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La nariz

Nilolái Vasílievich Gógol

 

 

Noticia de los traductores

Traducir a Nikolái Gógol implica no sólo trasladar una sintaxis, un ritmo, una vistosidad puntual, un cuerpo simbólico, una respiración artística. Implica, en cierto modo, traducir una cultura y un alma. El alma rusa. Y es necesario aprovechar la fuerza o levedad del ruso hablado que transmite al lenguaje escrito matices invisibles, no recogidos por el frío consejo de los diccionarios.

Profundizar en museos y sitios memoriales que preservan la huella del genial autor, el viaje en insomnes trenes escalofriados que hacen sonar sus fierros de Moscú a Poltava y luego el camino a Mirgorod y a la finca natal de Vasíievka, la insistente visita al recinto donde Gógol incineró parte de sus Almas muertas en aquella casa situada en el antiguo bulevar Nikitski de la capital, el contacto directo con sus manuscritos, con ediciones primeras, la charla indagadora con ucranianos especializados en su obra, la insobornable devoción de aquel pueblo por la creación gogoliana. Todo ello ha contagiado esta traducción de un atento sigilo, una voluntad esmerada y un entusiasmo leal y sin fronteras.

 

Henry Luque Muñoz & Sara González Hernández

 

 

 

I

EL 25 DE MARZO ACONTECIÓ EN SAN PETERSBURGO UN SUCESO extrañísimo. El barbero Iván Iakovlevich, vecino de la avenida Voznesenski, cuyo apellido se desconoce (inútil buscarlo en el rótulo de su negocio pues allí sólo aparece pintado un cliente con una nube de jabón en la mejilla y una leyenda que reza: “Aquí también hacemos sangrías”), se despertó muy al amanecer y a su olfato llegó un olor a pan caliente. Mientras se incorporaba en el lecho vio que su esposa, una respetable dama muy aficionada al café, sacaba del horno panes recién horneados.

Praskovia Ósipovna, hoy no tomaré café —dijo Iván Iakovlevich—. Preferiría, en cambio, un panecito caliente con cebolla.

A decir verdad, hubiera querido darse doble gusto, probando uno y otro antojo, pero ya sabía él que nada la convencería a ella de acceder a sus caprichosas súplicas.

“Para mí mejor que ese estúpido coma pan, así tomaré café dos veces”, pensó para sí la mujer, y arrojó un panecito sobre la mesa.

Iván Iakovlevich, en gracia de su buena educación, se puso un frac encima de la camisa de dormir, y ya sentado a la mesa, acercó la sal, alistó dos cabezas de cebolla, tomó el cuchillo y puso un aire solemne, mientras se disponía a cortar el pan. Partido éste en dos mitades vio con sorpresa que algo blanqueaba en su interior. Hurgó suavemente con el cuchillo y palpó luego con el dedo…

“Es algo sólido”, pensó. “¿Qué podrá ser?”

Introdujo los dedos y extrajo… ¡Una nariz! Iván Iakovlevich se limpió los ojos y se puso a palparla: Sí, era una nariz con todas las de la ley. Y para colmo, una nariz que se le antojaba familiar. El terror se esparció por el rostro de Iván Iakovlevich, pero este terror era nada frente a la cólera que invadió a su esposa.

“¿A quién le has cortado esa nariz, so bestia? —gritó enfurecida—, ¡Canalla! ¡Borrachín! Yo misma te denunciaré a la policía. Un asesino es lo que eres. ¡Y un bandido! Con razón ya tres de tus víctimas me han contado que mientras les afeitas la cara tiras tan fuerte su nariz, que casi te quedas con ella.

Tan asombrado estaría Iván Iakovlevich que no parecía ni vivo ni muerto. No obstante, pronto comprendió que aquella nariz pertenecía, ni más ni menos, que al asesor colegiado Kovaliov, a quien él rasuraba los miércoles y domingos.

Cálmate Praskovia Ósipovna. Yo mismo la envolveré en un trapo y la dejaré por lo pronto en un rincón, mientras le busco destino fuera de aquí.

—¡No quiero oír ni una palabra al respecto! ¡Crees acaso que voy a permitir en mi casa una nariz rebanada? Tontarrón, sólo sabes mover la navaja para sacarle filo; pronto serás un completo inútil ¡Miserable! ¡Canalla! ¡Crees que voy a poner la cara por ti ante la policía? ¡Mediocre! ¡Eres una nulidad! Saca ahora mismo de aquí esa nariz y llévala adonde no me llegue ni el olor.

Iván Iakovlevich parecía un cadáver. Y no atinaba a comprender lo que pasaba.

—¡Sólo el diablo sabe cómo ocurrió esto! —dijo él, rascándose la cabeza—. ¡Llegaría yo anoche bebido? Como siempre en todo agüero hay algo inexplicable. Y en este caso: ¿Cómo explicarse que una nariz haya ido a parar al horno donde se hace el pan?

Iván Iakovlevich guardó lúgubre silencio. Pensar que la policía descubriera la nariz y lo culpara de haberla extirpado, lo dejaba al borde de la locura. Ya empezaba él a imaginarse al verdugo: cuello púrpura con adornos plateados y en la mano la espada… Su cuerpo era un solo temblor. Finalmente encontró ropa interior y botas, vistióse de prisa con sus míseros trapos y, acosado por la cruel sentencia de Praskovia Ósipovna, envolvió la nariz en un trapo y se lanzó a la calle.

Quería ocultarla en cualquier lugar, echarla por debajo de alguna puerta, dejarla caer con descuido y desaparecer luego por un callejón. Poca era su suerte pues le salieron al paso varios conocidos que le preguntaban:

—¿Hacia dónde te diriges? ¿A quién vas a afeitar tan temprano?

Así que Iván Iakovlevich no encontraba el momento propicio para cumplir su cometido. Una vez llegó a dejarla caer, pero un centinela le hizo señas con su alabarda, mientras exclamaba:

—¡Eh!, algo se le ha caído. ¡Recójalo!

Iván Iakovlevich debió recoger el envoltorio y meterlo en el bolsillo. El desconsuelo lo fue invadiendo al ver que la calle se llenaba de gente y que al mismo ritmo, almacenes y tiendas comenzaban a abrir sus puertas.

Entonces resolvió seguir hasta el puente Isákievski. ¡Podría, ahora sí, arrojar la nariz al río Neva?… Pero debo confesar mi culpabilidad por no haber contado nada hasta ahora sobre Iván Iakovlevich, persona respetabilísima por un sinnúmero de razones.

Iván Iakovlevich, como todo artesano ruso que se tenga en estima, era un borrachín de tiempo completo y aunque todos los días afeitaba barbas ajenas, la de él se mantenía sempiternamente esquiva a la navaja. El frac de Iván Iakovlevich —él jamás usaba levita— era de postizo color ocre, es decir que nació de color negro, pero habíase poblado de un sinfín de manchas marrones, amarillentas y grises. La solapa tenía un brillo grasiento y sólo hilos veíanse allí donde debían colgar tres botones. Iván Iakovlevich era un cínico de profesión y cuando el asesor colegiado Kovaliov le reclamaba mientras lo afeitaba:

—Iván Iakovlevich, sus manos siempre apestan —éste respondía—:

—¿Y a qué me van a oler?

—Yo sólo sé que apestan —insistía Kovaliov.

E Iván Iakovlevich, luego de llevarse a la nariz una toma de tabaco, no vacilaba en enjabonar a su cliente en las mejillas, bajo la nariz, detrás de las orejas y en la barbilla. O sea, hasta donde más pudiera llegar con su generosa espuma.

