Written by 3:45 am Crítica, Ensayo

Michel Houellebecq: consideraciones sobre el tedio

Pablo Montoya

 

 

Este ensayo forma parte del libro Un Robinson cercano: diez ensayos sobre literatura francesa del siglo XX (Bogotá, 2017) del poeta y escritor colombiano Pablo Montoya. Agradecemos a la editorial Penguin Random House el permiso para compartir este ensayo e invitamos a nuestros lectores a acercarse al libro.

 

1

El tedio es una secreción de la opulencia. Se extiende como una llaga frívola en las mansiones de la burguesía. Planea, oneroso, en los burócratas de los estados socialistas. No hay consumo posible que pueda desalojarlo de los recientes tiempos liberales. El tedio, esa terrible exquisitez, poco tiene que ver con la pobreza material y la precariedad de los espíritus. Roe, incansable, el alma de los pudientes y los ociosos. Hay un paradigma inolvidable del tedio en el Cándido de Voltaire. El noble veneciano Pococuranté que, rodeado de muchachas graciosas, cuadros bellos, música amena, excelentes manjares y gran literatura, se ahoga en un aburrimiento insondable. Flaubert, que conoció bien las ásperas sinuosidades de la insatisfacción, decía que esas cuatro páginas del Cándido son una de las maravillas de la prosa y la culminación de casi un siglo de esfuerzos literarios. Pero es Baudelaire el que mejor dibujó las facciones del tedio. Las flores del mal inician con un bostezo monstruoso que devora todo el universo. Criatura delicada aunque terrible, el tedio de Baudelaire tiene sin embargo, a diferencia del de Pococuranté, una inclinación por el disfrute estético. Entre lo transitorio y la eternidad está el arte, propone el autor de El spleen de París. Pero sobre los tres planea, férreo, asfixiante, demoledor, el tedio con su sombra.
……En los ámbitos de esta asfixia puede existir el pálpito de una intuición. Y, al mismo tiempo, una suerte de sospecha de que luces así no sirven para dilucidar nada. Con todo, Paul Valéry asegura que este hastío de vivir favorece algo. Ayuda a que se mire con claridad la existencia en su completa desnudez. Lo cual equivale a decir que gracias a él vemos las cosas tales como son. Vacuidad que el burgués olvida con sus ruidosas fiestas familiares y sus pasatiempos triviales. En paradojas de este tipo, el tedio gusta devorarse a sí mismo y nos devora con minucia. De tal modo que desde las inmensas riberas del tedio se levanta una reflexión que termina por volverse esperanza. Esperanza que no es más que una de las maneras tras la cual se esconde el lúcido hartazgo de sentir que estamos vivos. De la lenta masticación del hastío las letras están llenas de metáforas y símiles igualmente exhaustos. En realidad, la literatura ha comprendido el tedio como una indigestión espiritual que paraliza frente a cualquier intento de liberación. El mismo Valéry pone en boca de su Sócrates una sentencia inquietante: “La opulencia paraliza”. Pero es el tedio, escoria del confort, lo que en verdad detiene al borde de todos los abismos, evitando que el suicidio sea una evidencia real. En esta serie de definiciones, sin embargo, no hay más que una atractiva red de artificios. Los escritores franceses, desde Pascal hasta Cioran, han querido hacer de ella como una quimera literaria. Michel Houellebcq, a su manera, continúa esta tradición fatigante.
……En su primera novela, Ampliación del campo de batalla, se pone freno a la idea de que la escritura es un ensalmo contra el tedio. Dice el empleado informático de la obra que la escritura no alivia. Tan solo retarda, delimita, introduce una sospecha de coherencia en horizontes condenados a la desolación. Pero es verdad que la escritura puede entenderse también como un remedio para exorcizar los demonios del hastío. Se trata, entonces, de escribir para no sucumbir. De escribir para declarar la guerra a todo lo aborrecible. Vladimir Maiakovski decía, en medio del júbilo revolucionario bolchevique, que su trabajo fundamental era la injuria y el sarcasmo contra toda injusticia. Rimbaud proponía algo parecido a finales del siglo xix: una educación poética a partir del desborde de los sentidos. En tal aniquilamiento insensato, el poeta avanza y el poema asume su belleza espantosa. Porque es en la experiencia del exceso donde la escritura logra una de sus plenitudes. En Una temporada en el infierno no se alude, por supuesto, a una escritura que aligere. Ante la comodidad hipócrita del burgués, la única senda para el poeta es, según Rimbaud, escribir desde el estrago y el grito. El tedio tiene acaso una significación sorpresiva en el rebelde de Charleroi: está asociado a la rabia. Es un tedio que tiene el mismo impulso de esas acciones límites que el autor de La carta al vidente aconseja para favorecer el crecimiento del arte. Cuando la vida se vuelve una farsa continua, cargada en las espaldas de todos los hombres, el tedio debe levantarse como una fuerza transgresora. Habrá que comerlo y digerirlo para vomitarlo sin compasión sobre esa ecuanimidad resignada que el dios católico otorga a los hombres de buena voluntad. Es un tedio parecido, quizás, al que invade al personaje de la novela de Houellebecq. Pero hay una diferencia. Si el sujeto de Rimbaud es un animal herido que salta en medio del desdén, horrorizado por la patria y las virtudes de sus ciudadanos, el empleado de Houellebecq se pasea cansado, bosteza, vomita, se masturba por entre el falso esplendor de la nueva Europa. Ambos escritores están acorralados por el tedio. Al primero, lo sacude con violencia. Al segundo, lo paraliza. En los dos la felicidad, tan pregonada por sus sociedades, es imposible de conquistar.

