María Fernanda Ceballos Calvache
Editor de Crónica David Lara Ramos
Este texto inédito narra sucesos de un período conocido en Colombia como La Violencia, el cual se vivió entre los años 1946 a 1958. Surgieron allí las primeras disputas que sobrevinieron en lo que hoy hace parte del conflicto armado interno. Ese período se caracterizó por la ocurrencia de un gran número de homicidios como consecuencia de la pugna por el poder político protagonizada por los partidos tradicionales, liberal y conservador. En el Valle del Cauca, departamento de Colombia, esa violencia estuvo en la mayoría de sus pueblos y se imbricó en el relato de la mayoría de las familias, quienes se vieron forzadas a dejar, no solo sus tierras, sino su infancia, tal como lo relata Miguel, personaje de esta crónica.
A sus seis años ya había visto cómo la muerte podía aparecer, de repente, en las aceras del caserío de La Marina. Había visto, cómo a los hombres y mujeres, según su decir: «Les pelaban la cara», tras arrastrarlos por caminos de arena y dejarlos muertos en el río. Era común que los niños, en prueba de su intrepidez, subieran a las volquetas en las que recogían los cadáveres y miraran, en esa pila de cuerpos humanos, no la cara de las víctimas, sino más bien, eso que la muerte les había dejado como rostro.
…..Era el año de 1955 y La Violencia, fruto del bipartidismo en Colombia, había cobrado más de un centenar de vidas en los municipios del norte y centro del Valle del Cauca. Desde 1948, bajo la presidencia de Ospina Pérez, la sangre había adquirido un valor preciado para los pájaros que, en simbología con esa palabra, eran de naturaleza carroñera. Y aunque Miguel¹ había nacido en la vereda El Roblal de Buga, a sus cortos seis años había corrido por gran parte de los caseríos de ese municipio donde la violencia se increpó con tanta demencia sobre los cuerpos de los campesinos, que correr tras el balón no era un evento que quizá ocupara el tiempo libre de los niños, como huir, de un lugar a otro, con sus familias dejándolo todo; cada lugar adonde se llegaba significaba un episodio nuevo, con otros actores, otros paisajes y también, otros muertos.
…..«Uno no tenía miedo», cuenta Miguel mientras sonríe, como quien no cree haber visto tanto horror aun siendo tan pequeño. ¿Y qué puede saber un niño acerca de la ejecución de una orden política sobre el cuerpo de un desconocido? Eran los años en los que El Cóndor volaba sobre las tierras del centro del Valle y la muerte paseaba como una vieja conocida por los campos sembrados de café y desgracia; esa misma suerte que acompañó a millares de familias que salieron de sus tierras. Eso fue lo que le pasó a Miguel, un año después de haber visto la muerte en los rostros de la volqueta.
…..«Perdimos alrededor de tres o cuatro fincas trabajadas hasta por nosotros, porque en ese tiempo entrábamos a estudiar a los ocho años», dice, mientras su voz se apaga y su rostro se va ensombreciendo tras la pérdida de lo que fue el patrimonio de la familia. Y es que después de esos años, poco o nada volvieron a saber los hermanos acerca de tener tierras o trabajar en el campo, pues la suerte de cada uno fue diferente a la de vivir en la zona rural, fueron arrojados a las ciudades, como la gran mayoría de las familias colombianas que engrosan los cinturones de miseria y las invasiones de las principales ciudades; laderas, para ser más exactos.
…..De La Marina, pasaron a Monteloro, en donde también debieron salir tras esconderse entre cafetales. Luego en Nogales, una suerte no mejor llegó a la finca en donde habían logrado establecer un hato ganadero. Hasta allí ingresó el Ejército a ocupar las tierras y potreros de la que se había constituido en una próspera finca. Para entonces, Rojas Pinilla había alcanzado la presidencia tras el golpe militar que, de 1953 a 1957, le aseguró el poder, y con ello, el ascenso de los crímenes cometidos por pájaros y chulavitas.
