Henry Miller sobre Rimbaud
A Abisinia Review le interesan las novedades del pasado, por tal motivo, a modo de homenaje a la mítica revista SUR —fundada en 1931 y dirigida por Victoria Ocampo— replicamos el presente artículo del escritor norteamericano Henry Miller publicado por primera vez en español en la número 294, mayo y junio de 1965, en Buenos Aires (pág. 1-11). El texto pertenece, según la nota sobre los colaboradores, al libro «El tiempo de los asesinos», biografía de Rimbaud, cuya traducción española publicará la editorial SUR próximamente. La traducción fue cortesía del poeta correntino Carlos Viola Soto (1922), quien junto a Alberto Girri publicó en 1956 «Poesía italiana contemporánea» y en 1963 su canónica traducción y selección «Antología poética» de Ezra Pound.
Fue en 1927, en el subsuelo de una sórdida casa de Brooklyn, donde oí mencionar por primera vez el nombre de Rimbaud. Tenía por aquel entonces 36 años y me encontraba sumido en las profundidades de mi propia e interminable Temporada en el Infierno. En la casa había un libro fascinante sobre él pero nunca le eché ni siquiera un vistazo, porque detestaba a la mujer a quien pertenecía y que vivía en esa época con nosotros. Esa mujer era, en su porte, conducta y temperamento, como descubrí después, lo más parecida a Rimbaud que cabe imaginar.
…..Como decía, aun cuando Rimbaud era el perpetuo y absorbente tema de conversación entre Thelma y mi mujer, no hice ningún esfuerzo por conocerlo. En realidad, me debatí como un verdadero demonio para desterrarlo de mi mente; se me antojaba que era él, precisamente, el genio maléfico que, involuntariamente, inspiraba todas mis angustias y miserias. Veía que Thelma, a quien despreciaba, se había identificado con él y lo imitaba en todo lo que podía, no solo en su conducta sino hasta en la clase de poesía que escribía. Todo se aliaba para hacerme repudiar su nombre, su influencia, su existencia misma. Me encontraba por aquel entonces en el peldaño más bajo de mi carrera, con la moral hecha pedazos.
…..Me recuerdo sentado en ese subsuelo frío y húmedo, tratando de escribir con un lápiz, a la luz vacilante de una vela. Trataba de escribir una pieza de teatro sobre mi propia tragedia. Nunca llegué más allá del primer acto.
En ese estado de desesperación y esterilidad, era natural que me mostrara profundamente escéptico sobre el genio de un poeta de diecisiete años. Todo lo que sabía de él me parecían inventos de esa loca de Thelma. En esa época, era capaz de creer que ella podía conjurar los más sutiles tormentos con que fastidiarme, ya que me detestaba tanto como yo a ella. La vida que llevábamos los tres y que he narrado extensamente en la Crucifixión en Rosa, parecía extraída de uno de los relatos de Dostoievsky. Hoy me parece irreal, increíble.
…..De todos modos, la cuestión es que el nombre de Rimbaud se me quedó clavado. Aunque solo seis o siete años más tarde, en casa de Anaïs Nin, en Lovenciennes, echaría por primera vez un vistazo a su obra, su presencia no me abandonó nunca. Y era una presencia molesta. «Algún día tendrás que habértelas conmigo», me repetía insensatamente su voz en el oído. El día que leí la primera línea de Rimbaud, recordé de pronto que Thelma deliraba por el «Barco Ebrio». ¡El Barco Ebrio! Qué expresivo resulta ahora ese título, después de todo cuánto he vivido y experimentado. En el ínterin, Thelma murió en un hospicio y si yo no hubiera ido a París y no hubiera comenzado a trabajar en serio, creo que habría terminado como ella. En ese subsuelo de los altos de Brooklyn, mi propio barco había encallado. Cuando, finalmente, la quilla estalló y me encontré en alta mar, navegando a la deriva, me di cuenta de que estaba libre y que la muerte por la que acababa de pasar me había liberado.
…..Sí el periodo de Brooklyn fue mi Temporada en el Infierno, el de París, especialmente entre 1932 y 1934, fue el de mis Iluminaciones.
