Entrevista a Jairo Aníbal Niño
Por Inés Grimland
Presentamos por primera vez en un medio virtual esta entrevista al escritor colombiano Jairo Aníbal Niño realizada por la actriz y narradora argentina Inés Grimland. En el libro de reportajes «Conversaciones con gente de palabra», Grimland nos hace partícipes de una charla tierna y luminosa con una de las grandes voces de la literatura infantil latinoamericana.
Jairo Aníbal Niño vive en pleno centro de Bogotá. Por la ventana del living de su departamento se ve la montaña. La iglesia de Monserrate luce preciosa y blanca en la cima, en medio de una frondosa arboleda. La gente de la ciudad se guía siempre por la ubicación de las montañas, de oriente a occidente, de norte a sur. Me abre directamente Jairo, sonrisa y abrazo de cordial bienvenida.
Jairo Aníbal Niño: Recién me mudé. Todavía está todo sin arreglar. Yo vivo en el campo, en una finca, pero cada tanto vengo a la ciudad.
Nos sentamos, me ofrece té. Dos gatos se pasean con comodidad. Jairo tiene una mirada muy dulce y cálida y empieza a hablar. Parece que estuviera narrando un largo cuento:
…..La cultura humana empezó cuando alguien colocó sobre las brasas un trozo de carne, hace miles y miles de años; el anfitrión sirvió la carne por primera vez de una manera generosa, olvidando la codicia y la voracidad, como es generoso todo regalo de amor. Y Luego preguntó:
…..—¿Qué tal el asado?
…..Estupendo —le contestaron— . Y este hombre de las cavernas dijo:
…..Yo estaba seguro de que iba a ser así. Esta carne pertenecía a un caballo azul que cacé al otro lado de las montañas.
…..En ese momento uno de los invitados se puso de pie y dijo:
…..—Sí, los he visto: son azules y tienen alas.
…..Allí empezó la posibilidad de que el ser humano fuera eterno en la palabra.
…..La palabra es un milagro.
…..Hace miles de años, una abuelita lejanísima nuestra se encontró con un abuelito también lejanísimo. Los dos corrían rumbo a un bebedero, se daban codazos y se ponían zancadillas.
Cada uno quería llegar antes que el otro para ocupar un lugar de privilegio y beber más.
…..Corrían y corrían y llegaron los dos al mismo tiempo a la orilla del manantial. Pero algo muy raro pasó ese día en el planeta Tierra, porque el abuelo miró el lago y no vió reflejado allí su rostro como lo había visto siempre y la abuela no vió reflejada su cara sino la cara del abuelo. Y el abuelo metió las manos en el agua y sin poderlo evitar, le dio de beber a la abuela con sus manos. Y la abuela metió sus manos en el agua, hizo un hueco y se disponía a beber con ansiedad pero le dio de beber al abuelo. En ese instante, escucharon el rugido de un tigre y echaron a correr, porque eso habían hecho desde siempre. Pero la abuela cayó y quedó a merced del tigre y el abuelo siguió corriendo porque eso había hecho desde siempre. Pero algo raro estaba sucediendo ese día en el planeta, porque el abuelo, sin poderlo evitar, se detuvo, vió a la abuela a merced del tigre, se acercó a ella y le dio la mano para ayudarla a ponerse en pie. Por primera vez, una criatura ponía en peligro su vida para ayudar a otra. Corrieron los dos, llegaron a un sitio pedregoso y treparon. De pronto, el abuelo tropezó y cayó y la abuela, poniendo en peligro su propia vida, descendió y lo ayudó. El abuelo puso una mano sobre la de la abuela y sintió que algo quería salir de su garganta, pero no sabía qué era, porque hasta ese momento lo único que había salido eran alaridos y rugidos. Dejó que la fuerza extraña lo guiara, miró los ojos de la abuela y le dijo «te amo»; la fuerza que mueve el mundo es el amor.
…..Y entonces se descubrieron; él abrazó los hombros de la abuela y ella abrazó la cintura de él. Por eso hoy, cuando alguien se acerca a un ser humano de manera solidaria y amorosa, se miran en el brillo de las pupilas y allí verán al abuelito y a la abuelita que caminan tomados de la mano para siempre, en los espacios de la poesía.
Inés Grimland: aunque suene a lugar común: ¡cuántas guerras podrían evitarse con las palabras!…
Nos ha costado mucho trabajo abrir los senderos de las palabras, por eso la guerra. La guerra es la ausencia de palabras, el odio es ausencia de palabras. Por eso, en los conflictos se habla de conversación, es decir, que algo ocurre con la palabra, que es una especie de red que no solamente le pertenece a la especie humana. Los niños lo saben, pero muchas veces les quitan las alas desde pequeños, porque el sistema educativo es absolutamente abominable en todas partes del mundo. La palabra es de todo lo que vive.
