William Burroughs a Allen Ginsberg
En la presente serie de cartas dirigidas a Allen Ginsberg en 1953, Burroughs narra su viaje por la selva amazónica en busca del yagé (o ayahuasca, Banisteriopsis Caape), planta alucinógena a la que se le atribuyen virtudes de agudización de la imaginación y de los poderes telepáticos, y que los sabedores indígenas utilizan para buscar objetos perdidos, en especial cuerpos y almas.
Querido Al:
Bogotá está situada en una planicie alta rodeada de montañas. La hierba de la sábana es de un verde claro, y aquí y allá se levantan sobre la hierba monolitos negros precolombinos. Es una ciudad de aspecto lúgubre y sombrío. El cuarto del hotel es un cubículo sin ventanas (en América del Sur, las ventanas son un lujo), con tabiques de madera prensada, color verde y una cama demasiado chica. Durante largo rato estuve sentado en la cama paralizado por la depresión. Luego salí al aire frío y enrarecido para tomar algo, dando gracias a Dios por no haber venido a parar a esta ciudad enfermo por el opio. Tomé algunas copas y regresé al hotel donde un camarero feo y maricón me sirvió una comida que no valía gran cosa. Al día siguiente fui a la Universidad en busca de datos sobre el yagé. Todas las ciencias están amontonadas en El Instituto. Es éste un edificio de ladrillos rojos, corredores polvorientos y oficinas sin nombre, en su mayor parte cerradas. Fui avanzando por sobre cestos, animales embalsamados y muestras botánicas. Estas cosas fon continuamente llevadas de un lugar a otro sin ninguna razón aparente. De pronto, alguien sale de un escritorio y reclama algún objeto de esa mescolanza dejada en los pasillos y hace que se lo lleven a su oficina. Los ordenanzas, sentados sobre las cestas, fuman y saludan a todo el mundo dándole el título de «doctor». En una habitación grande y llena de polvo, de ejemplares de plantas y de olor a formol, vi a alguien que estaba buscando algo que no lograba encontrar, con un aire de aristocrático fastidio. Nuestras miradas se cruzaron. “¿Qué habré hecho con mis muestras de cacao? Era una variedad nueva de cacao silvestre. ¿Y qué estará haciendo este cóndor embalsamado aquí en mi mesa?» El hombre tenía el rostro delgado y fino, llevaba anteojos con montura de acero, una americana de tweed y pantalones de franela oscura. Sin la menor duda. Boston y Harvard. Se presentó como el doctor Schindler. Estaba relacionado con una Comisión de Agricultura de los Estados Unidos. Le pregunté acerca del yagé. «Sí, dijo, aquí tenemos muestras. Venga y le mostraré», agregó, echando una última mirada en busca de su cacao. Me mostró un ejemplar seco de la planta de yagé, una trepadora de aspecto muy corriente. Sí, lo había tomado. «Conseguí colores, pero no visiones.»
Me indicó con exactitud lo que yo necesitaría para el viaje, dónde debía ir y a quién debía ver. Le pregunté acerca del aspecto telepático. «Eso, claro, es pura imaginación», dijo. Me señaló el Putumayo como la región más fácilmente accesible donde podría encontrar yagé. Me tomé unos días para reunir el equipo y conseguir el capital. Para una expedición a la selva se requieren medicamentos; el suero antiofídico, la penicilina, el enterovioformo y el aralén son esenciales. Además una hamaca, una manta y una bolsa de caucho llamada tula para llevar las cosas. Bogotá es alta, fría, y húmeda; es un frío húmedo que se le mete a uno dentro como el frío enfermizo del opio. No hay calefacción en ninguna parte y uno nunca llega a calentarse. Como en ninguna otra ciudad que haya visto en América del Sur, se siente en Bogotá el peso muerto de España, sombrío y opresivo. Todo cuanto es oficial lleva el sello de Made in Spaín.
Tuyo William
Hotel Niza, Pasto, 30 de enero.