…..En esa época, en que me sentía como nunca fecundo, jubiloso y exaltado, tropecé con una obra de Rimbaud, pero tuve que dejarla de lado, ya que mi propia obra me resultaba más importante. Me bastó echar una ojeada para darme cuenta de lo que esperaba. Era dinamita pura, pero antes tenía yo que aprender a poner mi propio huevo. En ese entonces, no sabía nada de su vida, salvo alguna que otra migaja que Thelma me dejara caer años atrás. No había leído aún nada de su biografía. Solo en 1943, cuando vivía en Beverly Glen, con John Dudley, el pintor, empecé a leer algo sobre él. Leí Una Temporada en el infierno de Jean-Marie Carré y luego la obra de Enid Starkie. Quedé atónito, abrumado. Me pareció que jamás había leído nada sobre una vida tan desdichada como la de Rimbaud. Olvidé completamente mis propios sufrimientos, mucho más negros que los suyos. Olvidé las frustraciones, las humillaciones que había soportado, los abismos de desesperación e impotencia en qué me hundiera, una y otra vez. Como Thelma en los viejos tiempos, no hacía otra cosa que hablar de Rimbaud. Todo el que viniera a mi casa tenía que aguantar la misma cantinela.
…..Sólo ahora, dieciocho años después de haber oído pronunciar por primera vez su nombre, estoy realmente en condiciones de verlo nítidamente, de leerlo como un clarividente. Ahora sé cuán grande fue su contribución y qué terrible sus tribulaciones. Ahora comprendo el sentido de su vida y de su obra, al menos en la medida en qué podemos entender la obra y la vida de alguien fuera de nosotros mismos. Pero lo que veo más claramente es cómo pude milagrosamente escapar a su misma horrible suerte.
…..Rimbaud experimentó su gran crisis a los 18 años, cuando su vida llegó al borde de la locura. Desde entonces, su vida comenzó a florecer. Rimbaud abandonó la literatura para vivir. Yo tomé el camino inverso. Rimbaud huyó de las quimeras que creara; yo corrí a su encuentro. Llamado a la cordura por la propia locura y el despilfarro que significa la mera experiencia de vida, me detuve para encauzar toda mi energía en la creación. Me puse a escribir con el mismo fervor y el mismo celo con que me había dedicado a vivir. En vez de perder mi vida, la gané; se sucedieron los milagros y todas las desgracias parecieron transformarse en algo positivo. Rimbaud, por el contrario, aunque entregado a un mundo de atmósferas y panoramas fabulosos, de fantasías tan extrañas y maravillosas como sus poesías, haciéndose cada vez más amargo, taciturno, vacío y luctuoso.
…..Rimbaud devolvió la literatura a la vida. Yo he tratado de devolver vida a la literatura. En ambos es igualmente poderoso el impulso confesional e igualmente potente la preocupación moral y espiritual. La predilección por la lengua, por la música, antes que por la literatura misma, es otro rasgo que tenemos en común. Como él, mi naturaleza intrínsecamente primitiva se manifiesta de extraña manera. Raudel lo llamó un «místico en estado salvaje». Nada podría describirlo mejor. Rimbaud no «pertenecía» a ninguna parte. Yo siempre he pensado otro tanto de mí mismo. Los paralelos son innumerables. Me ocuparé de ellos con cierto detalle, porque al leer sus biografías y su correspondencia, me parecieron tan evidentes las coincidencias que no pude resistir la tentación de anotarlas. No creo ser el único: creo que hay muchos Rimbaud en este mundo y que su número aumentará fatalmente con el tiempo. Creo que en el mundo futuro, el tipo Rimbaud reemplazará al tipo Hamlet y al tipo Fausto. La tendencia es hacia una escisión aún más honda. Hasta que el mundo antiguo se haya extinguido totalmente, el individuo «anormal». Tenderá, cada vez más, a convertirse en una norma. El hombre nuevo se encontrará a sí mismo sólo cuando haya cesado la pugna entre la colectividad y el individuo. Entonces veremos al tipo humano en todo su esplendor.