¿Conocés entonces muchos idiomas?
Yo hablo con los perros, así que hablo «perruñol», hablo con los gatos por lo que conozco el «gatonglés». En mi casa de campo hablo con las vacas, por lo tanto se «vacañol». El que cuenta tiene que llenarse de toda esa vida. Los hombres y mujeres de la palabra son aquellos que toman muchas cosas, abren puertas sin saber qué puede pasar. A veces la vida se llena también de silencios bellísimos. Mi suegro era médico y tenía un amigo veterinario que también era médico; ojo con las nomenclaturas, los dos atendían animales. Siendo ya muy viejos, de más de noventa años, se sentaban en esos patios maravillosos de Cartagena debajo de un gran árbol. A veces se quedaban allí toda la tarde. Nadie les escuchaba emitir ni un solo sonido y, cuando se levantaban, se decían, «compadre, ¡qué tarde maravillosa!».
No estamos acostumbrados a disfrutar de los pequeños momentos, esos remansos en el medio de tanta vorágine. La vida simple y pura…
Siempre me he sentido nadando en contra de la corriente, porque reclamo el derecho a la felicidad; en este mundo, una persona feliz es una persona sospechosa. Yo empecé bien: nací en septiembre, lo que quiere decir que fui concebido y engendrado en diciembre, durante las fiestas del pueblo, así que mi mamá y mi papá se pegaron una divertida de Padre y Señor Nuestro. Yo nací en un pequeño pueblo. Mi padre tenía un almacén de telas, pero no era comerciante, quizás pintor. Él compraba piezas de tela con nombres muy bellos, damasco, oro. A veces le decían a mi padre: «Esa tela no se va a vender». «Ya se, — contestaba él — pero es tan bonita…». Los domingos, cuando la gente salía de la misa del pueblo, él sacaba las piezas de tela y las extendía sobre el césped del parque. Cuando la gente salía les decía: «Venga, toque el azul, acaricie el magenta, huela el malva».
…..Él cerraba el almacén a las 5 de la tarde, porque a esa hora llegaba el único autobús y muchas veces llegaban personas solas, desoladas. Él invitaba a cenar a casa a esas personas; todas las noches cenábamos con desconocidos, con poetas, locos, santas, putas, fugitivos. Todos nos regalaban sus palabras. Una mañana, —yo tenía 5 años—, llegué hasta la gran mesa de roble y sobre ella encontré dos libros forrados en cuero, preciosos. Eran ejemplares de «Las mil y una noches». Yo abrí el libro y empecé a leer. Nadie sabía quién había dejado esos libros. Años más tarde, supe que esos libros los había dejado Simbad el marino, allá en la mesa de Moniquirá, en su paso por Colombia.
…..El escritor no es una voz aislada, es un coro: él toma la palabra y se la devuelve a la gente.
Tus libros tienen esa mezcla de realidad y fantasía, una mirada diferente, llena de vida y alegría, como de celebración.
Como cuando se celebran los cumpleaños. Muchos dicen que, cuando se nace, se sale a la luz, como si la panza de la madre fuera la oscuridad. En los nueve meses anteriores, ¿no te pasó nada? Yo me acuerdo cómo era mi mamá desde adentro, porque las mamás por dentro son como el universo, como el cosmos. Como cuando en una noche de verano se abre una ventana y se ve un cielo azul lleno de estrellas; las mamás por dentro tienen estrellas, cometas, planetas, y cuando uno está adentro de la barriga de ella y de pronto se apoya en las patitas y mira hacia arriba, hacia las teticas de la madre, descubre la vía láctea. Todo empieza por ahí.
Hace poco leí «La alegría de querer». Me emocionó mucho.
Ese libro es mágico. Es un libro de poemas de amor para niños, pero está en manos de niños, jóvenes, adultos. Ese libro ha propiciado bodas, enamoramientos, reconciliaciones y niños que nacen de las bodas y, sobre todo, de las reconciliaciones. Hay un texto que se llama «La lección de música» y dice:
—Do, re, mi, fa, sol, la, si.
—¿Sí?
—¡Sí, mi, sol, sí!
Lo encuentro en muchas ciudades del mundo: en México, en Guatemala. Hace poco lo ví pintado en un puente gigantesco en Popayán, acá en Colombia. Claro que el nombre del autor no aparece por ningún lado y me encanta que no aparezca, porque eso quiere decir que es un texto de todos y nos pertenece a todos, porque el cuento, la poesía, es algo que no nos pueden quitar, ni siquiera quien pretende ser el dueño. Yo no soy dueño de nada. No soy dueño de mis gatos, por ejemplo. Ellos son mis amigos, estamos en pie de igualdad. No hay una relación de sometimiento.