 

2

Hay otra filiación importante a propósito del protagonista de Ampliación del campo de batalla. El Meursault de Camus planea como un eco en la novela de Houellebecq. La escritura de El extranjero, nimbada de hondo desencanto, la influye profundamente. Está el tono amargo pero humorístico, propio de los textos cuyo objetivo es descuartizar la comodidad de los hombres que creen que todo va bien. El rechazo del informático hacia su entorno es visceral y poco amigo de las ambigüedades. En la novela de Houellebecq, empero, no se acude al denso simbolismo, ni a esa compleja metáfora moderna del rechazo que habita la célebre novela de Camus. El repudio del primero es directo en su ausencia de imparcialidades. Nada de lo que usualmente se atribuye a los seres capaces de afecto podría endilgársele a este personaje tocado por una abulia incurable. Su mal, o su enfermedad, es una atrofia para acercarse al otro. Ni qué decir que la amistad, los mínimos sentimientos familiares y el amor son extravagancias imposibles de anidar en un espíritu en donde lo que reina no son los cansados escombros de una fe, sino el insano esplendor del tedio. La frase dicha por el joven Baudelaire, “sufro de una ociosidad perpetua manejada por un malestar perpetuo”, podría trajear al personaje de Houellebecq. Literalmente se trata, en esta primera novela, de rehusar la nueva sociedad capitalista que abarca los ámbitos de la crueldad, lo obsceno y lo escatológico. Ampliación del campo de batalla, según Marc Weitzmann, es un ataque sin concesiones a la mentira social francesa de los años ochenta y noventa del siglo xx, comandada por una política de izquierda que se extravió en la euforia publicitaria, en el triunfalismo empresarial, en una equívoca solidaridad ciudadana y en la práctica de un antirracismo dulzón. Tal rechazo no desconoce los destellos del humor. Ese humor que, al decir de Houellebecq, es una “cortesía de la desesperanza”. Es aquí donde reside el secreto del arte de Houellebecq. El eje de su obra es un no al mundo tal como es. Negación que surge, según palabras del escritor, de “la intuición de que el universo se basa en la separación, el sufrimiento y el mal”. Para establecer esta negación se fusionan dos enfoques, uno patético y otro clínico. Ambos se complementan para generar en el lector la repulsa y la atracción. Por un lado, dice Houellebecq, está la disección, el análisis frío y el sentido del humor. Por el otro, la participación emotiva y una lírica que poco tiene de sublime y se recuesta en la opaca inmediatez de la vida cotidiana.
……Donde más se observa esta doble faz acaso sea en la obra poética de Houellebecq. La suya es gris en sus pretensiones líricas. El tedio que alberga hace impostergable cualquier gozo. Sus versos son otra forma del bostezo baudeleriano en medio de los centros comerciales franceses. Porque los espacios de estos poemas son los supermercados donde una comodidad electrodoméstica pulula y ondea el fantasma de una desazón letal. El poeta recorre las comarcas del consumo y las fustiga con fatiga. Pero su desengaño no es altisonante. La voz que dice es pasiva, aunque escéptica a cualquier atisbo de salvación colectiva que tanto pregona la ostentación de las compraventas. El poeta, como si acabara de salir de una clínica de reposo, aplastado por la depresión, va recorriendo las bodegas gigantescas del comercio en las que la humanidad ha sido despojada de su grandeza por un Abadón banal del consumo. Esta poesía se ancla, además, en un curioso aprendizaje del sufrimiento. Houellebecq elabora su método en una de las primeras obras titulada Seguir vivo. Formulaciones de la pena y la dislocación espiritual del hombre contemporáneo que se parecen a un nuevo tratado de estoicismo. “Todo sufrimiento es bueno; todo sufrimiento es útil; todo sufrimiento contiene sus frutos; todo sufrimiento es un universo”, dice este advenedizo apóstol de los padecimientos. Un Séneca posmoderno que propone la paciencia y la resistencia, pero también el cinismo y la incredulidad ante la vida. Seguir vivo está dirigido a un supuesto poeta desconocido. Algo hay aquí de esas cartas que los viejos maestros dirigen a los artistas adolescentes para que sepan avanzar en lo que es tortuoso. Poeta, aconseja Houellebecq, soporta todo el sufrimiento posible. Esa es tu misión. Pero no creas en la felicidad, ni en el consuelo, ni en un dios benévolo que ilumine y fortalezca, ya que tales patrañas no existen.
……“Me sentí viejo después de mi nacimiento”, dice uno de los poemas de Houellebecq. Y en “Ópera Bianca”, obra experimental con texto suyo e instalación móvil y sonora del escultor Gilles Touyard, se afirma: “No vivimos; hacemos movimientos que creemos voluntarios. La muerte no puede alcanzarnos; ya estamos muertos”. Son versos, entre muchos otros, que permiten concluir que esta poesía es monótona en su continuo quejarse, plomiza en la casi plana expresión de su tristeza. Es la poesía de un espíritu adolescente que ha sucumbido a las frustraciones personales, a los óptimos proyectos de la familia, al modelo del bienestar aclamado por la Francia neoliberal. Una voz que se eleva para desafinar la armonía sonora de los ámbitos en los que la mercancía quiere acapararlo todo. Es, tal vez en esta perspectiva, que la poesía de Houellebecq resulta interesante. Su llanto empalaga por una retórica emparentada con usadas tradiciones decimonónicas. Y, sin embargo, uno termina aprobando este contubernio entre el escritor solemne en sus apuestas estilísticas –hay sonetos y muchos versos rimados en Houellebecq– y una realidad social –el de los centros comerciales, el de las agencias de empleo, el de los clubes de vacaciones, el de las autopistas– ajena a la tradicional ensoñación del poeta. El abrazo, de estas situaciones que se repelen con odio, es lo que podría otorgar un raro prestigio a los poemarios de Houellebecq. Libros que dejan intuir, desde sus títulos mismos, un movimiento maltrecho hacia la esperanza: El sentido del combate, La búsqueda de la felicidad, Renacimiento.

