Andrés Mauricio Muñoz
La muerte anda suelta
Pablo Montoya
Random House,
Bogotá, 2023, pp. 296
La obstinación por la muerte en la narrativa breve de Pablo Montoya
Como escritor nunca he podido sustraerme de una obsesión pertinaz por advertir los mecanismos que activan y sostienen el proceso de escritura de un cuento; me refiero no solo a la idea primigenia, a la imagen que se instaló en la mente del autor, sino a ese intrincado engranaje narrativo que lo lleva a término. En mi caso el detonante inicial suele ser de carácter arbitrario, pues puede suscitarse a raíz de una conversación escuchada de manera clandestina, una imagen impactante o una frase dicha que se empecina en dar vueltas dentro de mi cabeza.
……Pienso en esto a raíz de la lectura de la antología de cuentos La muerte anda suelta, del escritor colombiano Pablo Montoya, publicada por Random House en 2023. Es antología por cuanto reúne tres libros publicados por Montoya: Cuentos de Niquía (Vericuetos, 1996), Réquiem por un fantasma (Hombre nuevo editores, 2006) y El beso de la noche (Panamericana editorial, 2010). En este caso lo que me deslumbra es descubrir que estas publicaciones, aparecidas en un rango de casi quince años, dejan entrever todo un derrotero literario, una obsesión por registrar una época en lo que a la muerte violenta se refiere. No creo que Montoya haya concebido esta idea desde un inicio, como una suerte de trilogía, pero sí que el proceso de escritura daba cuenta de pulsiones narrativas que lo acompañaron durante mucho tiempo, que le señalaban el camino, sembrándole a diario las historias, delineándole los personajes, su angustia, la desesperanza por las circunstancias adversas en las que se desarrollaban sus vidas, pero a las que se aferraban con el estoicismo de quien no conoce la derrota aunque esté mordiendo el polvo. Perdida entre los cuentos se lee una frase que parece la premisa de este libro: Cada uno tiene su manera de comprender los signos que anteceden la debacle de una época.
……La muerte anda suelta podría definirse como una anatomía de la muerte, no tanto desde una perspectiva estética, porque no es la crudeza del hecho violento en sí mismo lo que preocupa a Montoya, sino su naturaleza, el abismo, la oscuridad, el trauma que genera, su resistencia al olvido, porque la muerte en realidad no clausura nada, a cambio de eso se instala, se perpetúa, ensañada con cinismo en los recuerdos, arrellanada con suficiencia en los corazones de quienes quedan acá. Cada uno de los cuentos obedece a una etapa diferente del proceso de disección al que se entrega Montoya. Me refiero a que, sobre todo en Cuentos de Niquía, se narra cómo la violencia fue arrinconando a los personajes, dejándolos sin más opción que una vida precaria, empecinada en mostrarles sus colmillos, arrebatándoles cualquier alternativa de sobrevivencia. Comienza el libro con un cuento monumental: ¡Perdimos, hermano!, en el que un par de hermanos, conminados por su madre a cambiar de rumbo al descubrir que andaban en malos pasos (¿En qué otros podían andar en un pueblo dominado por el terror de las mafias?), deciden explorar otras formas de vida, lejos de ahí, lejos de Niquía, en las que ganarán menos, pero será un dinero obtenido de manera honesta. Esa nueva apuesta no es más que una vana declaración de intenciones, porque la violencia se ha arraigado a todos los ámbitos, adherida a la naturaleza humana, lo que los lleva a darle de nuevo cara por la osadía de instalar un negocio de venta de arepas en una plaza escriturada a empellones y sangre de manera previa. En Cuentos de Niquía Montoya describe muy bien la naturaleza del conflicto, que instauró un orden en Medellín y en Antioquia en el que la violencia lo dictaminaba todo, reclamando para sus filas sus soldados escogidos a dedo, condenando a las madres a una angustia perenne, a noches en vela, al recuerdo del hijo que no regresó porque encontró un camino lejos de ella o porque está a la espera de que encuentren su cuerpo en una fosa. De tal manera que la muerte no es solo la muerte, es la espera, su desazón y su impaciencia, la constatación del horror, que se toma su tiempo, envanecido en sus rituales.
……A Montoya le interesa que sea explícito que nunca se trató de un fenómeno transitorio, quizá unos cuantos años o una década; por supuesto que no, porque lo que queda claro es que es el registro literario de toda una época. En Reencuentro un hombre regresa a Niquía después de varios años, para ver qué fue de la suerte de un gran amigo de infancia que un día salió y jamás regresó. Un amigo con el que tantas veces especularon sobre el futuro, con lo que les depararía la vida, sin intuir que el porvenir no era más que una bestia hambrienta que acabaría devorándolos. Ese viaje de regreso, ese encuentro con el origen, le sirven para corroborar que en Niquía todo sigue igual, que la muerte ha enarbolado sus banderas, enunciando a diario sus principios. Por eso Teresa, la madre de Rubén, el amigo buscado por el amigo que regresa, declara que los asesinatos en Niquía, que se suceden a diario, ya no son una fatalidad. Siempre hay cuentas por saldar, honores por defender, muertos para llorar, hijos por esperar con la amarga convicción de que justo de eso es que se trata la vida.