¿Ni sometimiento, ni pactos, ni nada que haya que hacer por obligación?
Tengo la fortuna de que en mi casa toda la vida se congrega sin pactos. Cuando vamos con mi mujer al campo… bueno… eso de «mi mujer» tampoco va; cuando vamos al campo con Irene, mi amor del alma, siempre sale a saludarnos un colibrí. Que salga a las dos de la tarde es una maravilla, pero no importa a qué hora lleguemos, las diez de la mañana o de la noche, siempre sale el colibrí. ¿Cómo es la cosa? Si yo alguna vez le hubiera dicho a mi profesor de biología que existen los colibríes nocturnos, hubiera sido académicamente un desastre; me hubiera dicho que es imposible. Pero ¿qué hago yo con mi colibrí nocturno si sale a saludarme a las doce de la noche? Hay cosas que van más allá de lo racional. Los niños, los gatos, los perros y los delfines nos enseñan a percibir esas cosas, pero somos tan arrogantes que decimos que no existen, porque no alcanzamos a percibirlas como las perciben ellos.
Tuviste alguna otra experiencia que te demostrara esas cosas imposibles de creer?
Hace algunos años estuve en México, recorriendo el museo del DF, con un doble sentimiento: indignación por lo que hicieron los españoles y alegría por lo que los aztecas generaron como cultura. De pronto, escucho una música extraña y maravillosa. Seguí el rastro de la música por los corredores y al final llegué a un salón muy grande y allá, en el fondo, estaba un hombre. Me acerqué lentamente. Él tenía adelante instrumentos musicales prehispánicos que me sirvieron para pensar, además, cómo sonaba este continente antes de la llegada de los españoles, cómo era el ballenato de los quillacitos, el bolero de los caribe, el jazz de los pijaos, cómo sonaba esa casa antes de ser ocupada por los conquistadores. Me acerqué y le dije: «Yo creía que había venido a hacer no sé qué cosa a la Universidad de México, pero descubro que había venido a verte a ti».
…..Y él me dijo: «Yo te estaba esperando». Puso en mis manos una flauta de arcilla en forma de paloma y yo temblaba, porque tenía miedo de que esa cosa preciosa se me cayera. Era un tesoro. Él, como buen padre, colocó sus manos debajo de las mías para darme confianza, pero luego, como un buen padre, las separó para que yo asumiera mi responsabilidad. Yo tomé la flauta y la apoyé, temblando, sobre mi corazón. Él me contó que hace muchísimos años, cuando iba a nacer un niño, el ober padre se colocaba delante de la parturienta que iba a darle salida al niño o a la niña y, cuando el bebecito o la bebecita asomaba la cabeza, el hombre tocaba con la flauta la música de la vida. Para que después alguien diga que los españoles vinieron a civilizarnos.
…..Y yo, desde ese momento, me estoy preparando para el nacimiento de mi primer nieto y para eso estoy aprendiendo a tocar el saxofón. El saxo es un instrumento que conversa. La trompeta llama, el tambor acaricia, el saxo conversa; es el palabrero, el cuentero de la orquesta. Yo voy a tocar el saxo y hablé con una comadre que toca el piano y con un compadre que toca el bajo y otro que toca el clarinete y con un médico amigo que se comprometió a dejarme un lugar en la sala de partos, porque cuando llegue al mundo mi primer nieto o nieta yo estaré allí con mi saxofón y con mis amigos, esperándolo o esperándola. Y no sé que voy a tocar, tal vez un bolero, un ballenato lento, tal vez una pieza de jazz… No sé. Lo único que sé es que será la música de mi corazón y para eso hemos venido al mundo.
Yo me había olvidado de hacer otra pregunta. Estaba llorando y riendo, pensando cómo sería ese parto y con uno de los gatos acurrucado en mi falda.
Permitirnos soñar sería una de las formas de vivir mejor…
A los politiqueros, a los banqueros y a todos los que están al servicio de la muerte, les interesa que el ser humano deje de soñar. Si deja de soñar, deja de ser libre y entonces hipoteca su corazón y se muere. Nadie es más ingobernable que un niño, un loco o un enamorado. Al sistema no le interesan los ingobernables. Ellos desmontan todas las trampas de la verdad. La palabra poética siempre está al servicio de la libertad. Hay una especie de resplandor ético en la poesía. ¿Tú crees que algún poeta les escriba algún poema al Sr Buch (así lo pronuncia) o al Sr. Pinochet? Bueno, eso de «señor» no va…digamos a esos especímenes? No, aunque tengan la capacidad económica de pagarle a algún mercenario de la palabra, imposible, es una imposibilidad poética porque es una imposibilidad ética. El arte siempre ha estado a favor de la vida, del futuro, del amor, de la libertad.
