Fredy Yezzed
Abisinia Review presenta como primicia la primera parte de la extensa entrevista realizada a la poeta y ensayista argentina Ivonne Bordelois, que aparecerá en su próximo libro Bonnefoy y Pizarnik, una amistad con la poesía, novedad de Abisinia con la que inauguramos nuestra colección de ensayo «El país que nos habla», nombre tomado de un célebre título de Bordelois, y que le rinde homenaje a ella por sus más de 50 años de obra consagrada al arte y la cultura en Argentina.
…..Les presentamos la portada del libro con obra del artista plástico y poeta español Juan Carlos Mestre.
Memoria de la poesía. Entrevista a Ivonne Bordelois
Poeta y ensayista. Se graduó en la UBA. En París trabó amistad con Alejandra Pizarnik, quien le propuso traducir por primera vez en español al poeta francés Yves Bonnefoy. Se doctoró en lingüística en el Instituto Tecnológico de Massachusetts con Noam Chomsky, y ocupó una cátedra en la Universidad de Utrecht (Holanda). Recibió la beca Guggenheim. Publicó los libros de poesía El alegre Apocalipsis (1995) y Torcaza y Delantal Celeste (2022); y los de ensayo Correspondencia Pizarnik (1998), Un triángulo crucial: Borges, Lugones y Güiraldes (1999, Segundo Premio Municipal de Ensayo 2003), La palabra amenazada (2003), Etimología de las pasiones (2005), A la escucha del cuerpo (2009) y Del silencio como porvenir (2010). Ganó el Premio Nación-Sudamericana 2005 con su ensayo El país que nos habla. Fotografía de la autora por Leandro Teysseire.
UNA VOLUNTAD DE ESCANDALIZAR
—Se calcula por las 31 cartas que se conservan entre tú y Alejandra Pizarnik que ustedes se conocieron a comienzos de 1960… Como este libro es para un público no solamente argentino, que quizá desconoce tu vínculo personal con Pizarnik, ¿nos podrías brevemente contar cómo te conociste con ella?
—No, no fue a comienzos, más bien hacia finales, octubre del 60. En París se encontraba en ese momento una hermana de mi padre, Lucía Bordelois, una tía mía, una de las menores. Era una familia numerosa, eran once hermanos. Lucía Bordelois era cantante, una muy buena soprano. Se encontraba en ese momento en París estudiando canto, volviendo a ver a su antigua profesora de canto, que era Madame Bathory, que era una refugiada de la Segunda Guerra Mundial en Buenos Aires. Bathory era una mujer muy, muy eximia en las artes del cantar y había sido profesora de canto de Lucía, quien se había destacado en muchos conciertos en Buenos Aires. Por ese tiempo, yo residía en la Ciudad Universitaria, en el pabellón argentino, porque tenía una beca del gobierno francés. Ella vivía en un pequeño hotel en el quartier Latin. Nos veíamos a menudo porque Lucía había sido para mí una especie de mentora. Cuando era muy joven, yo creo que tenía once o doce años, me dio a leer Cartas a un joven poeta de Rilke. Ella vio en mí una especie de curiosidad o de punto especial hacia la poesía y cuidó eso. No era mi madrina, pero actuó como una especie de madrina espiritual y estética mía. Y bueno, en un momento dado ella me cuenta que en su grupo —pues era una mujer muy activa y tenía una cantidad de amigos que eran poetas, músicos, pintores y de todo tipo de actividades artísticas— había una chica que a mí me podía interesar, que se llamaba Alejandra Pizarnik. Lucía planeó el encuentro, nos invitó a almorzar en un pequeño restorán del bulevar Saint-Michel. Una gran generosidad de parte de ella, pues no tenía mucho dinero. Y ahí llegó Alejandra y ahí nos encontramos y almorzamos juntas y esa fue la primera vez que nos vimos.
