Pablo Montoya
Charlie Parker & John Coltrane vibran en estas páginas. Agradecemos al escritor colombiano, Pablo Montoya, quien nos comparte esta joya negra sobre jazz y literatura, dicha conferencia fue dada en el marco del VII Encuentro del Jazz organizado por la Universidad EAFIT, el 27 de septiembre de 2003, Medellín, Colombia.
1
Julio Cortázar decidió que su obra más dramática fuera un cuento musical. Cuando indagaba, a mediados de los años 50, cuál y cómo sería su personaje, en el escritor argentino se presentó una circunstancia particular. Hacía poco se había publicado la novela Doktor Faustus de Thomas Mann. En ella se retrata la decadencia de un hombre, de una sociedad, de una época, a través de la vida del compositor Adrian Liverkhun. Sin duda ésta era, hasta entonces, la mejor novela escrita donde la música ocupa un papel primordial. Cortázar la leyó y quedó admirado. Pero, para su proyecto, el personaje de Mann le parecía demasiado intelectual. Cortázar buscaba un hombre simple, limitado en el plano de las ideas, una especie de pobre diablo, pero que estuviera poseído por una continua ansiedad metafísica. En realidad, en la época en que planeaba El perseguidor, Cortázar seguía una vieja tradición romántica que Hoffmann había iniciado con sus cuentos fantásticos. En los personajes músicos de Hoffmann es posible ver esa característica de quienes después pueblan las páginas de la mejor literatura musical de los siglos XIX y XX. Hombres, más o menos mediocres, dedicados al arte de los sonidos, desde la composición o la interpretación, y que a través de estas actividades escapan de una realidad aplastante para acceder a un determinado absoluto. Ese absoluto romántico en que la belleza y la armonía se abrazan en una agónica brevedad feliz. Cortázar encontró, en la revista francesa Jazz-Hot, una nota necrológica sobre el saxofonista Charlie Parker. Se enteró de su atormentada existencia, de la relación que el creador del Be-bop mantuvo con las drogas, de sus actitudes suicidas, de sus reclusiones en hospitales psiquiátricos, de su anhelo de romper las barreras temporales desde las improvisaciones que hacía con el saxofón alto. Reconoció, entonces, al hombre que buscaba. El perseguidor de inmediato tomó forma. Y poco después estaba escrito uno de los mejores textos literarios consagrados al jazz.
…..El perseguidor presenta, además, otra filiación literaria. Se trata de Balzac y de Gambara, uno de los relatos más entrañables de los estudios filosóficos de La comedia humana. En la historia de Gambara se traza con claridad lo que ha interesado a otros escritores posteriores: la tendencia del músico de querer llegar a terrenos donde la mayoría de los humanos, atados a las convenciones sociales, no pueden llegar. En Gambara se configura, acaso con más complejidad que en los músicos de Hoffmann, un tipo de artista que sólo reconoce el secreto del misterio, las cimas de lo prodigioso, desde la vivencia del éxtasis. Éxtasis que son favorecidos por la música y la droga. Basta escuchar a Gambara cuando dice: «mi desgracia procede de haber escuchado los conciertos de los ángeles y de haber creído que los hombres podrían comprenderlos», para saber la hondura del conflicto que define al músico de Balzac.
…..Muchos de los cuentos o novelas musicales nacen de la oposición entre dos formas de ver el mundo. La soledad, que es un rasgo del músico creador, es una de las formas de la rebelión contra la costumbre. La experiencia de ella despedaza la sensibilidad del artista. Pero, paradójicamente, la hace crecer. Tanto el Gambara de Balzac como el Johnny Carter de Cortázar lloran de desolación cuando comprenden que están anclados en la realidad y que la música, con sus instrumentos frágiles, es una herramienta que les permite alcanzar fugazmente el absoluto. La soledad es entender que el acceso a la puerta que apunta al infinito es tan efímera como ficticia. Los dos músicos, el italiano que compone abigarradas óperas y el norteamericano que toca el saxofón, sucedidos los raptos prodigados por la música, saben que están desnudos frente a un cosmos desierto. «Estoy solo como ese gato, y mucho más solo porque lo sé y él no», dice Carter en uno de los momentos más reveladores de El perseguidor. Esta soledad, además, se define en términos de locura. Gambara, Liverkhun y Carter están signados por ese tipo de soledad que parece una llama en que el artista, al modo de la mariposa frenética, termina quemándose inevitablemente.
