Héctor Rojas Herazo
Selección y comentario de David Lara Ramos
A comienzos del siglo XX, en la prensa colombina, un cronista, esencialmente, se dedicaba a comentar y reflexionar sobre los sucesos del momento. En la mayoría de los casos proponía textos muy creativos con un lenguaje único que los convertían en piezas de enorme riqueza literaria y poética. Uno de esos cultores fue el maestro Héctor Rojas Herazo, más conocido por su obra poética y novelística, al igual que por su obra plástica.
…..Rojas Herazo compartió grandes momentos con Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Manuel Zapata Olivella y Clemente Manuel Zabala, entre otros, excepcionales cronistas de aquella época. Compartimos tres crónicas del maestro Héctor Rojas Herazo, al cumplirse 100 años de su natalicio, ocurrido el 12 de agosto de 1921. Textos que presentan una visión muy personal sobre la muerte del poeta Edgard Lee Master; el regreso a Chile de la poeta Gabriela Mistral y una reflexión en torno al oficio de escritor.
Lee Master: un poeta al aire libre
Quien es un hombre de su pueblo y de su tiempo
es un hombre de todos los pueblos y todos los tiempos.
UNAMUNO
En la cumbre de sus 81 años, iluminados de poética sabiduría, acaba de morir, en su residencia de Georgia, Edgard Lee Master, una de las más puras voces de la lírica de habla inglesa contemporánea.
…..Pertenecía Lee Master a ese grupo de potentes cantores que abrevaron en las ubres de la poesía whitmaniana una estremecida y auténtica pasión por la tierra. Robert Frost, Edgard Lee Master, Stephen, Vincent Bennet, Archibald Mac Leish, son poetas que —más allá del empuje y vastedad de sus cantos, más allá del impulso universal que arquitectura sus menajes— están aferrados a su paisaje, a sus costumbres y a sus hechos, con inexorable dignidad agraria. La lección de Whitman sigue calentando, con fuego inagotable, el testimonio lírico de estos hombres. El maestro les dio el legado de la tierra, le enseñó los hombres y los árboles que les dan sombra a esos hombres; les hizo depositarios del cielo, de la noche y el día; les enseñó a descubrir, con ojos perennemente asombrados, el cotidiano milagro de las cosas.
…..De allí que la poesía de Edgard Lee Master sea un insobornable documento de su pueblo y de su tiempo. Lee Master fue un poeta al aire libre, sin regodeos literarios, sin argucias sibilinas, sin aspavientos metafísicos. Profunda y simplemente hablaba de la vida. De la vida que nos es común a todos. De la vida corriente y, sin embargo, dramática y complejamente singular. Lee Master no buscaba afanosamente el material de su poesía. Sencillamente ejercitaba el prodigio de encontrarla. El poema está allí, reposando tranquilamente, esperando sin premuras su llegada. Bastaba, solamente, oír, vivir, sentir. Esto explica el que, Lee Master, de las cosas más aparentemente triviales —un veterano de la guerra de secesión frente a un niño, una planta creciendo, una mujer repartiendo a los pájaros migajas de pan en el banco de un parque— se elevase a espacios de inacabable belleza.
…..Pero lo que caracteriza a Lee Master es el tono entrañable de sus palabras. Todos los seres al ser tocados por su verbo, se llenan de magia, de profundidad y dulzura. Bástenos recordar aquel extraordinario canto —sin segundo en esa rica gama de la poesía civil estadounidense— en que nos habla de los muertos de Gettysburg, dormidos para siempre en la colina. En ese poema trata Lee Master, con hondura y fraternidad intemporales, uno de los más dramáticos sucesos de la guerra que diera perfil definitivo a la democracia norteamericana. En la mitad de su elegía desaparecen los odios, las rencillas banderizadas y aquellos muertos se transforman en esencia de la tierra, en cal de la tierra de todos y para todos.
…..Edgar Lee Master fue un gran poeta vernáculo. Pero fiel a su misión de cantar lo que veía, lo que palpaba, lo que directamente irritaba sus sentidos, se dio a la tarea de conocer, poro por poro, la vasta piel de su patria. En su poesía —como en un itinerario iluminado— aparecen los grandes ríos que atraviesan la pradera interminable. Aparece Louisiana, dorada y esclavista, ardiendo como una plegaria en el blanco lampadario de sus algodonales. Los azules pueblecitos de Kentucky, asomados a las estaciones a ver pasar las locomotoras finiseculares. Dakota, rocosa y bárbara, pincelada por el hierático crepúsculo del gran Manitou. Minnesota, con hombres barbudos esperando frente a los carromatos, con el fusil en bandolera, el aullido siniestro de las flechas cheyennes. Georgia rumorosa como un hombre, frente al lento fluir de los spiritual songs.