Nuestro distinguido ciudadano ya se hallaba en el puente de Isákieski. Miró a todos lados y se asomó luego por sobre la baranda como quien sólo desea mirar debajo del puente para adivinar si pasan muchos peces. Y acto seguido arrojó furtivamente el envoltorio con la nariz. Sintió como si de su alma se hubiera quitado un peso no inferior a diez puds(1). Iván Iakovlevich se dio el lujo de sonreír. Luego, en vez de marcharse a rapar barbas de funcionarios, se dirigió a un lugar cuyo aviso rezaba: “Comidas y té” con el ánimo de tomar un ponche. Mas de súbito, al salir, divisó al final de puente a un guardia del vecindario, de noble aspecto, vistosas patillas, gorro de tres picos y espada. Iván Iakovlevich creyó morir cuando el guardia, al tiempo que le hacía una señal con el dedo, llamándolo, le decía:

—Venga acá, amiguito.

Iván Iakovlevich, conocedor de la ley, ya al verlo se descubrió y acercándose presuroso, le dijo:

—Que Dios le dé salud, excelencia.

—Vea, hermano, no hablemos de mi salud, dígame más bien qué estaba haciendo en el puente.

—Por Dios santo, señor, yo me dirigía a atender a uno de mis clientes cuando me detuve un momento para ver cuán veloz avanzaba el río.

—¡Miente! ¡No se librará! ¡Usted va a tener que responderme!

—Su excelencia, estoy dispuesto a afeitarlo dos veces por semana y hasta tres, sin objeción alguna —respondió el barbero.

—No, amigo, no me venga con tonterías. Tres barberos me afeitan y hasta lo consideran un honor. Bien, explíqueme qué hacía usted allí.

Un manto de palidez cubrió el rostro de Iván Iakovlevich… pero una niebla atraviesa aquí nuestra historia, por lo cual es imposible hablar de lo que ocurrió después: carecemos de noticias al respecto.

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II

El asesor colegiado Kovaliov se despertó muy temprano y emitió un “brr…” tal como siempre hacía al abrir los ojos. Ni él mismo lograba explicarse el por qué de semejante soplido matinal. Kovaliov se desperezó y ordenó que le alcanzaran un espejo que reposaba sobre la mesa. Quería examinarse un granito que la víspera le había aparecido en la nariz. Su estupor no tuvo límites al advertir que allí donde debía estar la nariz sólo había una superficie plana. Azorado, Kovaliov ordenó que le trajeran agua y se limpió los ojos con una toalla húmeda. ¡De verdad la nariz había desaparecido! Comenzó a pellizcarse para ver si estaba soñando. Y claro que no dormía. El asesor colegiado Kovaliov saltó presuroso de la cama, acabando de desperezarse… ¡No tenía nariz! Pidió al instante que le trajeran la ropa y salió disparado adonde el jefe de la policía.

Entretanto, es útil decir alguna palabra sobre Kovaliov, para que los lectores estén enterados de la categoría a la cual pertenecía nuestro asesor colegiado. Los asesores colegiados que reciben este título con el auxilio de certificados de estudios, jamás podrían compararse con aquéllos que también llegaron a asesores, pero que lo hicieron en el Cáucaso. Entre ellos hay una diferencia como del cielo a la tierra. Los asesores colegiados… Pero Rusia es una tierra tan maravillosa que si usted habla de ellos, todos los asesores colegiados, desde Riga hasta Kamchatka, se darán por aludidos. Igual se puede decir de todos los títulos y grados.

Kovaliov había sido nombrado asesor colegiado en el Cáucaso, hacía apenas dos años. Y he aquí que no dejaba de pensar ni un minuto en tal distinción, y para darse aún mayor peso y altura, en vez de presentarse como asesor colegiado, prefería hacerse pasar por mayor.

—Escucha, preciosa —le decía a cualquier vendedora de pecheras bordadas—, ven a visitarme a mi apartamento de la calle Sadóvaya, sólo tienes que preguntar: ¿es aquí donde vive el mayor Kovaliov? Y todo el mundo te dará información.

Y si llegaba a encontrarse con una caribonita, le añadía en tono confidencial:

 —Oye, corazoncito, pregunta por los aposentos del mayor Kovaliov.

A juzgar por lo anterior, no nos queda más remedio que llamar de ahora en adelante al asesor colegiado mayor Kovaliov.

Era costumbre del mayor Kovaliov pasear a diario por la avenida Nevski. El cuello de su pechera lucía siempre asombrosamente limpio y almidonado. Sus patillas eran como las que ahora pueden verse en la estampa de los agrimensores regionales o comarcales, en los arquitectos o médicos del regimiento y también en funcionarios policiales y, en general, en aquellos caballeros que tienen redondas y coloradas mejillas y que cuando juegan a las cartas saben mostrar a tiempo la de bastos. Las patillas de Kovaliov se despeñaban por toda la mitad de las mejillas hasta rematar casi en la misma punta de la nariz.

El mayor Kovaliov usaba numerosos dijes en cornalina, algunos coronados de escudos, sin faltar aquéllos en los cuales sobresalían palabras grabadas como miércoles, jueves, lunes, etc. Había llegado a San Petersburgo para adelantar gestiones personales y, en particular, con el ánimo de tomar un trabajo que tuviese los méritos suficientes para aprovechar sus conocimientos. Hallaba deseable el cargo de vicegobernador o, en su defecto, pensaba que le vendría bien colocarse de alto funcionario de algún notable departamento. No esquivaba la posibilidad de casarse, pero únicamente en el caso de que la novia estuviese respaldada por una dote de 200 mil rublos. Ahora el lector podrá juzgar cuál era la situación del mayor, exhibiendo una fisonomía huérfana de su bien formada y discreta nariz y habitada ahora sólo por una superficie lisa, plana y estúpida.

Para mayor infortunio suyo, ningún cochero aparecía en la calle y debió emprender la marcha a pie, envuelto en su capa, cubriéndose la cara con un pañuelo como si acabase de ser atacado por una hemorragia nasal. “Tal vez se trata de imaginación mía, no puede ser que la nariz se haya evaporado así porque sí”, pensó él y se encaminó a una pastelería con el exclusivo propósito de mirarse al espejo. Para su tranquilidad no había clientes en el negocio y sólo unos pocos muchachos barrían el salón y ordenaban las sillas; algunos, todavía soñolientos, llevaban bandejas con pastelillos calientes. Mesas y asientos mostraban periódicos de la víspera, húmedos de café. “¡Ah!, gracias a Dios no hay nadie”, pensó Kovaliov. “Podré mirarme de frente.” Y no sin timidez se dirigió a su objetivo y se echó un vistazo. “¡El diablo sabrá qué significa esta porquería!”, exclamó, escupiendo luego en señal de desagrado. “Si tuviera algo que mostrar, pero no hay nada.” Enojado se mordió los labios mientras salía de la pastelería y contrariando su costumbre resolvió no mirar ni sonreír a nadie. Frente a sus ojos ocurrió lo increíble: un carruaje se detuvo ante el portal, la puerta se abrió y un caballero uniformado, encogiéndose, saltó del coche y como flecha subió escaleras arriba. Fue indecible su horror al comprobar que ese señor era su propia nariz. Ante semejante pesadilla sintió que todo daba vueltas a su alrededor y que sus piernas flaqueaban. Sin embargo, cogió fuerzas y esperó a que la nariz tornara al carruaje. Temblaba igual que un hombre sitiado por la fiebre. Al cabo de dos minutos salió la nariz. Lucía uniforme con adornos de oro, cuello subido, pantalones de gamuza y espada. Por el sombrero emplumado podía adivinarse que la nariz ostentaba el rango de consejero de Estado. Veíase a las claras que se dirigía a visitar a alguien. La nariz miró a lado y lado, subió al carruaje y antes de partir le gritó al cochero ¡Adelante!