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Querido Al:
Tomé el ómnibus hasta Cali porque el auto-ferro estaba completo durante unos cuantos días. Los policías revisaron el ómnibus varias veces y a todos los que estaban dentro. Yo llevaba un revólver metido bajo los medicamentos, pero en esas paradas sólo me revisaron a mí. Es evidente que quienquiera que llevase armas eludiría esas paradas o pondría las armas donde esos descuidados policías no las buscaran. Todo cuanto consiguen con el sistema actual es molestar a los ciudadanos. No he conocido nunca a nadie en Colombia que hable bien de la Policía Nacional. La Policía Nacional es la Guardia del Palacio del Partido Conservador (el ejército cuenta con un buen porcentaje de liberales y no merece completa confianza). Querido, la P.N., es el cuerpo de jóvenes más unánimemente horroroso sobre el que jamás haya puesto los ojos. Son algo así como el resultado final de las radiaciones atómicas. En Colombia hay millares de esos extraños y rústicos jóvenes; sólo he visto a uno que pudiera considerarse elegible y ése tenía el aire de sentirse incómodo en su puesto. Si algo bueno puede decirse de los Conservadores no lo he oído. Son una impopular minoría de repelentes soretes. El camino cruza las montañas y baja luego a la curiosa región intermedia de Tolima, en el límite de la zona de combate. Árboles, llanuras, ríos y más y más Policía Nacional. La población cuenta con algunos de los individuos mejor parecidos y algunos de los más feos que haya visto. La mayoría de ellos parecen no saber nada mejor que hacer que contemplar el ómnibus y a los pasajeros, y en especial al gringo. Se me quedaban mirando hasta que por fin yo sonreía o saludaba con la mano, para entonces responder con esa sonrisa desdentada y rapaz que recibe el norteamericano en toda América del Sur. «Hola, Míster, ¿un cigarrillo?» En un pueblo caluroso y polvoriento donde nos detuvimos a tomar un café vi a un muchacho de delicados rasgos cobrizos, una boca suave, hermosa, y dientes bien separados, con unas encías rojas y brillantes. Sobre la frente le caían unos hermosos cabellos negros. De toda su persona se desprendía una tierna inocencia masculina. En uno de los puestos aduaneros me encontré con uno de la Policía Nacional que había peleado en Corea. Abriéndose la camisa, me mostró las cicatrices sobre su poco apetecible cuerpo. «Me gustan ustedes, muchachos», dijo. Nunca me siento halagado por esa simpatía promiscua hacia los norteamericanos. Es ofensiva para la dignidad personal, y nada bueno puede esperarse de esos simpatizantes de los Estados Unidos. Al atardecer compré una botella de coñac y me emborraché con el conductor del ómnibus. Me quedé en Armenia y al día siguiente seguí para Cali en el autoferro. Con una vegetación semitropical de bambúes, bananeros y papayas. Cali es una ciudad relativamente agradable, con un buen clima. Aquí no se siente la tensión. Cali tiene una tasa elevada de crímenes auténticos, no políticos. Hasta violación de cajas de caudales. (En América del Sur son raros los delincuentes en gran escala.) Estuve con algunos antiguos residentes estadounidenses que me dijeron que el país está a la miseria. «Odian la sola vista de un extranjero, aquí abajo. ¿Sabe por qué? La culpa de todo la tiene el Punto cuarto y esa tontería de la buena vecindad y de la ayuda financiera. Si se le da algo a esta gente, en seguida piensan ¡aja, es que me necesitan! Y cuánto más se da a esos hijos de puta, peores se ponen.» He oído este tipo de comentarios de viejos residentes en toda América del Sur. No se les ocurre pensar que algo más fundamental que las actividades del Punto cuarto está en juego. Como los partidarios de Pegler en los Estados Unidos, que dicen: «Lo malo está en los sindicatos». Y lo seguirán diciendo mientras escupan sangre atacados por las radiaciones. O en vías de convertirse en crustáceos. Sigo camino a Popayán por el autoferro. Esta es una tranquila ciudad universitaria. Algunos me habían dicho que era un lugar lleno de intelectuales pero yo no he visto ninguno. Una curiosa hostilidad negativista domina en la ciudad. Mientras caminaba por la plaza mayor un hombre me llevó por delante sin pedir disculpa, la cara impávida, catatónico. Estaba en un bar, tomando un café, cuando