…..Sobre aquel día, Miguel cuenta: «Llegaron un domingo, eran como doscientos soldados, con capitanes y coroneles, y tomaron posesión de la finca durante dos meses». Dos meses en que los hermanos y el padre fueron sometidos a interrogatorios y en los que establecieron un puesto de control por el que «le pisaron los talones a la chusma». Al cabo de ese tiempo, y una vez la tropa de soldados abandonó la finca, siendo las tres de la mañana de un día cualquiera, le dieron la orden al padre de Miguel de «alistar a la familia para salir del lugar dentro de una hora», pues sí se quedaban: «Iban a ser asesinados por la chusma».
…..A las cuatro de la mañana, Miguel y su familia dejaron todo, y después de cuatro horas de camino llegaron a una finca de quien, al parecer, era un hermano del General Vásquez Cobo. Allí, tras dormir algunas horas, siguieron camino hacia Tuluá, viendo a lo lejos como ardía la casa de donde ocho horas atrás habían salido: la finca de la familia. En el camino a la cabecera, Miguel recuerda que «del monte nos empezaron a tirar piedras, mis hermanos estaban muy pequeños y dicen que no se acuerdan, pero mi mamá y mi hermana, la mayor, estaban muertas de susto, decían que eran los espantos», y casi que es verosímil creer que hubiesen sido los espíritus de aquellos que habían sido asesinados por esos ejércitos que después caminarían con otros nombres. «Decían que eran los espantos, las almas de los asesinados en los caminos».
…..Una vez en Tuluá, la familia que llegó «con una mano adelante y otra atrás», redujo su permanencia a un pequeño cuarto, nada diferente a lo que vivieron, décadas después, los desplazados por la violencia en el campo. Allí, los siete hermanos, dos mujeres y cinco hombres, debieron pervivir durante largos días. «Fueron días muy duros», enuncia, mientras une sus manos y aprieta los dedos, como evocando el recuerdo de aquel lugar tan pequeño, en el que perdió contacto con el campo y con el niño que era, pues, además, no tenía carros ni pistolas para jugar; a esa edad ya había conocido las de verdad.
…..La precaria situación hizo que el jefe de familia, Jesús María, se empleara como capataz en la remodelación del Parque José María Córdoba, de Buga. En Tuluá, su experiencia la puso al servicio en la construcción de la Parroquia Divino Niño. Quizá esa voluntad, como pagando una deuda, sirvió para que durante su jornada de trabajo en el jarillon del río Buga, encontrara un «cofre lleno de joyas en plata y oro», el cual, junto con otros trabajadores escondieron para sacarlo al finalizar la tarde y repartir el botín. Sin embargo, otra fue la suerte de aquel tesoro, según cuenta Miguel: «Cuando fueron a buscarlo, había desaparecido», quien cuenta la anécdota mientras ríe, sabiendo que aquello era el destino, un surco que la vida talla como la primera de las líneas que se atraviesan en la vida de los hombres como una arruga temprana.
…..Pero, bien sabía esa suerte, que el campo reclama a sus hijos. Y así fue como Jesús María volvió a comprar una nueva tierra en San Lorenzo, zona rural de Tuluá, y allá regresó junto a su familia. La finca, que «Estaba caída», según cuenta Miguel, «enrastrojada y con la casa en mal estado», fue levantada con el trabajo de toda la familia. Pero ya los tiempos no eran los mismos y Jesús María decidió vender la finca y migrar a Villacolombia, un corregimiento del municipio de Jamundí. El cansancio de los años y la memoria de las tierras sembradas con dolor y esfuerzo, terminó por vencer a la familia. Era momento de buscar nuevos horizontes hacia el sur y despedirse de esa zona en donde la pérdida superó la esperanza del campesino en el centro del Valle.
…..Con la transformación del campo en los sesenta, llegó el auge de la industria, y la familia decidió apostar a la explotación de cal. De Jamundí, lugar en el que no se adaptaron, Jesús María, como negociante que era, partió con sus hijos y mujer rumbo a Vijes. Allí consiguieron un horno de cal, en el que trabajaron. Para entonces, Miguel tenía apenas nueve años y ya un recorrido que cualquier viajero soñaría. Había rozado campos, alimentado bestias, reconocido el bien y el mal en los ojos de la muerte y, sobre todo, había sabido lo que era tener y perder, algo que en particular a los niños del campo se les obliga a vivir, pues «el campo lo da todo», en sus palabras, pero también lo quita.