El pobre Kovaliov estuvo a punto de perder el juicio. No sabía cómo organizar en su cabeza tan descabellado suceso. Esa nariz que ayer formaba parte de su cara y que por sí misma no podía andar ni montar en coche, ¡hoy hasta vestía uniforme! Se lanzó a correr tras el coche que por fortuna no iba muy lejos y que se detuvo ante la catedral de Kazán.

Al llegar a la catedral, Kovaliov se abrió campo presuroso por entre una fila de viejas menesterosas, de las que tanto se mofaba en otro tiempo porque llevaban la cara cubierta dejando sólo dos orificios para los ojos. Y penetró en el templo. En el interior había pocos fieles pues la mayoría se concentraba en la propia entrada. Kovaliov estaba tan desconsolado que ni siquiera tenía ánimo para orar. Su mirada buscaba celosamente a aquel señor por todos los rincones. Por fin lo descubrió situado, de pie, en uno de los extremos. La nariz ocultaba por entero su fisonomía dentro del cuello subido y rezaba en ademán piadoso.

“¡Cómo entablarle conversación?”, se preguntó Kovaliov . Por su atuendo se veía a las claras que se trataba de un consejero de Estado. “¿Cómo demonios iniciar la charla?”.

Kovaliov tosió para hacerse notar. Pero la nariz ni por un instante abandonó la piadosa oración ni cesó de hacer reverencias.

—Muy señor mío… —musitó Kovaliov haciendo de tripas corazón—. Muy señor mío…

—¿Qué desea usted? —contestó la nariz dándose la vuelta.

—Me extraña sobremanera, señor… me parece que usted debería saber cuál es su verdadero sitio. Y mire dónde me lo vengo a encontrar. En la iglesia. Usted comprenderá…

—Discúlpeme, pero no entiendo nada de lo que pretende decirme…

“¿Cómo explicarle?”, se dijo Kovaliov. Y recobrando el ánimo comenzó:

—Por supuesto yo… a decir verdad soy un mayor. Como usted podrá advertir, no es nada decente andar sin nariz. Tal vez ello sería normal en cualquier vendedor de naranjas del puente Voskresenski, pero en mi caso… Y además, cómo visitar la casa de la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, y otras muchas… Analice usted. Francamente no me explico, señor mío —el mayor Kovaliov se encogió de hombros—… disculpe… pero si esto lo miramos de conformidad con los principios del deber y del honor… usted comprenderá…

—Yo no comprendo absolutamente nada —replicó la nariz con voz decidida—. Explíquese usted mejor.

—Muy señor mío —añadió Kovaliov con sentida emoción y tono ceremonial—, no sé cómo interpretar sus palabras. Creo haber sido claro… en verdad… para decirlo de una vez… ¡Usted es mi propia nariz!

La nariz miró fijamente al mayor frunciendo el ceño.

—Usted se equivoca, señor. Yo no soy otro más, que yo mismo. Además es imposible que entre nosotros pueda haber relaciones estrechas. A juzgar por los botones de su uniforme usted debe estar al servicio de un departamento distinto del mío, del Senado o, por lo menos, del de justicia. En cambio yo me dedico a la ciencia.

Y diciendo esto, la nariz dio vuelta y continuó sus oraciones.

Kovaliov quedó sumido en una niebla de asombro, sin saber qué hacer ni qué pensar. En ese instante se oyó el seductor frufrú de vestidos femeninos y apareció una dama de edad avanzada, toda envuelta en encajes, y con ella una joven de talle esbelto y traje blanco que ceñía magníficamente su cuerpo. Llevaba un sombrero pajizo y liviano como el hojaldre. Detrás de ella se detuvo un criado de elevada estatura, grandes patillas y una docena de cuellos superpuestos.

Kovaliov se acercó luciendo su pechera de percal, y mientras se arreglaba la cadena de oro de la que pendían medallones, sonreía y fijaba su atención en la delicada dama que como una tierna flor primaveral, se arrodillaba con fino ademán y para santiguarse se llevaba a la frente una mano tan blanca que sus dedos parecían transparentes. La sonrisa de Kovaliov se hizo más pronunciada cuando bajo el ala del sombrero descubrió la redondez magnífica de su barbilla blanquísima y algo de esas mejillas que tenía el color de las rosas que saludan la primavera. Mas de pronto se ahuyentó como si un incendio lo cercara. Su memoria le recordó que no tenía erecta nariz ni otra cosa que se le pareciera, y los ojos se le fueron llenando de lágrimas. Entonces dio vuelta para espetarle al señor del uniforme que era un impostor, no un consejero de Estado, que era un canalla, un embustero y que no era nadie más que su propia nariz… Pero la nariz ya había desaparecido, con seguridad para realizar alguna de sus visitas.

Kovaliov cayó en desesperación. Dando unos pasos atrás, salió y se detuvo un momento cerca de las columnas. Su mirada se internaba en todos los rincones en busca de la nariz. No olvidaba ese uniforme engalanado de oro que la nariz llevaba, coronado por un sombrero emplumado. Sin embargo, nada recordaba de su capote, ni del color de su carroza, ni si tenía un lacayo, ni si éste vestía librea. Además circulaban tantas carrozas que era imposible precisar en cuál iba su nariz. Pero de haberlo logrado ¿cómo habría conseguido detenerla?

El día era soleado y la multitud invadía la avenida Nevski. Las damas formaban un caudal de flores que se derramaba por el andén, desde el puente Politseiski hasta el de Anichkin. Y he aquí que aparecía un conocido suyo, un consejero palatino, a quien él llamaba teniente coronel, sobre todo en público. Luego pasaba Yarizhkin, jefe de oficina en el Senado, el cual era conocido porque en el juego de cartas siempre se abstenía cuando le salía el ocho. Y un tercero —otro mayor, nombrado asesor en el Cáucaso— lo invitaba con señas a acercarse…

—¡Que el diablo me lleve! —exclamó Kovaliov—, ¡Eh!, cochero, vamos adonde el jefe de la policía.

Kovaliov subió a un pequeño coche y sólo gritaba “¡Vuela! ¡Vuela sin parar!”

—¿Estará el jefe de la policía? —preguntó Kovaliov al llegar.

—No se encuentra, justamente acaba de salir —respondió el portero.

—¡Ah!, era lo único que me faltaba.

—Sí, señor, acaba de salir. Si hubiera llegado un minuto antes…

Sin retirar el pañuelo con que se cubría el rostro, Kovaliov subió al coche y gritó con voz desesperada:

—¡Adelante!

—¿Adónde vamos? —preguntó el cochero.

—Directo.

—¿Cómo directo? Estamos frente a un cruce. ¿Giro a la derecha o a la izquierda?

Esta pregunta sorprendió a Kovaliov y lo puso meditativo. La situación lo obligaba a dirigirse al departamento de seguridad, puesto que por el nexo que éste tenía con la policía, podía impartir órdenes más eficaces que ninguna oficina. Era absurdo dirigirse al departamento al que parecía pertenecer la nariz, pues por sus propias respuestas estaba claro que para ella nada sagrado había y podría mentir de nuevo como ya lo hiciera.

Y así Kovaliov se disponía a ordenar al cochero que lo llevara al departamento de seguridad, cuando de nuevo le asaltó la sospecha de que ese impostor, que en el encuentro inicial había tenido una conducta tan desvergonzada, podría aprovechar ahora el tiempo para huir de la ciudad, y de ese modo, las pesquisas podrían prolongarse, ¡Dios no lo quisiera!, un mes entero.