3

A pesar de que la obra de Houellebecq posea alardes indóciles, y de que pretenda ser un “último baluarte contra el liberalismo” –así se llama uno de los poemas del libro El sentido del combate–, está penetrada por un espíritu racista. Tal rasgo la vuelve reaccionaria y cercana al círculo de los xenófobos y nacionalistas febriles de toda laya. Mulatos, negros, asiáticos, y sobre todo árabes, atraviesan los libros de Houellebecq con un cierto aire de forasteros vulgares que se han entrometido en la orgía perpetua de los compradores europeos. No en vano las declaraciones de Houellebecq, a raíz de los eventos del 11 de septiembre de 2001, junto a las de Oriana Fallaci en su libro La rabia y el orgullo, forman parte del odio al mundo islámico que algunos intelectuales han manifestado ante la llegada del terrorismo árabe a los centros del poder occidental. Mientras que Fallaci compara en suntuosidad lo incomparable –hermosas e inteligentes catedrales y no tan bellas y fanáticas mezquitas– y llama a los hijos de Alá miserables que se reproducen como ratas y tilda su civilización de retrógrada, Houellebecq hace también lo suyo en este sainete de las declaraciones incendiarias. Aunque es cierto que el rechazo del escritor francés a las religiones es general. Considera, por ejemplo, que asistimos a un desmoronamiento paulatino de las religiones monoteístas. Que la frialdad de las verdades científicas terminará desalojando el ardor de los dogmas religiosos. Que la más estúpida de estas religiones es la musulmana –en Plataforma uno de los personajes, curiosamente un árabe, afirma que el islam es una religión nacida entre beduinos pringosos que no tenían otra cosa para hacer que “culearse a los camellos”– frente a la cual el cristianismo gana por ciertas complejidades. Complejidades que se asemejan, sin duda, a las que enarbola la atrabiliaria periodista italiana. Declaraciones de este tipo se emiten en un contexto que inflama los rencores entre dos mundos que se han mirado sin comprenderse muy bien desde hace siglos. Houellebecq se convierte, así, en un representante más de esa mentalidad colonialista que se enlaza, a través de los siglos, a la intolerancia medieval de los cruzados. Su mirada depresiva de la realidad francesa de los años noventa, que para otros tendría el vital encanto del multiculturalismo y las nuevas expresiones del hombre nómada y las tribus marginales, está fundada en el fracaso y la rabia. La impotencia sexual, la inapetencia espiritual y la abulia intelectual, esas maneras del tedio, son los lentes por donde se observan las coordenadas de la frustración insaciable de los colonizadores.
……El espíritu reaccionario de Houellebecq es posible rastrearlo. Su antecedente aparece al leer su obra ensayística. Se creería que este rasgo se dibuja a partir de los grandes reaccionarios franceses –Léon Bloy, Druy de la Rochelle, Louis Ferdinand Céline. Y serían interesantes los lazos que pudieran tejerse entre Houellebecq y estos autores, siniestros en los excesos ideológicos y brillantes en los hallazgos literarios. Pero el parentesco de Houellebecq viene de otro lado. En “Lovecraft contra el mundo, contra la vida” está delimitada la hermandad. Este, recuérdese, es el primer ensayo que publica Houellebecq. Y si de algo sirve su lectura es para formular afinidades entre dos autores para quienes el universo es algo repugnante. Ambos abominan, en particular, del capitalismo. Lovecraft del que produce las grandes migraciones y las fábricas norteamericanas de las primeras décadas del siglo xx. Houellebecq del que llega a Francia en las últimas décadas del mismo siglo. Un capitalismo propio para provocar los malestares de una sociedad escindida por la crisis económica en la que los inmigrantes siempre son el chivo expiatorio. A los dos les asquea los valores del dinero y la potencia sexual que pregonan las sociedades viriles a las que pertenecen. Les exaspera la publicidad y el gusto por las riquezas materiales. Lovecraft las padeció al ser un escritor golpeado por la precariedad. Houllebecq, conociendo su procedencia y al ser el escritor más vendido en la Francia de los últimos años, es dudoso que haya conocido las variantes de la miseria. Ambos escritores sienten, además, una gran nostalgia por esos valores puritanos que los religiosos extremistas de sus naciones han pregonado ferozmente ante la llegada de la nueva libertad y su progreso. Habría que agregar que los dos levantan los hombros, con menosprecio, ante el triunfalismo de sus países imperiales. Incurren en comportamientos reaccionarios al quejarse de que la pureza, la castidad, la fidelidad, la decencia y la bondad se hayan convertido en marcas fútiles de un tiempo caduco. Y los dos, Lovecraft visiblemente, Houellebecq de guisa más velada, piensan que el desmoronamiento de los valores se debe también a la presencia del extraño. A la llegada a sus países de ese ser que impone el caos con su mestizaje y suscita el oprobio y la desconfianza en los nativos.
……El racismo es uno de los aspectos que más fascina al hastiado hombre contemporáneo. Es como si su resentimiento por el mundo, y su fría relojería que solo puede provocar escepticismo, se enconara más ante la figura del inmigrante. Quién sabe por qué engranaje se produce esta asociación entre el que padece de tedio y la presencia de quien busca no sucumbir ante el desarraigo. El uno, con su pasividad cósmica, pero apabullado por la lucidez. Y el otro, sin tiempo para reflexionar, carente de ocios que apunten al infinito, en el incansable ir y venir que origina el menester. En todo caso el racismo, según el propio Houellebecq al estudiar el caso de su maestro Lovecraft, tiene una base única: el miedo. En esta dirección, más que un mecanismo de defensa cultural en la evolución de todo pueblo, el racismo sería como una enfermedad de intrincada sintomatología que también sufren los personajes de Lovecraft y Houellebecq. El odio al métèque, o al menos la falta de una apertura hacia él, se presenta en el escritor francés como una proyección más de la amargura que su obra recrea. Y esta proyección mide el espesor real de su malestar.