un hombre joven con arcaico rostro judeoasirio, se me acercó y me soltó una larga tirada acerca de cuánta era su simpatía por los extranjeros y cuanto sería su placer en invitarme con una copa o por lo menos con un café. Mientras decía todo esto, resultaba evidente que ni le gustaban los extranjeros ni tenía la intención de convidarme con un trago. Pagué mi café y me fui. En otro café estaban jugando a algo parecido al «bingo». Entró un hombre lanzando unos curiosos ladridos de imbécil hostilidad. Nadie levantó la mirada del juego. Frente a la oficina de correos había afiches del Partido Conservador. Uno de ellos decía: «Campesinos, el ejército lucha por vuestro bienestar. El crimen degrada al hombre y luego su conciencia le impide vivir. El trabajo lo eleva hacia Dios. Cooperad con la policía y los militares. Ellos sólo necesitan vuestras informaciones». (El subrayado es mío.) Es vuestro deber abandonar la guerrilla, trabajar, saber cuál es vuestro lugar y escuchar al cura. ¡Qué mentiras tan viejas! Como si trataran de vender el Puente de Brooklyn. No son muchos los que caen. La mayoría de los colombianos son liberales. Los agentes de la Policía Nacional andan con la cabeza baja por los rincones, incómodos y molestos, a la espera de poder disparar contra alguien o hacer cualquier cosa antes que estarse allí bajo las miradas hostiles. Tienen un gran camión celular gris que da vueltas y vueltas por toda la ciudad, sin nadie adentro. Salí caminando de la ciudad, por un camino polvoriento. Tierras onduladas de hierba verde, vacas, ovejas y pequeñas granjas. En el camino encontré una vaca terriblemente enferma, cubierta de polvo. AI costado del camino un altar con el frente de vidrio. Los terribles rosados, azules y amarillos del arte religioso. Vi una película corta sobre un cura de Bogotá que dirige un horno de ladrillos y fabrica casas para los trabajadores. El corto muestra al cura acariciando los ladrillos y dando palmaditas en el hombro a los obreros y en general repitiendo la misma mentirosa representación católica. Un tipo flaco con ojos delirantes de neurótico. Al final pronuncia un discurso cuya moraleja es: Dondequiera que uno encuentra progreso social o buen trabajo o cualquier cosa buena, allí se encontrará a la Iglesia. Su discurso no tenía nada que ver con lo que realmente estaba diciendo. Era imposible no percibir la hostilidad neurótica de sus ojos, el miedo y el odio a la vida. Allí sentado, con su uniforme negro, se revelaba claramente como el abogado de la muerte. Un hombre de negocios sin la motivación de la codicia, una cancerosa actividad estéril y mortal. Fanatismo sin fuego, o una energía que exuda un mohoso olor a podredumbre espiritual. Parecía enfermo y sucio —aunque supongo que en realidad estaba limpio— con un vago aspecto de dientes amarillos, ropa interior sucia y trastornos hepáticos psicosomáticos. Me pregunto cuál podrá ser su vida sexual. Otro corto mostraba una reunión del Partido Conservador. Todos parecían congelados, como una costra helada sobre el país. La audiencia guardaba un completo silencio. Ni un solo murmullo de aprobación o de disentimiento. Nada. Propaganda desnuda que moría en un silencio mortal. Al día siguiente tomé un ómnibus para Pasto. La entrada a esa ciudad fue como un golpe en el estómago, un impacto físico de depresión y horror. Altas montañas todo alrededor. Aire enrarecido. Los habitantes que espiaban desde chozas techadas con paja, los ojos enrojecidos por el humo. El hotel estaba dirigido por un suizo y era excelente. Anduve caminando por la ciudad. Gente fea de aspecto piojoso. Cuanto más alto llegaba uno, más feos eran los ciudadanos. Esta es una zona de leprosos. (En Colombia, la lepra prevalece en la alta montaña, la tuberculosis en la costa.) Parecía que de cada dos individuos, uno tenía labio leporino, una pierna más corta que la otra o un ojo ciego ulcerado. Entré en una cantina y tomé aguardiente y puse música de las sierras en la máquina automática, Hay algo arcaico en esa música que resulta extrañamente familiar, muy antiguo y muy triste. Indudablemente no tiene origen español, ni tampoco es oriental. Música de los pastores tocada en un instrumento de bambú parecido a una flauta de Pan, preclásico, etrusco quizá. Una música similar he