—Me habías comentado en alguna oportunidad que la primera impresión que te dio Alejandra no fue muy positiva…
—No fue positiva. Fue como muy mezclada. Me di cuenta de que era una persona muy especial. Ella se presentó de modo muy provocativo, vestida sumamente informal y además su lenguaje era sumamente soez. Por decirlo en término refinado. Claramente se le veía la voluntad de escandalizar a dos señoras porteñas que ella se figuraba que éramos muy así. Y, entonces, el afán de escandalizarnos fue lo que prosperó en principio. Y eso lo hacía un poco especial. Pero lo que pasó es que además de esa provocación, había un vestigio bien claro en ella, a través de las cosas que decía, se veía que era una persona que tenía un espíritu crítico muy agudo, muy distinto, muy sobresaltante de alguna manera. A mí me fascinó esa parte, esa especie de contradicción que había. Así que mi recepción de ella fue como muy violenta. Por un lado, me rechazó un poco esa especie de show que hacía, que era un poco obsesivo, como de desdén…. Y por otro, me di cuenta de que ahí había un talento en ciernes muy notable y realmente me interesó mucho. Y así fue.
—A pesar de la distancia, ¿recuerdas los temas que tocaron?
—No, no me puedo acordar, quizá algunos temas de la época, del momento, así que no te lo puedo decir. Pero tan mal no habrá sido el clima del encuentro porque al final intercambiamos las direcciones y los teléfonos, y allí salió mi primera visita a la casa de ella… y creo que nunca más dejamos de vernos.
—Muchas veces uno no se acuerda en una reunión de qué hablaron, pero sí qué comieron…
—[Risas] No, no, todo eso quedó en la nube. Quedó más que nada el impacto de su presencia. Era alguien que no podías pasar por alto, era alguien realmente muy sobrecogedora cuando la empezabas a presenciar a lo largo del desarrollo de ese almuerzo que fue como de una hora. Vos te dabas cuenta de que era alguien muy excepcional. No podías evitar darte cuenta de que era así…
—¿Podrías ampliar un poco qué estabas haciendo en Francia?
—Sí, yo había optado a una beca del gobierno francés. Una beca un poco especial porque se trataba de un intercambio. Dos franceses se venían a Buenos Aires y dos argentinos iban a París. Yo me presenté a un programa de estudios en la Sorbona. Me interesaba la parte de filología, de lingüística y de literatura. Y, bueno, fui aceptada. Mi nivel de francés era muy bueno porque en mi familia se hablaba francés con bastante naturalidad. Yo me había recibido en la Facultad de Filosofía y Letras, tenía un currículum razonable para la época. En ese momento, tenía 34 años, no, espera…, tenía 26 años. Ya había estado enseñando un poco en la facultad como ayudante de cátedra o jefa de trabajos prácticos. Obtuve la beca y también la posibilidad de alojarme en el pabellón argentino de la Ciudad Universitaria, lo cual era muy cómodo, porque de allí cerca sale un subterráneo que te lleva a Luxemburgo, que está a cuatro cuadras de la Sorbona.
INFANCIA DE LA LENGUA FRANCESA
—¿El francés lo hablabas desde casa, desde la infancia?
—Claro, porque bueno, lo que pasaba es que en general el francés se usaba como el idioma de resguardo para los adultos en casa. Es decir, cuando se pasaba a hablar de problemas con el servicio doméstico, con unos amigos o con las parejas o lo que fuere, se pasaba al francés para que no entendieran los menores, para que no se incurriera en indiscreciones o en preguntas. Ese motivo acuciaba nuestro interés para enterarnos de qué se hablaba, qué querían decir esas palabras que nos ocultaban. Mi abuela paterna nos enseñaba francés y también las tías ayudaban. Y yo creo que a los 7 u 8 años ya, más o menos, entendía bastante el francés. Después yo fui a Lenguas Vivas que tenía muy buena reputación en esa época como escuela de lenguas. Yo leía mucho francés, así que tenía un buen respaldo en el idioma.
—¿Cuáles fueron esas primeras lecturas en francés que recuerdas?
