Hugo Hiriart
A Galaor, mi amado perro, flor y espejo
de mansedumbre y fidelidad.
En el pequeño libro de Donald G. MacRae sobre Weber (Fontana, 1974) al final del prólogo se leen estas misteriosas palabras: “mi esposa, por razones que entiendo, me sugirió que dedicara este libro a la memoria de J.N. Hummel. Sin embargo, yo preferí no hacerlo”. ¿Qué se esconde detrás de ellas?, ¿cómo juzgarlas?, ¿son ofensivas para J.N. Hummel? ¿Es este Hummel el del método de aprendizaje pianístico?, ¿podrían interpretarse, por el contrario, elogiosamente para el aludido como diciendo: “no Hummel, tú mereces algo mejor que la bazofia sociológica que se encierra en este libro”? Vamos a ver. Supongamos que escribo en un libro, digamos, sobre la fabricación de oboes estas palabras: “pensé dedicarle este libro al Pelícano Martínez, reflexioné más profundamente y resolví no hacerlo”. El problema es: ¿se sentiría ofendido el buen, aunque confuso, Pelícano?, ¿se sentiría aliviado de alguna penosa responsabilidad? No lo sé. El caso es que el señor MacRae ha abierto, no creo que a sabiendas, muchas posibilidades y, acaso, ha fundado un nuevo género literario: el de las dedicatorias conflictivas.
Examinemos de cerca al recién nacido. Una dedicatoria próxima a la de MacRae, aunque más angustiosa, sería: “pensé dedicarle este libro sobre el aprovechamiento industrial del cerdo a Luis Miguel Aguilar, pero, la verdad, no sé qué hacer”. Más interesantes son las dedicatorias comprometedoras como: “a mi buen amigo el señor licenciado Miguel González Avelar, espejo de orgiastas, por la inolvidable noche de desenfreno que el 3 de octubre de 1979 pasamos en el burdel de la Quebrantahuesos”. Otra de tono más dramático sería ésta: “a la Gorda Hermosillo en memoria de los dos inolvidables días de pasión en los que no salimos del motel El Garabato, y a su esposo el señor coronel Pantoja”. Otras dedicatorias conflictivas admitirían la confesión, por ejemplo: “a mi esposa la Tota, con rencor” o “a mis hijos, que me han echado a perder la vida”.
Las metafísicas no dejan de tener su interés: “al universo” o “a la res cogitans”. La destinación puede tener una ternura erudita, como en el caso de “a la memoria inmortal de Cornelio Nepote” o “a la escena III del acto IV de Otelo”. Algunos de estos ofrecimientos pueden ser confusos, como cuando se dedica un tratado de odontología: “a mi propia sombra”; y también misteriosos, como los que destinan enigmáticamente un artículo “a ti” (estas últimas dedicatorias muy útiles en los casos de poligamia). No deberemos olvidar las dedicatorias excluyentes: “dedico estos poemas a toda la humanidad, menos a Enrique Krauze”.
Se sabe que James Joyce dedicó un libro, que, por cierto, no publicó, con estas palabras: “a mi pobre alma solitaria”; esta forma de puro amor abre posibilidades como “a mi hermosura y mi genio” o “a lo que de mí heredaron mis hijos” o “a mi espejo diario”. Las declaraciones contundentes pueden abrirse camino y se leerán cosas parecidas a “no he hallado a nadie digno de que le ofrezca este libro magistral”.
Las dedicatorias multitudinarias son ya muy populares entre nosotros, sobre todo en esas pruebas de suficiencia académica que se denominan tesis en las que inevitablemente se aglomeran los padres, abuelos, maestros y esas entidades hoy innominables que antes se llamaron novias. El Rolo Martínez cumplió fielmente esta tradición, pero, después de las consabidas menciones añadió: “a la afición en general”. No está mal, Alfonso Reyes también incurrió en la dedicación multitudinaria al consagrar así uno de sus libros: “dedico esta primera serie de Simpatías y diferencias a los tipógrafos y correctores de El Sol, de Madrid, que tantas veces, y con esa seriedad que es la más alta condición de su oficio, tuvieron que tolerar —al componer estos artículos— mi impaciencia y mi tardanza, mis fidelidades a la regla o mis personales manías ortográficas”.
