Gustavo Arango
«Un clásico instantáneo de la literatura homoerótica en lengua castellana», nos adelanta Gustavo Arango en esta reseña de la novela del escritor colombiano Miguel Falquez Certain, La fugacidad del instante, publicada por la editorial Escarabajo. Texto leído durante la presentación del libro, el jueves 29 de octubre de 2020.
A los magos les gusta acomodar cosas en espacios reducidos: tórtolas comprimidas hasta el borde de la asfixia, varitas mágicas ocultas entre pliegues de pañuelos, mujeres en pedazos. De manera que no debe sorprendernos que un autor que está evocando sus inicios como hombre y como mago ceda a la tentación de acomodar miles de cosas: hechos, gentes y ciudades, en el sombrero gigante que puede ser una novela de cerca de setecientas páginas.
Para empezar, quiero dejar claro que «La fugacidad del instante», la novela largamente esperada de Miguel Falquez Certain, es un tour de force, un clásico instantáneo de la literatura homoerótica en lengua castellana y es, sobre todo, la novela de un poeta y su autor bien puede ser llamado desde ahora el Marcel Proust colombiano.
Que «La fugacidad del instante» es una confesión velada, apenas disfrazada de ficción, salta a la vista en la manera como su protagonista, Carlos Alberto Rivadeneira, hace eco de rasgos notorios del autor: la condición de mago precoz que le dejó el gusto por los aplausos, su orientación sexual y su devoción por el lenguaje pulido y la precisión de los detalles.
Lo primero que llama la atención en este libro es la abundancia de información. Al lado de una historia de crecimiento personal, de búsqueda de identidad, aquí está empacada la Barranquilla de los años 50 y 60. Cualquier barranquillero de raigambre tendrá ancestros con nombre propio o apenas disfrazados en la historia. Allí encontrará los dichos de aquella época, los locales comerciales, los artistas, carnavales y reinados, los rituales de las clases medias y altas de una ciudad sin pasado, a medio camino entre el comercio y el contrabando, ocupada a veces en parapetar alcurnias con apellidos foráneos. Como el sombrero es bastante amplio, también hay pedazos de Cartagena, Valledupar (con sus juglares incluidos), Miami y la Nueva York de los tiempos de los Beatles (a quienes el viaje en el tiempo nos permite ver de cerca).
La atención al detalle resulta abrumadora. Los personajes suelen aparecer con todos sus nombres y apellidos, lo que le confiere al texto un cierto aire de parodia de las telenovelas mexicanas o venezolanas, donde los ricos se pavonean muy orgullosos de sus apellidos. El prestidigitador utiliza la presteza de sus dedos para dejar registro de todo lo ocurrido, no solo en su vida, sino en la vida de todos aquellos con quienes se cruza en el camino. Los diálogos no omiten ni siquiera los saludos ni las formalidades («Mucho gusto», «Encantado»). La tarea es tan exhaustiva que, desde las primeras páginas, un lector medianamente juicioso se da cuenta de que es inútil seguirles la pista a los personajes, pues si se hiciera un índice onomástico al final tendría el aspecto de un directorio telefónico.
Hay, por ejemplo, un capítulo donde el narrador personaje se dedica a evocar, casa por casa, las familias de su vecindario, mencionando a cada miembro de cada familia y ofreciendo anécdotas, destinos y en ocasiones comidilla sobre sus secretos y sus antepasados. Como curiosidad quiero citar el párrafo de nueve líneas y diecisiete personajes que fue el golpe definitivo para que me diera por vencido en el empeño de seguirle la pista a ese gentío:
Mi tía Gertrudis viuda de Lecumberri llegó de Caracas y se hospedó en el Hotel El Prado. Mis tías Carolina, Isabel y Verónica llegaron de Miami y se hospedaron en casa de mi abuela. Por la noche se apareció mi tío Santiago con su esposa Abigail y su hijo Francisco Rivadeneira y su esposa Daniela que vivían en la mansión de mi abuelo en el Prado que aún no se había vendido. Mi tía Amelia cruzó la calle y llegó llorando, apoyándose del brazo de su esposo Laureano Catalano y acompañada de sus hijos Leonardo y su esposa Ingrid Aznar, Ángeles y su esposo Enrique Rivadeneira, Fulgencio, Arnulfo y Alina.
Este párrafo está lejos de ser el más nutrido. Al final de la novela, en ese punto culminante donde confluyen el final del bachillerato, la muerte de una amiga de la infancia y el comienzo de la vida adulta, el autor se las arregla para acomodar veintiséis personas en el mismo espacio.