…..Para advertir toda la importancia de la temporada en el infierno, que duró dieciocho años, es necesario leer su correspondencia. La mayor parte de ese tiempo lo pasó en la Costa Somalí y muchos años en Adén. He aquí la descripción de ese infierno terrenal, extraída de una carta enviada por Rimbaud a su madre:
«No te puedes imaginar lo que es este lugar: ni un árbol —ni siquiera seco— ni una mata de hierba, ni una parcela de tierra, ni una gota de agua dulce. Adén es el cráter de un volcán apagado, colmado hasta el borde por la arena del mar. Sólo se ve y se toca lava y arena por todos lados, que no pueden producir la menor vegetación. Los alrededores son un desierto de arena absolutamente árido. Las paredes del cráter impiden la entrada del aire y nos asamos vivos en el fondo de este agujero como en un horno de cal».
…..¿Cómo un nombre genial, un hombre lleno de energía, de grandes recursos, fue a encerrarse, a asarse y retorcerse en semejante mísero agujero? Un hombre a quién no hubieran bastado mil vidas para explorar las maravillas de la tierra; un hombre que rompió con amigos y parientes, a edad temprana, para vivir la vida a fondo y en toda su plenitud; y a quien encontramos, sin embargo, abandonado en ese agujero infernal. ¿Cómo puede explicarse? Sabemos, naturalmente, que todo el tiempo estaba mordiendo el freno, qué rumiaba constantemente infinitos planes y proyectos para liberarse y liberarse no sólo de Adén, sino de todo el mundo de fatigas y luchas. A pesar de su espíritu aventurero, Rimbaud estaba, sin embargo, obsesionado por la idea de conquistar su libertad, qué confundía con su seguridad económica. A los veintiocho años de edad, escribe a los suyos que lo más importante, lo más urgente para él es independizarse, no importa dónde. Lo que omitió agregar fue no importa cómo. Hay en todo esto una curiosa mezcla de audacia y timidez. Tiene el coraje de aventurarse hasta donde ningún hombre blanco había puesto el pie y no el de encarar la vida sin una renta permanente. No teme a los caníbales y sí a sus propios hermanos blancos. Aunque trata de amasar una confortable fortuna, con la cual poder recorrer plácidamente y cómodamente el mundo o instalarse dondequiera encuentre el lugar adecuado, sigue siendo el soñador y el poeta, el hombre que no sabe adaptarse a la vida, el hombre que cree en los milagros, qué sigue buscando en una u otra forma el paraíso. Al principio cree que 50.000 francos le bastarán para garantizarle la seguridad que ambiciona durante toda la vida, pero cuando está a punto de reunirlos, resuelve que lo mejor es ahorrar cien mil. ¡Esos cuarenta mil francos! ¡Qué momentos míseros, horribles, pasa llevando su botín a cuestas! Prácticamente, eso lo pierde. Cuando lo llevan desde Harrar a la costa, tendido en una litera —jornada que, entre paréntesis, puede compararse al Calvario— sus pensamientos se detienen con frecuencia en el oro que lleva en el cinto. Hasta en el hospital de Marsella, donde le amputan la pierna, sigue obsesionado por su dinero. Cuando no es el sufrimiento lo que le impide conciliar el sueño durante la noche, es la idea de sus ahorros, que tiene que esconder para que no se los roben. Querría meterlos en el banco, pero ¿Cómo llevarlos si no puede caminar? Escribe a su casa, rogando que venga alguien a hacerse cargo de su pequeña fortuna. Todo esto es tan trágico, tan grotesco, que no sabe ya qué decidir ni qué pensar.