—Mi abuela nos leía todas las tardes un capítulo de los cuentos de las Comtesse de Ségur que eran unos cuentos clásicos, algo así como los Dickens para los ingleses, pero para los franceses. Tenían unos grabados muy lindos. Eran unos cuentos fantásticos, mezcla de sociología y de magia eran esos cuentos. Y bueno, entonces eso nos empezó a familiarizar con el idioma. Ella leía traduciendo, tomaba los libros en francés y leía en español porque podía hacer la traducción inmediata. Eso era muy interesante y es una cosa que no se conoce o no se ve, no se ejercita. Nos leía pasajes del Antiguo Testamento. La gente piensa que sería una cosa religiosa. Pero no, ella tomaba la parte que sería historieta hoy, historieta extraordinaria…
—Muy creativo desde el sentido pedagógico el método de tu abuela… Además la Biblia es un compendio de muchísimos cuentos fantásticos que usualmente venían ilustrados…
—Sí, claro, mi abuela tomaba, por ejemplo, el pasaje de los hebreos por el Mar Rojo cuando estaban siendo perseguidos por el Faraón… Las partes de más acción, más mágicas. Nos leía de los condenados que iban a ser arrojados al patio de los leones, que vienen los ángeles y los protegen… Pasaba también que esa Biblia que ella nos leía estaba ilustrada por Gustave Doré, eran unos grabados maravillosos, así que junto con la lectura venían las ilustraciones. Yo no me acuerdo mucho de los textos, me acuerdo más de los dibujos que estaban bellamente editados. Me parece que eso era mucho mejor que Batman y que todas las imaginaciones de la época….
—¿Qué más te gustaba de ese mundo de fantasía del Antiguo Testamento?
—Me gustaba muchísimo ese pasaje cuando José interpretaba los sueños de sus hermanos. El Antiguo Testamento es maravilloso en cuanto a este tipo de fantasías o de imágenes que pueden encandilar y encantar a un niño. Entonces para nosotros eso fue como la gran fábula de la infancia y nos educó mental y estéticamente para toda la vida. No nos leían el Libro de los Números, tampoco los Salmos, que son inatravesables para los niños… Eran solo las aventuras. Una gran sabiduría de la familia que mantuvo estos libros en la biblioteca y los utilizaba así cotidianamente.
—Cuando se está aprendiendo un idioma, uno de los aspectos más difíciles es leer la poesía de ese idioma. ¿Recuerdas haber tomado un libro de poesía de algún autor en particular y haberlo leído en francés plenamente?
—Yo te diría que esto fue más a través de mi padre. Mi padre hablaba francés como un francés. Realmente era como si fuera nativo. Él desde niño había tenido nodriza francesa. Entonces habían aprendido el idioma desde la niñez. Papá era ingeniero, tenía una mentalidad científica y matemática muy marcada, pero también era un hombre al que le interesaba muchísimo la poesía y lo estético del lenguaje. Yo me acuerdo que papá, por ejemplo, en mitad de un almuerzo, de una cena, se ponía a recitar a Víctor Hugo, a Musset o a Lamartine, sabía de memoria grandes tiradas. Y cuando papá recitaba todos teníamos que estar ahí escuchando en silencio, surgía una especie de aura. Eso a mí me parecía relativamente natural, después me di cuenta de que era algo muy especial de mi familia. La poesía no me entró por la lectura, sino por el oído, por cómo papá recitaba esos poemas.
—Me imagino, entonces, que la poesía escrita te llegó ya en el colegio secundario… ¿Qué lecturas recuerdas de ese momento en particular?
—Sí, la poesía escrita yo la tuve en el colegio, cuando los libros de lectura de aquel tiempo, que eran mucho mejores que los de ahora, teníamos cada cuatro o cinco lecturas en prosa, un poema. Entonces, venía un poema de Lugones, un poema sobre pájaros… Yo me acuerdo todavía de memoria de esos poemas. Y me acuerdo que de noche, yo dormía con mi hermano quien tenía dos años más que yo, cada uno en su propia cama, y hacíamos como una especie de payada. Uno recitaba un poema y el otro le contestaba con otro poema, etcétera. Era como ejercicios de memoria. Creo que la iniciativa la tomaba yo, porque era a mí a la que le gustaba sobre todo la poesía. ¡Pobre mi hermano! [Risas] Y yo todavía me acuerdo de memoria de alguno de esos poemas que frecuentábamos. Teníamos una maestra extraordinaria, nosotros vivíamos en el campo, se llamaba Diosma de Oyhamburu, quien nos enseñaba poesía también, no la del libro de lectura, sino otras, por ejemplo, cosas de Gabriela Mistral, de Juana de Ibarbourou, que eran las poetas grandes de aquel tiempo. Así que no me puedo quejar. Siempre me atrajo la presencia del ritmo, de la rima, de la sonoridad de esos poemas, me enteraba por la música sobre todo. En esa época yo no era capaz, era niña, no era muy capaz de dar el significado lírico más allá de las metáforas y todo eso. Pero la música sí te entra instintivamente. Y yo creo que eso formó parte de mi educación poética.