Resulta inevitable preguntarnos qué se propone el autor con tantos detalles. Entonces recordamos que ―tanto el autor como el narrador― antes que escritores fueron magos y que buena parte de sus gestos pretenden distraernos, embotar nuestra atención, para que nos olvidemos de que, al mismo tiempo, están haciendo un truco oculto destinado a sorprendernos.
Cuando uno entiende que el desfile de nombres y episodios es un despliegue distractor, la pregunta obligada es por el truco que nos están presentando. Uno podría suponer que tanta gente allí metida lo que busca es diluir las confesiones eróticas de un niño que se hace adulto y asume ―contra toda clase de obstáculos― su homosexualidad: desde los inocentes escarceos con «pipís» propios y ajenos, hasta que se empieza a hablar de «vergas» y la cosa se pone seria.
Uno empieza a elaborar la teoría de que el autor quiso diluir la franqueza de las escenas sexuales con el mural panorámico de diversos lugares. Uno piensa que el autor quiso expresar el erotismo a la manera de los suecos o de las películas pornográficas de los años setenta; es decir, instalado en medio de historias bien contadas, apareciendo de manera esporádica, cuando el lector o el espectador ya se ha olvidado de la última crudeza.
Pero el público de los magos suele ser desconfiado y los magos suelen dar pistas falsas ―para desconcertar a quienes quieren ser más listos que ellos― y pronto uno llega a pensar que quizá el meollo de la novela no sea la iniciación sexual del personaje sino algo más recóndito y profundo.
Entonces se piensa en el título del libro: «La fugacidad del instante», una condición del tiempo que el narrador descubre en los ojos de un amigo de «ternura agazapada en no sé dónde», justo después de comulgar sin haberse confesado (y no es poca cosa que esa pequeña muerte espiritual lo instale para siempre en el transcurrir del tiempo). El narrador usa con frecuencia expresiones como «esta mañana», «hoy», «este año», «la próxima semana», de manera que más que ser testigos de una evocación, nos sentimos instalados en presentes diversos, en situaciones que transcurren en el instante justo en que leemos.
Ese es uno de los trucos que nos ofrece este exquisito Proust a la colombiana: pone ante nuestros ojos el instante ―inasible, eterno y fugaz― atrapado entre los ágiles dedos del prestidigitador. El título suena a evocación de Marco Aurelio o del Eclesiastés, nos recuerda que la vida se nos va «como una nube, como una nave, como una sombra».
La novela hace un despliegue de virtuosismo: en la calidad de su lenguaje, en la corrección estilística, en la verbosidad del español ibérico («con suma paciencia», «mi consola se había definitivamente averiado», «dijo que nosotros podíamos ir si así lo juzgáremos conveniente»), que a veces se antoja paródico y a veces se concede la indulgencia de abrevar en la cultura popular («casi le da un soponcio»); en su profundidad filosófica, que es eco de los temas que recorren la poesía del autor de la novela.
Pero, como sucede con los números de magia, la cosa no termina con el truco que deslumbra y arranca los aplausos. Detrás de los trajes vistosos y el control de las reacciones del público hay siempre un hombre solo, consciente de su mentira, del carácter engañoso de su presentación.
Hay dos tipos de magos: aquellos que se meten con las fuerzas ocultas y poderosas del universo y aquellos que se dedican a la prestidigitación y el ilusionismo. De los primeros aquí se ve poco; a menos que admitamos que, a nuestro personaje, la fuerza sexual se le sale con frecuencia de las manos y, en ocasiones, se ve obligado a justificar actos que en nuestro tiempo de corrección política podrían ser objeto de demandas. Pero el ilusionismo abunda y detrás de todo ilusionista hay un impostor que puede hacer que otros crean en sus poderes, pero él mismo es incapaz de creer en su propia magia.
Cuando un mago decide ser escritor, uno de sus trucos menos visibles es la persona que ofrece a la vista de los lectores: él mismo es un deslumbrante anacronismo. Al final de un duelo sostenido contra un sacerdote que representa la oposición hipócrita de la iglesia a su identidad sexual, el autor se pregunta:
¿Quién había vencido? ¿El vengativo energúmeno o yo, el homosexual, el ateo, el rebelde, el poeta, el espontáneo, el presidente de la academia literaria, el perturbador, el buscapleitos, el curioso, el efectista, el declamador, el mago, el scout, el tremendista, el amigo de los débiles y de los desposeídos, de los raros y conspicuos?