……El segundo libro no podía tener un título más atinado, Réquiem por un fantasma, en el que los personajes de Montoya parecen esmerados en disertar con sus historias sobre lo que hay más allá de la muerte. Soy un fantasma, grita un hombre, Arturo, indignado por el hecho de que no le den crédito a una declaración de ese calibre; solo está asustado, asegura una mujer que lo acompaña, solo quiere que lo escuchen, quizá porque tanto desde el más allá como del más acá hay palabras que se quedaron atoradas, temores enconados, miedos que nunca maduraron. De tal manera que en esta segunda parte los cuentos ponen su mirada en lo que le prosigue a la muerte que nunca fue confirmada, que es la espera, la exhumación, la reticencia de la esperanza a dejarse morir ella también de penas mucho más hondas, el duelo truncado. En Noche de luna llena un hombre recorre con deleite el cementerio con un propósito que no logra precisar; en Exhumación una madre escucha por radio la aparición de una nueva fosa, lo que revive en ella los caminos transitados en busca del cuerpo de su hijo, las diligencias, el arrume de peticiones, las lágrimas que se secaron sobre una piel que fue llenándose de pliegues.
……En este segundo libro, como será evidente también en el tercero, El beso de la noche, vemos a un Montoya más narrativo; cuentos que calzan mejor con las convenciones del género. La poesía que residía en sus primeros cuentos cede un poco su lugar para el cauce de la historia, para que la narración gane consistencia, para que sus personajes sean mucho más delineados. No se trata de que estemos ante un escritor más comprometido con el oficio, sino a un cambio de mirada, otra perspectiva desde la cual contar la desolación, el despojo, las ruindades de la vida. Entonces la narración parece más básica, dispuesta con comodidad en la prosa que fluye desprovista de esa solemnidad marcada en los primeros cuentos. La preocupación subyacente de la muerte en cierta manera cambia un poco, mirándola ahora de manera oblicua, pero siempre como una posibilidad latente, que si no se concreta al menos asoma su nariz para estropear el semblante. A Montoya le interesan ahora la irrupción en la vida de situaciones fortuitas, de cómo el infortunio puede atravesarse alborozado cuando la vida esbozaba sus primeras plenitudes. Estamos ante hombres y mujeres que, aunque lograron sortear las barricadas del cerco que les tendió la muerte a los primeros personajes, se siguen descubriendo vulnerables ante los azares de la vida. Le sucedió a Lázaro, devastado por una enfermedad que lo corroía mientras él alcanzaba una cumbre en el mundo de la fotografía, entregado a desentrañar la naturaleza recóndita de lo que revela la imagen de una gota de agua o de la lluvia. A Lina, que desapareció como ante el chasquido de unos dedos. Tomás tampoco pudo sustraerse a estos designios, intimidado por las fuerzas militares cuando desde una dispendiosa militancia estudiantil en células guerrilleras en la que se había sumergido su hermano, él procuraba hallarse a sí mismo dentro de sus inquietudes intelectuales o la búsqueda errática de su identidad sexual. Los personajes de Montoya son ahora sometidos por otro tipo de fuerzas; aunque sigue presente la idea insidiosa de las desapariciones súbitas, deben asumir las sinuosidades de la existencia aferrados a otro tipo de gallardías. El cuento que le da título a este tercer libro es una exaltación a la naturaleza humana, al amor de un hijo, al sacrificio, a su noción de justicia ante la expectativa de un hermano que regresa después de muchos años de haberlo dejado solo en el cuidado de su madre enferma, inmóvil, corroborando a diario la agonía de sus extremidades.
……Los últimos cuentos, también, dejan entrever a Pablo Montoya, el autor, el escritor colombiano al que su estancia en París le definió tantas cosas. Montoya, devoto por la literatura como por la música, inquieto y vacilante frente al arte. Esa idea que se prefigura de él, así como la calidad de estos cuentos que aquí se compilaron, son la mejor invitación para volver a su literatura, o para llegar a ella con la certeza de que será una apuesta de la que no se saldrá indiferente.
Andrés Mauricio Muñoz nació en Popayán, Colombia, en 1974. Su libro de cuentos Hay días en que estamos idos (Seix Barral, 2017), fue finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, en 2018. Su más reciente novela es Los Desagradables (Seix Barral, 2023). También es autor de las novelas Las Margaritas, historia de un hombre minúsculo (Seix Barral, 2019), El último donjuán (Seix Barral, 2016), así como de los libros de cuentos Desasosiegos menores (Premio Nacional de Cuento UIS, 2010) y Un Lugar para que rece Adela (Universidad de Antioquia, 2015).
La composición que ilustra este paisaje de Abisinia fue realizada a partir de la obra Charing Cross Bridge, London, 1906,
del pintor, ilustrador y escenógrafo francés © André Derain