La paradoja es que existen poemas muy tristes y poemas que hablan de la muerte.
Pero la paradoja del arte es que, aunque el poema hable de la muerte, la relación del lector que lee con la poesía es, finalmente, una exaltación de la vida. Cuando leemos las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique, que es uno de los poemas más desgarradores de la historia de la literatura, el poema es tan bello que quien lo lee o escucha sale con un temblor en el corazón. La tragedia griega nos muestra la posibilidad de salvar el corazón, a pesar del horror, y nos prepara para recibir la mayor expresión de la inteligencia, que es la comedia, el humor, porque sin el conocimiento de lo que es el horror, tampoco podemos asimilar la belleza. Es esa premisa la que tenemos que compartir con la gente.
Igual que en la literatura, la música y el canto nos regalan poesía.
Estamos llenos de trampas: otra de ellas es la de los géneros; son trampas de los academicistas, de los que han querido sustraerle la savia a la vida para darnos un cascarón sin alas. Solamente existe un gran género que es la poesía y la poesía está en todo y en todas partes. Decían los apaches: «sólo basta saber mirarla». Claro que Hollywood los convirtió en bandidos, porque defendieron a su pueblo. Todo está allí para ser compartido.
Los que cuentan cuentos también aportan poesía y comparten con los otros.
El que cuenta, cuenta con lo que tienen los demás. El arte no es un espectáculo, es una invitación a la mesa. Cuando ves el Guernica de Picasso —para seguir hablando de lo desgarrador—, te desgarras pero sales con un corazón fortalecido por la libertad, por la dignidad, y sales a buscar un restaurante y te comes unas chuletas de cordero con vino tinto maravilloso, para, de alguna manera, ser leal a esa fuerza que te dio la visión del mural. Para enamorarte de la gente, para tener el valor de saludar a un desconocido por la calle. Yo saludo a la gente, pero nos han dicho que eso no se hace; quién sabe lo que pueda hacer el otro.
Me contaron que te gusta cocinar, ¿es así?
Es cierto, me gusta cocinar para mis amigos. La comida es una ceremonia de la palabra también. Si vienen a comer tus hijos, los homenajeas. Es un proceso de olores, colores, improvisación. Nada de hornos microondas, esa cosa horrible. La cocina es amor, el amor es palabra. Hay que recuperar el encanto. La palabra nos permite abrir puertas, para que nuestro tránsito fugaz por el mundo sea un tránsito lleno de esplendor, de fervor. No importan a veces las condiciones precarias del horror o de la guerra, porque el corazón supera las condiciones más precarias de vida. ¿Para qué contamos? Contar es un oficio pero, como todos los oficios, es mágico.
Cuando salí de la casa de Jairo Aníbal, caminé por la avenida 19 de Bogotá. El tránsito era infernal. La gente se apuraba. Llovía. Miré hacia arriba y ví las montañas, el cielo encapotado y, de pronto, un colibrí de muchos colores pasó volando a mi lado, un niño me dedicó una amplia sonrisa, saludé a varios desconocidos y entonces sonreí yo también. Tenía razón Jairo Aníbal Niño: la vida es una hermosa poesía.
De Conversaciones con gente de palabra,
Ediciones Artes Escénicas.
Jairo Aníbal Niño nació en Moniquirá, Boyacá, Colombia, en 1941 y falleció en Bogotá en 2010. Escritor colombiano dedicado fundamentalmente a la literatura infantil y juvenil, campo en el que produjo algunas de las obras más importantes de Latinoamérica, aunque cultivó asimismo la narrativa para adultos, la poesía y, especialmente, el teatro. Figura polifacética, tras abandonar los estudios que había iniciado en Bucaramanga se dedicó al dibujo y la pintura, y formó parte del grupo artístico La Mancha. Volcado luego en el teatro, a finales de los 70 fue actor, director y titiritero y se integró en grupos teatrales de protesta y en el Teatro Libre de Bogotá. En sus últimos años ejerció la docencia universitaria y dirigió grupos teatrales universitarios. En 1988 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional de Colombia. Su producción dramática abordó temas relacionados con los conflictos recientes de la sociedad colombiana desde una perspectiva crítica y sarcástica, sirviéndose a menudo de técnicas esperpénticas. Por sus obras destinadas al público infantil y juvenil se le considera uno de los más destacados cultivadores del género en el ámbito hispano, junto a autores como María Elena Walsh, Ana María Güiraldes, Elvira Lindo o su compatriota Yolanda Reyes. En este campo hay que destacar títulos como Zoro (1977) y De las alas caracolí (1985).
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de un fragmento de la obra Multicolore3 de © Jorge Eduardo Eielson. Agradecemos a Martha L. Canfield, presidenta Centro Studi Jorge Eielson, Florencia, Italia.