Sara Olivas García
Introducción: la autoetnografía
Tengo 29 años. Me sitúo frente al espejo. Todavía me cuesta reconocer quién se esconde tras la imagen. Observo mi cara. Demasiado normal. Ojos marrones. Nariz pequeña. Cejas intervenidas por la micropigmentación. Dientes ni demasiado blancos ni demasiado amarillos. Soy guapa. Muy guapa. O eso me han dicho. Soy guapa de cara. Así es como me ven. Después, la mirada baja a la barriga, a la cintura, a las caderas, a los muslos, a las piernas, incluso a los gemelos. No me gusta lo que veo. No me doy asco como hace años atrás, pero sigue sin gustarme lo que veo. ¿Qué le pasa a mi cuerpo? ¿Hay algo malo en él? ¿Algún día dejaré de verme gorda? ¿Realmente estoy gorda? ¿Cómo es habitar un cuerpo no normativo en una sociedad que premia la delgadez e invalida y menosprecia la gordura?
…..Conozco el concepto de autoetnografía en la clase de ‘Salud y violencias’ del Máster de Género y Políticas de Igualdad de la Universidad de Valencia. Comienzo a indagar y a descubrir qué quiere decir el término. «La auto-etnografía es una modalidad de investigación etnográfica que utiliza los materiales autobiográficos del investigador como datos primarios». Pienso que es algo sencillo. ¿Quién mejor que yo para hablar de mí misma? «Es la presencia de una estructura narrativa (que incluye una trama o el argumento del relato) o, puesto de manera aún más puntual, la utilización de “formatos narrativos”. Soy poeta. O escritora. O ambas. Pienso: se me tiene que dar bien. Prácticamente toda mi vida ha girado en torno a la literatura. «La auto-etnografía enfatiza el análisis cultural y la interpretación de los comportamientos de los investigadores, de sus pensamientos y experiencias, habitualmente a partir del trabajo de campo, en relación con los otros y con la sociedad que estudia». «Una manera de ver a la autoetnografía es ubicándola en la perspectiva epistemológica que sostiene que una vida individual puede dar cuenta de los contextos en los que le toca vivir a esa persona, así como de las épocas históricas que recorre a lo largo de su existencia».
…..Indago en profundidad, sobre todo, cuando leo y releo historias de mujeres que se asemejan a la mía. A mis manos llega la historia de Nina Navajas, investigadora y profesora de la Universitat de València que escribe «Deberías adelgazar, te lo digo porque te quiero», un ensayo científico basado en su propia experiencia donde reconoce que la «gordofobia» está tan extendida en la sociedad como el racismo y el sexismo. Mari Luz Esteban afirma que las autoetnografías ayudan a empatizar con el otro porque «quedan adherid[a]s al lector, […] le remiten a situaciones que, aunque no hayan sido vividas, le obligan a implicarse, a pronunciarse frente a lo narrado (2004, p. 17). Nina todavía no lo sabe, pero su historia me remueve y me atraviesa. Y, al mismo tiempo, me invita a abrirme y a reflexionar sobre mi propio cuerpo y la historia que se esconde tras él. Asimismo, las autoetnografías tienen un valor terapéutico para quien escribe y para quien las lee; pues la persona lectora puede hallar en este tipo de textos una «legitimación» de sus vivencias y una vía para «reinscribir en su biografía lo sucedido (Esteban, 2004 p. 17), así como un revulsivo para vivir de manera más reflexiva y para superar las experiencias de dolor y malestar (Lee, 2020).
…..Pienso que he sanado la herida de mi cuerpo. Me siento fuerte. Me lo creo. Me lo creo hasta que decido comenzar un trabajo personal a cuatro voces y, en la primera reunión, al conocer sus historias y verme reflejada en cada una de ellas descubro que no. Vuelvo a compararme. Vuelvo a mirarme en el espejo y a sentir repulsión. Vuelvo a pensar que mi cuerpo es el menos normativo. Vuelo a desear pesar cincuenta kilos. O incluso cuarenta. Y ahí, en esa playa, descubro que sigo enferma. Que mi trastorno no se ha ido. Que mi mente sigue siendo la de aquella niña que pesaba más de cien kilos y que adelgazó para ser querida y aceptada. ¿Acaso se adelgaza por otros motivos?