De repente sintió que el mismo cielo había devuelto la luz a su cabeza. Sin vacilar, resolvió dirigirse a la oficina de anuncios, para publicar en los periódicos un aviso en el que describiría al sujeto buscado con lujo de detalles, suplicando a quien lo encontrase llevarlo ante su presencia o, en su defecto, indicar dónde se le podría localizar. Acto seguido le ordenó al cochero dirigirse a la oficina de anuncios y a lo largo del camino no cesó de castigarle el espinazo con el puño, mientras le gritaba:

—¡Adelante, miserable! ¡De prisa, canalla!

—¡Eh!, señor —exclamaba el cochero sacudiendo la cabeza, al tiempo que fustigaba con las riendas al caballo, lanudo como un perro faldero.

El coche se detuvo por fin y Kovaliov saltó jadeante hasta un pequeño recibidor, donde un funcionario de nevada cabeza y antiparras estaba sentado a la mesa con una pluma entre los dientes y contaba monedas de cobre recaudadas.

 —¿Quién se ocupa aquí de los anuncios? —gritó Kovaliov—. ¡Ah!, buenos días.

—Buenos días, es un placer saludarlo —dijo el funcionario de nevada cabeza, al tiempo que alzaba la mirada, y bajándola luego, la posaba sobre el montoncito de dinero.

—Estoy interesado en publicar…

—Tenga la bondad de esperar un momento —repuso el funcionario mientras escribía con la mano derecha una cifra en el papel y con dos dedos de la izquierda pasaba dos bolas del ábaco.

Un lacayo adornado de galones y apariencia de pertenecer a casa de alcurnia, se hallaba detrás de una mesa y mientras blandía una nota, queriendo exhibir su aptitud para relacionarse con los demás mortales, dijo:

—Créame señor, el perrito cuesta poco. No vale ni ochenta kópecs. Yo no daría nada por él. Y pensar que la condesa quiere rescatar su animal a cualquier precio. ¡Dios me libre! Ella sería capaz de gratificar hasta con cien rublos a quien lo encuentre. En fin, no faltemos a la verdad: el gusto varía según las personas. Si eres cazador te conviene un can de cacería o un perro maltés, así haya que pagar quinientos o mil rublos, ¡qué importa! Pero hay que hacerse a un buen cachorro.

El veterano y caballeroso funcionario le escuchaba poniendo aire de dignidad, mientras hacía sus cálculos: contaba el número de letras que contenía el aviso que acababan de entregarle. Había allí viejecitas, comerciantes y porteros que se proponían publicar avisos como “Ofrécese cochero abstemio”. U otro: “Véndese carroza en buen estado, traída de París en 1814”; un tercero ofrecía una joven sierva de diecinueve años, experimentada en lavandería y otras faenas; también se ofrecía un resistente coche al que sólo le faltaba una rueda; una briosa yegua de diecisiete años y pintas grises; semillas de rábanos y nabos importadas de Londres; una completísima casa de campo, un establo para dos caballos y terreno en el que podrían plantarse abedules y pinos. Había, además, un aviso en el que se invitaba a todo aquél que estuviese interesado en comprar suelas viejas, presentarse diariamente a la reventa de ocho de la mañana a tres de la tarde.

Mucha gente se había congregado en aquella pequeña oficina y se respiraba un aire bastante pesado. Pero el asesor colegiado Kovaliov estaba impedido para captar olor alguno, no sólo porque un pañuelo tapaba su espacio nasal, sino porque su propia nariz estaba ¡Dios sabe dónde!

—Muy señor mío, permítame preguntarle… La verdad tengo urgencia… —dijo él lleno de impaciencia.

—De acuerdo, de acuerdo… lo suyo son dos rublos con cuarenta y tres kópecs, dos rublos sesenta y tres kópecs —articulaba el señor de nevada cabeza, mientras tiraba recibos a porteros y viejas.

—¿Y usted qué desea? —preguntó por fin dirigiéndose a Kovaliov.

.—Mire… yo le suplico… fui víctima de un engaño y todavía no atino a comprender. Le pido únicamente publicar un anuncio en el que se diga que quien dé información o pueda traerme a ese canalla tendrá una buena recompensa.

—Bien, dígame por favor, ¿cómo se llama usted?

—No es pertinente registrar mi nombre. Conviene que permanezca oculto pues tengo numerosas amistades: Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, Pelagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial de alto grado… Si llegaran a enterarse ¡Dios me libre! Usted puede escribir simplemente asesor colegiado o, mejor aún, con el rango de mayor.

—¿El fugitivo era siervo suyo?

—¡Por supuesto que no! Si se tratara de un siervo no consideraría tan grave la fechoría. Lo que se ha escapado es… mi nariz…

—¡Vaya!, qué extraño apellido. ¿Y el tal señor Nariz le robó una suma muy elevada?

—Pero si no es lo que usted imagina. Se trata de una nariz verdadera… mi propia nariz se ha extraviado e ignoro por completo su paradero. ¡El mismo satanás me ha tendido una trampa!

—¿Pero cómo pudo haber desaparecido? No acierto a explicarme nada.

—Y yo tampoco acierto a explicarme cómo ocurrió. Pero lo grave es que ella recorre ahora la ciudad fingiendo ser consejero de Estado. Por eso le ruego pedir en el aviso que quien la descubra, la conduzca a mi presencia a la mayor brevedad posible. Juzgue usted mismo. ¿Cómo puedo yo vivir sin ese órgano tan visible? No es el dedo meñique del pie, que si me pongo las botas nadie se enterará del defecto. Los jueves suelo visitar a la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado. Frecuento a Pelagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial de alto rango, y a su agraciadísima hija. Todas ellas están en el cuadro de honor de mis amistades. Aconséjeme usted qué puedo hacer ahora. De ningún modo me aparecería así ante ellas.

El funcionario se mordió los labios lo cual era en él señal de preocupación.

—No, yo no puedo publicar este tipo de anuncios —añadió al cabo de un prolongado silencio.

—¿Cómo que no? ¿Y por qué?

—Bueno, los periódicos podrían perder reputación si a cualquiera se le viene en gana publicar que se le extravió la nariz. Además, le recuerdo que ya circula el chisme de que la prensa da cabida a rumores y falsedades.

—Pero es que no se trata de falsedad alguna. Mi asunto nada tiene que ver con eso.

—A usted le parece que no. Pero mire, la semana pasada ocurrió algo similar: vino un funcionario tal como lo hace ahora, con un anuncio cuyo costo era de dos rublos setenta y tres kópecs, y todo el contenido se reducía a que se había extraviado un perro de color negro. Esto parece no tener nada de raro, pero resultó ser algo de novela: el perro era nadie menos que el cajero de no sé qué oficina.

—Pero señor, yo no vengo a poner un aviso sobre perros, sino sobre mi propia nariz, que es como decir sobre mí mismo.

—Lo siento, pero no puedo recibir un anuncio así.

—Pero si se trata literalmente de que se me ha extraviado la nariz.

—Bueno, si se extravió que lo resuelva el médico. Al parecer los hay que colocan narices según el gusto del paciente. Pero me estoy dando cuenta que es usted persona de humor y un bromista experimentado.

—¡Se lo juro por el mismísimo Dios! Si es preciso… yo podría mostrarle a usted ahora mismo…

—No, no se moleste —prosiguió el funcionario mientras aspiraba tabaco—. Aunque si no le incomoda, le echaría un vistazo —añadió con curiosidad.

El asesor colegiado retiró el pañuelo de su cara.