—Fuiste muy privilegiada al tener esa entrada a la sensibilidad artística. Por un lado, el idioma francés y, por el otro, la poesía. Todo esto lo voy inquiriendo en el asunto de que a futuro va a llegar una traductora del francés. ¿Qué es lo que más te atrae del francés versus el inglés que sé que también hablas?
—Bueno, sobre todo la musicalidad del francés, es un idioma que, como tiene ondulaciones, es muy suave. En cambio, cuando tú escuchas el inglés se escuchan como mordiscos, es muy hermoso su ritmo y sobre todo su energía, pero la dulzura, la profundidad, las nasales del francés, por ejemplo, son hermosísimas. Son músicas muy distintas. Hay que tener unos estados de ánimo especiales para enfrentarte con ellas. Se incorporan mucho en tu corazón, yo diría, y por eso se quedan mucho tiempo. Yo también tengo un gran caudal de poemas en francés que sé de memoria porque me impresionaron mucho desde lo musical. En cambio, en inglés, al que llegué mucho más tarde, sé muy pocos.
—¿Qué sería lo más difícil a tu consideración de la lengua francesa?
—No sé qué sería lo más difícil del francés, porque hay que decir que, por ejemplo, para la sintaxis, el más difícil de todos es el español, porque el español tuvo en toda su plenitud, ahora lo está perdiendo, todos los modos del subjuntivo que el francés dejó caer. Desde el punto de vista de la sintaxis, la más complicada es la del español, que de alguna manera repone la complejidad del latín. ¿Y qué es lo que tiene de dificultad el francés? Yo no sabría decirte. Es muy entrador. Por ejemplo, las canciones francesas se te prenden muy rápido porque tienen un ritmo y un apego a la medida muy natural, es como que les nace sin esfuerzo el alejandrino y el soneto… Cuando vos lees a Corneille y a Racine, a todos ellos, da la impresión de que es prácticamente como un fluir de la conciencia. Ese tipo de retórica-poética que tienen, que es sumamente espontánea, parecería.
—¿Qué me dices de la formalidad del francés?
—Puede ser que ellos tengan, cuando se trata del lenguaje más formal, más administrativo, cuando escribís una carta para ingresar en alguna institución o tenés que referirte a una persona, unas reglas muy ceremoniosas y tenés que respetar eso. Sí, eso es de lo más difícil, las fórmulas de dirigirte a una persona, de despedirte en las cartas… Todo eso se hace con una rígida torsión y la tenés que cumplir porque si no queda como muy desaliñado. Hay que tener mucho cuidado. Yo diría que lo más difícil quizá sea la epistolaridad.
AQUEL PARÍS DEL SESENTA
—Con respecto al contexto familiar de Alejandra Pizarnik, ¿qué nos puedes decir? ¿Por qué estaba ella en Francia por esos años?