…..Tal y como reconoce Lee, compartir historias y exponer nuestra vulnerabilidad nos conecta con el mundo en un ‘acto esperanzador’, sobre todo para colectivos de los que no se hablaba hasta hace poco y si se hablaba se hacía desde el desprecio, el asco y la indiferencia. El objetivo de este ensayo es nombrar lo innombrable, decir lo indecible y, explorar, desde la experiencia personal, cómo es habitar un cuerpo no normativo, descubriendo y visibilizando los efectos de la persecución de ese ideal de belleza inalcanzable, así como, las repercusiones de la familia, el género y la clase social en el desarrollo de los trastornos alimenticios.
…..En este trabajo autoetnográfico, presento un viaje hacia la entraña más familiar y, al mismo tiempo, más desconocida de mí misma. Una reflexión crítica y autobiográfica sobre mi experiencia como mujer, gorda, pobre y enferma no diagnosticada. Para realizar este itinerario he tratado de hacer memoria y recordar algunos de los hechos más traumáticos de mi vida, los cuales, algunos de ellos habían sido borrados. Las comparaciones familiares, el significado y acepción de la palabra gorda desde muy pequeña, las dietas, las visitas a médicas y endocrinas, las básculas mensuales, las contadas de calorías, los vómitos, los atracones, el maltrato a mi cuerpo, tanto recibido por mí como por las otras personas, y cómo el ideal de belleza y delgadez inalcanzable me ha acompañado hasta el día de hoy.
¿Qué quieres ser de mayor? Delgada
La primera vez que escuché la palabra «gorda» tenía tres años. Seguramente a esa edad no conocía su verdadero significado, pero por las caras y los gestos de burla y rechazo, supuse que era algo de lo que avergonzarme. Algo que tenía que esconder. Algo de lo que no podría sentirme orgullosa. Penny y Haddock afirman que las criaturas de cinco años valoran la delgadez y se ofenden con la gordura. Aún estaba en esa edad en la que una niña rolliza, regordeta y con los mofletes colorados era síntoma de buena salud y buena presencia. Sin embargo, al empezar la escuela infantil y a pesar de vestir con el babi de rayas blancas y azules con el que todas y todos parecíamos iguales, entendí que todo era una falsa apariencia. El dedo inquisidor de los niños ya me había colocado sobre los hombros el peso de la etiqueta que más daño me ha hecho y la cual todavía no logro quitarme. Ya no sería Sara, ni mucho menos Sarita. Ahora sería Sara la gorda. ¿Por qué asumir la gordura como parte de la construcción personal, como una condición del cuerpo, mutable o no, como tener el pelo largo o corto, la nariz grande o chica, los ojos café o negros? ¿Cuál es la paradoja? ¿Cuál es el valor de evidenciar la ausencia de contradicción? (Moreno, 2014)
…..El estigma de la gordura o gordofobia —terror patológico a la gordura, prejuicios y discriminaciones contra las personas gordas— se despliega en las interacciones sociales: a) de forma directa (p. ej.: insultos por nuestro peso); b) de forma indirecta (p. ej.: cuando nos sugieren lo que menos engorda del menú); y c) con el entorno (p. ej.: cuando los asientos de los medios de transporte no son suficientemente cómodos o amplios para acomodarnos) (Lewis et al., 2011). A los seis años decidí que no quería ser diferente, pero sobre todo, que no quería continuar siendo la diana de las burlas y cuchicheos, por eso, le pedí a mi madre que me pusiera a dieta. Socialmente, se ve la gordura como un defecto moral (falta de voluntad/cuidado) al interpretarse que el cuerpo es reflejo del Yo (Featherstone, 1991). y, asimismo, los cuerpos gordos se construyen socialmente como aberrantes por su exceso de carne y grasa (Contrera, 2016; Lee y Pausé, 2016). Asimismo, este proceso de clasificación de las personas con base en su peso, constituye procesos de exclusión y de discriminación que repercuten directamente sobre la salud mental de las personas. Se debe entender la discriminación como aquellas «exclusiones que tienen por objeto marginar a ciertas categorías sociales usando criterios étnicos, raciales, religiosos, de género y de orientación sexual, socioculturales o de tipo ideológico – nacionalista (Cisneros, 2004 pág. 168).