—De verdad es algo muy extraño —dijo convencido el funcionario—. El espacio nasal se ve tan liso como una hojuela recién cocida. Sí, increíblemente plano.

—¿Acaso piensa usted seguir discutiendo? Usted mismo se da cuenta de que es imposible no publicarlo. Yo se lo agradeceré hasta lo infinito, y de paso quiero manifestarle mi complacencia porque este suceso me ha brindado el gusto de conocerlo…

Es de suponer, por lo dicho, que el mayor resolvió endulzarle el oído al funcionario.

—Mire, publicarlo carece de importancia —agregó el funcionario—. Es poco probable que le reporte a usted algún beneficio. Pero si se empeña, podría buscarse una buena pluma que le redacte el suceso de manera tan original que parezca un insólito acontecimiento de la naturaleza y acto seguido podrá publicarlo en el periódico Abeja del Norte —el funcionario volvió a aspirar tabaco—, para instrucción de la juventud —aquí se limpió la nariz— y solaz de la curiosidad general.

El asesor colegiado vio perdida toda esperanza. Bajó los ojos hacia una revista y se encontró con la cartelera de espectáculos. En su rostro comenzaba a dibujarse una sonrisa al descubrir el nombre de una bella actriz, mientras se acercaba la mano al bolsillo para buscar los cinco rublos que le permitieran asistir al teatro y sentarse orondo en primera fila —según Kovaliov éste debería ser el sitio reservado al estado mayor—, cuando el recuerdo de su nariz echó a perder por completo su ánimo.

El funcionario pareció sentir compasión ante el deplorable estado de Kovaliov. Y para menguar en algo su pena consideró oportuno expresarle su pésame del siguiente modo:

—Debo confesarle que me conmueve en extremo el que usted haya sido víctima de semejante broma. ¿Quisiera aspirar un poco de tabaco? El tabaco no sólo calma el dolor de cabeza sino que cura el desánimo. Sirve hasta para las hemorroides—. Y, diciendo esto, acercó a Kovaliov una tabaquera en la que, al abrir la tapa, se veía el retrato de una dama tocada con un sombrero. Este gesto irreflexivo acabó de sacar de quicio a Kovaliov.

—No entiendo qué bromas son ésas —afirmó compungido— ¿Acaso ignora usted que no tengo con qué oler? ¡Váyase al demonio con su tabaco! Y no sólo repudio la marca Berezinski, sino que no soportaría ni el auténtico rapé, ni aunque usted me lo ofreciera ahora mismo.

Acto seguido, salió de la oficina de anuncios hondamente consternado y se dirigió al comisario de policía, a quien le apetecía hartarse de dulces. Ya en su casa, el recibidor —que era al mismo tiempo el comedor—, estaba atiborrado de conos de azúcar, esos que con tanta simpatía le obsequiaban sus “amigos” comerciantes.

La cocinera le quitaba las botas que también había recibido el comisario como parte de su dotación. La espada y demás arreos militares ya pendían pacíficamente de las paredes, mientras el temible gorro de tres picos reposaba en manos del hijo de tres años. Luego de un día de agitaciones bélicas se aprestaba a degustar las mieles de la paz.

Kovaliov llegaba justo en el momento en que el comisario lanzaba un “brrr…”, y se decía: “Ah, con gusto dormiría un par de horitas”. De aquí podemos deducir que la visita del asesor colegiado era por completo inoportuna. Y es seguro que de haber llevado de regalo cortes de paño o unas libras de té, tampoco habría sido bien recibido. El comisario era un gran mecenas de las artes y manufacturas, pero desde luego preferiría los billeticos de banco: “No hay nada mejor, no piden de comer, ni ocupan mucho campo, siempre caben en los bolsillos y de caerse no se rompen”, pensaba.

El comisario recibió con ostensible descortesía a Kovaliov y le advirtió que después del almuerzo no era prudente realizar investigaciones, que la misma naturaleza ordenaba que una vez satisfecho el estómago era aconsejable entregarse al descanso (por tales palabras el asesor colegiado pudo adivinar que se trataba de alguien que conocía los preceptos de los sabios de la antigüedad), que a ningún ciudadano honesto le arrancan la nariz y que hay en el mundo algunos “mayores” que ni siquiera tienen una muda de ropa nueva y que se pasan la vida frecuentando lugares de perdición.

Mejor dicho, ¡dio justo en el blanco! Es justo señalar que Kovaliov era persona muy susceptible que no perdonaba ofensa. Pero que nadie osara tocar el rango que ostentaba. Incluso creía que en las obras teatrales podían tolerarse burlas a los oficiales de baja graduación, pero, ¡ay del que llegase a injuriar a los oficiales superiores!

El agrio recibimiento del comisario lo desconcertó de tal modo que abriendo los brazos y con aire de dignidad, dijo: —Confieso que ante palabras tan ofensivas, nada me queda por añadir…

Y salió.

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Kovaliov regresó a casa ya al atardecer, y la fatiga estuvo a punto de derrumbarlo. Encontraba su hogar triste y desangelado luego de tan infructuosa búsqueda. Al entrar en el vestíbulo, sorprendió a su lacayo Iván plácidamente tendido en un mugriento sofá de cuero, lanzando escupitajos al techo y atinando siempre en el mismo sitio. La haraganería de su criado enfureció tanto a Kovaliov que sin vacilar le dio con el sombrero en la frente, al tiempo que le gritaba:

—Cerdo, tú sólo sabes inventar porquerías.

Iván dio un brinco y presuroso ayudó a su señor a despojarse de la capa.

El mayor Kovaliov entró en su habitación y abatido por la congoja se desplomó en una silla, y tras dejar escapar varios suspiros, se lamentó:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué el destino me habrá reservado una desdicha así? Si quedara sin piernas o sin brazos, y aún sin orejas, sería deplorable, pero nunca llegaría a esta atrocidad, pues un hombre sin nariz sólo el demonio sabe qué será: pájaro no es y menos ciudadano. ¡Es como para arrojarse por la ventana! Si la hubiera perdido en enfrentamiento bélico, en un duelo o por culpa mía… pero saberla perdida sin explicación ni de Dios ni del diablo… Por supuesto no es posible —agregó luego de ponerse meditabundo—. En mi cabeza no entra semejante locura a todas luces inadmisible.

Se trata de un sueño o acaso de una fantasía. Un error quizá: en vez de agua me bebí el vodka que suelo echarme al terminar la afeitada. Tal vez el idiota del Iván no lo recogió y yo me lo tomé.

Y para cerciorarse de que no estaba ebrio, se pellizcó tan fuerte que soltó un alarido, pero el escozor lo sumergió de manera aún más patética en la realidad. Se acercó lentamente al espejo entrecerrando los ojos, esperanzado en que al abrirlos ya la nariz hubiera retornado a su lugar. Mas he ahí que retrocedió exclamando:

—¡Qué horror de cara!

Tan inexplicable suceso parecía un misterio. Si se hubiera extraviado un botón, una cuchara de plata, un reloj o algo semejante, pero haberse quedado sin la propia nariz. ¡Y haberla perdido en la propia casa!…

Tras atar cabos el mayor Kovaliov llegó a la conclusión de que la culpable podría ser la esposa del oficial del estado mayor Podtóchin, quien pretendía casarlo con su hija, mientras él se complacía en hacerle la corte sin nunca decidirse.

