Karibay Velásquez
I.
¿Cuándo narramos una historia? ¿Cuál es el momento de volcar en relato lo que ha sucedido?, ¿de contar un hecho que mirado desde donde estás ahora, pertenece al pasado? Carolina Sanín en su reciente libro responde a la pregunta: una historia (y más si se trata de una historia de amor) se cuenta cuando conocemos de ella su final. Y ese deambular por la línea del tiempo usando verbos en pretérito nos confirma que lo que se dice ya está agotado.
…..Pero si es así, ¿de dónde entonces la necesidad de escribirlo, para qué repetir y, aún más, fijar en el tiempo lo concluido? Otra vez Carolina nos replica que al hacerlo le damos cuerpo a la historia. Entonces entendemos que contar a un segundo, a un tercero, le da a nuestra experiencia una transmisibilidad efectiva (para decirlo con Badiou) que al hacerse voz en otros, nos enseña los restos de aquello que pareció improbable, lo vuelve real. Del emisor al receptor, no viaja sólo un mensaje, sino palabras que llenas de ausencia y conmoción, se despliegan como testigos del trozo que fuimos. Son ellas, las palabras, las que nos aseguran que algo hubo, y en el acto de narrar suplimos lo acabado. Como suerte de ninfa Eco, el texto escrito nos devuelve las palabras ahora tangibles, para cuestionarnos con los otros sobre nuestras derrotas y encontrarle un significante. Porque eso es escribir: la vida tiene necesidad de expresarse precisamente para enseñar las pérdidas, no importa si de ellas hemos salido triunfantes. Haciéndolo nos confesamos, dejamos salir nuestra voz como una gran queja con la esperanza de que lo que no se tiene aparezca. Bien lo dice María Zambrano: a lo largo de la historia nos hemos estado leyendo como seres desprendidos (del tiempo, del silencio, de lo otro); de allí que hablar es salir de sí al encuentro de alguien donde sostenerse. No se trata ya de fundirse con el otro, lograr la unidad; el único propósito es la de ser escuchado, encontrado.
…..Es lo que hace Sanín en Tu cruz en el cielo desierto, breve novela publicada en abril de este año, donde se cuenta para nosotros la historia de un amor virtual y fallido. Su libro es una confesión literaria. Desnuda su dolor, su angustia, su rencor a partir de una versión muerta de sí misma para cumplir la promesa que le ha sido negada. Va entonces despojándose de sus «trajes» —de esas telas que improvisaban vestidos en los maniquíes de una vitrina en Medellín, hechas de la misma tela del sudario que Jesús dejó perfectamente doblado en el sepulcro como testimonio de su resurrección— para mostrarnos las cicatrices estampadas, al tiempo que nosotros encontramos las propias, en el papel marcado que nos da la autora. Y en ese entregar y recibir está la cura, la realización de un acto amoroso, porque confesarse no se trata nada más de revelar las señas, sino de pertenecer: «se escribe —dice Sanín— para que su línea tenga efecto impresionante en alguien, y entonces imprimirse en ese otro y salir un poco, dar un paseo, vivir en una soledad menos compacta».
…..Desde otro tiempo San Agustín también añade que la confesión se constituye en el momento que nos ofrecemos al otro: «trayendo a la memoria con amargura de mi corazón mis torcidos caminos pasados para que tú me veas». Entonces reparamos que la angustia de Carolina viene precisamente de haberse sentido un fantasma, de no saberse bajo la mirada del otro. Si su amor la hubiese atisbado, entonces tendría la certeza de su piel, de su hondura penetrada por el otro. Pero, ¿puede un espectro ser abrazado? ¿Puede alguien ceñir la cintura, conocer la profundidad de un fantasma? Este libro no es más que el derrumbe de su deseo: Carolina despierta siendo apenas apariencia y no presencia. Atravesó la distancia, como un ánima traspasó los muros de las redes sociales para llegar a su amante, pero no pudo asirlo. Fue fantasma y como tal nunca compartió la misma dimensión de su amor. «No sólo él me quiso muerta en su vida al enamorarme a sabiendas de que no iba a tocarme; también lo que yo hice al sostener esa relación sin tacto fue querer hablar con un muerto», «Mi amado no quiso saber que mis pupilas, mirándolo a través del aire de la noche, se habrían sentido calientes en las suyas. No quiso que mi mirada atrapara con un parpadeo su cuerpo. No quiso olerme el pelo. No quiso meterse en el hueco de mi cuello para decirme palabras terribles al oído. No quiso que hiciéramos lo que hacen los vivos. Tenerme a la distancia del fantasma, a la distancia de la letra, era ya darme por muerta», dice la autora a propósito de su romance en línea y afirma que todo cuanto se hace en las redes sociales es un «llamado al otro mundo. Allí nos decimos que después de esta vida hay otra, y que ya tenemos acceso a ella, pues conversamos con quien habita, inmaterial, el otro lado». ¿Confió ella en esa vida del más allá? Está claro que el libro es la negación a esta pregunta. Quiso ganar su paraíso en la tierra, en el lugar de la materia, donde se mide la temperatura de los cuerpos y estos se tocan, se huelen, se entrelazan, se penetran. Por eso escribe la novela: para que su historia, que no fue, se vuelva real, encuentre un significado, y así compartir el mismo espacio físico de él y de todos los hombres que la malquisieron. Con su palabra, puntiaguda como la parte de la cruz que se clava a la tierra, materializa la posesión del otro.