—Ella fue a Francia porque, en primer lugar, el que le sugirió que sería un importante aval para ella, para su carrera poética, fue Antonio Requeni, quien le dijo que le parecía que era «el lugar para ella, el momento para ella». Era un sacrificio grande para los Pizarnik, que era una familia pequeña de clase media y no tenían dinero como para solventar una estadía más o menos prolongada en Francia. Pero los Pizarnik cuando huyeron de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, una rama se fue a París, que eran los hermanos del señor Pizarnik, y otra vino a Argentina y ahí estuvo presente, entonces, el padre de Alejandra, la madre y bueno, nació primero Myriam y luego Alejandra. Los que hicieron más fortuna fueron los hermanos del señor Pizarnik, que en Francia fueron ingenieros de caminos. Entonces se pensó que Alejandra podría, porque se mantenía una cierta correspondencia entre los hermanos, alojarse con ellos. En principio los tíos aceptaron, pero no sabían con quién se iban a encontrar… [Risas] Naturalmente, la llegada de Alejandra, cuyo francés era bastante limitado en ese momento, y además su aspecto y todo el clima que ella buscaba para su trabajo y todo lo demás era totalmente desnivelado para lo que hubieran querido sus tíos. Entonces no duró mucho esa convivencia…
—Y me imagino que allí comenzó la bohemia de Alejandra, el verdadero París del que habla en sus cartas…
—Ella tomó vuelo y se fue a París a vivir en lugares sumamente precarios. Los domicilios para los estudiantes eran unas piezas diminutas que se encontraban en un quinto piso, sin ascensor, con un baño compartido con otras diez habitaciones. Era dura la vida y no había calefacción, siempre sin agua caliente. Era muy difícil, pero con tal de estar en París, la gente se acomodaba como podía. Alejandra tenía algunos contactos y, más o menos, fue escarbando a su alrededor, hasta que consiguió una cierta red de conocidos que la contuvo, la mantuvo durante bastante tiempo. Ella estaba en París antes que yo, y se quedó uno o dos años después que yo. La familia la bancó durante mucho tiempo, hasta que en un momento dado ya fue demasiado y ahí se le pidió que volviera, a pesar de la resistencia de su parte. En cambio, mi caso era muy diferente porque yo tenía una beca del gobierno, mis padres nunca pagaron nada. Yo tenía un buen pasar. Las becas eran generosas.
—Allí se enfrentan dos mundos que todavía siguen estando ahí en colisión, el mundo académico y el mundo autodidacta, ¿no?
—Claro, claro. Y también pesó mucho el hecho de que yo tenía una formación universitaria más o menos convencional y Alejandra no, a pesar de que ella había estudiado en la Escuela de Periodismo, se formó un poco con Juan Jacobo Bajarlía, y gracias a él se contactó con Olga Orozco. Ya tenía tres libros publicados cuando llegó a París, ella empezó a publicar gracias a la generosidad del padre que la financió.
—¿Sabes cuáles fueron los caminos para llegar a la publicación de sus primeros libros?
—Publicó en pequeñas editoriales. Debió haber sido por el lado de Bajarlía o con Rubén Vela y la gente que estaba en la editorial Botella al Mar. Eran editoriales que tenían una circulación relativamente escasa, pero de todas maneras poseían cierto prestigio, y allí ella pudo publicar sus primeros libros. Nunca publicó por su cuenta. Libros de los cuales Alejandra renegó luego, porque ella consideraba que su obra empezaba con los libros que escribió en París, que son Árbol de Diana y Los trabajos y las noches.
—Sí, yo creo lo mismo, sin embargo, si uno relee Las aventuras perdidas, publicado a sus 22 años, uno se sorprende, es una muchacha escribiendo ya con mucho compromiso con la palabra. Hoy lee uno a los chicos de esa edad o se mira uno a los 20 años, y deja mucho qué desear…
—Bueno, pero espera un poco. Cuando ella estaba en París, yo tenía 26 y ella tenía 24. Claro, y se dedicaba a nada más que a eso, a escribir.
(Primera parte)
Buenos Aires, Argentina, 15 de octubre de 2023
Fredy Yezzed nació en Bogotá, Colombia, en 1979. Escritor, poeta y activista de Derechos Humanos. Después de un viaje de seis meses por Suramérica en 2008, se radicó en Buenos Aires, Argentina. Tiene publicado los libros de poesía: La sal de la locura, (Premio Nacional de Poesía Macedonio Fernández, Buenos Aires, 2010), El diario inédito del filósofo vienés Ludwig Wittgenstein (Buenos Aires, 2012), Carta de las mujeres de este país (Ed. Bilingüe español-inglés, Nueva York, 2019) que fue Mención de Poesía en el Premio Literario Casa de las Américas 2017, La Habana, Cuba, y la antología La orilla de los heterónimos (Bogotá, 2020). Como investigador literario escribió los estudios Párrafos de aire: Primera antología del poema en prosa colombiano (Editorial de la Universidad de Antioquia, Medellín, 2010), La risa del ahorcado: antología poética de Henry Luque Muñoz (Editorial Universidad Javeriana, Bogotá, 2015) y en coautoría Yo vengo a ofrecer mi poema. Antología de Resistencia (Editorial Escarabajo, Bogotá, 2021).
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de una obra en
material y técnica: hierro pintado,
del artista venezolano © Daniel Suarez