Cuando la señora le confesó que deseaba darle en matrimonio a su hija, él comenzó a distanciarse con prudencia, mientras sostenía que todavía era muy joven y podía prestar unos cinco años más de servicio hasta coronar sus cuarenta y dos. No cabía duda de que ella había ejercido venganza por rechazar a su hija, borrándole aquel apéndice de la cara, para lo cual con seguridad había echado mano de los auxilios de alguna hechicera, porque si no cómo entender que la nariz hubiera sido extirpada a distancia, sin que nadie hubiese penetrado en la habitación. El barbero Iván Iakovlevich lo había afeitado el miércoles y tanto este día como el jueves entero, la nariz permaneció en su lugar. Su memoria no lo traicionaba. Ahora bien, de haberle rebanado la nariz él habría sentido dolor y la herida se hubiese tomado su tiempo para cicatrizar hasta quedar lisa como una hojuela.

Su cabeza le sugería dos caminos a seguir: demandar en últimas a la culpable o encaminarse directamente a ella para desenmascararla. Mas sus pensamientos viéronse interrumpidos por el hilo de luz que se filtraba a través de las rendijas de la puerta. Comprendió que Iván acababa de prender una vela. Y pronto apareció éste portando la palmatoria que iluminaba toda la habitación. El primer impulso de Kovaliov fue tomar un pañuelo y taparse el espacio nasal para que el torpe Iván no quedara boquiabierto al ver en la cara de su amo semejante espectáculo.

No había regresado Iván a su rincón, cuando escuchó una voz desconocida:

—¿Vive aquí el asesor colegiado Kovaliov?

—Sí señor, a sus órdenes —dijo el aludido mientras de un salto abría la puerta. Y entró un guardia con uniforme muy adornado, de patillas ni muy claras ni muy oscuras, de mejillas regordetas; era el mismo guardia que al comienzo de la narración hallamos en el puente Isákiesvski.

—¿Es a usted a quien se le ha extraviado la nariz?

—Así es.

—Pues acaba de ser localizada.

—¿Qué dice usted? —exclamó el mayor Kovaliov. Rebosante de alegría fijó la mirada en el oficial, en cuyos gruesos labios y redondas mejillas se reflejaba la luz temblorosa de la palmatoria—. ¿Y cómo ocurrió?

—Pues se debió a una extraña coincidencia: la sorprendieron cuando emprendía la fuga. Ya estaba instalada en una diligencia para marcharse a Riga. Con anterioridad había obtenido un pasaporte a nombre de cierto funcionario. Lo raro es que, al comienzo, yo mismo la confundí con un caballero, pero por fortuna mis anteojos me revelaron al instante que se trataba de una nariz. Soy miope y si usted se coloca frente a mí, yo veré a medias el borrón de su cara, pero no distinguiré ni su nariz, ni su barba, ni nada. Mi suegra, o sea la madre de mi mujer, tampoco ve nada.

Kovaliov estaba en el colmo de la impaciencia.

—¿Pero dónde está? ¿Dónde?

—Tranquilícese, como sé que usted la necesita, la he traído conmigo. Lo insólito del caso es que el autor del hecho es un barbero rufián de la calle Voznesenski, quien ya se encuentra debidamente enjaulado. Desde hace tiempo estamos a punto de sorprenderlo como sospechoso de ladrón y por borrachín.

Justamente hace tres días sustrajo de cierta bodega una cantidad de botones. Su nariz está intacta.

Dicho lo cual, el guardia sacó de su bolsillo un envoltorio de papel que contenía lo anunciado.

—¡Pero si es la misma! —exclamó Kovaliov—, ¡es mi nariz! ¿Me permite invitarlo a una taza de té?

—Me sentiría muy complacido, pero me aguardan nuevas diligencias. Debo ir al manicomio… Hay un alza tremenda en el costo de los artículos. Y mi suegra, es decir la madre de mi esposa, está a mi cargo, así como mis hijos. De paso sea dicho, en el mayor de ellos he puesto todas mis esperanzas, es un chico muy inteligente, pero carezco en absoluto de recursos para darle educación.

Kovaliov adivinó el mensaje y tomando de la mesa un billete de diez rublos, lo puso en la mano del guardia, quien salió dando un taconazo ceremonial. Luego Kovaliov escuchó su voz en la calle, donde reprendía a un lerdo mujik(2) que avanzaba con su carreta cargada.

A la partida del guardia, le quedó a Kovaliov una confusa sensación, y a medida que transcurrían los minutos sintió el leve desfallecimiento que le había procurado tan estupenda noticia. Con cautela puso la nariz entre sus manos y la contempló extasiado.

—¡No cabe duda que es la mía! —exclamó el mayor Kovaliov—. Hasta tiene el granito que le apareció ayer.

Pero nada hay eterno en este mundo y la dicha del primer minuto empieza ya a desvanecerse en el segundo, al tercero irá menguando, al cuarto poco quedará y lo que viene con el tiempo será el retorno al estado de alma rutinario, como el círculo que forma una piedra lanzada al agua, que termina fundiéndose con la plana superficie.

Kovaliov quedó absorto de momento al tomar conciencia de que el asunto aún no tocaba a su fin. La nariz había sido rescatada pero faltaba todavía colocarla en su sitio.

—¿Y si no pega?

Ante semejante riesgo el mayor palideció. Con indecible temor se lanzó a la mesa para fijar correctamente la nariz ante el espejo. Sus manos temblaban. Con sumo cuidado la fue situando en su lugar original. ¡Maldición! ¡La nariz se negaba a adherirse!… Entonces, tras darle calor con el aliento, la colocó de nuevo entre las mejillas. ¡Por nada del mundo se sostenía!

—¡Es imposible que no pegue! —Y siempre que quiso fijarla en su verdadero espacio los intentos fueron vanos, la nariz se desplomaba sobre la mesa produciendo el golpe seco de un corcho. El rostro del mayor se llenó aún más de espanto.

Kovaliov le ordenó a Iván traer de inmediato al médico, el cual ocupaba el mejor apartamento de la misma casa. El doctor tenía un aspecto varonil respetabilísimo y ostentaba unas patillas más negras que el carbón, una esposa de robusta lozanía, se desayunaba con frescas y apetitosas manzanas, mantenía un impecable aseo bucal haciendo gárgaras todas las mañanas durante casi una hora y practicaba el cepillado dental con tal esmero que usaba no menos de cinco clases de cepillos diferentes. El doctor se presentó de inmediato y le preguntó a Kovaliov cuándo había acaecido el desventurado hecho, levantó por la quijada el rostro del mayor y le dio un golpe con el dedo en el sitio desnarizado, así que el paciente debió echar la cabeza hacia atrás con tal fuerza que dio con la coronilla en la pared. El médico trató de sosegarlo, le hizo girar la cabeza hacia la izquierda y lanzó un “hum…”. Repitió el golpe con el dedo en el espacio nasal y le tiró la cabeza hacia atrás como a un caballo al que se le miran los dientes. Terminado el examen, el médico se encogió de hombros y le dijo:

—Es inútil, mejor quédese como está pues su situación podría empeorar. Claro que yo se la colocaría ahora mismo, pero le repito que nos exponemos a un funesto riesgo.