En este mismo orden, dedicatorias con reconocimiento de culpa, se debe situar la del general de división José Guadalupe Arroyo en la novela de Ibargüengoitia Los relámpagos de agosto: “a Matilde, mi compañera de tantos años, espejo de mujer mexicana, que supo sobrellevar con la sonrisa en los labios el cáliz amargo que significa ser la esposa de un hombre íntegro”.
Pero, volvamos a las dedicatorias multitudinarias: es de esperarse que con el tiempo alcancen mayor esplendor por la vía del exceso y la desmesura, y veamos apuntados seiscientos o setecientos nombres, o, ya de plano, veamos añadir al librito de cuentos todo el directorio telefónico.
Desde luego el arte de la dedicatoria tiene sus costados políticos como en el caso del incomprensible Martín Heidegger que dedicó El ser y el tiempo a su maestro Edmund Husserl (el de la fenomenología, “filosofía del mírame y no me toques”, como dice Reyes), y en ediciones posteriores suprimió la dedicatoria: los nazis habían llegado al poder y Husserl era judío. Esto nos conduce al problema moral de las segundas ediciones: ¿es lícito suprimir una dedicatoria cuando nuestro fervor por el aludido ha menguado o desaparecido? En esta cuestión se cifran todas las de la apreciación de nuestro propio pasado y cabe aquí entero el tema monumental del arrepentimiento.
Pero, prosigamos. Los ofrecimientos pueden aprovecharse para vejar, como en este caso: “a Gorgonio Puzulato que es una bestia y, además, distrae fondos del banco donde dice trabajar para pagar los repugnantes amores clandestinos que sostiene con su amasia la Perra Justiniana”. Esperemos que no se olviden las dedicatorias misantrópicas como “a los cuatro jinetes del Apocalipsis” o “a la difteria, la hepatitis, el glaucoma y el cáncer en todas sus variedades”; ni las misóginas: “a todas las mujeres que he tenido la desgracia de conocer en mi ya larga vida”; ni las burocráticas: “a todos los que han trabajado, trabajen o llegaren a trabajar con el doctor Florescano”; tampoco las abstractas: “a la rosa de los vientos”; ni las disyuntivas: “a Muni Lubezki o a Juanito Puig”; ni las zoológicas: “al sapo verde (Bufo viridis)”.
Por supuesto se espera que una cierta inversión de valores estéticos sobrevenga con este florecimiento y se produzcan juicios como “el libro es bueno, pero la dedicatoria es pésima” o “desde luego no leí el libro, nada más leí las 300 páginas de la dedicatoria y son conmovedoras”. Dado el orden social en el que vivimos será inevitable que al desarrollo del género lo acompañe su comercialización y se establezcan tarifas de compra y venta. Claro que entonces se podrá también extorsionar amenazando con dedicar algún trabajo atroz: “si sigues con esas cosas, te dedico mi libro sobre la vida de los erizos”.
Podemos pensar que el futuro es promisorio y nos sonríe: el día llegará en que el “mínimo homenaje” o el clásico “a mis padres” impliquen un tratado exhaustivo y vasto, y entonces ya no tendremos ni libros ni tratados, con lo que saldremos ganando en más de un renglón, sino sólo amplias y extendidas dedicatorias. En ese momento podremos preguntarnos acerca de los límites de un género que hoy, la verdad, está muy pobremente cultivado entre nosotros.
De Material de Lectura, Serie El Cuento Contemporáneo, núm. 110,
de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM, 2011.
Hugo Hiriart nació en Ciudad de México en 1942. Es filósofo, narrador y dramaturgo. Sus libros de ensayos Disertación sobre las telarañas (1980), Estética de la obsolescencia. El universo de Posada (1982), Vivir y beber (1987), Sobre la naturaleza de los sueños (1995), Los dientes eran el piano: un estudio sobre arte e imaginación (1999), Discutibles fantasmas (2001), Cómo leer y escribir poesía. Primeros pasos (2003) y El arte de perdurar (Almadía, 2010). Foto de autor: Conaculta.
La composición que ilustra este post fue realizada a partir de una obra de Levy