…..Lo que enlaza el relato de Cortázar con otros protagonistas de la narrativa musical es la oposición entre sus dos personajes. En El perseguidor el crítico y el creador sostienen la trama a partir de un diálogo. Pero estos dos personajes, en el fondo, no pueden comunicarse. Son inconciliables por el modo en que entienden la realidad y se mueven en ella. Inconciliables también lo son, en Gambara, el diletante burgués llamado Andrea y el compositor italiano. Y lo son, en el Doktor Faustus, el biógrafo humanista Zeitblom y el demoníaco Liverkhun quien, para crear una obra original en una época exhausta, le vende el alma al diablo. En el relato de Cortázar la lucha de los contrarios se realiza con Bruno, el crítico de jazz, y Carter, el genial improvisador del saxofón. Sin embargo, así se nos cuente la historia de Carter, la narración es delineada por Bruno. Bruno intenta explicarse, intenta explicarnos, lo que sucede al pobre negro que ha sido tocado por los dioses. No a ese ángel que vive entre los hombres, sino a ese hombre que vive entre ángeles, a esa realidad que padece entre las irrealidades que son los hombres. Esta oposición se puede postular también como una balanza donde está lo irracional, el aislamiento, la quintaesencia de la labor creadora, y el distanciamiento de una crítica cómoda y racional situada del lado del rebaño. Tal oposición, que para algunos no es más que una modalidad de la antigua pugna entre lo apolíneo y lo dionisiaco, expuesta por Bruno y Carter, es la clave del texto de Cortázar. Y es ella quien ofrece la estructura sobre la que se construye la narración.
…..El perseguidor es un homenaje, el más alto que desde la literatura ha podido hacerse, al creador del Be-bop. Para un conocedor del jazz será fácil distinguir en dónde Cortázar es fiel a la biografía del músico y en dónde acude a la invención. Pero más que mirar los aspectos históricos y personales de Charlie Parker, que aparecen en el relato, quisiera detenerme en la relación a nivel formal entre el jazz y la literatura. El jazz, precisemos, está levantado sobre dos pilares. El espacio armónico, es decir, el conjunto de los acordes, la célebre Grille, que actúa como norma, como plataforma sonora que constriñe los alcances de la obra misma. Y el elemento improvisador, que es la irrupción de una melodía y un ritmo liberadores. El jazz, como todo sistema estético, está definido por este intermitente juego de norma y libertad. En su ensayo «La chose», sobre jazz y escritura, Georges Perec observa que la coacción y la libertad son funciones inseparables de la obra. «La coacción es lo que permite la libertad, la libertad es lo que surge de la coacción», dice Perec. Con estas palabras se continúa, en realidad, una certeza pregonada por el Stravinski de la Poética musical. El compositor ruso, en una de sus conferencias dadas en la Universidad de Harvard, exige la delimitación de las cinco líneas del pentagrama y las siete notas musicales como únicas realidades desde las cuales es posible impulsarse para alcanzar los niveles más altos de la libertad creativa. Perec señala, por su parte, que ciertos sistemas se manifiestan más inclinados hacia el lado de la coacción y otros hacia la libertad. Pero esta distinción es engañosa. Porque, afirma Perec, cualquier fragmento de literatura y música pasa obligatoriamente por una serie de normas. Sintácticas y lexicales para la literatura. Tonales, rítmicas, armónicas, melódicas para la música. El jazz, incluso en sus estilos más radicales y revolucionarios, no escapa de este engranaje. Pero es verdad, y esto es posible decirlo con respecto al Be-bop y al Free-jazz, que mientras más dura se impone la ley o la norma, más fuerte surge la excepción libertaria. Como lo afirma Perec: «más estable es el modelo y más la desviación se impone».