…..¿Qué es lo que hay en el fondo de esta manía de seguridad? El temor familiar a todo artista creador: el de no ser deseado, no ser útil al mundo. Cuán a menudo insiste Rimbaud en sus cartas en que no está en condiciones de volver a Francia y reanudar la vida del ciudadano común. No tengo oficio ni profesión ni amigos allí, dice. Como todos los poetas, ve al mundo civilizado como una jungla en la que no sabe cómo protegerse. A veces añade qué es demasiado tarde para pensar en regresar —¡Siempre habla de sí mismo como si fuera un anciano!— está demasiado habituado a la vida libre, salvaje, aventurera, para volver al yugo. Lo que siempre ha detestado es el trabajo honesto y, sin embargo, en África, en Chipre, en Arabia, trabaja como un negro, privándose de todo, hasta el café y tabaco, usando año tras año la misma ropa de algodón, ahorrando cada sou que consigue ganar, en la esperanza de poder un día comprar su libertad. Aunque hubiera triunfado, sabemos que nunca habría podido sentirse libre ni feliz; nunca habría podido liberarse de la esclavitud del aburrimiento. De la temeridad de la juventud pasó casi sin transición a la cautela de la vejez. Tan profundamente era el paria, el rebelde, el réprobo, que nada habría podido salvarlo.
…..Hago hincapié en este aspecto de su naturaleza porque explica muchos de los rasgos ingratos que se le atribuyen. No era un avaro, ni un campesino en el fondo, como algunos de sus biógrafos arguyen. No era duro con los demás, sino consigo mismo. En realidad, su índole era generosa. «Su caridad era pródiga, modesta, discreta», dice Bardey, su antiguo Patrón. «Era, probablemente, una de las pocas cosas que hacía sin disgusto y sin una mueca de desdén».
…..Otro íncubo llenaba sus días y sus noches: el servicio militar. Desde que empieza a vagabundear hasta el día de su muerte, lo atormenta el temor de no estar en régle con las autoridades militares. Pocos meses antes de morir, en el hospital de Marsella, con la pierna amputada, retorciéndose entre dolores feroces que aumentaban día a día, el temor de que las autoridades descubran su paradero y lo manden a la cárcel, lo persigue como una pesadilla. «La prison après ce que je viens de souffrir? Il vaudrait mieux la mort!» Ruega a su hermana que le escriba sólo cuando sea absolutamente imprescindible y sin poner en el sobre «Arturo Rimbaud», sino sólo Rimbaud, y que despache sus cartas desde un pueblo vecino. La trama misma de su carácter es visible en estas cartas desprovistas prácticamente de toda calidad o atractivo literios. Vemos su apetito feroz de experiencia, su insaciable curiosidad, sus deseos ilimitados, su coraje, su tenacidad, su masoquismo, su ascetismo, su sobriedad, sus temores y obsesiones, su morbosidad, su soledad, su miedo al ostracismo y su inconmensurable hastío. Vemos, sobre todo, que como la mayor parte de los creadores, era incapaz de aprender por experiencia. Toda su vida es un círculo vicioso, de idénticas pruebas y tormentos. Lo vemos, víctima de la ilusión de que la libertad puede lograrse por medios externos. Lo vemos seguir siendo un adolescente toda su vida, negándose a aceptar la prueba del sufrimiento o a acordarle alguna significación. Para medir la magnitud de su fracaso en la segunda mitad de su vida, bastará con que comparemos sus viajes con los de Cabeza de Vaca.
…..Pero dejémoslo en medio del desierto que él mismo se creara. Mi intención es señalar ciertas afinidades, analogías, correspondencias y repercusiones. Comencemos por los padres. Como Madame Rimbaud, mi madre era del tipo nórdico, frío, crítico, orgulloso, puritano, incapaz de perdonar. Mi padre era del Sud, de ascendencia bávara, en tanto que el padre de Rimbaud era de Borgoña. Entre ambos había una continua discordia, una permanente porfía, con las consecuencias clásicas en la personalidad del vástago. La naturaleza rebelde, tan difícil de domeñar, halla aquí su matriz. Como Rimbaud, yo también empecé a gritar a temprana edad: «¡Muera Dios!» Era desear la muerte a todo aquello que los padres aprobaban o defendían. Y se extendía incluso a sus amigos, a quiénes yo insultaba abiertamente en su presencia, aun cuando era todavía un muchachito. El antagonismo no cesó hasta que mi padre estuvo virtualmente al borde de la tumba; sólo entonces empecé a darme cuenta de lo mucho que nos parecíamos.