…..Ahora, a sus escasos años «era el encargado de hacer la comida a uno de los trabajadores de mi padre en el horno», y lo dice con cierto orgullo, como si fuera un hombre apenas en tercer año de primaria. Pero, para entonces, los hombres no necesitaban saber sino lo necesario, porque la vida se encarga de adiestrar, de enseñar a leer y sobre todo de enseñar a escribir, esculpiendo en la memoria las imágenes que con tanta dureza se habían visto y se sabían sin necesidad de ser estudiadas; toda una experiencia sobre la que cualquier filósofo habría querido disertar con un niño de apenas nueve años.
Un recuerdo cruzado
De La Marina, Miguel recuerda que conoció a Chucho Londoño quien, en ese entonces, era socio de Gordillo, uno de los más temidos pájaros del Valle y del que Miguel dice: «Tenía un carro en el que iba a las fincas, donde mataba y robaba, y ese carro lo traía lleno de cosas». Ambos, matones al servicio del partido conservador y protagonistas de varias de las masacres y homicidios acaecidos en La Violencia, eran compadres de Jesús María, quien, en La Marina, «había comprado una casa nueva para secar café, con un patio muy grande y una plancha amplia en cemento», cuando Miguel tenía seis años.
…..Y el recuerdo de este lugar se debe a que allí, según Miguel: «En las noches nos descobijaban a todos». Cómo si se tratara de un cuento de horror o de espantos, «le jalaban a uno los pies, y a lo último, uno ya se acostumbró a vivir allí con eso», narra, como creyendo que a los seis años uno ya no cree en fantasmas: “Eso era fijo en la noche, la descobijada y la jalada de pies, incluso, a uno de mis hermanos una vez lo tumbaron de la cama», añade, mientras se ríe y describe la situación de manera cómica, como sí se hubiese tratado de un juego de infancia.
…..Estos hechos obedecieron, según Miguel, al entierro macabro que fue hallado en la casa, meses después, según describe: «Al mediodía, el palo de mangos que había en la casa, soltaba un olor horrible». Esta situación fue conocida por el párroco del corregimiento, Arcadio Ruiz, quien tuvo que asistir a la casa para rezar por lo que allí sucedía.
…..Pero de nada sirvieron las oraciones de Ruíz, por lo que, Jesús María y su compadre Ramón Marroquín, un liberal que permanecía en el lugar escondido de los pájaros, decidieron excavar alrededor del palo de mango para ver qué era lo que había allí. El hallazgo fue la certeza de lo impensable: «Encontraron una fosa como con diez o más muertos», recuerda Miguel. Decidieron llamar al inspector que, según Miguel, «hacía lo que ordenara Chucho Londoño», con el fin de dar parte de lo hallado a quienes eran las «autoridades» de esa zona.
…..Cuenta Miguel que, Jesús María, con la noticia aún bajo la mano y el asombro en los labios, se dirigió a Chucho, su compadre y bandolero de filiación, para contarle lo ocurrido, recibiendo de Londoño la respuesta: «¡Ah, sí!, eso fue una gente que se mató allí, pero no te había querido contar», y alcanza a dibujarse en el relato de Miguel la sonrisa picarona de Chucho, como quien es descubierto tras una mentira piadosa.
…..De este suceso, quién sufriría las consecuencias del hallazgo sería Marroquín, el liberal que su padre, conservador de filiación, albergaba en la casa. El hecho, conocido por Londoño, dio cuenta de la presencia del conservador, por lo que Londoño le demandó a Jesús María sacar en menos de 24 horas al ‘compadre’, pues de lo contrario, según Miguel, le aseguró a su padre: «Lo mató delante de usted y de la familia, o mato a toda esa familia ahí en tu casa», sentenció.
…..Miguel cuenta que ese día vio llorar a su padre, pues, tanto Chucho, pájaro, como Marroquín, Liberal, eran sus compadres, amigos de infancia; no entendía cómo una diferencia política podía dividir el corazón de Jesús María, quien solo pudo llorar ante las crueles palabras de su amigo Londoño. Ese mismo día, Miguel acompañó a su padre en el jeep, emprendieron camino hacia el centro occidente del Valle, …..Marroquín, junto a su familia y corotos, fueron dejados en Yotoco, de donde dice Miguel «Se perdieron, no volvimos a verlos». Años después, cuenta, supo que fueron fundadores del barrio Marroquín, de Cali.