…..El enfrentamiento entre fijeza y desviación, entre coacción y libertad, es palmario en El perseguidor. El relato inicia, se desarrolla y concluye bajo este cotejo. La obra está contada por un representante del redil. Es Bruno quien crea, a lo largo del texto, el plano organizador. Al narrar, Bruno actúa, como en el jazz, al modo de los acordes modelos que establecen el campo armónico. Bruno regula el discurso literario. Bruno moraliza sobre la marihuana, el alcohol y los deseos sexuales de Carter. Bruno moldea el tiempo de la narración. Un tiempo que en él es sinónimo de estabilidad. Pero del cual es un súbdito al mencionarlo con frecuencia. «Dedée me ha llamado esta tarde diciéndome que Johnny no estaba bien…» «Dos o tres días después he pensado que tenía el deber de averiguar si la Marquesa…» «Como es natural mañana escribiré para jazz hot una crónica del concierto de esta noche…» «Pero no, todavía no, a los cinco minutos me ha telefoneado Dedée diciéndome que Johnny está mucho mejor…» «Y así que esta mañana cuando todavía me duraba el contento por saberlo mejorado…» «Pasarán quince días vacíos, montones de trabajo, artículos periodísticos, visitas aquí y allá…» Bruno, igualmente, representa los gustos y el diletantismo de la época. Es quien evalúa la estética del jazz. Sin ser creador, es su voz la que define lo que es bueno y bello en el jazz y, particularmente, en el Be-bop. Bruno es el biógrafo opacado por el resplandor agónico del biografiado. Es el que nos hace conocer el vuelo vertiginoso de ese insecto que, apenas toca la luz, cae aparatosamente. Como lectores asistimos, en este sentido, al desarrollo de un drama desgarrador. Pero lo hacemos desde el lado seguro y equilibrado de una conciencia salvada. Una conciencia que se horroriza ante los desórdenes morales de los malditos. Pero que, al mismo tiempo, los admira.
…..Por eso, a lo largo de la lectura, existe la sensación de estar mirando desde una ventana el transcurrir de una vida que nos parece extraordinaria por su talento artístico pero en todo caso infernal. Estamos encerrados en un espacio y un tiempo cuya normatividad se impone desde la construcción misma del texto. Aunque es sobre esta asfixiante coacción que brota la fuerza desbocada de Carter. Un músico nada cerebral, en cierta medida torpe, ingenuo, poco leído –sus lecturas no van más allá de periódicos y revistas anodinas y el infaltable y roído librito de Dylan Thomas. Un negro, como muchos negros y blancos que hacen jazz, que vislumbra el absoluto. Con Carter se configura de inmediato la oposición. Sobre el campo formal garantizado por un representante de una colectividad racional, aparece el individuo, el irreverente, el que padece sed de infinito, quien persigue algo que está más allá de lo contingente, el loco, el enfermo, el creador. Carter es el elemento melódico e improvisatorio elevado sobre el territorio armónico de Bruno. Cada vez que Carter interviene se establece la fisura. Cuando habla las usuales coordenadas del tiempo se desintegran. Las elucubraciones del saxofonista sobre el tiempo señalan la intromisión de otra realidad frente a la dura sucesión de las horas que define la realidad de Bruno. Y es que la concepción del tiempo en Carter, que a los ojos del crítico resulta una manía insoportable, está tocada por la temporalidad propia de los mitos. De ahí ese impulso vital que empuja la música de Carter, su continua aspiración por lo metafísico. El jazz podría ser un intento de fundirse con el centro, una posibilidad de lograr la perfecta simetría, esa ansiada concordancia entre el ser y el estar. En este rumbo, cuando en El perseguidor aparece la improvisación Carter cree descifrar el enigma del tiempo. El «esto lo estoy tocando mañana», o el «pensar un cuarto de hora en un minuto y medio», marcan los momentos en que la concepción del tiempo que maneja el narrador se dispara hacia una dimensión inclasificable. Se trata de destruir ese tiempo que, según André Breton, es una «vieja siniestra, un tren en perpetuo descarrilamiento, un inextricable amontonamiento de bestias que revientan». Se trata, en fin, de una confrontación entre el tiempo alterado de Carter, donde no hay antes y después, con el tiempo histórico y prefijado de Bruno.