…..Como Rimbaud, yo odiaba el lugar en que había nacido; y lo odiaré hasta el día de mi muerte. Mi más antiguo impulso es el de huir de casa, de la ciudad que detesto, del país y de su gente con la que no siento nada en común. Como él, he sido un niño precoz que ya recitaba versos en lengua extranjera cuando todavía me sentaba en una sillita alta. Empecé a caminar y a hablar mucho antes de lo normal y a leer el diario antes de ir al jardín de infantes. Siempre fui el más chico de la clase y no sólo el mejor alumno sino el favorito de mis maestros y compañeros. Pero, como él, yo también despreciaba los premios y recompensas que se me otorgaban y fui expulsado varias veces de la escuela por mi mala conducta. Mientras fui a la escuela, mi sola misión parecía ser la de burlarme de los maestros y de las lecciones. Todo era demasiado fácil, demasiado estúpido para mí. Me sentía como un mono amaestrado.
…..Desde edad muy temprana, fui un lector voraz. Para Navidad, sólo pedía libros, veinte o treinta por vez. Hasta los veinticinco, casi nunca salía de casa sin llevarme uno o dos libros bajo el brazo. Leía de pie, mientras me dirigía al trabajo y, a menudo, aprendía de memoria largas tiras de poemas de mis poetas favoritos. Recuerdo que uno de ellos era el Fausto de Goethe. La consecuencia más inmediata de esta permanente absorción en la lectura fue inflamar aún más mi rebeldía, estimular en mí el deseo latente de viajes y aventuras y hacerme anti-literario por naturaleza. Me sentía lleno de desprecio por todo cuanto me rodeaba, alejándome gradualmente de mis amigos imponiendo carácter solitario y excéntrico que hace que los demás nos tilden a menudo de «bichos raros». Desde los dieciocho años (edad en que se produjo la crisis de Rimbaud) me sentí decididamente infeliz, desventurado, mísero y abatido. Sólo un cambio radical de ambiente parecía capaz de disipar ese mal humor. Me mandé mudar a los veintiuno, pero no por mucho tiempo. Como en el caso de Rimbaud, mis primeras escapadas tuvieron siempre consecuencias desastrosas. Siempre volvía a casa, voluntariamente o no, y siempre desesperado. Parecía no haber salida ni manera de conquistar mi liberación. Me dediqué a los trabajos más insensatos, es decir, aquellos para los cuales estaba menos capacitado. Cómo Rimbaud en las canteras de Chipre, empecé con el pico y la pala, como jornalero, trabajador de temporada, vagabundo. Hasta hubo esta similitud: que cuando me iba de casa, era con la idea de vivir una vida al aire libre, de no abrir jamás un libro, de ganarme la vida con mis dos manos, de ser un hombre de espacios abiertos y no un habitante de pueblos o ciudades.
…..Pero mi manera de hablar y mis ideas me delataban siempre. Era un hombre de letras, aunque no quisiera. Aunque podía alternar con cualquier clase de personas, especialmente con las más humildes, siempre acababan por desconfiar de mí. Y lo mismo sucedía cuando entraba en una biblioteca: siempre pedía el libro que no debía. Por grande e importante que fuera la biblioteca, el libro que yo pedía o no figuraba en los catálogos o me estaba prohibido. Parecía, en esos tiempos, que todo cuanto yo necesitaba de la vida, me estuviera vedado. Naturalmente, yo reaccionaba con las más violentas recriminaciones. Mi lenguaje, que ya de niño había sido escandaloso —recuerdo que a los seis años me llevaron a la comisaría por deslenguado— se hizo aún más escandaloso e indecente.