…..Todo está en Edgard Lee Master. Su poesía es el conmovedor documento de un hombre que oyó a su pueblo, sintió a su pueblo, reflejó a su pueblo. De allí la naturalidad con que ataca, con limpieza y dignidad cegantes, los grandes temas humanos de todos los tiempos.
…..Ese cuadro de poesía palpitante, de cálida vitalidad, de fuerza en permanente ejercicio creativo, que es la nación norteamericana, está fielmente reflejado en los grandes murales poéticos de Edgard Lee Máster. Y es un ejemplo. Allí está la línea inmodificable que tiene que seguir, si desea salvar su alma, la poesía americana de nuestro tiempo. El poeta de nuestro hemisferio no tiene que ir a hartarse, como un gallinazo retórico, del cadáver de la decadencia europea. Su casa es nuestra casa, su pasión es la nuestra. Cuando el poeta es fiel a sí mismo, la poesía, como la yerba bíblica, le susurrará siempre: «Donde tú vayas iré yo: tu pueblo será mi pueblo. Tu dios será mi dios».
…..Esta, y no otra, fue la compañera de Edgar Lee Master en su viaje por la tierra.
De diario El Universal de Cartagena
15 de marzo de 1950
La Madraza
Gabriela Mistral —la madraza bíblica de América— ha regresado a su país natal. A su Chile de arena y estrella, de espiga y de lucero, con sus belfos antárticos hundidos en la nieve. Esta mamá grande, recia y austera, con su arcilla cobriza de mujerona andina, es hoy uno de los dos o tres valores primordiales de nuestra raza. Vocación y oficio de campesina los de esta vida ejemplar. Todo en ella —desde el cristal de sus nanas hasta el potente arpegio de sus plegarias— es tala y labranza, quemazón y siembra. De allí sus vocablos: secos, amargos y polvorientos como madera de sacrificio. Labriega de la pasión para Dios, Gabriela Mistral hunde la esteva de su verbo en los surcos, en las cárcavas, en los repliegues de su propia conciencia. Por eso huele a tierra herida, a raíces destroncadas, en estos poemas de la gran labradora. Como la tierra, quiere la renovación permanente por el castigo y el holocausto de sus fueros. En las palabras de esta mujer encontraremos adjetivos y apóstoles y verbos espigadores. Su casa —la casa de su solar poético— ha sido construida con materiales agrarios. En su interior no encontraremos, no podemos encontrar, regusto ni molicie en el hospedaje. Todo allí está previsto y ordenado para una disciplina de la sangre y una humillación de los apetitos. Es un corazón cartujo este corazón de Gabriela Mistral. La única música que se aposenta en estas paredes es la música del silicio. El ¡ay! severo de quien mira las cosas creadas como una confirmación del destierro celeste. Gabriela Mistral trabaja sus poemas como un santo medieval trabaja su salvación: a puro pulso de ánima, a puro cetrería de Dios, a dentellada herida con los lebreles del deseo. A medida que avanza en su trabajo poético, su idioma es más duro, más inflexible, más limpio. La cizaña ha sido lentamente separada del trigo. Y la cizaña ha sido quemada. La voz ha pasado ya por esos trágicos cedazos, por esos filtros sensitivos, que mutan el grano en harina o el lagar en caldo victorioso. Sus últimos poemas están cubiertos de ceniza y vestidos de saco. La labriega está en paz en la parcela de ánima que le fue confiada en la vasta heredad de la vida. La ha trabajado con sufrimiento y hondura. El propio cuerpo físico de la Mistral es un riguroso testimonio de su existencia. La cabeza, por ejemplo, se parece a ella misma: grande, amplia, de líneas castigadas y enérgicas. No tiene arrugas. Aquello es, más bien, un peso de las ideas sobre las facciones. El peso de la meditación sobre la carne. Y es prieta, casi negra a fuerza de profundidad, la piel amasada con tierra provinciana. Los ojos tienen ese color de los ramajes jóvenes. Tal vez lo único dichoso en esta anciana monumental. En esta moabita americana que ahora retorna a su país como Rut al seno de Booz.
De Telón de fondo, Diario de Colombia
22 de septiembre de 1954
Breve teoría sobre el escritor
El escritor es sencillamente un hombre que pone su soledad al servicio de otros hombres. De su soledad —minuciosa y exhaustiva intimidad consigo mismo, con ese monólogo incierto de ojos a corazón, de oídos a riñones, de piel a huesos, de huesos a alma— empieza a fluir embrujado en su luto, en su alegría o en su locura, el líquido de la palabra. Al escritor se le truecan sus asuntos en cosa biológica. En problemática glandular. De allí esa cálida humedad, ese sudor de ánima que empapa el interior de sus cláusulas. Lo que se siente y lo que se escribe debe formar un todo compacto, vigorosamente trabado. La fidelidad es su norma. Su arte radica en extraverter su introversión. En volverse de revés. En ofrendarse. No puede haber dubitación en este juego. O se es o no se es. Y su triunfo — ¡tendremos que repetirlo!— está en sus rechazos. En el drama de alejarse de sí, con todo el sufrimiento que implica esa tarea, el exceso de peso que amenaza hundir las siempre frágiles barquillas de su pensamiento.