…..A simple vista, puede parecer extraño que una niña tan pequeña exija a su madre que le ponga a dieta como si esa fuera la única solución a todos sus problemas, pero lo que aún no sabía era que la gordofobia se había quedado a vivir en mí. La gordofobia constituye un proceso sistemático cultural que enmarca y determina las relaciones sociales, que tiene como base los parámetros estéticos occidentales capitalistas de legitimación en torno al deseo, al punto que «sentirse bonitas proviene no sólo en parte de un deseo o convicción íntima personal, sino que surge del «haber cumplido» embebidas en la sociedad de consumo» (Bossio, 2013, p.3). Asimismo, la gordofobia internalizada opera cuando las personas gordas nos atribuimos las creencias sociales sobre la gordura y/o cuando consideramos que nuestra identidad está socialmente deteriorada por ser gordas (Ratcliffe y Ellison, 2015).
…..La sociedad y, por consiguiente nosotras mismas, asumimos que lo light, lo delgado y lo fitness son signos de valía, esfuerzo, disciplina, belleza, salud y éxito. Y, por el contrario, aquellos cuerpos diferentes, gordos, flácidos y marcados por estrías, granos o cicatrices, se consideran cuerpos indeseables, tristes, carentes de éxito, feos, descuidados y enfermos. De esta manera la gordofobia constituye el proceso que enuncia la expresión de odio hacia los cuerpos que no encajan en los patrones corporales normativos (Álvarez, 2004, p.36) y, al mismo tiempo, consideramos la gordofobia como una patología o una aversión obsesiva o temor a la gordura y por ende, a las personas con mayor peso del que se establece como la media «normal». ¿Me odiaba a mí misma u odiaba la imagen que la sociedad me había creado de mi cuerpo? ¿Es posible odiar tu cuerpo a los seis años? Seguramente desconocían que las burlas familiares en la infancia pueden generar desórdenes alimentarios, y que esta preocupación por la gordura produce estigma que deteriora la salud física y mental (Bacon y Aphramor, 2011; Calogero et al., 2019).
…..No recuerdo la edad exacta en la que empecé mi primera dieta porque la realidad es que no recuerdo un momento en el que no viviera con restricciones ni contando calorías. Aprendí que mi cuerpo estaba mal y que debía cambiarlo costara lo que costara. A los ocho, tomé mi primera comunión y mi único objetivo que, más tarde, se convirtió en obsesión, era caber en ese vestido blanco con volantes heredado de mi hermana. La primera vez que me probé el vestido estaba en el dormitorio de mi abuela. Un dormitorio con dos camas y lleno de espejos. «Vamos a ver si te entra» fue la frase más repetida por mi madre. Al oírla, lo primero que pensé fue: «por favor, dios, si existes, haz que me entre». Caber o no caber en ese vestido no era cuestión de vida o muerte, sin embargo, cualquiera de ambas acciones podría desembocar en consecuencias fatídicas para mí. Por un lado, no caber en él evidenciaba que, a la misma edad, pero diez años después, estaba más gorda que mi hermana. Y, por otro lado, comprar otro vestido, aunque fuera de segunda mano, se convertía en un lujo que mi familia no estaba dispuesta a pagar. La cháchara sobre la gordura —habla común entre mujeres y chicas en la que se fomentan conversaciones y comentarios negativos sobre la gordura y el propio físico— cumple una dimensión prescriptiva de género pues preocuparse por la línea forma parte de ‘convertirse en mujer’. Cinco minutos después, tras llantos internos, sudoraciones y respiración entrecortada, entré en el vestido. Y, no solo entré, sino que, incluso, me sobraba por todos lados: brazos, cintura, cadera y cuello. En esta escena se observaba la vigilancia mutua del aspecto físico; que se ejerce a través de la ‘mirada de la amiga’ (Winch, 2013) o forma específica de mirar entre iguales de chicas y mujeres, caracterizada simultáneamente por el afecto y las ‘crueldades normativas’ (Ringrose y Renold, 2010). Algunos estudios revelan que las madres que comparten con sus hijas preocupaciones sobre el peso y las dietas pueden transmitirles malestar corporal, comportamientos para perder peso y ansiedad (Neumark-Sztainer et al., 2010). A los ocho años supe el significado de la competencia entre mujeres. Mi primera contrincante: mi hermana. Después, llegaron mis amigas.