oído en las montañas de Albania, donde subsisten elementos raciales pre-griegos, ilirios. Esa música traía una nostalgia filogenética, ¿de la Atlántida? Detrás del mostrador del bar vi trabajando a alguien que al principio me pareció un muchacho atrayente, de unos catorce años (el lugar estaba medio a oscuras debido a una falla en la electricidad). Cuando me acerqué al mostrador para observarlo de más cerca, vi que la cara era vieja y que el cuerpo estaba hinchado de agua y algo fofo, como un melón podrido. En la mesa próxima estaba sentado un indio que buscaba algo en sus bolsillos, los dedos adormecidos por el alcohol. Le llevó varios minutos sacar unos billetes arrugados —lo que mi abuela, prohibicionista furiosa, solía llamar «plata sucia»—, nuestras miradas se cruzaron y ensayó una torcida sonrisa. «¿Qué otra cosa puedo hacer?» En un rincón un indio joven toqueteaba a una puta, una mujer horrible con una cara de maldad bestial y el vestido rosado pálido de la profesión. Por fin la mujer se zafó y salió. El indio la miró alejarse en silencio sin enojarse. Se había marchado y no había nada más que hacer. Se acercó al borracho, lo ayudó a ponerse de píe y juntos se fueron a pasos desiguales con la dulce y triste resignación del indio serrano. Schindler me había dado una carta de presentación para un alemán que tiene una bodega en Pasto. Lo encontré en un cuarto lleno de libros, con dos estufas eléctricas. La primera calefacción que he visto en Colombia. Tenía a cara delgada y sufrida, la nariz marcada y una boca que se curvaba hacia abajo, una boca de opio. Estaba muy enfermo. El corazón mal, los riñones mal, presión alta. «Y solía ser un roble», dijo quejosamente. «Lo que tengo que hacer es ir a la Clínica Mayo. Aquí un médico me dio una inyección de yodo que me alteró todo el metabolismo. Si como cualquier cosa con sal los pies se me hinchan así.» Sí, conocía bien el Putumayo. Le pregunté por el yagé. «Sí, he enviado muestras a Berlín. Las examinaron y según el informe su efecto es igual al del haschish… hay un insecto en el Putumayo, no recuerdo como lo llaman, como un saltamontes grande, un afrodisíaco poderoso, si se posa sobre uno y no se consigue una mujer en seguida, uno muere. Los he visto correr escapando del contacto con ese bicho… Por algún lado tengo uno en alcohol… no, ahora recuerdo que se perdió cuando me mudé aquí después de la guerra… Otra cosa acerca de la cual estuve tratando de conseguir datos… una enredadera que hace caer todos los dientes si se la mastica.» «Ideal para gastarles una broma a los amigos», dije. La criada trajo una bandeja con el té, pumpernickel y manteca dulce. «Odio este lugar, pero ¿qué puede hacer uno? Tengo negocio aquí. Mi mujer. Estoy clavado.» Saldré de aquí en los próximos días para Macoa y el Putumayo. No escribiré desde allí porque más allá de Pasto el servicio de correos es muy inseguro, ya que depende sobre todo de los conductores de ómnibus y de los camioneros. Son más las cartas que se pierden que las que llegan. Esas gentes no tienen idea siquiera de lo que es la responsabilidad.
Tuyo
Willy Lee
Hotel Niza, Pasto, 28 de febrero de 1953
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Querido Allen:
Estoy en camino de regreso a Bogotá sin haber logrado nada. He sido estafado por brujos (el más incurable borracho, haragán y mentiroso de la aldea es invariablemente el «médico»), encarcelado, embromado por el vivillo local (yo creía que me estaba conquistando el culo de un ingenuo provincianito, pero el chico se había acostado ya con seis petroleros norteamericanos, un botánico suizo, un etnógrafo holandés, un padre capuchino conocido en el lugar como «La madre superiora», un trotskista boliviano fugitivo, y lo habían cojido en conjunto la Comisión del Cacao y el Punto Cuarto). Finalmente caí en cama con paludismo. Contaré los sucesos más o menos cronológicamente. Tomé el ómnibus para Macoa, que es la capital del Putumayo y punto final de la ruta. De allí en adelante se viaja en mula o en canoa. Esas ciudades que son punto final de las rutas son siempre, por alguna razón, horrorosas. Si alguien contara con equiparse allí descubriría que en las tiendas no hay nada de lo necesario. Ni siquiera citronela, y nadie en estas ciudades al extremo de las rutas sabe nada