…..Y el suplicio radica en que toda suscitación —por pequeña, por grotesca, por extemporánea que ella pueda parecer— obedece a una función y apunta a un objetivo concreto. Es entonces el caos. La muchedumbre de conceptos se agita convulsivamente como en el horror de un naufragio. Cada concepto es una criatura viva. En todo su rigor, en toda su esperanza orgánica. Cada uno de ellos sabe, con íntima, con aterradora sabiduría, que esa, y únicamente esa, es su oportunidad de salvación. Lo demás es el hundimiento y la muerte. El naufragio. Y en ese dolor de verlos perecer, de hundirse definitivamente en el vacío de lo increado, se cumple el drama de la escogencia. A la superficie del tumulto han de subir únicamente los elegidos.
…..Algo parecido a la salvación o la condena de un alma. Por un instante, una brevísima fracción de dinámica mental, hay un cielo y un infierno. Y el escritor —tan humano, tan débil, tan minúsculo— tiene que asumir, con dolorosa energía, su papel de Dios de ese cielo y ese infierno de su creación. Tiene que salvar o condenar, con un equilibrio parecido a la desdicha, a esas miles de larvas salidas de sí mismo. A esas bestezuelas de su ideación que aspiran a la luz, a la perennidad o a la consumación. A ese ímpetu de vida, a esa urgencia de los sentidos, de la inteligencia, de la sangre que golpea sus sienes indefensas. Tiene que impartir una desgarradora justicia a base de una pauta que lo supera y doblega.
…..Nos preguntamos por los frescos gajos de una cláusula. Preguntamos por la muerte, por la maceración encarnada en esa plenitud. Preguntamos por el sacrificio. Por esas vidas minúsculas que quedaron en la sombra para que otras pudieran arder en el ramaje de unas palabras. Entonces, y solo entonces, el escritor es un creador. Algo parecido, en su compás y en su ritmo implacable, a la propia naturaleza. Como ella, ha tenido que arder sus cosechas y el júbilo de sus estaciones con el diapasón de la muerte. Como ella, se nutre y recrea de sí mismo. Se piensa. Y necesita del sosiego, de la frialdad impasible, para que las energías que lo justifican no destruyan o perturben la respiración de la inteligencia. Todo esto es imprescindible para que una página cualquiera o una simple expresión tengan derecho a recrearse o a temblar en la luz de otros ojos.
De Telón de fondo, Diario de Colombia.
13 de marzo de 1956
Héctor Rojas Herazo. Tolú 1921-Bogotá 2002. Poeta, pintor, periodista y escritor. Publicó cinco libros de poemas: Rostros en la soledad, 1952; Tránsito de Caín, 1953; Desde la luz preguntan por nosotros, 1956; Agresión de las normas contra el ángel, 1961; Las úlceras de Adán, 1995, Edit. Norma, y la antología Las esquinas del viento, Edit. EAFIT Antioquia 2001. Fue autor de tres novelas: Respirando el verano, 1962; En noviembre llega el Arzobispo (Premio ESSO de Literatura, 1967), y Celia se pudre, 1986 y 1998. Su libro de ensayos Señales y Garabatos del habitante se editó en Colcultura, 1976. Como pintor realizó más de 50 exposiciones entre Colombia y el exterior. Distinciones: Doctor Honoris Causa de la Universidad de Cartagena, 1977; Medalla del Congreso de la República grado de “Comendador”, 1991; Medalla de ProArtes al Mérito Literario, 1995; “Cruz de Boyaca” al Mérito Literario, 1998; Medalla “Gran Orden del Ministerio de Cultura”, 1998; Medalla “Gran Orden” al Mérito Literario Francisco José Zea. Homenaje a su totalidad expresiva Universidad de Antioquia, 1998. Placa del Ministerio de Cultura por su Aporte Literario al Mundo, 1998, Premio de Poesía “José Asunción Silva” a su labor poética, 1999; Medalla de la Universidad Santo Tomás de Aquino en su IV centenario de fundación al Mérito de una Vida Ejemplar, 2000.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de:
Incidencias/fragmentos
s/t
Lápiz grafito sobre papel
2021
de © Amadeus Alessandro Longas.