…..Observo las fotografías de ese día y en todas salgo desganada, sin sonrisa y con la mirada perdida. Aun así, ese día me sentía una princesa. Estaba guapa, delgada, y por ende, era el centro de todas las miradas. La belleza no es una cualidad innata al objeto [o a la persona], sino una propiedad percibida con respecto a ella por otra» (Lloyd, 1923, p. 225). Quiere esto decir que la belleza personal es un intangible, que no depende tanto del sujeto en que supuestamente reside, como del que juzga (Martín, 2002, p.1). Ese 12 de marzo del 2002 empecé a interiorizar que mi delgadez era sinónimo de ser válida y querida. No solo por mi familia, sino también por mis amigas, por el profesorado del colegio y por los chicos. Sobre todo por los chicos. Dianne Neumark-Sztainer et al. (2010) advierten que construir a los niños —y especialmente a las niñas— con cuerpos grandes como gordos y en baja forma puede desencadenar conductas alimentarias problemáticas que propician la ganancia de peso —como hacer dieta o no hacer deporte, por vergüenza del propio cuerpo o por temor al acoso—. En esos momentos no era ni gorda ni flaca. Supongo que mi cuerpo se situaba en ese limbo a medio camino entre una cosa y la otra. Sin embargo, a los ocho años ya sabía lo que quería ser de mayor: delgada.
«Si sigues así vas a morirte, lo sabes ¿no?»
La primera cita con la endocrina fue vía llamada telefónica. Yo no contesté. Habló mi madre por mí. La médica le preguntó sobre mi peso. Mi madre contestó que pesaría alrededor de unos 90 kilos. En realidad, no pesaba eso. Ya había adelgazado unos pocos kilos. Me atrevería a decir que cinco. Me sentía orgullosa y feliz. Pero cuando llegó el primer encuentro con esa médica que la recuerdo con un parecido notable a Mercedes Milà, la felicidad fue cayendo en picado. En esa pequeña habitación llena de carteles con niños obesos, metros con jirafas dibujadas y campañas para prevenir la diabetes infantil, empecé a sentir el juicio de un montón de ojos sobre mí. No estaba sola. Estaba la endocrina, mi madre y una fila de médicas y médicos de prácticas. «Quítate la ropa y súbete a la báscula». Tardé en reaccionar ante la petición, pero ante sus miradas y ese silencio atronador, me quité la ropa. Me quedé en bragas y en tetas. Todavía no usaba sujetador y ni siquiera me había bajado la regla. Puse mis pies en el cuadrado metálico y, con miedo, giré la cabeza hacia otro lado para no mirar el número: la sorpresa fueron 92 kilos.
El poder/saber médico ha patologizado la gordura del mismo modo que lo ha hecho con otras diversidades corporales. Así, se considera todo tipo de gordura como un riesgo médico en sí mismo cuando hay evidencia científica de que no es tan simple la ecuación y se ha limitado la discusión a una cuestión de exceso de comida y falta de ejercicio, olvidando estratégicamente los peligros inherentes en los tratamientos de adelgazamiento con los que se enriquecen las corporaciones farmacéuticas, médicas y estéticas (Contrera, 2014).
…..«-Tu madre me dijo que pesabas 90 kilos, ¿qué has comido para engordar dos kilos?» No contesté. No supe. Empecé a recapitular qué podía haber comido de más para haber engordado esos dos kilos. Nada. Desde que supe de mi cita con la endocrina eliminé de mi día a día todos los alimentos procesados, los dulces y las grasas. Aún así, parecía que nada de lo conseguido era suficiente. Todavía necesitaba más.