II.
La novela de Carolina Sanín me hace pensar en la conversación que sostuviera Alain Badiou con Nicolas Truong, publicada como Elogio del amor. En ella, el filósofo expone los peligros de un amor moderno que no asume riesgos y mucho menos compromiso (éste último entendido no en el orden de lo formal, sino como promesa que fija en el tiempo el vínculo afectivo entre los amantes). El amor, explica, está amenazado, porque se oferta como una mercancía más de este mundo liberal que sobrepone el confort individual a la voluntad, el esfuerzo, la lucha y la fidelidad. «La contrapartida de esta amenaza securitaria no es más que una variante del hedonismo generalizado, una variante de las figuras del goce», afirma. Porque sí, amar también supone la herida, la pena y el descorazonamiento (como le sucede a Sanín), y para evitar todo esto, surge la propaganda del amor como un riesgo inútil, carente de importancia y en consecuencia el mercado te ofrece una economía de las pasiones. Y son las redes el espacio virtual que mejor le calza a la mano invisible que rige las relaciones de la modernidad. Al respecto, Carolina dice que en Twitter sólo hay paredes «Uno no accede a nada, pero tiene la ilusión de que entra en un ámbito y en otro, que corresponden a una persona y a otra. No hay penetración; hay desfile. Cada persona —cada supuesta habitación— está dispuesta de la misma manera que las otras, tiene las mismas partes y sigue siendo la misma área inicial, el mismo muro, la misma pantalla, el plano para siempre cerrado». Y más adelante: «En Twitter, el encuentro es el desencuentro. La experiencia es la lectura y también la reiteración del extravío». Y también «En Twitter entramos como el peregrino Juan Preciado, y allí deambulamos, preguntamos y respondemos confusamente, sin conocer el desfase entre nuestros referentes y los ajenos. Hablamos con muertos sin poder saber si también nosotros estamos muertos». ¿Puede entonces fijarse en la eternidad (como lo dice Badiou) lo que nace como azar en ese espacio efímero e intrascendente?
…..Las redes inauguran una topología fantasmal. De los demás ves lo que proyectan, las sombras que se dibujan ya no en una caverna, sino en las pantallas que si bien te conectan con todas las latitudes, del otro recibes apenas sus trazos, sus siluetas y más: su deshumanización. Y digo deshumanización porque nada allí está anclado a las leyes de la física, es decir a la finitud. Carolina configura a su amado desde sus propios códigos, con los algoritmos que recibió de él. Amó su inhumanidad (su insensibilidad al dolor, por ejemplo) pero no soportó la desnaturalización de su hombre virtual, la ingravidez. «Él no era en ti alguien, sino una atmósfera». De allí su gana de verlo, de tocarlo, de sentir su materia: «¿Y yo por qué quería tanto encontrarme con mi amor para que me penetrara y nos enzarzáramos en una cama y durmiéramos una noche abrazados? ¿Por qué parecía como si mi salud y mi dignidad dependieran de llegar a ver sin pantalla, a través de una porción de aire transparente, a aquella persona? ¿Cuál era la diferencia entre tocarlo y no tocarlo? Si el amor es vivir como objeto del otro y tener al otro como objeto de mi deseo, ¿qué diferencia determinaba para mí la contigüidad de la carne? El calor. La temperatura, que hace que las cosas cambien de estado, que el agua hierva y vuele, y que haya nube y llueva y algo germine». Volvamos a Badiou. Él sostiene que el devenir del amor también se inscribe en lo corporal y que el deseo nace como efecto de la declaración amorosa. «El amor, sobre todo en la duración, tiene todos los rasgos positivos de la amistad. Pero el amor se relaciona con la totalidad del ser del otro, y el abandono del cuerpo es el símbolo material de esta totalidad.» Y es ésta precisamente la carencia de nuestra autora: no sólo la falta del amado en su materia sino la promesa de tenerlo un día: «No nos conocimos, pues él no tuvo la voluntad, sino solo las ganas», nos dice. ¿De haber mantenido la esperanza del encuentro, de la celebración carnal, Carolina habría prolongado obstinadamente esta relación? No lo sabemos. Nuestra autora ciertamente se excusa de su dolor pensando que su enamoramiento se hubiese consumido en el encuentro, en escenas en las que describe que él llega a su casa y a los pocos días se aburren el uno del otro, o cuando hace referencia a Majnún, quien cuando por fin ve a su amada no la reconoce. Fantasea Sanín para suturarse: «Yo miraría indiferente el rostro de mi amado, ya despojada de todo deseo, salvo del de verme enamorada».
