado la idea, pero cuando yo lo escribí no se había escapado ningún preso. (Se ríe a carcajadas). Fue increíble. Mi abuela vivía justo al lado de la casa por donde se escaparon los presos, en Punta Carretas, en los fondos de una iglesia. Ella me decía que había una maquinita que funcionaba al lado: «Creo que están falsificando moneda. Vas a ver que se van a ir a París con plata falsa». Y no era eso, eran las máquinas con las que trabajaban en el túnel.
Así que fuiste el instigador…
Fue horrible. Yo pensé que era una cosa que tenía que ver solamente con mi imaginación y después me achacaron que yo les había dado la idea. Pero ése es un libro que me gusta mucho.
¿Alguna vez escuchaste a un narrador contando tus cuentos? ¿Qué sentís con respecto a eso?
Hay algunos que lo hacen muy bien, también recitando los poemas.
¿Te molesta que cuenten tus cuentos?
No, para nada, generalmente lo hacen mejor que yo.
Los narradores no contamos textualmente: adaptamos los textos; a veces, cambiamos alguna cosa.
No me gusta que cambien los textos. Por algo los escribí así. A veces, una palabra tiene un significado que recién aparece cuando se dice más adelante. Si me sacan la palabra o me la cambian, no tiene sentido lo que viene después.
¿Qué hay que tener para escribir ficción?
Imaginación y cierta capacidad para transformar la realidad. Entre los pocos cuentos que están basados totalmente en la realidad, hay uno en el que cuento algo que nos pasó a mi mujer y a mí en Estados Unidos. Fui allí una sola vez porque nunca más me dieron VISA. Un día, estábamos almorzando con dos parejas de amigos y todos tenían ganas de ver una obra de teatro que daban cerca del lugar en el que estábamos. Me ofrecí a comprar las entradas y fui al teatro. Me acerqué al boletero, le hablé en inglés y le dije: «Quiero seis entradas para la función». «No quedan más» ―me dijo―, «se agotaron». Me puse a mirar los afiches, las fotos. De pronto sonó el teléfono, él atendió y empezó a llorar diciendo: «¡No, no puede ser! ¡Qué horrible!». Me acerqué; me dio lástima el tipo. Le pregunté: «¿Qué le pasa? ¿Alguna mala noticia?» «Si será mala» ―me dijo―, «murió Margaret Sullavan; era una gran actriz». Yo me puse a llorar también; era mi actriz preferida. Estuvimos allí consolándonos mutuamente hasta que me dijo: «Mire, le voy a dar las seis entradas que me quedaban». Eso lo escribí tal cual sucedió. Pero vino tan hecho como cuento que no tuve que cambiar nada.
Había pasado más de una hora. Le agradecí a Mario el tiempo que me había dedicado. Cuando nos estábamos despidiendo, le pregunté por su mujer. Me contó que su esposa sufría del mal de Alzheimer, que era a él al único que reconocía y que iba a verla todas las tardes, porque si no ella se ponía muy triste. Me miró él también con ojos tristes y me dijo: «¿A vos te parece? Cincuenta y nueve años de casados y ahora nos pasa esto». Lo besé, me abrazó y me acompañó hasta el ascensor.
Me fui caminando nuevamente por la 18 de Julio. Había sol y estaba fresco. Yo estaba muy emocionada por el encuentro y pensaba que ojalá tuviera yo, a los 84 años, la lucidez y las ganas de seguir trabajando que tenía Mario Benedetti. Con sus ochenta libros traducidos a decenas de idiomas, es uno de los escritores latinoamericanos más difundidos y leídos en el mundo. Me quedé pensando cómo cerrar este reportaje y decidí que lo mejor sería hacerlo con un fragmento de uno de sus últimos libros.
«El porvenir de mi pasado»
Eso fui. Una suerte de botella echada al mar. Botella sin mensaje. Menos nada. Nada menos. O tal vez una primavera que avanzaba a destiempo. O un suplicante desde el Más Acá. Ateo de aburridos sermones y supuestos martirios.
…..Eso fui y muchas cosas más. Un niño que se prometía amaneceres con torres de sol. Y aunque el cielo viniera encapotado, seguía mirando hacia delante, hacia después, a renglón seguido. Eso fui, ya menos niño, esperando la cita reveladora, el parto de las nuevas imágenes, las flechas que transcurren y se pierden, más bien se borran en lo que vendrá. Luego la adolescencia convulsiva, burbuja de esperanzas, hiedra trepadora, que quisiera alcanzar la cresta y aún no puede, viento que nos lleva desnudos desde el suelo y quién sabe hasta (y hacia) dónde.
…..Eso fui. Trabajé como una mula, pero solamente allí, en eso que era presente y desapareció como un despegue, convirtiéndose mágicamente en huella. Aprendí definitivamente los colores, me adueñé del insomnio, lo llené de memoria y puse amor en cada parpadeo.
…..Eso fui en los umbrales del futuro, inventándolo todo, lustrando los deseos, creyendo que servían, y claro que servían, y me puse a soñar lo que se sueña cuando el olor a lluvia nos limpia la conciencia.
…..Eso fui, castigado y sin clemencia, laureado y sin excusas, de peor a mejor y viceversa. Desierto sin oasis. Albufera.
…..Y pensar que todo estaba allí, lo que vendría, lo que se negaba a concurrir, los angustiosos lapsos de la espera, el desengaño en cuotas, la alegría ficticia, el regocijo a prueba, lo que iba a ser verdad, la riqueza virtual de mi pretérito.
…..Resumiendo: el porvenir de mi pasado tiene mucho a gozar, a sufrir, a corregir, a mejorar, a olvidar, a descifrar, y sobre todo a guardarlo en el alma como reducto de última confianza.De «El porvenir de mi pasado»,
Santillana Ediciones Generales, Madrid, 2003.
Inés Grimland, en sus palabras: Soy cuentacuentos y actriz. Nací en Kurskalaoblatz, Ucrania, el 24 de enero. En brazos de mis padres atravesé Europa, periplo del que no recuerdo nada y desde Francia embarqué para la Argentina, arribando a Río de Janeiro desde donde llegué a Buenos Aires, donde obtuve la ciudadanía boliviana. Madre y esposa ejemplar (cualquier cosa que eso signifique), dediqué mi vida a cuidar con amor infinito a mi madre, esposo e hijas, mientras me ganaba el pan de cada día con el sudor de mi frente. Trabajé como costurera, vendedora, depiladora, cosmetóloga, cocinera, diseñadora de ropa para bebés y niños, fabricante de ropa de bebé, oficinista, secretaria, al tiempo que estudiaba diversas carreras. Me recibí de Psicóloga Social en el Instituto de Ciencias de la Información, Licenciada en Sociología en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Mediadora en la Facultad de Derecho luego de lo cual empecé a estudiar teatro y a tomar clases de narración oral con los más prestigiosos narradores argentinos y con cuanto narrador extranjero llegara a Buenos Aires. Estudié magia, murga, piano, comedia musical, gestión cultural, e Idish. A la temprana edad de 50 años y habiendo cumplido con todos los mandatos heredados de mis padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y demás deudos decidí que ya estaba en edad de merecer y opté por un cambio. Cambié de vivienda, de estado civil, de trabajo y de nacionalidad.
La composición que ilustra este post fue realizada a partir de una fotografía del artista EFE