…..¡Qué sobresalto leí que Rimbaud, en su juventud, firmaba sus cartas: «Ese sin corazón de Rimbaud». «Sin corazón» era una cualidad que me encantaba oír aplicada a mi persona. Yo no tenía principios ni lealtad ni código alguno; cuando me venía bien, podía ser absolutamente inescrupuloso tanto con mis enemigos como con mis amigos. Generalmente pagaba la bondad de los demás con insultos e injurias. Era insolente, arrogante, intolerante, hinchado de violentos prejuicios, implacablemente obstinado. En suma, mi personalidad era netamente desagradable y muy difícil de tratar. Sin embargo, le caía bien a la gente y todos parecían impacientes por perdonar mis defectos en pago del entusiasmo y la simpatía que yo les dispensaba. Semejante actitud sólo servía para que yo me tomara mayores libertades. A veces, me preguntaba cómo diablos hacía para ser tolerado. Las personas que más me gustaba insultar e injuriar eran precisamente las que se consideraban superiores a mí, en uno u otro sentido. Contra ellas, mi guerra era implacable. Sin embargo, en el fondo yo era lo que se llama un buen muchacho. Era, por naturaleza, de índole amable, alegre, generosa. En mi infancia, solían decir que era «un ángel». Pero el demonio de la rebeldía se había apoderado de mí a edad muy temprana. Y fue mi madre la que me lo insufló. Contra ella y contra todo cuanto ella representaba dirígeme incontrolable energía. Ni una sola vez, hasta la edad de cincuenta años, pensé en ella con afecto. Aunque nunca me puso trabas —simplemente porque mi voluntad era la más fuerte— yo sentía su sombra, constantemente, en mi camino. Era una sombra de desaprobación, callada e insidiosa, como un veneno que se va inoculando lentamente en las venas.
…..Me quedé estupefacto cuando leí qué Rimbaud había permitido a su madre leer el manuscrito de Una Temporada en el Infierno. Nunca se me había pasado por la cabeza mostrar a mis padres nada de lo que escribía, ni siquiera hablar del tema con ellos. Cuando les comuniqué que había resuelto hacerme escritor, se horrorizaron; fue como si les hubiera informado que había decidido hacerme criminal. ¿Por qué no me dedicaba a algo sensato, que me permitiera ganarme la vida? Nunca leyeron una línea de lo que escribí. Era una broma ya clásica, cuando los amigos les preguntaban qué estaba haciendo yo, contestar: «¿Qué hace? … Escribe», con el tono de quién estuviera diciendo: «Está loco; se pasa todo el santo día haciendo tortitas de barro».
…..Siempre me imaginé a Rimbaud niño, acicalado como un «mariquita» y, luego, joven, vestido como un «dandy». Al menos, así ocurrió conmigo. Como mi padre era sastre, era inevitable que mis padres se preocuparan por mi ropa. Cuando crecí, heredé el guardarropas de mi padre, más bien elegante y suntuoso. Teníamos exactamente el mismo talle. Pero, también como Rimbaud, en la época en que mi individualidad estaba afirmándose vigorosamente, me vestían forma grotesca, de modo que la excentricidad exterior hiciera juego con la interior. También yo era objeto de las pullas y el ridículo de mi barrio. Recuerdo que me sentía sumamente torpe, inseguro de mí mismo y especialmente tímido en mis charlas con hombres de cualquier cultura. «No sé hablar», exclamaba Rimbaud en París, al hallarse rodeado de otros hombres de letras. Y sin embargo ¿Quién podía hacerlo mejor que él cuando estaba libre de inhibiciones? Hasta en África se comentaba la fascinación de su charla, cuando le daba la gana. ¡Cómo entiendo lo que le pasaba! ¡Qué penoso es recuerdos tengo de la época en que balbuceaba y tartamudeaba en presencia de las personas con quienes me moría por entablar conversación! Y sin embargo, con un cualquiera, era capaz de hablar el idioma de los ángeles. Desde niño me enamoré del sonido de las palabras, su magia, su poder de encantamiento. Solía pescarme verdaderas borracheras verbales, por decirlo así. Era capaz de inventar durante horas, hasta poner a mis oyentes al borde de la histeria. Entre paréntesis, fue esta casualidad la que descubrí en Rimbaud apenas lancé una ojeada a una de sus páginas. En Beverly Glen, mientras estaba enfrascado en su vida, escribí algunas de sus frases con tiza en las paredes, en la cocina, en el «living», en el cuarto de baño, y hasta en el frente de la casa. Esas frases nunca perderán su fuerza para mí. Cada vez que las encuentro, vuelvo a experimentar la misma emoción, el mismo júbilo, el mismo temor de perder el juicio si me demoro demasiado en ellas. ¿Cuántos escritores hay capaces de producir el mismo efecto? Todo escritor crea algunos trozos obsesionantes, ciertas frases memorables, pero en Rimbaud son incontables, están en todas las páginas, como gemas caídas de un cofre saqueado. Es este don el que hace indisolubles los vínculos que me unen a Rimbaud. Y es lo único que le envidio. Hoy, después de todo cuanto escrito, mi más profundo deseo es poder hacer a un lado los libros que tengo planeado para entregarme a la creación de la tontería pura, de la fantasía absoluta. Nunca seré el poeta que fue él, pero aún quedan vastas latitudes de la imaginación que explorar.