…..Algunas autoras feministas argumentan que, dado que el trabajo de belleza se ha intensificado y extensificado, sentirse bien con el propio cuerpo deviene una tarea irrealizable (Elias y Gill, 2014; Widdows, 2018). En la cultura de la transformación se impulsa el ‘trabaja más en ti misma, que en cambiar el mundo’. Es más, no ‘estar a gusto consigo’ —y hablar de ello— se considera de mal gusto y un fracaso que denota poca seguridad en una misma (Elias y Gill, 2014).
…..Ese fue el primer momento en el que supe que gran parte de mis traumas provenían de mi madre. Ella le había dicho un peso estimado a la médica. Un peso de mentira. La realidad era otra. Yo había adelgazado, pero no se reflejó. Por lo tanto, mi único deseo desde ese día hasta unos meses después, sería contentar a esa doctora que me miraba de arriba a abajo y me decía frases como: «¿Sabes que si sigues así te vas a morir? ¿Sabes que vas a tener diabetes? ¿Tú quieres eso? Pero, otra cosa te digo, si adelgazas vas a estar muy fea».
Otra forma de comprender las dimensiones de la gordofobia, radica en la visión medicalizada de cualquier tipo de gordura, que pretende posicionarle como sinónimo de enfermedad inherente y muerte prematura, frente a la delgadez entendida como salud y longevidad, concepciones que aumentan el pánico moral frente al aumento de peso corporal y tiñen la gordura de condena, es decir, la gordura es percibida únicamente como una enfermedad que mata per se y no como una condición o característica personal. Una ficción médico-política generalizada hace presumir que la delgadez es saludable y que la gordura en todas sus expresiones siempre es manifestación de falta de salud actual o potencial (Contrera, 2013, p.61)
Por otro lado, el discurso médico – mediatizado al legitimar la gordura corporal como epidemia con sello de muerte prematura, enfoca su atención en la obesidad como un problema de salud pública al cual se le debe invertir e intervenir de forma directa y enfática, perdiendo de vista la problemática subyacente a la visión de la gordura como enfermedad, pues a nivel simbólico el mensaje segrega a unos de otros, generando en estas últimas categorías descalificadoras que podrían generar trastornos del estado del ánimo, principalmente de tipo afectivo y depresivo, así como, ansiedad generalizada que se potencian a partir de no sentirnos personas frente a un sistema que nos discrimina, victimiza y burla por nuestra composición corporal, posicionándonos como el ejemplo de lo que ninguna persona debe llegar a ser, porque al final, ¿Qué cosa peor hay, que ser una persona gorda en un mundo cifrado, categorizado y creado en función y para el beneficio de la persona delgada?
…..No. Claro que no quería eso. Yo lo único que quería era caber en los vestidos de las tiendas, poder ir a la piscina o a la playa en verano, quería que mis padres me quisieran y, sobre todo, quería que un chico me besara. No ocurrió nada de eso. O sí ocurrió, pero no le di importancia porque adelgacé, pero no tanto como deseaba. Conseguí caber en algún que otro vestido, disfrutar de los veranos en el pueblo, pero lo que más ansiaba: ser querida no iba a ocurrir nunca. Me di cuenta años después. Entré en el vestido de flores y en el bañador rojo a base de dietas de 1000 calorías que luego pasaron a 1500 y luego volvieron a 1000. Y así en sucesivas ocasiones. La cultura de la dieta; sistema de creencias que venera la delgadez y la equipara con la salud y la virtud moral (Harrison, 2019), ya se había convertido en un habitual en las conversaciones con amigas y familia. De hecho, empecé a demonizar ciertos alimentos y formas de comer, sobre todo, en mis padres. Y, al mismo tiempo, me avergonzaba de determinadas elecciones alimenticias, consiguiendo así sentir que comida y culpa se convirtieran en sinónimos.
…..Resulta simplista considerar que con dieta y ejercicio se puede controlar el peso, pues en la ecuación intervienen desde la constitución física, la clase social y el género, a factores medioambientales, culturales e históricos (Contreras, 2005). Tardé muchos años en concienciarme de que nunca iba a alcanzar ese ideal de belleza de mujer 90-60-90 que acaparaba las portadas de las revistas o que, cada vez más, aparecía en primeros planos de la pequeña o la gran pantalla. Jamás fui consciente de que había cuestiones a las que no le estaba haciendo mucho caso como podrían ser la constitución, la clase social, las hormonas o, incluso, el ambiente familiar en el que me movía.