 

4

“La edad adulta es el infierno”, escribe Lovecraft. Y esta edad es cara a las narraciones de Houellebecq. Perdida la infancia tras los cataclismos de una adolescencia desapacible viene el bochorno de la adultez. El tiempo de la vergüenza oculta, de los falsos protocolos, de los deseos empozados, de las treguas insípidas que siguen a las guerras en las que no hubo ni derrota ni victoria. Esa época despreciable de la cual Ciorán dice que solo queda la ausencia de las lágrimas y un gusto amargo de lo que fue mera agitación juvenil. Es en esta edad, precisamente, en donde sobreviene el tedio con su cortejo de rechazos, ironías y descreencias. En Ampliación del campo de batalla Houellebecq torna todavía más infernal esa edad. “La vida es dolorosa y decepcionante. Inútil por lo tanto escribir nuevas novelas realistas”. Esta frase con que inicia el libro sobre Lovecraft es, no obstante, una especie de credo aplicable a Houellebecq. El que permite entender la labor que habrá de materializarse en la primera novela. Porque lo que sucede en Ampliación del campo de batalla es la descripción realista de una existencia dolorosa, decepcionante e inútil. Una vida donde el único acto apasionado es fumar. “Fumar cigarrillos”, dice el informático, “se ha vuelto la única parte de libertad en mi existencia. La única acción a la que me adhiero con todo mi ser. Mi único proyecto”. Una vida donde no hay consuelo: ni en la música ni en la literatura ni en la compañía de los otros. Donde el vómito y el onanismo se perfilan como trasgresiones frente a un mundo de cuadros ejecutivos carentes de sensibilidad. O dueñas de una, pero inexorablemente extraviada. Para el informático, desesperado por conseguir afecto, la vagina termina siendo una fosa llena de sometimiento y soledad. Y el ano masculino, aunque ansiado a escondidas, es un perfil del goce que jamás se alcanza.
……Ahora bien, el erotismo presupone una esperanza en la fiesta del amor que significan dos cuerpos abrazados. Pero del mundo del tedio el erotismo está desalojado radicalmente. Ni el placer ni la fantasía detienen la cansada inercia del incrédulo. El que muestra Houellebecq tiene una relación con la ausencia de este en Lovecraft. En la construcción de las pegajosas fantasías demenciales del escritor norteamericano, el placer de los cuerpos y su cercanía con la imaginación ha sido excluido. Mientras que en Houellebecq aparece el deseo como atrofia. Sus novelas abordan un erotismo que, de entrada, se enturbia al asociársele con el negocio rentable de los sexi-show, de los campos nudistas y de las tabernas de la orgía capitalista. Y, como resultado del talento del novelista, surge la denuncia, que no cae en la fascinación de la diatriba escandalosa, sino en la risa irónica del escéptico. En Las partículas elementales cae el telón de la utopía hippie y el supuesto espíritu libertario de mayo del 68, para aparecer la avalancha del hartazgo y los malabares comerciales suscitados por el ejercicio de la sexualidad. En Plataforma toda forma del deseo es tragada por una de las gigantescas maquinarias del consumo que devela Houellebecq: la prostitución internacional y sus linderos que van desde Asia hasta América. Sin embargo, es necesario precisar que Houellebecq es el escritor más mediatizado de la literatura francesa de hoy. Hace parte del espectáculo de la farándula en que se han enfrascado muchos de los nuevos intelectuales, ansiosos por figurar más en el ruedo audiovisual que en las tribunas propias del debate literario. Por ello mismo, cada declaración suya termina siendo un suceso que revistas, periódicos y programas de televisión amplían exageradamente y terminan reduciendo a un artículo más del consumo. Es en estos espacios, justamente, en donde Houellebecq ha moldeado, pese a ciertos pasajes de denuncia en Plataforma, los pilares de una utopía viciosa basada en el turismo sexual, la prostitución y la cultura de masas.