—¡Pero yo no puedo quedarme sin nariz! —repuso Kovaliov—. ¡Peor que ahora es imposible! ¡El demonio entenderá qué significa esto! ¿Cómo voy a presentarme en público con una estampa tan ridícula? Tengo excelentes amistades. Justo hoy debo asistir a dos reuniones. Y no son pocas mis relaciones: Chejtariova, la esposa de un consejero de Estado, la señora Podtóchina, casada con un oficial del estado mayor… aunque ocurrida esta desgracia el único eslabón que me une a ella pasa por la policía. Ayúdeme, doctor, me acojo a su benevolencia —prosiguió Kovaliov en tono de súplica—. Colóqueme la nariz como pueda, no importa que no me quede perfecta con tal de que se sostenga, y en situaciones comprometedoras yo podría ayudarla ligeramente con mi mano a no caer. Además, ni siquiera soy aficionado al baile, así que no estará expuesta a ningún movimiento brusco. Y para testimoniarle mi gratitud por su visita, usted puede tener la certeza de que pondré a su disposición mis recursos…

—Créame —dijo el doctor en tono ni alto ni bajo y con firme y persuasiva voz—, yo nunca curaré por interés, eso yo jamás lo haría, está fuera de mis cánones profesionales y de mi arte. Si cobro por mis visitas es para no lastimar a nadie con mi negativa. Por supuesto yo haría el esfuerzo de ponerle la nariz, pero permítame expresarle con la mayor honestidad que si usted desoye mi consejo, lo que viene será de lamentar. Lo más sensato es oír la voz de la naturaleza. Lávese a menudo con agua fría y vivirá tan saludable como si tuviera nariz. Y en cuanto a la propia nariz, le sugiero colocarla en un frasco con alcohol, y aún mejor añadirle dos cucharaditas de vodka y vinagre caliente. Me parece que hasta podrá sacar dinero de ella, mucho dinero. Yo mismo se la compraría, si usted le pone un precio razonable.

—¡No! ¡No! ¿Por ningún dinero la vendería! —articuló desesperado el mayor Kovaliov—. Antes prefiero que se pierda.

—Disculpe —repuso el doctor haciendo una reverencia—. Mi deseo era serle útil, pero qué le vamos a hacer. No puede usted decir que no tuve las mejores intenciones.

Dicho esto, el médico de respetabilísima presencia salió de la habitación. Kovaliov ni siquiera se había fijado en su cara, y en medio del brutal desconcierto, sólo vio los puños de la camisa del doctor —que salían de las mangas del negro frac—, limpias y blancas como la nieve.

Al otro día, antes de poner el correspondiente denuncio, decidió escribir a la esposa del oficial de estado mayor, para que, sin recurrir a la autoridad, le devolviera ella lo que a él pertenecía. La carta estaba redactada en los siguientes términos:

Distinguida señora Alexandra Grigórievna(4):

Permítame decirle que su actuación es inexplicable. Al comportarse usted así, ha alejado la posibilidad de que me case con su hija. Sepa que conozco en detalle todo lo concerniente a mi nariz. No ignoro que ha sido usted la única artífice de esta desdichada historia. La súbita desaparición de mi nariz…, y su deambular fugitivo, ya bajo el disfraz de funcionario, ya en su aspecto natural, sólo puede obedecer a hechicerías cuya iniciativa partió de usted o de quienes se dedican a las prácticas mágicas. Considero un deber prevenirla: si la nariz no retorna hoy mismo a su lugar, me veré obligado a ponerme al amparo y protección de la ley.

Con mis mejores palabras de respeto y consideración, tengo el honor de suscribirme como su humilde servidor.

Platón Kovaliov

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Muy apreciado señor Platón Kuzmich Kovaliov:

Su carta me ha producido un asombro indecible. Debo confesar que jamás pensé llegar a ser víctima de tan injustos reproches por parte de usted. Debo, asimismo, poner en su conocimiento, que nunca recibí en mi casa al funcionario del cual me habla, con disfraz o sin él. Me visitó, sí, Filipp Ivánovich Potánchikov y si bien aspiraba a la mano de mi hija y es persona sensata, instruida y ajena a la bebida, no llegué a darle esperanza alguna. Si considerara que mi intención era dejarlo con dos palmos de narices, o sea rechazarlo formalmente, pues nada tan opuesto a la verdad. En cuanto a mí se refiere, ha de saber —y así lo he creído— que si usted se resolviese ahora a pedir la mano de mi hija, ciñéndose a las buenas costumbres, yo estaré dispuesta a complacerlo, porque ha sido éste mi más vehemente anhelo y esperanza.

Quedo como su permanente servidora.

Alexandra Podtóchina

—No —se dijo Kovaliov al leer la carta—. Ella es inocente. No queda la menor duda. Una carta así para nada sugiere culpabilidad.

El asesor Kovaliov dominaba la materia, pues más de una vez había sido experto investigador en el Cáucaso.

—¿Cómo explicar lo sucedido? ¡Sólo el demonio lo sabe! —exclamó desilusionado.

Entretanto, las habladurías sobre semejante suceso se paseaban por la ciudad, siempre con nuevos añadidos, haciendo las delicias de los aficionados al chisme, en especial porque todavía iban y venían los comentarios sobre la experimentación con el magnetismo y estaba fresca aún la historia de las sillas danzarinas en la calle Koniúshennaia. Para nada debe extrañar entonces que pronto hubiese tomado alas el cuento de que la nariz del asesor colegiado anduviera por la avenida Nevski a las tres de la tarde.

Con los días aumentaba la curiosidad en torno a la nariz y cuando se rumoró que estaría en la tienda de Junker, se congregó enfrente una muchedumbre y hubo una congestión tal que fue necesario acudir a la policía. Un especulador de esmerada presencia y gruesas patillas, que vendía empanadas a la entrada del teatro, colocó allí sólidas bancas de madera y permitía a los curiosos treparse en ellas por ochenta kópecs. Cierto coronel emérito salió de casa temprano sólo para ver la nariz y con enorme dificultad logró abrirse camino entre la muchedumbre. Sin embargo, a falta de nariz lo que halló en la vitrina de la tienda fue una burda chaqueta guateada de hombre y una litografía con la imagen de una jovencita subiéndose las medias y un señorito, con chaleco y barba incipiente, que situado detrás de un árbol miraba el cuadro colgado allí desde hacía diez años. Así las cosas, el coronel resolvió salir y dijo para sí: “¿Cómo es posible que conjeturas tan banales e increíbles reúnan tal gentío?”

Luego corrió el rumor de que la nariz del mayor Kovaliov no se paseaba por la avenida Nevski sino por el jardín de Táurida. Decíase que ya llevaba tiempo en este lugar y que cuando Jozrev-Mirza(4) habitaba en el jardín, se sorprendió extraordinariamente por tan extraño juego de la naturaleza. Algunos estudiantes de la Academia de Medicina se dirigieron al lugar. Una ilustre y respetable dama envió una carta especial al administrador del jardín, a fin de que le mostraran a sus hijos ese raro fenómeno, y de ser posible les ofreciera una guía didáctica e instructiva.

El suceso entusiasmó sobremanera a caballeros de la alta sociedad, que en las veladas gustaban de divertir a las damas con peregrinas historias cuyo repertorio ya estaba agotado. Un círculo de gente respetable y sensata hallábase muy indignada. Alguien proclamaba que no atinaba a entender cómo en un siglo ilustrado se propalaban infundios tan descabellados, y se mostraba sorprendido de que el gobierno no tomara cartas en el asunto. Como puede apreciarse, este señor pertenecía a ese género de personas que gustan de culpar al gobierno hasta de los conflictos diarios con la esposa. Siguiendo la historia…, debo decir que una vez más todo se cubre de niebla y lo que ocurrió luego es por completo ignorado.

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III

¡Qué descabellados acontecimientos se dan en este mundo! A veces se trata de sucesos inverosímiles: de repente, la misma nariz que se paseaba disfrazada en la carroza de un consejero de Estado y que suscitó tanto escándalo en la capital, apareció como si nada hubiera ocurrido en su lugar de origen, es decir, en medio de las dos mejillas del mayor Kovaliov. Y fue el día 7 de abril.