…..Cuando esa primera endocrina me aseguró, en repetidas ocasiones, que si seguía así podría o bien, padecer diabetes, o bien, morirme, algo en mi cabeza hizo click. Sin embargo, creo que mi mayor preocupación era saber si, en algún momento, una chica como yo podría convertirse en objeto de deseo para los chicos de clase.
…..Había gente que me paraba por la calle y las felicitaciones y ánimos venían acompañados de un: «pero qué guapa te estás quedando y qué delgada». Esos comentarios me daban la motivación suficiente para continuar firmemente y sin mirar atrás en mi objetivo: ser delgada. Aun así, también resonaba fuertemente en mí la última frase de la médica: «Pero, otra cosa te digo, si adelgazas vas a estar muy fea».
…..El discurso patologizante de la epidemia de obesidad se engarza con la cultura de la dieta y la pérdida de peso se construye entonces como un medio para alcanzar, además de la salud, la autoestima, la felicidad y un estatus social superior (Harrison, 2019).
…..Los medios de comunicación me habían vendido la idea de que si adelgazaba, no solo podría alcanzar la felicidad, sino también la belleza, sin embargo, la endocrina me decía todo lo contrario. Entonces, ¿ser delgada estaba relacionado con ser fea? ¿Acaso era una cuestión de elegir una cosa o la otra? O, ¿el problema era yo?
«Lo que tú sientes se llama obsesión»
Las narrativas del antes y después alrededor de la pérdida de peso —también comunes en medios de comunicación y productos culturales— refuerzan la idea de que ‘sí se puede’ y, con ello, la intolerancia a la gordura. No es sorprendente, pues, que quienes no somos naturalmente delgadas nos concentremos en el objetivo de adelgazar y empleemos importantes cantidades de tiempo, dinero y recursos psicológicos y físicos en ello (Harrison, 2019).
…..La llegada de la preadolescencia marcó otro hito importante en mi vida. Estaba en segundo de la ESO y, aun faltando dos años, ya me preocupaba por el vestido de graduación. Todas mis amigas eran guapas y delgadas y, por consiguiente, ya empezaban a coquetear con los chicos. Yo quería eso. Por lo que regresé al hábito de la dieta, esta vez sin prescripción médica. Empecé a buscar en internet métodos rápidos y efectivos para quitarme los muchos kilos que había cogido en el verano. Dietas milagrosas como la de la piña o de otras tantas frutas se convirtieron en mi búsqueda frecuente en el historial del ordenador. Después, ese historial engordó con otras webs sobre anorexia y bulimia, en las que, algunas adolescentes daban consejos de cómo provocar el vómito o cómo bajar kilos casi por arte de magia.
…..Son muchas las webs que defienden o, al menos, presentan la anorexia y la bulimia como decisiones personales justificadas y racionales. En aquella época, Internet se convirtió en el refugio de muchas adolescentes con trastorno de la conducta alimentaria, logrando así, crear un universo propio con sus propios símbolos, su propio imaginario, sus propios códigos y su propio lenguaje. Actualizaban el blog a diario en el que la mayor parte del contenido hacía referencias a sus experiencias y vivencias en torno al cuerpo, especialmente, sobre lo que comían o lo que dejaban de comer.
La apología de la anorexia y la bulimia no era ni es un delito. Sin embargo, en 2008, la Brigada de Investigación Tecnológica de la Policía elaboró un informe interno sobre el fenómeno pro-Ana y Mia en Internet. En él, se aseguraba que existe “un número indeterminado” de páginas de este estilo en español, abiertas y accesibles a todo el público. El estudio perfilaba al usuario medio: mujer en un 95%; de entre 14 y 21 años; el 60% se está iniciando y no ha llamado la atención de su entorno familiar y social; el 23% se encuentra ya en una fase de desarrollo del trastorno y reconoce haber despertado la preocupación de ese entorno; el 17% dice encontrarse bajo tratamiento médico y psicológico (El País, 2009).