……Y es que los personajes de Houellebecq, así se opongan a un sistema social opresivo, carecen de la pétrea belleza que tienen otras figuras de la total negación. Poco hay en los arquetipos de Ampliación del campo de batalla, Lanzarote y Las partículas elementales de ese encanto espectral que, por ejemplo, posee el Bartleby de Melville. Ese vacío de la voluntad, como diría Deleuze, no es la constante en Houellebecq. En Bartleby hay un absoluto rechazo hacia todo orden social y toda dialéctica histórica. Las proyecciones de Houellebecq jamás alcanzan esos confines execrables. En sus seres oscuros no hay ese dios escondido que reclamaba Nerval como una verdad poética indispensable. Se quedan en el bostezo sarcástico del que mira el vacío sin fondo instalado en los nuevos tópicos del esparcimiento neoliberal. Sus personajes no se sitúan al margen de la realidad que critican. Y como carecen de ese repudio rotundo que otorga el estar más allá de la periferia, parecen flotar en una contemplación bastante determinista del mundo que detestan. Sería ingenuo decir que, en este placer enfermizo, en esta espumosa circunstancia del tedio, no hay una crítica a la modernidad que quiere hacer del mundo un gran supermercado, una gran empresa, un gran centro vacacional. A los personajes de Houellebecq, empero, les falta el pavor de la pasividad, esa categoría abismada del silencio, la quietud que representa la suprema negación. Bartleby no tiene origen ni porvenir. Su presente se expresa en esa frase modesta –“preferiría no hacerlo”– que define la férrea inactividad de un fantasma en un universo dominado por productores frenéticos. No se sabe nada de Bartleby. Y en ese vacío semántico, que se instaura más allá del relato mismo, el lector termina corroborando la incómoda sospecha de que toda certeza, por elemental que sea, está en realidad agrietada en sus fundamentos. Los personajes de Houellebecq, en cambio, tienen procedencia y rumbo. No es difícil establecer un cuadro de sus seres carcomidos por el aburrimiento. Franceses de clase media, reacios a los valores de un optimismo social que la ideología de izquierda pregonó en el momento en que pudo ejercer el poder. Personajes que detestan las figuras literarias cimeras de esa izquierda sacrosanta: Sartre, Malraux, Aragon, Prévert. Sobre todo, Prévert del cual el mismo Houellebecq escribe: “A nivel filosófico y político es un libertario; es decir, fundamentalmente un imbécil”. Personajes educados en la cultura desechable de los medios, pero que despotrican de ella. Criados en la sociedad multicultural proclamada por los sociólogos del New Age, pero racistas confesos. Consumidores de las músicas del mundo y los clubes de descanso tipo Mediterráneo y Nuevas Fronteras, pero xenofóbicos hasta la médula. Personajes, como el informático de Ampliación del campo de batalla, que ven el fracaso por todas partes y el suicidio siempre les parece inalcanzable. Citadinos, en fin, que detestan la sociedad en que viven. Y que, de París, el luminoso paradigma de la libertad y la belleza turística, tan cantada por nativos y forasteros de todos los tiempos, dicen que es una urbe de inmuebles leprosos. Edificaciones detrás de las cuales tiembla la agonía de una humanidad paralizada en el hastío.