La imagen que ofrece de sí mismo está cuidadosamente calculada. El mago confía en que creamos y aceptemos la versión que ofrece de sí mismo. Al lado de ese muchacho engreído, sabiondo, condescendiente, aparecen fragilidades, lados sombríos, superficialidades que él mismo se ha permitido dejar ver. No se avergüenza de reconocer que anda buscando la belleza física en los hombres. Admite derrotas en terrenos donde no le interesa imponerse: en cierta ocasión le quita el puesto de portero a un muchacho que le cae mal y termina goleado; admite haber merecido y recibido puñetazos; pero en lo que le interesa rara vez se reconoce culpable o equivocado. Es erudito, sabe más que todos, nadie le da la talla y, si no ocupó el primer lugar en el concurso de bachilleres, fue porque el triunfo no le importaba y le sopló ―con desdén― varias respuestas al ganador. La muerte del padre está narrada con maestría, el autor se permite solturas inspiradas por la modernidad literaria europea, pero sus emociones tienen algo de puesta en escena. Lo mismo puede decirse de la hostilidad que caracteriza las relaciones con su madre. Su pelea con la iglesia ―que confunde con pelea contra Dios― lo ha dejado sin lenguaje para expresar otra cosa que no sea lo sensible. Por eso todo es físico, por eso no consigue saber dónde se oculta la ternura. Sus emociones están localizadas en alguna parte del cuerpo: en la médula de los huesos, en la garganta. Su dolor es un dolor idealizado.
Lo que el narrador calla es mucho más revelador que todo lo que pone ante nuestros ojos. Un rasgo fundamental del artificio de esta novela es que el personaje principal casi nunca está solo. Una de las poquísimas veces que esto ocurre se masturba pensando al mismo tiempo en varios amigos. Detrás del gentío que habita este enorme sombrero, detrás de reflexiones sobre el tiempo, el mago desolado que nos habla cree haber dejado ocultos, en algún fondo doble, su soledad, su fragilidad, su «ternura agazapada», su dolor y su tristeza verdaderas. Pero el lejano resonar de sus lamentos no deja de escucharse en cada línea.
Quizá lo más ficcional que tiene el libro es ese párrafo al comienzo, donde se declara que «cualquier parecido con personas, vivas o muertas, o con acontecimientos reales, es pura coincidencia». Eso no quiere decir que lo que hay en las páginas del libro sea toda la verdad. Uno de los aspectos más entretenidos de «La fugacidad del instante» es el juego de adivinanzas que suponen las trasposiciones y los nombres inventados. Un lector que conozca la sociedad barranquillera y cartagenera disfrutará mucho desenmascarando personajes, asignando nombres reales a esta comedia de costumbres que Miguel Falquez Certain nos ha regalado. Pero ese aspecto referencial de la lectura se diluirá con el tiempo ―cuando no queden personas que reconozcan los modelos originales― y entonces será más visible esa elaborada filigrana repleta de verdades sobre la vida en sociedad y con pocas verdades sobre su personaje principal.
Miguel Falquez Certain ha convertido a su protagonista en un sombrero de mago de donde salen miles de personas y una época, retratados con finura y maestría. Cuando el espectáculo del mago se termina, persiste la sensación de que quedaron cosas guardadas y que en algún rincón están agazapados ―como una tórtola a punto de ahogarse― el miedo, el dolor, la congoja, el lamento de una criatura asustada. Pero los poetas saben que la realidad solo puede ser aludida, nunca nombrada. «La fugacidad del instante» es como una fina tela de colores que permite que se vean los contornos de ese niño y se perciban los temblores de su llanto.
Gustavo Arango es el autor de «El origen del mundo» (Premio Bicentenario de Novela, México, 2010), «Santa María del Diablo» (Latino Book Award 2015, a la Mejor Novela Histórica en Español) y «Un ramo de nomeolvides» (un texto imprescindible sobre los inicios de Gabriel García Márquez en Cartagena). Fue editor del suplemento literario del diario El Universal y es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta. Recibió el Premio Simón Bolívar de Periodismo 1982 y fue el autor homenajeado por la Feria Hispana/Latina de Nueva York, en octubre de 2013.
La composición que ilustra este post fue realizada a partir de un fragmento de una pintura de Joan Miro (Gouache on Paper)