sobre la selva. Llegué a Macoa por la noche, tarde, y me tomé una horrorosa bebida no alcohólica colombiana bajo los ojos dubitativos de un policía nacional que no se resolvía a interrogarme o no. Por fin se levantó y se marchó, y yo me fui a la cama. La noche era fresca, más o menos como en Puyo, otra horrorosa ciudad al extremo del camino. Cuando desperté al día siguiente, empecé a sentir la depresión ya en la cama. Miré por la ventana. Calles empedradas, de tierra, edificios de un solo piso, en su mayoría tiendas. Nada fuera de lo corriente, pero en toda mi experiencia de viajero, y por cierto que he conocido lugares terribles, no ha habido lugar alguno que me deprimiera como Macoa. Y no sé exactamente por qué. Macoa tiene unos dos mil habitantes y sesenta policías nacionales. Uno de estos recorre durante todo el día las cuatro calles de la ciudad en una motocicleta. Se lo oye desde cualquier punto del pueblo. Las radios de todas las cantinas producen con sus altoparlantes un ruido discordante (en Macoa no hay máquinas automáticas en las que se pueda oír lo que uno quiera). La policía tiene una banda que sale a dar vueltas tocando tres o cuatro veces al día, desde la mañana temprano. No he visto nunca signos de desorden en este pueblo que se encuentra completamente fuera de la zona de guerra. Pero hay en Macoa una atmósfera de tensión permanente sin solución, con los agentes de represión listos para reducir disturbios que no se producen. Macoa es el Fin del Camino. Una inercia final con un policía que da vueltas y vueltas en su motocicleta por toda la eternidad. Fui a Puerto Limón que está a unas treinta millas de Macoa. A esa ciudad se puede llegar por camión. Allí localicé a un indio inteligente y diez minutos después tenía una planta de yagé. Pero el indio no quería prepararlo pues esto es monopolio del «médico» o brujo. Este viejo borracho y sinvergüenza estaba entonando una letanía sobre un hombre evidentemente atacado de paludismo. (Quizá estuviera desalojando el espíritu maligno del cuerpo de su paciente y enviándolo al del gringo. Lo cierto es que exactamente dos semanas después yo caí enfermo de paludismo.) El brujo me dijo que tenía que estar algo ebrio para hacer sus brujerías y curar la gente. El alto costo de las bebidas alcohólicas estaba causando penurias a los enfermos; él sólo estaba cobrando dos vasos para una breve animación. Le regalé medio litro de aguardiente y accedió a prepararme el yagé por un litro. Efectivamente, preparó un medio litro de infusión en agua fría después de apropiarse indebidamente de la mitad de la planta, de modo que no sentí ningún efecto. Esa noche tuve un sueño muy vívido en colores de la selva verde y la roja puesta del sol que había visto a la tarde. Una ciudad que era unamezcla, que me era familiar, pero que no podía localizar. En parte era Nueva York, en parte México y en parte Lima, ciudad ésta que para ese entonces no había visto. Yo estaba en una esquina junto a una calle ancha con coches que iban y venían y calle abajo, a lo lejos, había un gran parque abierto. No sé si esos sueños tenían alguna relación con el yagé. Pero hay que decir que se supone que cuando se toma yagé se ve una ciudad. Pasé un día en la selva con un guía indio para recoger yoka, una trepadora que los indios utilizan para evitar el hambre y el cansancio durante los largos viajes por la selva. En realidad, algunos de ellos la emplean porque son demasiado haraganes para comer. La selva del Alto Amazonas tiene menos características desagradables que los bosques del Oeste Medio en el verano. Las moscas de la arena y los mosquitos de la selva son las únicas molestias destacadas y uno puede librarse de ellas con repelentes para insectos. En esa ocasión yo no tenía ninguno. En el Putumayo no atrapé niguas ni garrapatas. Los árboles son tremendos, algunos de sesenta metros de altura. Cuando caminé bajo esos árboles sentí un silencio especial, como un zumbido sordo y vibrante. Atravesamos a pie claros arroyos (¿quién inventó el cuento de que no se puede beber el agua de la selva? ¿Por qué no?). La yoka crece en las tierras altas y pusimos cuatro horas para llegar allí. El indio cortó una planta de yoka y con el machete picó un puñado de la corteza interna. Sumergió esa corteza en un poco de