2
Emmanuel Dongala es un escritor del Congo desconocido para el público hispanoamericano. Lo es, incluso, para gran parte de los lectores de Europa y Norteamérica. Pertenece a una generación de africanos que le ha correspondido escribir sobre las cruentas realidades políticas de su continente. La verdad es que es difícil encontrar un escritor del África negra cuya literatura no se nutra de esta raigambre sociológica. Dongala nació en 1941. Ha vivido en Francia y los Estados Unidos. Fue profesor universitario en Brazzaville. Ha publicado varios libros entre los cuales hay uno que le ha valido un cierto reconocimiento en el ámbito de las letras africanas. Es el libro de cuentos llamado Jazz y vino de palma. El último de sus relatos es apropiado para ofrecer esta segunda mirada al jazz desde la literatura. Jazz y vino de palma es un libro que se acerca, con tono satírico y trágico, a los nuevos estados africanos sucedidos sus procesos de independencia. Por ello el matiz del cuento A love supreme es inobjetablemente político. El cuento está dedicado a la memoria de John Coltrane. Su título es el nombre de uno de los temas más célebres del saxofonista. Y tiene un epígrafe de Bob Kaufman que dice: «Escuchar jazz corre su propio riesgo». El cuento de Dongala es el adecuado complemento de El perseguidor. Evidentemente el Charlie Parker de Cortázar no tiene porque inmiscuirse en política o en luchas que reclamen los derechos sociales de los negros. Aunque es conocida la respuesta del saxofonista cuando le preguntaron por el significado de Be-bop. Parker respondió: «Es el sonido que emiten las cabezas de los negros cuando son apaleados por la policía en las manifestaciones». La búsqueda del personaje en El perseguidor es otra. Y, sin duda, la de Cortázar también. El escritor argentino vivía aún su época apolítica cuando escribió el relato. La politización vendría poco después con el triunfo de la revolución castrista y las luchas de guerrillas comandadas por el Ché Guevara. Lo que ocurre, en cambio, en torno a la búsqueda espiritual o religiosa de John Coltrane es un conjunto de situaciones críticas en las que los negros de Estados Unidos exigen, desde organizaciones pacifistas y violentas, sus derechos cívicos y democráticos. Baste recordar que Parker muere en 1955 y Coltrane en 1967. Y que en esos once años se consolidan en los Estados Unidos los movimientos de Martín Luther King y el de Malcom X. Movimientos que van a llamar la atención de los músicos negros que hacían jazz. El cuento de Dongala logra, entonces, tocar ese punto que Cortázar ni siquiera rozó. El escritor congoleño mantiene en la balanza, con sugestivo equilibrio, las dos constantes que han movido al jazz, desde el sucio Blues hasta el explosivo Free-jazz. El jazz como una búsqueda estética, o metafísica si se quiere, y como ineludible instrumento de protesta social. El Coltrane de Dongala reúne ambas características. Persigue un absoluto con la música, pero su arte no olvida los asesinatos y las torturas que los negros padecieron en la década del 60 del siglo pasado. De ahí que se cite en el cuento «Alabama», la pequeña obra maestra de dos minutos y veinte segundos que Coltrane dedica a cuatro niñas ultimadas en una iglesia de Birmingham por la explosión de una bomba. La atmósfera beligerante, en A love supreme, se enraíza más por el narrador del cuento. Un estudiante africano, militante del Black Power y compañero de ruta de las Panteras Negras, que vive en Nueva York.