Pablo Montoya, Medellín, septiembre de 2005

 

 

Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963) Premio Rómulo Gallegos 2015 por su novela Tríptico de la infamia. Profesor de literatura de la Universidad de Antioquia. Ha publicado los libros de cuentos Cuentos de Niquía (Vericuetos, París 1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (El propio bolsillo, Medellín, 1997), Habitantes (Índigo, París1999), Razia (Eafit, Medellín, 2001) Réquiem por un fantasma (Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2006) y El beso de la noche (Panamericana, Bogotá, 2010); los libros de prosas poéticas Viajeros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2007) y Sólo una luz de aguaFrancisco de Asís y Giotto (Tragaluz Editores, Medellín, 2009); los libros de ensayos Música de pájaros (Universidad de Antioquia, Medellín, 2005) y Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso (Universidad de Antioquia, Medellín, 2009) y las novelas La sed del ojo (Eafit, Medellín, 2004) y Lejos de Roma (Alfaguara, Bogotá, 2008). Ha participado en diferentes antologías de cuentos y poesía colombiana y latinoamericana. Sus traducciones de escritores franceses y africanos y sus ensayos sobre música, literatura y pintura han sido publicados en diferentes revistas y periódicos de América Latina y Europa.

La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de la obra Trinacria,
material y técnica: hierro pintado, 2022 – 2023,
del artista venezolano © Daniel Suarez

 

año 4 ǀ núm. 18 ǀ octubre – noviembre – diciembre 2023
Etiquetas: , , , , , , , , , Last modified: diciembre 17, 2023

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