agua fría, exprimió el agua de la corteza y me sirvió la infusión en una taza hecha con una hoja de palma. Era algo amarga pero no desagradable. Al cabo de diez minutos empecé a sentir un hormigueo en las manos y una linda animación, algo así como con la benzedrina pero no tan fuerte. Caminé las cuatro horas de regreso por el camino de la selva sin detenerme y hubiera podido recorrer una distancia doble. Después de una semana en Puerto Limón seguí a Puerto Umbría en camión y de allí a Puerto Assis en canoa. Esas canoas son de unos diez metros de largo y llevan un motor fuera de borda. Constituyen el medio normal de comunicación en el Putumayo. Los motores están descompuestos la mitad del tiempo debido a que las gentes los desarman y dejan de lado las piezas que a su Juicio no son esenciales. Además economizan en la grasa y los motores se queman. Llegué a Puerto Assis a las diez de la noche y tan pronto dejé la canoa un policía federal quiso ver mis documentos. Registran más los documentos en las zonas tranquilas como Putumayo que en Villavicencio, que está sobre el borde de la zona de guerra. En el Putumayo no se está cinco minutos sin que suene un silbato para que uno se detenga y le fiscalicen los papeles. Tienen miedo de que les lleguen trastornos del exterior bajo la forma de un extranjero, Dios sabe por qué. Al día siguiente, el gobernador, que tenía el aspecto de una raza degenerada de mono, descubrió un error en mi tarjeta de turista. El cónsul de Panamá había puesto 52 en vez de 53 en la fecha. Traté de explicarle que eso era un error, como lo ponían en evidencia las fechas de mis pasajes de avión, pasaporte, facturas, pero el hombre era idiota de nacimiento. No creo que todavía haya entendido. De modo que el policía echó un vistazo a mi equipaje, sin descubrir el arma, pero resolvió retener los medicamentos, con arma y todo. El inspector de sanidad hizo su parte proponiendo que se revisaran los medicamentos. «Por Dios», pensaba yo, «vete a inspeccionar una letrina.» Fui informado de que me hallaba bajo arresto municipal, pendiente de la decisión de Macoa. De modo que me quedé varado en Puerto Assis sin otra cosa que hacer fuera de estar sentado por ahí y emborracharme todas las noches. Había proyectado hacer un viaje en canoa hasta el Río Guaymes, para entrar en contacto con los indios kofan, conocidos artistas del yagé, pero el gobernador no quiso permitirme que saliera de Puerto Assis. Puerto Assis es una típica población del Río Putumayo. Una calle de tierra a lo largo del río, unas cuantas tiendas, una cantina, una misión donde los padres capuchinos llevan la vida de Riley y un hotel llamado el Putumayo, donde me había alojado. El hotel estaba regenteado por una patrona con aspecto de puta. El marido era un hombre de unos cuarenta años, fuerte y vigoroso, pero en sus ojos se veía que era un vencido. Tenía siete hijas mujeres, y con solo verlo a él se podía saber que nunca tendría un hijo varón. Por lo menos, no con esa mujer. Toda esa cría llena de risitas no hacía sino metérseme en el cuarto (no había puerta, nada más que una delgada cortina) y observarme mientras me vestía, me afeitaba y me limpiaba los dientes. Era una desgracia. Y fui víctima de unos robos idiotas: un catéter de mi equipo sanitario, una férula, comprimidos de vitamina B. En el pueblo había un muchacho que una vez había servido de guía a un naturalista norteamericano. El muchacho era el especialista local en Místers. En toda América del Sur se encuentra alguna de esas pestes. Pueden decir «Helio Joe» u «O.K.» o «Fucky fucky». Muchos se niegan a hablar español, con lo que la conversación queda reducida al lenguaje de los signos. Estaba yo sentado sobre una vieja canoa dada vuelta que hace lasveces de banco en el paseo principal de Puerto Assis. Vino el muchacho, sesentó a mi lado a hablar del Míster que coleccionaba animales. Coleccionaba arañas, escorpiones y serpientes. Yo estaba medio dormido por esa letanía cuando oí: «Y a su regreso quería llevarme con él a los Estados Unidos» y desperté. Oh, Dios, pensé, la vieja historia. El muchacho me sonrió luciendo unos vacíos entre los dientes delanteros. Se corrió en el banco, acercándoseme. Sentí que se me apretaba el estómago. «Tengo una canoa buena», dijo, «¿por qué no quiere que lo