…..Este aspecto combativo del jazz, en tanto que música negra, es de una importancia capital. A través de su historia, una cierta crítica blanca, se ha propuesto negarle, o mejor, ocultarle al jazz lo que resulta su razón de ser. Una buena definición del jazz sería aquella que lo considera como una música ecuménica cuyos atributos principales son sus divisiones, sus tensiones no resueltas, sus dolores no aliviados, sus heridas no cicatrizadas. Al jazz, por los efectos de la creciente comercialización de la sociedad de consumo, se le ha deslindado de lo que lo abraza con otras músicas negras de América. Se le ha querido despojar de su esencia liberadora. Y es que si se mira bien el mapa de los pueblos afro-americanos no es difícil comprender que todos ellos, en sus luchas contra el opresor, se han acompañado de música. Las cimarronadas del negro Benkos Biohó en Colombia, las de Venezuela con el negro Miguel, las de la Cañada de los Negros en México, la del negro Ganga-Zumba en el Brasil, las de Haití con el negro mandinga Mackandal y el negro jamaiquino Bouckman, las de los negros Zan-Zan, Boston y Araby en Surinám, las de Benkos en Colombia. Todas ellas han sido acompasadas con el trueno de los tambores y el canto de voces rebeldes. Tal comportamiento ha sido propio también del jazz y, sobre todo, de los tres momentos más importantes que marcan su evolución: el Blues, el Be-bop y el Free-jazz. El Blues, por ejemplo, que se le consideró y se le considera como música triste y quejumbrosa, es desde su origen una música que protesta contra la segregación. El Be-bop, por su agresividad que se refleja en la rapidez y en el vértigo de sus improvisaciones, en las armonías disonantes y los continuos saltos en octavas, en la escasez del vibrato y en su rotundo alejamiento del jazz bailado de los años treinta del siglo XX, es una motín contra el racismo de la sociedad blanca norteamericana que pretendía que el verdadero jazz fuera el de las grandes orquestas del período Swing. Y está el Free-jazz cuya evolución es inseparable de las luchas políticas negras dadas no sólo en los Estados Unidos, sino también en los países del Tercer Mundo. El Free-jazz que, así se haya como un movimiento puramente musical, terminó creando entre sus escuchas la convicción de que el jazz siempre ha cumplido una función social. Esta función no es más que mantener una conciencia de la libertad entre los negros. Por ello resultan discutibles, en este contexto, las palabras de Teodoro Adorno cuando se refiere al jazz. Para el alemán este no trasciende la alienación sino que la fortalece porque es una música de consumo en el sentido más estricto. Adorno explica que la supuesta improvisación del jazz consiste en beatas repeticiones de ciertas formas básicas. Cree que su ritmo sincopado es una derivación de la marcha militar. El jazz le parece autoritario por esto mismo y no se fía de él a pesar de que los nazis lo hubieran prohibido en Alemania. El movimiento siempre idéntico del jazz, al oído de Adorno, es una pasiva inmovilidad disfrazada de repeticiones móviles. Las observaciones de Adorno son, por supuesto, pertinentes. Se refieren al jazz de los grandes bailes, a esa música propia para conversar en los bares y los restaurantes. Pero ellas demuestran, ante todo, que la comprensión del filósofo llegó sólo hasta el jazz de Nueva Orleans y de Chicago. El desconocimiento de Adorno sobre los fenómenos posteriores como el Be-bop y el Free-jazz es más que evidente.
…..Ahora bien, lo que manifiesta la improvisación, musicalmente hablando, es un impulso hacia la libertad. Es este quizás el máximo atributo del jazz. Pero es erróneo creer que la improvisación donde mejor se expresa es en este tipo de música. La improvisación es una fuerza libertaria que habita todas las músicas. Su razón de ser es provocar la ruptura, originar la fisura, quebrar las trabas que impone el tempo y las cláusulas armónicas. Si la música que denominamos «clásica», desde el Renacimiento hasta nuestros días, ha decidido olvidarse de la improvisación no significa que ella no haya existido en sus dominios. Se nos habla de un Bach tan inmensamente rico, como el del Clave bien temperado, cuando improvisaba sobre el órgano. El Beethoven de las improvisaciones para piano despertaba una admiración similar a la que provocan sus sonatas para piano más elaboradas. El Paganini de los «Caprichos» era acaso más diabólico cuando la improvisación parecía ser el lenguaje pedido por su violín. Cualquier instrumentista puede improvisar sobre el esquema de un adagio o un rondó al igual que lo hace un intérprete de jazz sobre la Grille de los 16 compases, o un músico hindú sobre el interminable ámbito del raga, o un cantador de flamenco sobre los acordes de una guitarra o el palmoteo incesante de las manos. En estos casos lo que se debe comprender es que la norma establecida anhela, sueña, exige la improvisación. Porque es verdad que no hay nada más interesante que un terreno racionalmente limitado, pero también nada más apasionante que subvertirlo. Es la improvisación, en esta perspectiva, lo que hermana al jazz rebelde, homenajeado por Dongala, con el rap de los suburbios de las grandes ciudades occidentales, con los himnos rasta de los jamaiquinos, con los Blatvoi, esas canciones de pícaros y bribones de la Unión Soviética desde las cuales, y a partir de la improvisación introducida en una mezcla de rock y folklore ruso, se denunciaba el totalitarismo comunista.