…..Al mismo tiempo que me adentré en el universo de Ana y Mía, casi sin saberlo, naturalicé el hecho de fotografiar cada parte de mi cuerpo con el objetivo de hacer visible la cantidad de kilos o de centímetros perdidos. Llegué a leer en algún foro o artículo que «lo que no se mide, no se puede mejorar», incluso, añadían pautas y consejos para realizar la mejor fotografía: utiliza siempre la misma ropa, retira el pelo de la cara, usa un fondo neutro para no causar distracciones, coloca la cámara en un punto donde salga tu cuerpo de pies a cabeza, o, sin ir más lejos, no metas barriga. En otro de los artículos, imponían alguna de las pautas para sacar la mejor fotografía y las colocaban con la coletilla de «obligatorias».
…..Hay dos fotos obligatorias: una de vista frontal y otra de vista lateral. Estas fotos tienen que ser: con los pies juntos, manos al lado del cuerpo, postura relajada y natural, no haciendo una pose, con ropa interior, parte de arriba, un top o bikini y parte de abajo del bikini o pantalones cortos. En resumen, poca ropa o ropa ajustada que permita ver mejor los cambios.
…..Al principio, creí que este método ayudaría a reconciliarme con mi cuerpo, cada vez más delgado. Sin embargo, ocurrió el efecto contrario. Me obsesioné hasta tal punto de realizar una fotografía diaria, y, además, la báscula que usaba una vez al mes, pasó de ser aliada y amiga a mi archienemiga. Me pesaba más de dos veces al día, y, en algunas ocasiones, lo hacía después de comer. Parecía que mi mente quería insinuar que seguía engordando, que nunca alcanzaría el objetivo y que, sobre todo, no lo estaba haciendo ni rápido ni bien. Me exigía tanto y me culpaba todavía más que, en ese periodo de tiempo, viví temporadas en las que pasaba de no comer absolutamente nada, de hecho, me imponía dietas en las que solo existía una comida al día, a devorar cualquier alimento con alto contenido calórico que veía en la despensa y en la nevera. Y después del atracón ya sabía lo que tocaba: visita al baño y vómitos.
…..Las clases de educación física para una niña como yo fueron horrorosas. A veces ponía de excusa a la regla para no ir, aunque todavía esta no se había dignado a aparecer. Recuerdo que, en mi colegio, cada trimestre hacíamos una serie de pruebas para comprobar nuestra condición física. En una de esas pruebas, aprendí a vomitar. Eran las ocho de la mañana, para aprobar la asignatura tenía que correr mil metros (a día de hoy y con mi peso actual, una tontería, pero pesando alrededor de los 90 kilos, la broma no tenía gracia). Tenía el vaso con leche y colacao del desayuno todavía en la garganta, y a la segunda vuelta, y sabiendo que iba a terminar la última, vomité toda leche. Nadie se dio cuenta. Pero, en ese momento, empecé a comprender que si algo entraba en mi estómago y, al cabo de unos pocos minutos, salía, era como si no hubiera entrado. Esta idea se convirtió en hábito y en una práctica habitual. Ni yo misma sé la cantidad de veces que me provoqué el vómito, sin embargo, lo que sí sabía era que, después de hacerlo, me miraba al espejo y me veía guapa. Posiblemente guapa no es la palabra correcta, pero, lo que sí puedo reconocer era que me sentía satisfecha.
…..La vomitadora transgresora satisfecha: se da cuando el comer y vomitar es tan placentero que no consiguen renunciar a ello. A menudo vienen a terapia obligadas por los familiares, por la invalidez del trastorno o por la significativa disminución de peso.