…..Badiou diferencia el amor romántico del amor comprometido. Advierte sobre la concepción romántica que se consume y consuma en el encuentro fusional. Para él, si bien esto encierra una belleza artística (piensen en Tristán e Isolda), es un inconveniente existencial, pues para él, el amor es la escena del Dos, y no del uno. Y con el dos, nace la pena, como dice el poeta Leopoldo Lugones. El amor, contrario al idealismo de la unidad, experimenta la vida desde el punto de vista de la tensión que es radicalmente sexual. No se reduce al encuentro porque es una construcción de verdad, y en tanto que verdad se despliega en el tiempo y su verbo es durar. Carolina y su poeta chileno de China, fueron Uno cada uno frente a su propio espejo, el amor se consumió en el juego azaroso de las relaciones virtuales. En esta «escena del Uno» no se inscribe el amor porque se agota en lo inefable y en el éxtasis, y no entra en el mundo exterior a la relación. El amor es un acontecimiento para Badiou, que triunfa «sobre los obstáculos que el espacio, el mundo y el tiempo le proponen». Y ese mundo, del que nos habla el filósofo francés, es la vida en su devenir.
…..Por eso Tu cruz en el cielo desierto nos habla no de la pena de ser dos, sino de la expiación del uno con la promesa negada a cuestas, que ahora la autora tiene que convertir en palabras para mantener el deseo y demandar ahora a nosotros, los lectores, lo que echa en falta. La novela es el sino de su angustia que nació con la imagen del otro y todo lo que el desconocimiento sobre esa imagen le produjo. Contarlo, narrarlo, viene a ser la experiencia real de ese amor, porque lo trasmuta. El relato lo construye sobre su imposible: la distancia, lo efímero, la separación, la carencia, en suma; y en esa singularidad del romance, busca lo universal: «De lo único que se puede hablar es del amor», afirma Sanín.
III.
En la cruz no caben dos sino uno que mantiene la tensión consigo mismo. Imaginemos por un momento el esfuerzo físico que hiciera Jesús en la cruz tras intentar enderezar sus piernas con el fin de aliviar la tirantez de sus brazos y luego sin remedio, rendirse al dolor otra vez. Así transcurre la novela de Carolina Sanín. Al hacer su ejercicio de narración, las palabras fluyen para enseñarnos su corazón que es «un cabalgar rabioso y dolorido». Se distiende. La leemos anhelando, deseando, esperanzándose y también afligida y acongojada, temiendo por su soledad y entonces la vemos llorar como ella misma lo describe: «con la boca totalmente abierta, con los ojos de par en par en su charco: haciendo el escándalo del gran llanto». Pero luego como Jesús lo hiciera, pretende aliviar el dolor, entonces se quita su corazón, lo ve fuera de sí y detiene, pondera, juzga en tercera persona. La razón le ordena lo que la narración deja fluir en el caos. Poniendo a funcionar el mecanismo de la lógica, pretende la autora subyugar su dolor. Se mueve por sus páginas, tratando de equilibrar sus emociones; ella y la animalidad que la habita, batallan en fuerza, tiran y aflojan la cuerda, compiten halándose una y otra para que su oponente cruce la línea central. Y en esa tensión la autora busca también su quietud (sola en su desierto, con una cruz que no tiene asidero), agotando en el lenguaje su individualidad para relacionarse con los demás y reinventarse y encontrar otra vitalidad.
Karibay Velásquez nació en Mérida, Venezuela en 1984. Es Periodista, ensayista y editora. Magister en estudios de Literatura Latinoamericana por la Universidad de los Andes. En el campo editorial se destacó en la gerencia de publicaciones de Monteávila Editores. Entre 2011 y 2016 estuvo a cargo del semanario Letras del Diario Ciudad Ccs. Actualmente coordina la revista de literatura Pie de Página y hace parte del consejo editorial de publicaciones de la editorial independiente Acirema.
La composición que ilustra este post fue realizada a partir de una ilustración de Angela Mackay
año 1 ǀ núm. 4 ǀ mazo – abril 2021
Etiquetas: A propósito de Tu cruz en el cielo desierto, Carolina Sanín, Crítica, crítica venezolana, de Carolina Sanín, Karibay Velásquez, Literatura colombiana, Literatura venezolana, marzo – abril 2021, núm. 4, Reseña, Tu cruz en el cielo desierto Last modified: marzo 18, 2021