lleve al Guaymes? Conozco a todos los indios de allá arriba». Tenía el aire de ser el guía más ineficaz del Alto Amazonas, pero dije: «Sí». Esa noche vi al muchacho frente a la cantina. Me echó los brazos sobre los hombros y dijo: «Venga, tome algo, Míster», mientras deslizaba una mano por mi espalda hasta el trasero. Entramos y nos emborrachamos bajo la mirada aburrida y llena de experiencia del cantinero e hicimos un paseo por el camino en la selva. Nos sentamos a la luz de la luna, al costado del camino, y él dejó caer su codo en mi ingle y dijo: «Míster», y lo que oí después fue: «¿Cuánto me va a dar?». Quería treinta dólares, evidentemente calculando que él era una mercadería escasa en el Alto Amazonas. Le rebajé hasta diez, pero yo estaba discutiendo el precio en condiciones crecientemente desventajosas. De algún modo se las arregló para sacarme veinte dólares y los calzoncillos (cuando me dijo que me quitara del todo los calzoncillos pensé, caramba, que tipo apasionado; pero no era más que una maniobra para birlármelos). Después de cinco días en Puerto Assis, estaba evidentemente en camino de convertirme en ciudadano como el perdido del pueblo. Entre tanto Macoa despachaba periódicamente telegramas sepulcrales: «El caso del extranjero de Ohio será resuelto». Y finalmente «El extranjero de Ohio debe ser devuelto a Macoa». Así, pues volví río arriba con el policía (técnicamente yo estaba bajo arresto). Bajé en Puerto Umbría con escalofríos y fiebre. Como llegué a Macoa el domingo, el Comandante no estaba, de modo que quien lo reemplazaba me hizo encerrar en un cubículo de madera en el que ni siquiera había un balde donde mear. Junto conmigo metieron todo mi equipaje sin revisarlo. Podía haber llevado una ametralladora oculta en el equipaje. Un toque típicamente sudamericano. Tomé un poco de aralén y me acosté tiritando bajo la manta. El hombre de la celda vecina estaba encerrado porque le faltaba algún documento. Nunca entendí los pormenores de su caso. Al día siguiente, el Comandante apareció y fui citado a su despacho. Me estrechó la mano amablemente, revisó mis documentos y escuchó mis explicaciones. «Evidentemente, un error», dijo. «Este hombre está libre.» Qué placer dar con un hombre inteligente en tales circunstancias. Regresé al hotel, me metí en cama y llamé a un médico. Este me tomó la temperatura y dijo «¡Caramba!» y me dio una inyección de quinina y un extracto de hígado para contrarrestar mi anemia secundaria. Continué con el aralén. Para la cefalalgia palúdica tomé algunos comprimidos de codeína, de modo que durante más de tres días me lo pasé medio dormido. Pienso ir a Bogotá, hacer arreglar la tarjeta de turismo y volver luego aquí. El viajar en Colombia es difícil aún con las credenciales más serias. Jamás he visto una policía con tal don de ubicuidad y tan molesta. Uno tiene que presentarse a la policía dondequiera que vaya. Una estupidez imperdonable. Si yo fuera un liberal activo, ¿qué podría hacer en Puerto Assis como no fuera apoderarme del lugar revólver en mano?
Tuyo
Williams
Hotel Nueva Regis, Bogotá, 3 de marzo
Traducción de M. Lasserre
De Cartas del Yagé, Ediciones Signos, Buenos Aires, 1971.
William S. Burroughs (St. Louis, Estados Unidos, 1914 – Kansas City, 1997). Una de las figuras centrales de la literatura y la contracultura del Siglo XX, su obra se caracteriza por la renovación de las formas narrativas. En los años 40 conoció a Jack Kerouac y Allen Ginsberg, el terceto fue el cuerpo principal de la denominada Generación Beat, autores de una literatura experimental en su forma (con querencia por la improvisación y el collage) y crítica, inconformista y contracultural en su fondo, con la relevancia temática de asuntos que plasmaban sus experiencias con las drogas y el sexo. Unas de sus obras son Yonqui (1953), libro aparecido en su época con el seudónimo de William Lee, El Almuerzo Desnudo (1959), su texto más popular que fue censurado en la ciudad de Boston, Las Cartas De La Ayahuasca (1963), libro conocido también como Cartas Del Yage en donde se recogía su correspondencia con Allen Ginsberg. Murió a causa de un infarto en Lawrence, Kansas, el 2 de agosto de 1997.
La composición que ilustra este post fue realizada a partir de una ilustración del artista Luis Eleazar Tamani