Al despertar y mirarse de repente al espejo, advirtió que allí estaba la nariz. “¡Ah!”, exclamó Kovaliov, y su sorpresa llegó a tanto que estuvo a punto de bailar descalzo por la habitación, si no fuera porque entraba su criado Iván, a quien ordenó traerle agua para bañarse la cara, y mientras lo hacía, se miraba de paso al espejo. “Sí, ¡es mi nariz!” Al tiempo que se secaba con la toalla tornaba al espejo: “¡Es mi nariz!”.

—Acércate, Iván, parece que tengo un granito en la nariz —dicho lo cual pensaba: “Dios no quiera que ahora me responda: Pues nada señor, ni grano ni nariz”.

Pero el criado respondió:

—No veo granos, señor. Su nariz está perfectamente bien.

“¡Qué suerte!” exclamó para sí, abriendo los brazos en ademán triunfante.

En ese momento apareció en la puerta el barbero Iván Iakovlevich, tan temeroso como una gata a la que acaban de castigar por robar un trozo de tocino.

—Antes de entrar, dígame si tiene las manos limpias —le gritó desde lejos Kovaliov.

—¡Claro que las tengo limpias!

—¡Miente!

—Se lo juro, señor.

—Espero que sea cierto.

Kovaliov se sentó. Iván Iakovlevich rodeó su cuello con una toalla, y en un instante, ayudado por la brocha le fue cubriendo toda la barba y parte de las mejillas con la misma crema que acostumbraban regalar en los cumpleaños de los comerciantes.

“¿Será verdad lo que estoy viendo?”, pensó el barbero mientras observaba el apéndice nasal de su cliente. Luego tomó la cabeza de Kovaliov y la hizo mover a un lado y otro. “¡Es una nariz auténtica!”, y se quedó contemplándola un rato. Finalmente, levantó dos dedos para agarrarla por la punta pues era éste el estilo de Iván Iakovlevich.

—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Con mucho cuidado! —exclamó Kovaliov. Iván Iakovlevich retiró sus manos y se confundió como nunca. Por fin resolvió pasarle la barbera por el mentón y aunque para él era difícil realizar su trabajo sin tomarle la prominencia olfativa, apoyando un áspero pulgar en la mejilla y en la mandíbula inferior, logró salir adelante en su objetivo, hasta dejarlo afeitado.

Ya listo Kovaliov, se arregló de inmediato, salió y ordenó a un cochero llevarlo directamente a la pastelería. Al llegar, desde el quicio de la puerta, ordenó:

—¡Una taza de chocolate!

De paso aprovechó para mirarse en el espejo. La nariz ocupaba su lugar. Con la alegría dibujada en el rostro, entornó los párpados y miró satíricamente a dos militares, uno de los cuales tenía una nariz que competía en tamaño con un botón de su chaleco. Luego se encaminó hacia la cancillería, a la misma oficina donde solía hacer sus gestiones para el cargo de vicegobernador, o en su defecto, de funcionario ejecutivo. Mientras caminaba por el vestíbulo aprovechó de nuevo para ponerse ante el espejo: la nariz seguía en su lugar. Tiempo después se dirigió adonde otro asesor colegiado que gustaba de hacer bromas sarcásticas y a quien Kovaliov solía contestar:

—Te conozco, eres un criticón.

Por el camino Kovaliov pensó: “Si el mayor no suelta una carcajada al verme, quiere decir que todas las partes de mi cara están en su lugar”. Pero el asesor colegiado no se inmutó.

“¡Estupendo! ¡Estupendo!”, exclamó para sus adentros Kovaliov.

Luego se encontró con la señora Podtóchina, esposa del oficial de estado mayor, quien paseaba con su hija. Ellas le hicieron una reverencia, y él salió a su encuentro lleno de contento, al ver que ningún defecto las alarmaba. Todo andaba de perlas. Adrede conversó con ellas largo rato, abrió su tabaquera y aspiró ostentosamente por las dos fosas nasales diciendo para sí: “Estas mujeres no son más que gallinas. Y que no haya dudas: por nada del mundo me casaré con su hija. Así tan sencillo… por puro amor… no señores”.

Al mayor se le veía ahora transitando de nuevo por la Avenida Nevski, visitando teatros y sitios a su antojo. Y la nariz, seguía como antes, fielmente adosada a su sitio. El mayor Kovaliov se paseaba exhibiendo un excelente humor, el rostro sonriente y, eso sí, listo a perseguir a todas las mujeres bonitas. Y hasta una vez se detuvo en la tienda de Gostini Dvor interesado en comprar cinta para una orden, sin saberse por qué, pues no era él caballero de ninguna.

Semejante historia ocurrió en la capital septentrional de nuestro inmenso imperio. Por supuesto hay en ella no poco de inverosímil. Habida cuenta de la escapada de la nariz y su fugitiva aparición en distintos lugares fingiéndose consejero de Estado, ¿cómo pudo ocurrírsele a Kovaliov anunciar en la prensa que su nariz se había extraviado? Desde luego no me refiero a que el anuncio me hubiera parecido caro: sería una necedad hacer tales reparos, además yo no practico la tacañería. Pero no es en modo alguno correcto. ¡Es absurdo! ¡Horrible! Y por otra parte, ¿Cómo pudo la nariz ir a parar al pan recién horneado? ¿Y cómo el propio Iván Iakovlevich…? No, no, ¡esto no lo entiende nadie! ¡Está fuera de toda sensatez!

Pero lo más raro es que los autores conciban semejantes temas. Desde el ángulo que se le mire resulta absolutamente inverosímil. En mi cabeza no entra. Para empezar, no reporta beneficio a la patria y, por otra parte, ¿en qué radica su utilidad? Sencillamente no sé qué será esto…

Ahora bien, además de lo dicho, de verdad ha podido llegar a permitirse esto y aquello, y aún lo de más allá, tal vez pudiera… ¿Y dónde no existe lo absurdo? Pero, viéndolo bien, ¿por qué no pensar que hay algo de verdad en todo esto? Dígase lo que se diga, casos así se dan en el mundo. Rara vez, pero se dan.

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Notas de los traductores:

1. Peso que equivale a poco más de 16 kilogramos.
2. Campesino ruso.
3. Gógol la llama antes Pelagueia Grigórievna.
4. Príncipe persa que visitó a Rusia en 1829.

 

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La nariz se publicó originalmente en Sovreménnik, una revista literaria de propiedad de Aleksandr Pushkin.

 

Nilolái Vasílievich Gógol. Nació en Soróchintsi, 1 de abril de 1809 – Moscú, 4 de marzo de 1852. Es uno de los máximos exponentes de la literatura rusa del siglo XIX a pesar de que, por educación y cultura, podría ser considerado ucraniano. Perteneciente a una familia de la baja nobleza rural, Gógol se trasladó a San Petersburgo en 1828, donde entabló amistad con Aleksandr Pushkin. En la misma ciudad impartió clases de historia en la Universidad. Su comedia El Inspector (1836) lo convertiría en un autor popular, aunque debido al tono de la obra decidió trasladarse a Italia. Durante los cinco años que pasó en Europa occidental escribió la obra Almas muertas (1842), que es considerada por la crítica como la primera novela rusa moderna, y que al parecer responde a una idea planteada a Gógol por Pushkin. En los últimos años de su vida abandonó totalmente la literatura para concentrarse en la religión, lo que le llevó a quemar la segunda parte de Almas muertas diez días antes de su muerte, aunque algunas páginas fueron salvadas y publicadas posteriormente.

La composición que ilustra este post fue realizada a partir de un célebre retrato  del autor. Las viñetas que acompañan el texto son de autores desconocidos.

 

año 1 ǀ núm. 1 ǀ septiembre – octubre 2020

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