Conclusiones y reflexiones finales
Los demás años de mi vida hasta hoy, con veintinueve años, se han tratado de subidas y bajadas de peso. Tras la pandemia, engordé más de diez kilos y el miedo a enfrentarme al espejo y a la sociedad, también implicó el pánico a salir de casa. Decidí, por motu proprio, regresar a la nutricionista por esa trampa que me puse a mí misma y me creía de: «adelgazo por mí, no por lo que me diga la sociedad». Fue un proceso duro, pero logré recuperar mis curvas y un peso más situado al lado de la norma. Sin embargo, también recuerdo decirle a la nutricionista: «me sigo viendo mal, no sé parar, y tampoco voy a saber hacerlo sola». A día de hoy, sigo necesitando restricciones, castigos y obligaciones para adelgazar con el objetivo de conseguir ese ideal de belleza que me he metido en la cabeza y que nunca voy a alcanzar. Sin embargo, a pesar de saberme de memoria la teoría, una de las cosas que más me preocupa en la vida es engordar. Sigo mirándome al espejo y viéndome mal. Trato de convivir con esto. Ya no lucho. No me gusta tampoco oír comentarios como: «Ay, Sara, si tú no estás gorda». Porque reconozco que me hacen más mal que bien. Aún así, he tardado veintinueve años en reconocer y comprender que los cuerpos son diferentes y que el camino a la felicidad no radica en ser un cuerpo más o menos delgado, sino en cambiar la imagen de una misma hacia la autoaceptación.
…..En esta autoetnografía, he presentado un viaje personal a través de mi cuerpo desde niña hasta el día de hoy. Un viaje marcado por una relación complicada con la gordura y por el deseo de ser delgada. Un recorrido personal sobre cómo es habitar un cuerpo gordo y no normativo en la sociedad actual.
…..Asimismo, he tratado de evidenciar la violencia simbólica, traducida en gordofobia, que vivimos los cuerpos no normativos a través de la familia, las amistades, el colegio, las parejas, e incluso las instituciones médicas. Vivimos en una sociedad que sigue en guerra contra de la obesidad y que premia los estilos de vida «saludables», poniendo a los cuerpos delgados en el centro y construyéndose estos como valores máximos a los que todo el mundo debería aspirar para tener una vida exitosa, bella y saludable, pues, por el contrario, los cuerpos gordos simbolizan el fracaso, la fealdad, el descontrol, la enfermedad e, incluso, la muerte.
…..En efecto, esta autoetnografía me ha servido para poner en el centro y darle valor a mi historia. Una historia de una mujer anónima que se ha animado a relatar sus vivencias, poniendo en evidencia, una vez más, que lo personal es político.
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- Qué es la bulimia nerviosa, anorexia nerviosa o vomiting desde Terapia Breve Estratégica. (2017, mayo 14). Júlia Pascual psicologa en Barcelona | Terapia Breve estratégica. https://www.juliapascual.com/bulimia-nerviosa-vomiting/
- Sánchez, G. M. Q. (2019). Gordofobia: Efectos Psicosociales de la Violencia Simbólica y de Género Sobre los Cuerpos. Una Visión Crítica en la Universidad Nacional, Heredia. FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS INSTITUTO DE ESTUDIOS DE LA MUJER.
Sara Olivas García (Valencia, 1993). Periodista, gestora cultural, educadora artística, poeta y agente de igualdad. Ha participado y gestionado eventos poéticos en València como Versillos a la Mar, Versat i Fet, De andar por casa y A pies de página. Ganadora del Certamen de Relatos Beatriu Civera del Ayuntamiento de València (2020), de la Segunda Edición del Certamen de Vídeopoemas Poemágenes (2019), galardonada por el mejor texto teatral con el monólogo «Una mujer que no soy yo» en el certamen Quítate la máscara de la Universitat de València y ganadora del XIX premio de poesía de la Universidad de Valencia por «La perra de esta casa». Cofundadora de proyectos culturales como Revista Impasible, una revista que trata de visibilizar la alta sensibilidad a través del arte y la literatura. «Las manos» es su primer poemario publicado por la editorial Valparaíso Ediciones (2021) y «Machete al forajido» es su última obra literaria, un wéstern feminista editado por Proyecto Estefanía. Actualmente, se encuentra investigando en su trabajo Final de Máster sobre la (s) violencia (s) hacia los cuerpos gordos y no normativos y cómo afecta el neoliberalismo en estas, además de la repercusión y el auge de la extrema derecha para fomentar y normalizar los discursos de odio.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de la obra Bathers, 1908,
del pintor, ilustrador y escenógrafo francés © André Derain