…..El Free-jazz, que es el principal referente del cuento de Dongala, se caracteriza porque sus representantes formulan una nueva estética basada en libertades rítmicas y tonales. A love supreme, sin embargo, no gira en torno a las propuestas musicales del Free- jazz. No diserta sobre ellas. Incluso cuando se describe lo tocado por Coltrane se cae en una suerte de admiración dulzona y hasta ingenua, si pensamos en términos estrictamente musicales. El joven narrador de A love supreme se distancia completamente del crítico adulto de El perseguidor. Lo atractivo del cuento de Dongala, repito, es su contenido político. En él, de un modo u otro, resuenan muchas declaraciones que los músicos negros hicieron sobre la situación de miseria y explotación que les tocó vivir. Mencionar algunas es apropiado para aproximarse mejor a la época que recrea este homenaje a Coltrane. Ornette Colemann, saxofonista creador del Free-jazz, decía: «Soy un negro y un jazzman… Y en tanto que negro y jazzman, me siento miserable». Charlie Mingus, contrabajista, decía: «Muchos de nosotros sienten necesidad de matar porque se nos ha tratado como animales y se han empleado con nosotros métodos fascistas». Marion Brown, saxonista y docente universitario, decía: «Ya no es fácil para un Blanco ser artista en un mundo blanco… En los Estados Unidos, si además, de ser Negro uno es músico de jazz, resulta imposible no volverse loco». Don Cherry, trompetista, decía: «Nunca me he interesado mucho por la política. Para mí la religión es algo más importante. Pero en los Estados Unidos, es (la cuestión racial) uno de los aspectos del problema. No se puede olvidar que uno es Negro: uno debe ser consciente de ello siempre. Por mi parte, hago todo lo que puedo para ayudar a mis hermanos de color». Y Archie Shepp, saxofonista y uno de los principales ideólogos del Free-jazz, decía: «El músico negro es un reflejo del pueblo negro, en tanto que fenómeno cultural y social. Su objetivo debe ser liberar a América de su inhumanidad, tanto en los planos estéticos como sociales. La inhumanidad del Americano blanco para con el Americano negro, tanto como la inhumanidad del Americano blanco para con el Americano blanco, no son fundamentales en América y pueden ser exorcizadas. En mi opinión los Negros, por la violencia de sus luchas, y la agresividad de su música, son la única esperanza para salvar a América». Declaraciones de este tipo, acompañadas con la música Free, es lo que hace decir a Stokely Carmichael, dirigente del Black Power: «La música de Archie Shepp es la gran belleza negra del poder negro». Y son las declaraciones de los músicos, o al menos la esencia que las sostiene, las que recogen las palabras del líder religioso Malcom X cuando utilizaba la circunstancia de la improvisación en su discurso pronunciado el 28 de junio de 1964, dirigido a la Organización de la Unidad Afro-Americana. Malcom X decía: «El músico blanco sólo puede tocar si tiene una partitura delante, y sólo puede improvisar a partir de algo que ha oído previamente. En cambio el músico negro coge su instrumento y extrae de él sonidos en los que nunca antes había siquiera pensado. Improvisa, crea, y esto le sale del interior. Es su alma, es la música de su alma… Él improvisará, aportará algo que nace en lo más hondo de él mismo… Y es esto lo que ustedes y yo queremos. Ustedes y yo, todos nosotros queremos crear una organización que nos proporcione un poder tal que podamos acomodarnos y actuar a nuestro gusto. Una vez que podamos sentarnos y pensar como nos plazca, hablar como nos plazca y actuar como nos plazca, entonces demostraremos a las gentes que es lo que nos place. Y lo que nos place no les gustará siempre. Por eso debemos ser fuertes antes de poder ser nosotros mismos. ¿Entendéis esto? En cuanto se tiene la fuerza y se es uno mismo, entonces ya se puede empezar… Ya se puede empezar a crear una sociedad nueva y a construir un paraíso aquí, en la tierra».