…..Estos recuerdos y amarguras tempranas acompañaron la niñez tan llena de sobresaltos de Miguel. En Vijes, la salud que da el campo la quita la industria, y en específico, la minería. La cal, ese negocio sobre el que Jesús María intentó conducir a su familia tras las insoslayables pérdidas de sus fincas, fue en suma la condición que lo llevó a la enfermedad y a la posterior muerte. Allí, Jesús María se vio en quiebra, sin compadres que pudieran ayudarlo, solo, y con lo único que le quedaba que era su familia: en suma, lo había perdido todo.
…..Enfermo, con una mujer, cinco hijos y sin un peso en los bolsillos, Jesús María tuvo que acudir a la limosna. En la galería del pueblo, Miguel recuerda que debió acompañar a su padre. Riendo dice «A uno de muchacho no le daba pena». Tenía diez años. Añade «Una vez, mi papá estaba muy enfermo y me mandaron a mí solo a pedir, y me dieron… un carnicero, dijo, ‘ah, sí, este es el hijo del viejito Jesús’, y mandaron carne y otras cosas… eso fue como tres veces, no más», y termina el relato con una carcajada que esconde la vergüenza que en ese momento no pudo sentir. Solo ahora, de viejo, parece que alcanza a comprender la dureza de su infancia, mientras su rostro se nubla con los recuerdos de aquellos días.
…..La familia extensa, que vivía en Cali, al tener noticia sobre lo ocurrido en Vijes, envió por la pareja de esposos y los hermanos. Sin embargo, Miguel, y uno de sus hermanos, no dejaron Vijes y decidieron quedarse en el pueblo. «Yo me había vuelto muy amigo del cura, quien me dijo que me quedara y terminara los estudios, y así fue, me quedé a vivir donde el sacerdote del pueblo». Suerte de sacristán que luego lo llevó a casarse y a sufrir las mismas pérdidas de su padre y las de su familia.
…..«No jugué con carros, ni tampoco los tuve», y emula un gesto de seriedad. La memoria es un espacio dormido que a veces se despierta con los ojos bien abiertos, «Prácticamente yo no tuve infancia. Desde la edad de siete años yo ya estaba trabajando, ayudándole a mi papá en la finca, él nos ponía a trabajar, igual que los trabajadores… yo era el menor, pero a esa edad yo ya estaba rozando, desmatonando, parejo… nos tocaba arriar ganado… cuando teníamos café, nos tocaba recoger, pelar, lavarlo, madrugar a las tres de la mañana, llevar leña… el juego de nosotros era nada, en ese tiempo a uno ni le compraban juguetes… de vez en cuando hacíamos carros con las latas de sardinas y algún balón, quizá esos de básquet… yo por lo menos que me acuerde, desde los cuatro años para acá, yo trabajé», dice con voz grave y severa, sintiendo quizá rabia por la suerte que debió trasegar, los cadáveres que debió ver y la salida del campo durante los años más violentos y criminales que en Colombia aún no terminan.
¹ El nombre ha sido cambiado por solicitud del informante.
María Fernanda Ceballos Calvache es socióloga egresada de la Universidad del Valle. En 2021 fue ganadora del primer lugar del premio Jorge Isaacs en la modalidad de poesía del XXIV Concurso Colección de Autores Vallecaucanos con su obra Abrirá el cielo su boca y arderá como una llama. En 2020, ocupó el segundo lugar en el XV Concurso de Poesía en la categoría abierta del XX Festival Internacional de Poesía de Cali y en 2015 fue ganadora del Concurso de Poesía Rápido, rápido de la Editorial Argenta Sarlep de Argentina. Su poesía ha sido incluida en diversas antologías locales, nacionales e internacionales; la última de ellas, Panorama de la poesía colombiana contemporánea, Desde la luz preguntan por nosotros, Entrega I (1970-1979), Fundación Pablo Neruda, Chile, 2021. Se desempeña como profesional independiente en el sector público y privado, con una amplia trayectoria en el trabajo con comunidades y población vulnerable.
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de:
Pibe
Técnica mixta: Pintura acrílica y barro
de © Jorge Lopez