…..Y ahora, llegamos a «la niña de los ojos Violeta». Poco y nada es lo que sabemos de ella, excepto que fue su primera y trágica experiencia amorosa. No sé si fue refiriéndose a ella o a la hija del fabricante que Rimbaud usó la expresión: «tan asustado como 36.000.000 de falderos recién nacidos». Pero no me cuesta creer que ésa haya sido su reacción ante el objeto de su amor. Por de pronto, sé que así reacciono yo y que mi amada también tenía los ojos de color violeta. Es probable que, también como Rimbaud, vuelva a pensar en ella en mi lecho de muerte. Toda mi vida está teñida por esa primera y desastrosa experiencia. Y lo más curioso es que no fue ella quien me rechazó; fui yo mismo quien, por venerarla y reverenciarla demasiado, se alejó de ella. Me imagino que en el caso de Rimbaud debe de haber sucedido algo por el estilo. Naturalmente, en su caso —hasta los 18 años de edad— todo tuvo que comprimirse en un espacio de tiempo increíblemente breve. Así como recorrió toda la gama de la literatura en unos pocos años, así apuró todo el curso de la experiencia humana en forma breve y rápida. Le bastaba con probar algo para darse cuenta de todo cuanto prometía o contenía. Del mismo modo, su vida amorosa, en lo que a las mujeres se refiere, fue increíblemente efímera. No volvemos a oír mencionar el amor hasta Abisinia, donde convive con una nativa. Y se tiene la sensación de que eso apenas si puede llamarse amor. Más bien podríamos decir que quién le inspiró realmente este sentimiento fue Djami, su muchachito harari, a quién trató de dejar un legado. Es poco probable, sabiendo la clase de vida que llevó, que Rimbaud haya podido volver a amar de corazón.
…..Parece que Verlaine dijo alguna vez de él que nunca se había entregado completamente a nadie, ni a Dios, ni al hombre. Lo que haya de verdad en ello, es cosa que queda a criterio de cada uno. A mí me parece que nadie pudo desear más ardientemente entregarse que él. De niño se dio a Dios, de joven al mundo; y en ambos casos se sintió engañado y traicionado, y retrocedió, especialmente después de su experiencia en la sangrienta Comuna. De ahí en adelante, la esencia de su ser permanece intacta, inexpugnable, inaccesible. En ese sentido, me recuerda a D.H. Lawrence, que abundó mucho en esta cuestión, o sea, cómo mantener intacta la propia esencia.
Henry Miller
Traducción de Carlos Viola Soto
Henry Miller (Nueva York, 1891 – Los Ángeles, 1980) Escritor norteamericano. Henry Miller es sin duda uno de los talentos más destacados de la literatura norteamericana contemporánea y el paradigma del disidente y anarquista pacífico de su tiempo. Toda su obra es autobiográfica y vivencial; de ahí lo profundo de sus convicciones, expresadas en su entrega a la literatura como camino personal irrenunciable. Su naturalidad para tratar temas como el sexo y su denuncia de la hipocresía social en esta materia le valió la admiración de infinidad de lectores de todo el mundo y el tener entre sus adeptos incondicionales a las generaciones de inconformistas de su propio país de las décadas de los años cincuenta y sesenta de la pasada centuria.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de un fragmento de la obra Proliferazione de © Jorge Eduardo Eielson. Agradecemos a Martha L. Canfield, presidenta Centro Studi Jorge Eielson, Florencia, Italia.