…..Pero por encima de este claro nexo del cuento de Dongala con las fuerzas más radicales de la izquiera de los años 60, presentes en los movimientos negros norteamericanos, el John Coltrane que se celebra es sobre todo un músico espiritual. Resulta llamativo, por otra parte, que en un ambiente penetrado de resentimiento y rebelión, Dongala termine defendiendo al artista como individuo. A ese hombre que se alejó de las drogas, y se mantuvo distante de las efervescencias políticas, y culminó su existencia entregado a la música. Lo que sucede en el cuento, y lo que sucedió en realidad, es que los negros asociaron la música de Coltrane con sus luchas. Se llegó incluso a llamarlo el Malcom X del jazz. Tal situación jamás incomodó a Coltrane. Pero incomoda al joven estudiante africano del cuento. Este termina preguntándose, y haciéndonos preguntar, por el verdadero sentido de esos combates ardorosos. Preguntándose si en el jazz de Coltrane existe un sentido político. Confirmándose y confirmándonos que su música es pura en sí misma como un cristal y que ninguna proeza política puede justificarla. El estudiante, muerto ya Coltrane, se pregunta cuál lucha es más sincera, confiada y verdadera. La que emprende el solitario artista o la del activista político. Antes de responderse, hace una especie de recuento de los estragos producidos por las protestas de los Panteras Negras y el Black Power. Habla de la manipulación de las multitudes a manos de organizaciones que pregonaron ser las únicas salvadoras. Habla de cómo las ideologías utilizan la música y la palabra para adquirir una nueva conciencia y una nueva sensibilidad, para sostener una fe y airear una esperanza. La conclusión del cuento de Dongala es que el arte de Coltrane permite al individuo el placer de descubrirse y descubrir al mismo tiempo la pequeña parcela del universo que le corresponde. Con esta certeza, el narrador del cuento sale de su casa para ir al entierro del músico admirado. Pero en la calle lo encandila, no el sol, sino el parabrisas de un carro de policía que sigue a una ambulancia. A unos pasos de su casa, un policía blanco acaba de asesinar a un muchacho negro. El policía alega, ante un corrillo de negros hostiles, haber actuado en legítima defensa.
Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963) Premio Rómulo Gallegos 2015 por su novela Tríptico de la infamia. Profesor de literatura de la Universidad de Antioquia. Ha publicado los libros de cuentos Cuentos de Niquía (Vericuetos, París 1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (El propio bolsillo, Medellín, 1997), Habitantes (Índigo, París1999), Razia (Eafit, Medellín, 2001) Réquiem por un fantasma (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2006) y El beso de la noche (Panamericana, Bogotá, 2010); los libros de prosas poéticas Viajeros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2007) y Sólo una luz de agua; Francisco de Asís y Giotto (Tragaluz Editores, Medellín, 2009); los libros de ensayos Música de pájaros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2005) y Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso (Universidad de Antioquia, Medellín, 2009) y las novelas La sed del ojo (Eafit, Medellín, 2004) y Lejos de Roma (Alfaguara, Bogotá, 2008). Ha participado en diferentes antologías de cuentos y poesía colombiana y latinoamericana. Sus traducciones de escritores franceses y africanos y sus ensayos sobre música, literatura y pintura han sido publicados en diferentes revistas y periódicos de América Latina y Europa.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de la obra
«Los Reyna en el 44 de Chuña a san Juan»,
dibujo a tintas sobre cartón, año 2020,
de la artista © Alejandra Carabante